Prólogo Héctor Márquez. Las 4 estaciones, Málaga, 2009. 156 pp. 10 €.
Marta Sanz
Guillermo Busutil ha hecho casi de todo en ese circo de tres pistas que llamamos espacio cultural. En el ámbito del periodismo habrá sido a menudo domador de leones y encantador de serpientes; en la gestión cultural, un eficiente maestro de ceremonias; y, en la creación literaria, que es por lo que hoy estamos aquí, yo veo a Busutil como un funámbulo sobre la delgadez del alambre, quizá como un trapecista que dibuja tres mortales consecutivos en el precipicio del aire sin que, debajo de su cuerpo, se extiendan redes que puedan amortiguar la caída y salvarlo de morir.
En una época en el que se dice que el cuento es un género ninguneado por las editoriales —no por los lectores ni por los críticos: nadie se enzarza en discusiones bizantinas para establecer jerarquías absurdas entre los movedizos géneros literarios—, Busutil recoge algunos de los relatos escritos entre 1999 y 2006, y en su selección, deja claro que, más allá del lugar que ocupe el cuento en el campo de la literatura actual, dentro de la habitación de los cuentistas, la tradición con la que él entronca poco tiene que ver con ese realismo minimalista de Carver que durante décadas ha sido marca de prestigio en el código genético de los autores de relatos.
Podemos imaginar muy bien a Busutil tomando notas en su cuaderno Moleskine, releyéndolas, cambiando una palabra por otra que exprese una textura o una sonoridad distintas, otro concepto u otras asociaciones. La radicalidad de los relatos de Busutil reside en una extrema preocupación por el lenguaje que posiblemente se relaciona con el hecho de que este escritor polifacético es también poeta. Por eso, en el punto concreto de la habitación de los cuentistas situada en algún lugar específico del campo de la literatura española actual, en la habitación donde Busutil escribe en su cuadernito Moleskine, yo he visto una colección de retratos del modernismo, de un lado y de otro del océano Atlántico, y he escuchado una música que me hacía recordar esos textos de Azul donde la supuesta saturación naturalista desemboca en una preocupación por el lenguaje y por la sensorialidad que no deja de ser profundamente ética.
Moleskine incluye, además del prólogo de Héctor Márquez que con tino se titula “El novelista condensado”, nueve cuentos: “El asesino del Atlántic” se remonta a uno de esos agujeros oscuros en los que se construye la culpa y habla de los modos diferentes de ver a una misma persona y quizá también a nosotros mismos; “Manos de plata” es una estampa, castiza y decadente, incluso bohemia, de una realidad estilizada por la literatura –una estilización subrayada que nos obliga a su inmediata interpretación- donde los dos dualistas de la historia son un carterista y un inspector muy guapo; “El puente del arquitecto” son palabras alrededor del vórtice de una hermosa escena homoerótica y, como todos los cuentos de vampiros, una historia de amor, de muerte y posesión, que se remata con una economía y una lucidez, con una imagen que es igual a la ausencia de la misma; en “Un paraguas amarillo” escuchamos la música de Los paraguas de Cherburgo —yo aún recuerdo la carátula del single que se editó en España, con Catherine Deneuve, menos rubia que de costumbre, bajo la lluvia— ambientando un encuentro sentimental, fantasmagórico y feliz en el ómnibus; un limpiabotas lleva la voz cantante en “Maurice”: con ella desgrana una historia de amor-pasión en la que cada zapato es una metonimia de la identidad porque es bastante evidente que el trabajo hace al hombre; “La despedida danesa” es casi un homenaje a Andersen no exento de humor de negro: pérdidas, rencores, traumas y accidentes en el nudo, siempre complicado, de las relaciones paterno-filiales. Dejo, para el final, el comentario de tres relatos, en mi opinión, exquisitos: en “Golpe de sol sobre el tapete de hule de azul” la elocución pictórica se conecta con una precisión que tiene que ver con el detallismo y no tanto con la economía de medios; un cuento en el que Busutil se rebela contra un canon reduccionista y pinta un sangriento bodegón, una colección simultánea de naturalezas muertas, según los parámetros del cubismo pero con los colores de los artistas fauve. “El salto del ángel” es la pieza elegíaca de Moleskine: en él un personaje le pide a otro que le recuerde siempre el que fue el momento más feliz de su vida. Por si acaso él llegara a olvidarlo... Por último, “Melville” se atreve con un final climático como feliz colofón a una metáfora sobre el aburrimiento sexual. “Melville” cierra orgasmáticamemte la colección: cuando lean el libro de Busutil, se darán cuenta de que el adverbio “orgasmaticamente” no es una voluta retórica.
Hay que tener mucho arrojo para escribir como un escritor, saltándose las normas que configuran la ortodoxia respecto al cuento instaurada por algunos suplementos literarios y por ciertos talleres de escritura creativa. Eso es exactamente lo que el trapecista Busutil lleva a cabo con los triples mortales que encierra su Moleskine.
