Guillermo Busutil
Desde La Ilíada, donde aparece narrativamente un combate, el boxeo mantiene la guardia montada frente al crochet de la literatura, el arte y el cine que vieron en esta práctica la perfecta épica del perdedor, los claroscuros del negocio y las aristas del alma humana en pugna con los sueños, el amor, la sociedad y las adversidades del destino que suele calzar un guante de onza onzas y dominar los golpes bajos y el k.o. al mentón. También es conocido que el boxeo ha dado grandes figuras secundarias, las que se fajan en las penumbras del cuadrilátero de la vida, que han coqueteado directamente con la literatura, igual que si el género narrativo fuese el sparring ideal con el que forjarse una leyenda. Ese sería el caso de Cravan, eterno impostor y outsider de sí mismo, de Sonny Linston, que además de soldado y boxeador fue un excelente novelista, y de Frank Nicotra, dos veces campeón de Europa, poeta y cineasta. Junto a estos ídolos de carne y barro, también hay que tener en cuenta a los personajes a los que la ficción puso en pie sobre el ring para contar historias magistrales como las logradas por Ignacio Aldecoa, Gonzalo Suárez, Ricardo Piglia, Javier Memba o Liliana Heder entre otros escritores de una extensa nómina que narraron episodios existenciales de Young Sánchez, El Vikingo, la Rosa de Sowetto y de Jack Berstein entre algunos otros seres de ángulos muertos, cicatrices y pequeñas victorias. A ellos hay que sumarles ahora el personaje del Loco Larretxi, protagonista de la novela Boxeo sobre hielo, de Mario Cuenca Sandoval y publicada por Berenice.
Una curiosa historia en torno a un viaje visible e invisible por los rostros de la derrota, el idealismo, la obsesión, la rebeldía, el dolor, la libertad y las relaciones humanas, que envuelve al lector en la relación del boxeador con su esposa Margot, cantante analfabeta musical, y en la que establece con su hijo Mikel al mismo tiempo que indaga sobre los diferentes estados de la conciencia y la nueva concepción del mundo. Pero también esta novela, entrecruzada con los relatos de excelentes y aristados secundarios como Amundsen y la conquista del Polo Sur, como Larretxi, Parry, Heyerdahl y entre otros que, en ocasiones, asemejan el alter ego o el reflejo distorsionado de los diferentes protagonistas, es un raro e interesante collage compuesto por elementos como las drogas, la psicodelia, el cine porno, la amistad, el miedo, la poesía, los saltos en el tiempo, el viaje y la antropología.
Lo mejor de esta novela, que también funcionaría como un ajuar de relatos bien hilvanados y por los que transitan los personajes que le dan entidad a la historia principal, es el buen uso del ritmo narrativo de Mario Cuenca y su manera de urdir diferentes tramas que son, al mismo tiempo, diferentes registros narrativos con los que busca innovar, sin los habituales fuegos de artificio, simulacros y poses de muchos de los jóvenes narradores que intentan camuflar la falta de imaginación o las carencias a la hora de contar con el moderno discurso de la transgresión tecnológica y los trillados discursos de la postmodernidad, muchos de los cuales tan sólo se apoyan en un modelo que suele ser el más mediático. Una tendencia que en algunos casos ha dado interesantes frutos y autores a tener en cuenta, aunque la mayoría de las veces responde a un desconocimiento de la historia de la literatura y de los hallazgos conseguidos por los experimentos de las vanguardias y de otros movimientos representados por Sánchez Ferlosio, Martín Santos, Cela, Juan Goytisolo, Italo Calvino, Robbe-Grillet, Perec y Queneau, entre otros a los que Mario Cuenca parece haber depurado con el propósito de alimentar su propio estilo. Esta razón, junto con su habilidad para contar bien una historia sin renunciar a cierta experimentación, convierte Boxeo sobre hielo en una novela merecedora de atención, y a su autor en un escritor al que seguir la pista por los cuadriláteros de la literatura del siglo XXI.
