SM, Madrid, 2007. 288+32 páginas, 7,60 euros.
Julián Díez
Es un placer pasar páginas. ¿Cuánto tiempo hace que no leyeron un libro en el que perdieron la noción del tiempo, en el que de repente habían pasado treinta minutos sin consultar el reloj, las páginas consumidas? A mí me ocurre con frecuencia con las novelas de César Mallorquí, que confirma en cada uno de sus títulos la literatura de evasión más tradicional, la aventura digna y sin ínfulas, ha dado en refugiarse en los estantes del juvenil.
El problema de este tipo de novelas, a mi entender, es que no pueden ser empleadas por los lectores como arma ofensiva. Tanto por la delgadez de su lomo, como por la falta de pretensiones de su construcción. A nadie se le ocurriría presumir con un libro como La caligrafía secreta bajo el brazo para subrayar jerarquía intelectual. Tampoco descubriremos aquí verdades ocultas largamente que ya era hora de que salieran a la luz. En cambio, emplea algunos mecanismos usados por esos libros, tanto los cultistas como los ocultistas, para pergeñar con ellos una historia. Con su propia personalidad, con sus propios defectos, pero en la tradición de Stevenson, en la de Poe, en la de Verne. La tradición que debería ser el tronco central de la novela —con todos los respetos para Joyce o Proust, pero cada uno en su sitio— si la literatura quisiera mantenerse en un puesto de privilegio como vehículo de cultura popular.
Mallorquí no tiene pudor en su propósito de interesarnos y no se priva a la hora de emplear herramientas con las que atraer nuestra atención como lectores. Nos traslada a una época atractiva, la Francia inmediatamente previa a la Revolución, en la que el calígrafo —y algo más— don Lázaro Aguirre, su sobrina, su aprendiz y su guardaespaldas intentarán desvelar un misterio atraídos por una antigua amistad. Son personajes verosímiles, fuertes, sólidos, con matices pero sin almas torturadas. También hay amor imposible, recuerdos de un pasado oscuro, malvados morbosos, viajes, crímenes.
Como herramientas para dar forma a su historia, para hacer posible que las páginas pasen sin pensar, el autor emplea un lenguaje rico pero directo, maneja el ritmo a su conveniencia y facilita con todas sus energías que el tiempo que invertimos en conocer su trabajo sea una experiencia grata. Eso sí, el didacticismo muy característico del subgénero es necesario acumularlo en el debe.
La mayoría de los libros deberían ser como éste; dado que no es el caso, conviene que disfrutemos los que hay sin pudor, sin necesidad de convertir nuestra lectura en un argumento de realce personal, con el mismo placer con el que ya somos capaces de disfrutar de comidas humildes y sabrosas sin estar sujetos a la necesidad de aparentar opulencia.
Julián Díez
Es un placer pasar páginas. ¿Cuánto tiempo hace que no leyeron un libro en el que perdieron la noción del tiempo, en el que de repente habían pasado treinta minutos sin consultar el reloj, las páginas consumidas? A mí me ocurre con frecuencia con las novelas de César Mallorquí, que confirma en cada uno de sus títulos la literatura de evasión más tradicional, la aventura digna y sin ínfulas, ha dado en refugiarse en los estantes del juvenil.
El problema de este tipo de novelas, a mi entender, es que no pueden ser empleadas por los lectores como arma ofensiva. Tanto por la delgadez de su lomo, como por la falta de pretensiones de su construcción. A nadie se le ocurriría presumir con un libro como La caligrafía secreta bajo el brazo para subrayar jerarquía intelectual. Tampoco descubriremos aquí verdades ocultas largamente que ya era hora de que salieran a la luz. En cambio, emplea algunos mecanismos usados por esos libros, tanto los cultistas como los ocultistas, para pergeñar con ellos una historia. Con su propia personalidad, con sus propios defectos, pero en la tradición de Stevenson, en la de Poe, en la de Verne. La tradición que debería ser el tronco central de la novela —con todos los respetos para Joyce o Proust, pero cada uno en su sitio— si la literatura quisiera mantenerse en un puesto de privilegio como vehículo de cultura popular.
Mallorquí no tiene pudor en su propósito de interesarnos y no se priva a la hora de emplear herramientas con las que atraer nuestra atención como lectores. Nos traslada a una época atractiva, la Francia inmediatamente previa a la Revolución, en la que el calígrafo —y algo más— don Lázaro Aguirre, su sobrina, su aprendiz y su guardaespaldas intentarán desvelar un misterio atraídos por una antigua amistad. Son personajes verosímiles, fuertes, sólidos, con matices pero sin almas torturadas. También hay amor imposible, recuerdos de un pasado oscuro, malvados morbosos, viajes, crímenes.
Como herramientas para dar forma a su historia, para hacer posible que las páginas pasen sin pensar, el autor emplea un lenguaje rico pero directo, maneja el ritmo a su conveniencia y facilita con todas sus energías que el tiempo que invertimos en conocer su trabajo sea una experiencia grata. Eso sí, el didacticismo muy característico del subgénero es necesario acumularlo en el debe.
La mayoría de los libros deberían ser como éste; dado que no es el caso, conviene que disfrutemos los que hay sin pudor, sin necesidad de convertir nuestra lectura en un argumento de realce personal, con el mismo placer con el que ya somos capaces de disfrutar de comidas humildes y sabrosas sin estar sujetos a la necesidad de aparentar opulencia.
2 comentarios:
por qué en ningun sitio se ha publicado el resumen de este libro? lo necesito y no esta..
no vale mucho el librillo
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