Trad. Antonio Lastra y Javier Alcoriza Trotta, Zaragoza, 2009. 192 pp. 12 €
José Morella
En el prefacio de Harold Bloom a la segunda edición de su libro hay algo muy sencillo (cosa de agradecer en un autor tan sesudo) que puede ayudarnos a entenderle. Justo después de una extensa cita de Emerson, Bloom aísla una de sus afirmaciones: “(Shakespeare) escribió el texto de la vida moderna”. Dice, de esta frase, que es “el corazón del asunto”; esto es, la esencia de lo que Emerson quería expresar. Bloom, que escribe en la segunda parte del siglo XX y a principios del XXI, cree firmemente que los asuntos (los textos) tienen un corazón señalable. Un corazón concreto, que vive, por así decirlo, dentro del escrito, en sus letras, entre sus sintagmas. Y cree también, por si eso fuera poco, que un lector puede discernir cuál es ese corazón. Por eso el pobre hombre se ha pasado casi toda su vida aislado académicamente, intentando luchar contra lo que él llama “la escuela del resentimiento” (según él, todos los demás, o casi todos): la deconstrucción, los feminismos, los estudios culturales, el new historicism, la teoría queer, el postestructuralismo francés... En este prefacio destila una especial ironía y saña contra los postestructuralistas franceses, sobre todo Foucault. Todos ellos tendrían reservas para hablar de valores intrínsecamente “literarios” en Shakespeare o en cualquier otro. Es decir, que todos esos “resentidos” ponen el corazón de lo que existe fuera de lo que existe. No creen, normalmente, en sentidos previos o esenciales, sino más bien en la construcción, a posteriori, de ese corazón mediante la lectura. Sentido diferido que permite releer la historia de la cultura a la luz de todo aquello que las estructuras dominantes han tenido que hacer para dominar. Gracias a esos “resentidos” hemos podido leer textos que nos han contado, por ejemplo, cómo la eṕoca que conocemos como Renacimiento es, desde la perspectiva de la Historia de la mujer, justo lo contrario: decadencia. Las historiadoras que dicen esto no pueden, claro está, encontrar el corazón de los autores y pintores renacentistas en sus palabras o sus pinturas. Está, más bien, en lo que no dicen o lo que no pintan. O en las condiciones sociales que se dieron para que lo dicho o pintado fuera como fue.
Aparte de intelectual, la de Bloom y los “resentidos” es una batalla material. Cientos de departamentos universitarios de todo el mundo que pagan sus sueldos, sus dietas y sus viajes a seminarios internacionales a bastante gente, con dinero público en algunos países y con el de los papás de los estudiantes en otros. Una tajada bien gorda. Eruditos conocedores de los clásicos canónicos contra defensores (a menudo también eruditos) de minorías étnicas, mujeres, gays y lesbianas... Todos tratando de entrar a vivir en la rara y preciosa burbuja que es una facultad de letras.
Después de este resumen vergonzosamente rápido y simplificador por mi parte del corazón del asunto, tengo que hablar del libro de Bloom. Y antes tengo que reconocer que a mí siempre me han convencido más los “resentidos”. Pero también que la lectura de Bloom es un placer. Lo leo como un lector agnóstico lee la historia de Jesús: con gusto, porque es una buena historia. Las palabras de Bloom están llenas de una inteligencia viva que supera mucho a la mía de lector; sus intuiciones son profundas y serenas, muy nítidas, y su erudición nunca molesta y enseña más cosas de las que uno imaginaría, incluso cuando no lo pretende. Es un escritor impecable, un admirable maestro y un señor cuya mala leche es de lo más entrañable y divertida.
La ansiedad de la influencia habla de la experiencia desasosegante que consiste en darse cuenta de la existencia de huellas de autores previos en la obra propia. Según Bloom, el impacto de esta toma de conciencia hace que los poetas débiles se paralicen, mientras que los poetas fuertes consiguen superar esa sensación subsumiendo lo antiguo; haciendo de ello algo nuevo y, aquí está la gracia, original. Bloom vincula la poesía al psicoanálisis, puesto que el conflicto de la influencia es, para él, un conflicto generacional. Hay un equívoco poético, una mala interpretación en la lectura de los clásicos inmediatamente previos, que dejan en el autor nuevo un espacio para la originalidad. El colmo de la originalidad para Bloom es Shakespeare, que supera hasta tal punto a su “padre” literario, Christopher Marlowe, que, por así decirlo, se lo traga entero. No habría, según Bloom, ningún poeta que haya digerido y transformado lo anterior de un modo tan perfecto como Shakespeare, que superó de golpe, en un sencillo calentón de fiebre creativa, su gripe poética, su ansiedad de la influencia. Bloom casi lo diviniza, diciendo cosas como que inventó lo humano, o que es el sinónimo exacto de la literatura.
Lo cierto es que la lectura de cualquier libro de Bloom, por exagerado que parezca cuando se le parafrasea, casi siempre nos convence o está a punto de convencernos. Habría que decir, en su defensa, que sus libros tienen una aceptación tan grande entre los lectores como suscitan resquemor entre los especialistas. Siendo mal visto en ámbitos académicos, sobre todo en el mundo anglosajón, algunos de sus libros han vendido más de cien mil ejemplares, cifra tremenda para un señor teórico, que no teórico señor. A sus charlas suelen asistir cientos de personas. Tal vez Bloom nos seduzca porque encarna con mucho mérito la resistencia del mundo a una disolución cultural que, aunque a algunos de nosotros nos guste pensar como catártica y necesaria, todavía nos asusta demasiado.
