Trad. Jesús Pardo. Nórdica Libros, Madrid, 2oo6. 208 pp. 15,00 €
Juan Marqués
En ese magnífico Mercado común que acaba de publicar Mercedes Cebrián, se leen los primeros versos de una oración a la que muchos nos uniríamos devotamente: “Oremos para que algo sueco o noruego/ nos ocurra”. Y algo nos ha ocurrido en el panorama editorial español con la irrupción de Nórdica Libros, un nuevo sello que al parecer va a hacer completo honor a su nombre y va a publicar títulos de autores escandinavos (o, más precisamente, nórdicos) o bien libros sobre aquellos fríos y fascinantes países que alguien tendría que fundar si no existiesen. Y no es que los escritores de aquellos lugares hayan tenido poca presencia en nuestras librerías (la novela que nos trae hoy aquí, sin ir más lejos, no es exactamente una novedad, sino la traducción de Jesús Pardo que ya se publicó en los ochenta), pero sí que han recibido en general poca atención, y por ello es de celebrar que alguien tome la valiente iniciativa de ir sacando una preciosa colección de la maravillosa y semidesconocida literatura de aquellos maravillosos y todavía semidesconocidos países que se llaman Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia o (y aquí me pongo de pie) Islandia.
Lo propiamente nórdico, sin embargo, no tiene una especial presencia en Muerte de un apicultor. Excepto algún paisaje, cierta atmósfera inconfundible (ya en la tercera línea de la primera página del preludio, “el frío cortaba”), y algunos rasgos del carácter del protagonista y narrador de la novela, hay poco “color local”, aunque para sentirnos a gusto bastan los misteriosos topónimos que aparecen: esos Västeras, Amänningen, Sörby, Trummelsberg o Ramnäs que parecen remitir a algún lugar extraterrestre, pero, por alguna inquietante razón, también hospitalario.
Es una novela muy “individualista” al tratarse del testimonio personal de un hombre solitario condenado a muerte por un cáncer de bazo. En un prólogo muy prescindible (por lo poco elegante y lo poco hábil a la hora de conseguir lo que pretende), alguien (seguramente Gustafsson, sin apenas trasunto narrativo, pues se refiere explícitamente a la pentalogía que esta novela cierra) nos explica que lo que sigue son las anotaciones encontradas en los tres cuadernos que dejó Lars Lennart Westin (que comparte con su creador no sólo el nombre de pila sino, al menos, el año y lugar de nacimiento). Y esas notas, ordenadas por su falso editor constituyen algo así como el diario de ese hombre desde que sabe de su enfermedad (aunque, por no saber y así mantener alguna esperanza, quema sin leer la carta del hospital donde intuye que le comunican la fatal noticia) hasta que ésta termina con él. Entre un acontecimiento y otro, la crónica del apagamiento —insistiendo mucho más en el dolor físico que en la certeza de la desaparición— y, con ella, el repaso a sus cuatro décadas de existencia, empezando por lo más reciente —un matrimonio fracasado— y recordando después la no tan remota infancia, dada la juventud del personaje. A pesar de la brevedad de la novela, hay páginas suficientes como para que tenga notables altibajos en todos los sentidos, y así, tras un capítulo significativamente titulado “Entreacto”, viene intercalada una pequeña narración titulada “Cuando Dios despertó”, que, aunque está en cierto modo fuera de la novela, al margen de la narración principal, es sin embargo y sin duda la cumbre narrativa de Muerte de un apicultor, diez páginas sublimes que convierten la novela en inolvidable, y en las que se cuenta exactamente lo que anuncia su título: el momento en el que, tras un sueño de veinte millones de años, Dios despierta y comienza a complacer todas las oraciones humanas acumuladas durante ese tiempo, provocando la más gigantesca y formidable confusión.
Ese relato, en el que, entre otras cosas, la humanidad descubre que Dios no era un padre sino una madre, adquiere una especial relevancia al estar escrito, dentro de la ficción, por alguien que va a morir, alguien escéptico y materialista que por otra parte “nunca había comprendido hasta ahora que toda la posibilidad de sentirnos, experimentarnos a nosotros mismos como algo compacto y ordenado, como un yo humano, está relacionada con la existencia de una posibilidad de futuro. La idea entera del yo descansa sobre la certidumbre de que también habrá mañana” (p. 109). O que se hace consciente de que “en el universo nadie está en su casa” (p. 183).
