Prólogo de Leonor Fleming. Alfaguara, Madrid, 2006. 280 pp. 18,50 €
Pedro M. Domene
La biografía de Héctor Tizón (Rosario de la Frontera, Salta, Argentina, 1929), como la de otros tantos autores, se confunde con su propia producción literaria, sobre todo con buena parte de la totalidad de su narrativa breve, que Alfaguara recoge en Cuentos completos (2006). El volumen incluye, además de sus colecciones A un costado de los rieles (1960; segunda edición, en Alfaguara, 2001), El jactancioso y la bella (1972), El traidor venerado (1978), Recuento (1984) y El gallo blanco (1992), un segundo apartado que reproduce aquellos relatos no publicados, hasta el momento, en libros; tres cuentos inéditos que forman parte de una tercera sección; y un aclaratorio apéndice, donde Tizón reflexiona sobre su propia producción, acerca de la literatura, o abordala exégesis de algunos de sus cuentos, en concreto de los que forman parte de El gallo blanco.
Lo más característico y significativo de la narrativa breve de Tizón, según leemos en el prólogo de Leonor Fleming, es su pertenencia siempre afectiva al terruño de la infancia, sobre todo al período de la niñez transcurrida en el pequeño pueblo de Yala, a unos quince kilómetros de San Salvador de Jujuy, ubicado en mitad de un altiplano yermo y ventoso, en lo que se ha calificado como la Puna; en realidad, una meseta andina, árida y fría, que comienza en la frontera noroeste de la Argentina y continúa en el altiplano boliviano. Un lugar atravesado por cadenas de volcanes, con grandes salares y algunas lagunas; con cierta seguridad, una vez que leemos sus cuentos, podemos imaginarnos Jujuy sin haber estado nunca allí. «El paisaje», ha escrito el narrador, «no es el marco que encuadra la historia o los personajes; el paisaje es la historia misma (...)». En igual proporción, una característica más de uno de los más prestigiosos y conocidos escritores de cuentos argentinos es su extraordinaria capacidad para domeñar el lenguaje: de una parte, un vocabulario tan exquisito como prestigioso adquirido de los clásicos españoles o aprendido de la estructura de los relatos de Stevenson, London y Conrad, y esa otra que pertenece a su propia idiosincrasia, el aprendido siendo aún niño y envuelto en la mágica oralidad que le proporcionaba el idioma quechua de sus niñeras indígenas. Quizá por eso, durante su juventud, una obsesiva búsqueda le llevó a distintas fuentes para ajustar su propio discurso: el mutismo indígena, la lengua de sus vecinos, el español mestizo de su infancia, y la universalidad de autores rusos y norteamericanos, incluso la lectura de pasajes de algunos textos sagrados vertidos en versículos y parábolas o más tarde los textos jurídicos en su carrera universitaria, puesto que en su biografía nunca podemos olvidar que se trata de un eminente jurista. Cabría señalar en este sentido el relato “El que vino de la lluvia” —incluido en El traidor venerado—, como ejemplo de una investigación policial y la verificación de una incógnita, en esa dualidad de vida que lleva el escritor como jurista y literato, una doble identidad que para un juez es lo suficiente atractiva como para dedicarse a plasmar su realidad en el papel. Otros elementos confirman esa voluntad que conlleva una típica atmósfera de misterio: una llovizna persistente, un frío tenaz, el anochecer y la poca visibilidad, además de unos personajes que se mueven entre la realidad presente de la acción y un pasado alejado para los protagonistas.
Para quienes no conozcan la obra de Tizón, existe un antes y un después de su salida hacia el exilio: en primer lugar, en España. Una etapa inicial que incluye una amplia producción tanto en novela como en relato, precisamente de esta época son El jactancioso y la bella y El traidor venerado, antes de su salida de su país; y una segunda, durante y después del destierro, cuyos rasgos más singulares se identificarían en el cuento “Los árboles”, incluido en El gallo blanco, retrato sobre la desolación del extranjero, la imposibilidad de vivir y crear en tierra extraña y ese reencuentro con el arte y la vida; o en “Regreso”, seleccionado en Recuento, un texto que cuenta las vicisitudes de un regreso imposible, pero actitudes negativas que, en el escritor Tizón, se traducen en un cambio del punto de vista narrativo que originará un cambio de voz y converge en la complicidad del autor con sus protagonistas.
La narrativa de Tizón nace —ha escrito Leonor Fleming— sin perder de vista nunca el origen, sube a un vagón en marcha, vuelve atrás continuamente y se actualiza con la misma rapidez, es paradójica y novedosa, aspectos en suma que en su literatura marcan la dirección de nuestro mundo.