José Morella
En el prefacio de Harold Bloom a la segunda edición de su libro hay algo muy sencillo (cosa de agradecer en un autor tan sesudo) que puede ayudarnos a entenderle. Justo después de una extensa cita de Emerson, Bloom aísla una de sus afirmaciones: “(Shakespeare) escribió el texto de la vida moderna”. Dice, de esta frase, que es “el corazón del asunto”; esto es, la esencia de lo que Emerson quería expresar. Bloom, que escribe en la segunda parte del siglo XX y a principios del XXI, cree firmemente que los asuntos (los textos) tienen un corazón señalable. Un corazón concreto, que vive, por así decirlo, dentro del escrito, en sus letras, entre sus sintagmas. Y cree también, por si eso fuera poco, que un lector puede discernir cuál es ese corazón. Por eso el pobre hombre se ha pasado casi toda su vida aislado académicamente, intentando luchar contra lo que él llama “la escuela del resentimiento” (según él, todos los demás, o casi todos): la deconstrucción, los feminismos, los estudios culturales, el new historicism, la teoría queer, el postestructuralismo francés... En este prefacio destila una especial ironía y saña contra los postestructuralistas franceses, sobre todo Foucault. Todos ellos tendrían reservas para hablar de valores intrínsecamente “literarios” en Shakespeare o en cualquier otro. Es decir, que todos esos “resentidos” ponen el corazón de lo que existe fuera de lo que existe. No creen, normalmente, en sentidos previos o esenciales, sino más bien en la construcción, a posteriori, de ese corazón mediante la lectura. Sentido diferido que permite releer la historia de la cultura a la luz de todo aquello que las estructuras dominantes han tenido que hacer para dominar. Gracias a esos “resentidos” hemos podido leer textos que nos han contado, por ejemplo, cómo la eṕoca que conocemos como Renacimiento es, desde la perspectiva de la Historia de la mujer, justo lo contrario: decadencia. Las historiadoras que dicen esto no pueden, claro está, encontrar el corazón de los autores y pintores renacentistas en sus palabras o sus pinturas. Está, más bien, en lo que no dicen o lo que no pintan. O en las condiciones sociales que se dieron para que lo dicho o pintado fuera como fue.
Aparte de intelectual, la de Bloom y los “resentidos” es una batalla material. Cientos de departamentos universitarios de todo el mundo que pagan sus sueldos, sus dietas y sus viajes a seminarios internacionales a bastante gente, con dinero público en algunos países y con el de los papás de los estudiantes en otros. Una tajada bien gorda. Eruditos conocedores de los clásicos canónicos contra defensores (a menudo también eruditos) de minorías étnicas, mujeres, gays y lesbianas... Todos tratando de entrar a vivir en la rara y preciosa burbuja que es una facultad de letras.
Después de este resumen vergonzosamente rápido y simplificador por mi parte del corazón del asunto, tengo que hablar del libro de Bloom. Y antes tengo que reconocer que a mí siempre me han convencido más los “resentidos”. Pero también que la lectura de Bloom es un placer. Lo leo como un lector agnóstico lee la historia de Jesús: con gusto, porque es una buena historia. Las palabras de Bloom están llenas de una inteligencia viva que supera mucho a la mía de lector; sus intuiciones son profundas y serenas, muy nítidas, y su erudición nunca molesta y enseña más cosas de las que uno imaginaría, incluso cuando no lo pretende. Es un escritor impecable, un admirable maestro y un señor cuya mala leche es de lo más entrañable y divertida.
La ansiedad de la influencia habla de la experiencia desasosegante que consiste en darse cuenta de la existencia de huellas de autores previos en la obra propia. Según Bloom, el impacto de esta toma de conciencia hace que los poetas débiles se paralicen, mientras que los poetas fuertes consiguen superar esa sensación subsumiendo lo antiguo; haciendo de ello algo nuevo y, aquí está la gracia, original. Bloom vincula la poesía al psicoanálisis, puesto que el conflicto de la influencia es, para él, un conflicto generacional. Hay un equívoco poético, una mala interpretación en la lectura de los clásicos inmediatamente previos, que dejan en el autor nuevo un espacio para la originalidad. El colmo de la originalidad para Bloom es Shakespeare, que supera hasta tal punto a su “padre” literario, Christopher Marlowe, que, por así decirlo, se lo traga entero. No habría, según Bloom, ningún poeta que haya digerido y transformado lo anterior de un modo tan perfecto como Shakespeare, que superó de golpe, en un sencillo calentón de fiebre creativa, su gripe poética, su ansiedad de la influencia. Bloom casi lo diviniza, diciendo cosas como que inventó lo humano, o que es el sinónimo exacto de la literatura.
Lo cierto es que la lectura de cualquier libro de Bloom, por exagerado que parezca cuando se le parafrasea, casi siempre nos convence o está a punto de convencernos. Habría que decir, en su defensa, que sus libros tienen una aceptación tan grande entre los lectores como suscitan resquemor entre los especialistas. Siendo mal visto en ámbitos académicos, sobre todo en el mundo anglosajón, algunos de sus libros han vendido más de cien mil ejemplares, cifra tremenda para un señor teórico, que no teórico señor. A sus charlas suelen asistir cientos de personas. Tal vez Bloom nos seduzca porque encarna con mucho mérito la resistencia del mundo a una disolución cultural que, aunque a algunos de nosotros nos guste pensar como catártica y necesaria, todavía nos asusta demasiado.
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