Siendo una novela fúnebre, tan definitivamente crepuscular, Muerte de un apicultor tiene la mala suerte de aparecer en las librerías a la vez que esa Elegía de Philip Roth (Everyman en su muy superior título original) que ha de ser ya considerada un hito dentro del género, pero también es curioso comprobar cómo las reflexiones de ambos relatos alcanzan a veces conclusiones casi idénticas: si el anónimo protagonista de Roth bromea amargamente con la posibilidad de escribir unas memorias simplemente tituladas Vida y muerte de un cuerpo masculino, el sueco comprende que “no soy más que un cuerpo. Todo lo que tengo que hacer, todo lo que me es posible hacer, sólo lo puedo hacer dentro de este cuerpo” (p. 137). Ambas novelas deberían ser leídas por todos aquellos que busquen libros que traten de las cosas verdaderamente importantes, y que lo hagan de una forma cruda, sin concesiones ni eufemismos, afrontando la realidad final como es, sin negar por ello —más bien al contrario— lo que la vida tiene de milagroso o de sorprendente, lo que el bíblico Libro de la Sabiduría llamó “nuestra porción y nuestra suerte”.
Algún lector podría confundirse o desconcertarse al leer cómo la última línea de la novela, el último apunte de su falso autor afirma que “siempre cabe esperar”, en lo que podría interpretarse como una última posibilidad de salvación, de redención, de vida..., como un final casi optimista para una novela naturalmente trágica. No creo que esa sea la intención de Gustafsson, sino tal vez una última broma casi macabra, una cruel ironía hacer escribir eso a alguien que inmediatamente después va a desaparecer. O quizá sea otra forma de sorprenderse y sorprendernos comprobando cómo es (cómo somos) cada hombre, incluso en los últimos minutos de existencia, realmente incapaz de concebir su propia extinción. “El hombre, ese curioso animal que vacila entre el animal y la esperanza” (p. 173).
Juan Marqués
En ese magnífico Mercado común que acaba de publicar Mercedes Cebrián, se leen los primeros versos de una oración a la que muchos nos uniríamos devotamente: “Oremos para que algo sueco o noruego/ nos ocurra”. Y algo nos ha ocurrido en el panorama editorial español con la irrupción de Nórdica Libros, un nuevo sello que al parecer va a hacer completo honor a su nombre y va a publicar títulos de autores escandinavos (o, más precisamente, nórdicos) o bien libros sobre aquellos fríos y fascinantes países que alguien tendría que fundar si no existiesen. Y no es que los escritores de aquellos lugares hayan tenido poca presencia en nuestras librerías (la novela que nos trae hoy aquí, sin ir más lejos, no es exactamente una novedad, sino la traducción de Jesús Pardo que ya se publicó en los ochenta), pero sí que han recibido en general poca atención, y por ello es de celebrar que alguien tome la valiente iniciativa de ir sacando una preciosa colección de la maravillosa y semidesconocida literatura de aquellos maravillosos y todavía semidesconocidos países que se llaman Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia o (y aquí me pongo de pie) Islandia.
Lo propiamente nórdico, sin embargo, no tiene una especial presencia en Muerte de un apicultor. Excepto algún paisaje, cierta atmósfera inconfundible (ya en la tercera línea de la primera página del preludio, “el frío cortaba”), y algunos rasgos del carácter del protagonista y narrador de la novela, hay poco “color local”, aunque para sentirnos a gusto bastan los misteriosos topónimos que aparecen: esos Västeras, Amänningen, Sörby, Trummelsberg o Ramnäs que parecen remitir a algún lugar extraterrestre, pero, por alguna inquietante razón, también hospitalario.