Pedro M. Domene
La biografía de Héctor Tizón (Rosario de la Frontera, Salta, Argentina, 1929), como la de otros tantos autores, se confunde con su propia producción literaria, sobre todo con buena parte de la totalidad de su narrativa breve, que Alfaguara recoge en Cuentos completos (2006). El volumen incluye, además de sus colecciones A un costado de los rieles (1960; segunda edición, en Alfaguara, 2001), El jactancioso y la bella (1972), El traidor venerado (1978), Recuento (1984) y El gallo blanco (1992), un segundo apartado que reproduce aquellos relatos no publicados, hasta el momento, en libros; tres cuentos inéditos que forman parte de una tercera sección; y un aclaratorio apéndice, donde Tizón reflexiona sobre su propia producción, acerca de la literatura, o abordala exégesis de algunos de sus cuentos, en concreto de los que forman parte de El gallo blanco.
Lo más característico y significativo de la narrativa breve de Tizón, según leemos en el prólogo de Leonor Fleming, es su pertenencia siempre afectiva al terruño de la infancia, sobre todo al período de la niñez transcurrida en el pequeño pueblo de Yala, a unos quince kilómetros de San Salvador de Jujuy, ubicado en mitad de un altiplano yermo y ventoso, en lo que se ha calificado como la Puna; en realidad, una meseta andina, árida y fría, que comienza en la frontera noroeste de la Argentina y continúa en el altiplano boliviano. Un lugar atravesado por cadenas de volcanes, con grandes salares y algunas lagunas; con cierta seguridad, una vez que leemos sus cuentos, podemos imaginarnos Jujuy sin haber estado nunca allí. «El paisaje», ha escrito el narrador, «no es el marco que encuadra la historia o los personajes; el paisaje es la historia misma (...)». En igual proporción, una característica más de uno de los más prestigiosos y conocidos escritores de cuentos argentinos es su extraordinaria capacidad para domeñar el lenguaje: de una parte, un vocabulario tan exquisito como prestigioso adquirido de los clásicos españoles o aprendido de la estructura de los relatos de Stevenson, London y Conrad, y esa otra que pertenece a su propia idiosincrasia, el aprendido siendo aún niño y envuelto en la mágica oralidad que le proporcionaba el idioma quechua de sus niñeras indígenas. Quizá por eso, durante su juventud, una obsesiva búsqueda le llevó a distintas fuentes para ajustar su propio discurso: el mutismo indígena, la lengua de sus vecinos, el español mestizo de su infancia, y la universalidad de autores rusos y norteamericanos, incluso la lectura de pasajes de algunos textos sagrados vertidos en versículos y parábolas o más tarde los textos jurídicos en su carrera universitaria, puesto que en su biografía nunca podemos olvidar que se trata de un eminente jurista. Cabría señalar en este sentido el relato “El que vino de la lluvia” —incluido en El traidor venerado—, como ejemplo de una investigación policial y la verificación de una incógnita, en esa dualidad de vida que lleva el escritor como jurista y literato, una doble identidad que para un juez es lo suficiente atractiva como para dedicarse a plasmar su realidad en el papel. Otros elementos confirman esa voluntad que conlleva una típica atmósfera de misterio: una llovizna persistente, un frío tenaz, el anochecer y la poca visibilidad, además de unos personajes que se mueven entre la realidad presente de la acción y un pasado alejado para los protagonistas.
Para quienes no conozcan la obra de Tizón, existe un antes y un después de su salida hacia el exilio: en primer lugar, en España. Una etapa inicial que incluye una amplia producción tanto en novela como en relato, precisamente de esta época son El jactancioso y la bella y El traidor venerado, antes de su salida de su país; y una segunda, durante y después del destierro, cuyos rasgos más singulares se identificarían en el cuento “Los árboles”, incluido en El gallo blanco, retrato sobre la desolación del extranjero, la imposibilidad de vivir y crear en tierra extraña y ese reencuentro con el arte y la vida; o en “Regreso”, seleccionado en Recuento, un texto que cuenta las vicisitudes de un regreso imposible, pero actitudes negativas que, en el escritor Tizón, se traducen en un cambio del punto de vista narrativo que originará un cambio de voz y converge en la complicidad del autor con sus protagonistas.
La narrativa de Tizón nace —ha escrito Leonor Fleming— sin perder de vista nunca el origen, sube a un vagón en marcha, vuelve atrás continuamente y se actualiza con la misma rapidez, es paradójica y novedosa, aspectos en suma que en su literatura marcan la dirección de nuestro mundo.
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