Desde La Ilíada, donde aparece narrativamente un combate, el boxeo mantiene la guardia montada frente al crochet de la literatura, el arte y el cine que vieron en esta práctica la perfecta épica del perdedor, los claroscuros del negocio y las aristas del alma humana en pugna con los sueños, el amor, la sociedad y las adversidades del destino que suele calzar un guante de onza onzas y dominar los golpes bajos y el k.o. al mentón. También es conocido que el boxeo ha dado grandes figuras secundarias, las que se fajan en las penumbras del cuadrilátero de la vida, que han coqueteado directamente con la literatura, igual que si el género narrativo fuese el sparring ideal con el que forjarse una leyenda. Ese sería el caso de Cravan, eterno impostor y outsider de sí mismo, de Sonny Linston, que además de soldado y boxeador fue un excelente novelista, y de Frank Nicotra, dos veces campeón de Europa, poeta y cineasta. Junto a estos ídolos de carne y barro, también hay que tener en cuenta a los personajes a los que la ficción puso en pie sobre el ring para contar historias magistrales como las logradas por Ignacio Aldecoa, Gonzalo Suárez, Ricardo Piglia, Javier Memba o Liliana Heder entre otros escritores de una extensa nómina que narraron episodios existenciales de Young Sánchez, El Vikingo, la Rosa de Sowetto y de Jack Berstein entre algunos otros seres de ángulos muertos, cicatrices y pequeñas victorias. A ellos hay que sumarles ahora el personaje del Loco Larretxi, protagonista de la novela Boxeo sobre hielo, de Mario Cuenca Sandoval y publicada por Berenice.
Una curiosa historia en torno a un viaje visible e invisible por los rostros de la derrota, el idealismo, la obsesión, la rebeldía, el dolor, la libertad y las relaciones humanas, que envuelve al lector en la relación del boxeador con su esposa Margot, cantante analfabeta musical, y en la que establece con su hijo Mikel al mismo tiempo que indaga sobre los diferentes estados de la conciencia y la nueva concepción del mundo. Pero también esta novela, entrecruzada con los relatos de excelentes y aristados secundarios como Amundsen y la conquista del Polo Sur, como Larretxi, Parry, Heyerdahl y entre otros que, en ocasiones, asemejan el alter ego o el reflejo distorsionado de los diferentes protagonistas, es un raro e interesante collage compuesto por elementos como las drogas, la psicodelia, el cine porno, la amistad, el miedo, la poesía, los saltos en el tiempo, el viaje y la antropología.
Lo mejor de esta novela, que también funcionaría como un ajuar de relatos bien hilvanados y por los que transitan los personajes que le dan entidad a la historia principal, es el buen uso del ritmo narrativo de Mario Cuenca y su manera de urdir diferentes tramas que son, al mismo tiempo, diferentes registros narrativos con los que busca innovar, sin los habituales fuegos de artificio, simulacros y poses de muchos de los jóvenes narradores que intentan camuflar la falta de imaginación o las carencias a la hora de contar con el moderno discurso de la transgresión tecnológica y los trillados discursos de la postmodernidad, muchos de los cuales tan sólo se apoyan en un modelo que suele ser el más mediático. Una tendencia que en algunos casos ha dado interesantes frutos y autores a tener en cuenta, aunque la mayoría de las veces responde a un desconocimiento de la historia de la literatura y de los hallazgos conseguidos por los experimentos de las vanguardias y de otros movimientos representados por Sánchez Ferlosio, Martín Santos, Cela, Juan Goytisolo, Italo Calvino, Robbe-Grillet, Perec y Queneau, entre otros a los que Mario Cuenca parece haber depurado con el propósito de alimentar su propio estilo. Esta razón, junto con su habilidad para contar bien una historia sin renunciar a cierta experimentación, convierte Boxeo sobre hielo en una novela merecedora de atención, y a su autor en un escritor al que seguir la pista por los cuadriláteros de la literatura del siglo XXI.
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