Es una novela muy “individualista” al tratarse del testimonio personal de un hombre solitario condenado a muerte por un cáncer de bazo. En un prólogo muy prescindible (por lo poco elegante y lo poco hábil a la hora de conseguir lo que pretende), alguien (seguramente Gustafsson, sin apenas trasunto narrativo, pues se refiere explícitamente a la pentalogía que esta novela cierra) nos explica que lo que sigue son las anotaciones encontradas en los tres cuadernos que dejó Lars Lennart Westin (que comparte con su creador no sólo el nombre de pila sino, al menos, el año y lugar de nacimiento). Y esas notas, ordenadas por su falso editor constituyen algo así como el diario de ese hombre desde que sabe de su enfermedad (aunque, por no saber y así mantener alguna esperanza, quema sin leer la carta del hospital donde intuye que le comunican la fatal noticia) hasta que ésta termina con él. Entre un acontecimiento y otro, la crónica del apagamiento —insistiendo mucho más en el dolor físico que en la certeza de la desaparición— y, con ella, el repaso a sus cuatro décadas de existencia, empezando por lo más reciente —un matrimonio fracasado— y recordando después la no tan remota infancia, dada la juventud del personaje. A pesar de la brevedad de la novela, hay páginas suficientes como para que tenga notables altibajos en todos los sentidos, y así, tras un capítulo significativamente titulado “Entreacto”, viene intercalada una pequeña narración titulada “Cuando Dios despertó”, que, aunque está en cierto modo fuera de la novela, al margen de la narración principal, es sin embargo y sin duda la cumbre narrativa de Muerte de un apicultor, diez páginas sublimes que convierten la novela en inolvidable, y en las que se cuenta exactamente lo que anuncia su título: el momento en el que, tras un sueño de veinte millones de años, Dios despierta y comienza a complacer todas las oraciones humanas acumuladas durante ese tiempo, provocando la más gigantesca y formidable confusión.
Ese relato, en el que, entre otras cosas, la humanidad descubre que Dios no era un padre sino una madre, adquiere una especial relevancia al estar escrito, dentro de la ficción, por alguien que va a morir, alguien escéptico y materialista que por otra parte “nunca había comprendido hasta ahora que toda la posibilidad de sentirnos, experimentarnos a nosotros mismos como algo compacto y ordenado, como un yo humano, está relacionada con la existencia de una posibilidad de futuro. La idea entera del yo descansa sobre la certidumbre de que también habrá mañana” (p. 109). O que se hace consciente de que “en el universo nadie está en su casa” (p. 183).
Siendo una novela fúnebre, tan definitivamente crepuscular, Muerte de un apicultor tiene la mala suerte de aparecer en las librerías a la vez que esa Elegía de Philip Roth (Everyman en su muy superior título original) que ha de ser ya considerada un hito dentro del género, pero también es curioso comprobar cómo las reflexiones de ambos relatos alcanzan a veces conclusiones casi idénticas: si el anónimo protagonista de Roth bromea amargamente con la posibilidad de escribir unas memorias simplemente tituladas Vida y muerte de un cuerpo masculino, el sueco comprende que “no soy más que un cuerpo. Todo lo que tengo que hacer, todo lo que me es posible hacer, sólo lo puedo hacer dentro de este cuerpo” (p. 137). Ambas novelas deberían ser leídas por todos aquellos que busquen libros que traten de las cosas verdaderamente importantes, y que lo hagan de una forma cruda, sin concesiones ni eufemismos, afrontando la realidad final como es, sin negar por ello —más bien al contrario— lo que la vida tiene de milagroso o de sorprendente, lo que el bíblico Libro de la Sabiduría llamó “nuestra porción y nuestra suerte”.
Algún lector podría confundirse o desconcertarse al leer cómo la última línea de la novela, el último apunte de su falso autor afirma que “siempre cabe esperar”, en lo que podría interpretarse como una última posibilidad de salvación, de redención, de vida..., como un final casi optimista para una novela naturalmente trágica. No creo que esa sea la intención de Gustafsson, sino tal vez una última broma casi macabra, una cruel ironía hacer escribir eso a alguien que inmediatamente después va a desaparecer. O quizá sea otra forma de sorprenderse y sorprendernos comprobando cómo es (cómo somos) cada hombre, incluso en los últimos minutos de existencia, realmente incapaz de concebir su propia extinción. “El hombre, ese curioso animal que vacila entre el animal y la esperanza” (p. 173).
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