Marta Sanz
Guillermo Busutil ha hecho casi de todo en ese circo de tres pistas que llamamos espacio cultural. En el ámbito del periodismo habrá sido a menudo domador de leones y encantador de serpientes; en la gestión cultural, un eficiente maestro de ceremonias; y, en la creación literaria, que es por lo que hoy estamos aquí, yo veo a Busutil como un funámbulo sobre la delgadez del alambre, quizá como un trapecista que dibuja tres mortales consecutivos en el precipicio del aire sin que, debajo de su cuerpo, se extiendan redes que puedan amortiguar la caída y salvarlo de morir.
En una época en el que se dice que el cuento es un género ninguneado por las editoriales —no por los lectores ni por los críticos: nadie se enzarza en discusiones bizantinas para establecer jerarquías absurdas entre los movedizos géneros literarios—, Busutil recoge algunos de los relatos escritos entre 1999 y 2006, y en su selección, deja claro que, más allá del lugar que ocupe el cuento en el campo de la literatura actual, dentro de la habitación de los cuentistas, la tradición con la que él entronca poco tiene que ver con ese realismo minimalista de Carver que durante décadas ha sido marca de prestigio en el código genético de los autores de relatos.
Podemos imaginar muy bien a Busutil tomando notas en su cuaderno Moleskine, releyéndolas, cambiando una palabra por otra que exprese una textura o una sonoridad distintas, otro concepto u otras asociaciones. La radicalidad de los relatos de Busutil reside en una extrema preocupación por el lenguaje que posiblemente se relaciona con el hecho de que este escritor polifacético es también poeta. Por eso, en el punto concreto de la habitación de los cuentistas situada en algún lugar específico del campo de la literatura española actual, en la habitación donde Busutil escribe en su cuadernito Moleskine, yo he visto una colección de retratos del modernismo, de un lado y de otro del océano Atlántico, y he escuchado una música que me hacía recordar esos textos de Azul donde la supuesta saturación naturalista desemboca en una preocupación por el lenguaje y por la sensorialidad que no deja de ser profundamente ética.
Moleskine incluye, además del prólogo de Héctor Márquez que con tino se titula “El novelista condensado”, nueve cuentos: “El asesino del Atlántic” se remonta a uno de esos agujeros oscuros en los que se construye la culpa y habla de los modos diferentes de ver a una misma persona y quizá también a nosotros mismos; “Manos de plata” es una estampa, castiza y decadente, incluso bohemia, de una realidad estilizada por la literatura –una estilización subrayada que nos obliga a su inmediata interpretación- donde los dos dualistas de la historia son un carterista y un inspector muy guapo; “El puente del arquitecto” son palabras alrededor del vórtice de una hermosa escena homoerótica y, como todos los cuentos de vampiros, una historia de amor, de muerte y posesión, que se remata con una economía y una lucidez, con una imagen que es igual a la ausencia de la misma; en “Un paraguas amarillo” escuchamos la música de Los paraguas de Cherburgo —yo aún recuerdo la carátula del single que se editó en España, con Catherine Deneuve, menos rubia que de costumbre, bajo la lluvia— ambientando un encuentro sentimental, fantasmagórico y feliz en el ómnibus; un limpiabotas lleva la voz cantante en “Maurice”: con ella desgrana una historia de amor-pasión en la que cada zapato es una metonimia de la identidad porque es bastante evidente que el trabajo hace al hombre; “La despedida danesa” es casi un homenaje a Andersen no exento de humor de negro: pérdidas, rencores, traumas y accidentes en el nudo, siempre complicado, de las relaciones paterno-filiales. Dejo, para el final, el comentario de tres relatos, en mi opinión, exquisitos: en “Golpe de sol sobre el tapete de hule de azul” la elocución pictórica se conecta con una precisión que tiene que ver con el detallismo y no tanto con la economía de medios; un cuento en el que Busutil se rebela contra un canon reduccionista y pinta un sangriento bodegón, una colección simultánea de naturalezas muertas, según los parámetros del cubismo pero con los colores de los artistas fauve. “El salto del ángel” es la pieza elegíaca de Moleskine: en él un personaje le pide a otro que le recuerde siempre el que fue el momento más feliz de su vida. Por si acaso él llegara a olvidarlo... Por último, “Melville” se atreve con un final climático como feliz colofón a una metáfora sobre el aburrimiento sexual. “Melville” cierra orgasmáticamemte la colección: cuando lean el libro de Busutil, se darán cuenta de que el adverbio “orgasmaticamente” no es una voluta retórica.
Hay que tener mucho arrojo para escribir como un escritor, saltándose las normas que configuran la ortodoxia respecto al cuento instaurada por algunos suplementos literarios y por ciertos talleres de escritura creativa. Eso es exactamente lo que el trapecista Busutil lleva a cabo con los triples mortales que encierra su Moleskine.
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