miércoles, noviembre 18, 2009

Las bibliotecas de Dédalo, Enis Batur

Trad. Rafael Carpintero. Errata Naturae, Madrid, 2009. 96 pp. 9.90 €

Luis Manuel Ruiz

El libro, cualquier libro, es una máquina sorprendente. Estira la memoria de un individuo hasta hacerla coincidir con la de la gran masa de los congéneres que le rodean, guarda detalles de personas, objetos, ciudades y bosques que desaparecieron sin dejar traza en el aire, interroga a quien se le aproxima haciéndole reparar en esos rincones de sombra que rodean toda vida y que hasta el momento sólo había observado de soslayo. Si la muleta es la extensión de nuestro muslo y el telescopio un ojo elevado al cuadrado, el libro significa el aumento artificial de la imaginación y de la memoria humanas: un miembro ortopédico que nos ayuda a desenvolvernos en el mundo impidiéndonos tropezar. Por eso la biblioteca (o la Biblioteca, tal y como la mayúscula Enis Batur, para distinguir el modelo impresionante y platónico de las colecciones domésticas de los aficionados a los libros) es una imagen, o un símbolo, que no deja de excitar continuamente la fantasía de artistas e intelectuales. La Biblioteca, donde cabe todo el saber, todas las mentiras, y los sueños, y las sospechas, y los desmentidos, es un trasunto del propio universo. Y, como el universo, caudalosa e indescifrable: nadie sabe cuántos volúmenes contiene, qué orden respetan dichos volúmenes, quién los colocó ahí, dónde comienzan o terminan, para qué.
A lo largo de su existencia, todo bibliófilo intenta, con mejor o peor fortuna, alcanzar un atisbo de esa Biblioteca monstruosa montando una pequeña maqueta en casa. Es lo que también hizo Enis Batur, escritor turco, autor de Las bibliotecas de Dédalo, una obra laberíntica y obsesiva, igual que el tema que trata de abordar: por qué hay ciertas personas que dedican su vida a coleccionar o perseguir libros, por qué hay libros que salvan la vida de ciertas personas. El bibliófilo (o bibliópata) busca compulsivamente el olor a papel viejo de las librerías de lance y se demora recogiendo el polvo de las estanterías con las yemas de los dedos. Visita con ojos aturdidos las grandes colecciones donde los lomos se aúpan unos sobre otros como los bloques de un zigurat, la British Library, la Nationale, la Marziana, la del Congreso, y registra sin miramientos ni educación los estantes del salón en cuanto entra en casa de un desconocido que, por azares del trabajo o la vecindad, le ha invitado a cenar. La bibliofilia, la bibliotecofilia, son afecciones extrañas que Enis Batur comparte con otros muchos extraviados (Alberto Manguel, Luis Alberto de Cuenca, Borges, Robert Burton, Montaigne, Aby Warburg, Mario Praz, yo mismo) pero en la que sólo él se detuvo a pensar cuando un suceso aciago le dejó la vida a oscuras de repente: su biblioteca personal se incendió, como la del protagonista de Canetti, una tarde de verano.
En capítulos breves que asemejan entradas de un diario o conversaciones entrecortadas con la posteridad o con el olvido (que son lo mismo), Batur indaga en los principales síntomas de esta enfermedad de papel y cuero. La Biblioteca que le obsesiona, el prototipo en el que las menores y cotidianas se reflejan indirectamente como rostros en gotas de agua, es un edificio inacabable, diseñado por Étienne-Louis Boullée, con pasillos como los de las fábulas de Kafka y las escaleras entrecruzadas que ilustran los delirios de Piranesi. Todo lo que se ha escrito está en esa Biblioteca, que le amenaza noche tras noche con el peso de lo que está a punto de olvidar, o peor, de lo que no leerá jamás, porque es imposible leerlo todo: «Soy lector —admite en el capítulo 12—, por lo tanto soy mortal». La Biblioteca es un símbolo que nos inquieta con la misma fuerza que el del laberinto, o el del universo que comienza al otro lado de nuestra córnea y nuestros dedos. Biblioteca, laberinto, universo constituyen tres facetas de lo mismo: un lugar extraño que aparentemente guarda una estructura o un sentido, pero por el que no cesamos de vagar en busca de un centro. Por eso aprovisionarse de libros y colocarlos en el mueble de casa siguiendo una pauta cierta tiene algo de hilo de Ariadna que nos consuela y nos redime; la vida puede habernos traicionado y haberse burlado de nosotros en las bifurcaciones, pero tenemos los libros: ahí hay un orden. Ernst Cassirer definió la biblioteca de Aby Warburg, que no estaba organizada sobre ningún esquema aparente, no como una colección de libros, sino como una colección de problemas. «Cassirer comprendió que la biblioteca Warburg era ‘un laberinto’ —anota Enis Batur en el capítulo 19—. O huyen de él, o serán sus prisioneros durante años. Nunca se me había ocurrido pensar seriamente que una buena biblioteca pudiera ser cualquier otra cosa».

1 comentario:

El detective amaestrado dijo...

Parece que habla de tipos que me recuerdan a alguien que vive dentro de mi...