Seix Barral, Barcelona, 2009. 192 pp. 16,50 €
Últimamente me cuesta bastante trabajo querer a Eduardo Mendoza. Lo último de él que me llevó al arrebato amoroso fue La aventura del tocador de señoras. Después, me dejó tibia con Mauricio o las elecciones primarias y fría, helada, tiesa de rabia, El viaje de Pomponio Flato. De hecho, el amor que le profeso me impidió terminar este último. Pero, como el amor es como es, he regresado a Mendoza a pesar de que últimamente no me daba más que disgustos, y he obtenido la merecida recompensa a mi constancia. Con la sosegada estima de quien ya conoce algún que otro defectillo de su amado y a pesar de todo (o tal vez por eso mismo) le sigue queriendo, me dispongo a defender su última entrega.
Explica Mendoza en el prólogo -a mi juicio, prescindible- que abre este libro, que los tres relatos que lo componen están escritos en tres etapas muy diversas de su vida. "La ballena" surgió en una etapa primeriza, "El final de Bubslav" corresponde a una etapa intermedia -que yo podríamos imaginar contemporánea a su novela El año del diluvio- y el último "El malentendido", es también el más reciente (y el autor se refiere a la etapa "final" de su carrera literaria diciendo que elude referirse a ella). Tal vez sea como él dice. Tal vez estos cuentos dormían en algún cajón del autor de La ciudad de los prodigios y sólo ahora han requerido ver la luz. O tal vez Mendoza nos engaña -al fin y al cabo, es novelista- y la supuesta cronología no es tal, o es aquella que los lectores mendocianos disfrutamos imaginando. En mi opinión, hay una unidad estilística en los tres textos que no acaba de concordar con esa datación de su autor, pero en fin. El detalle no tiene tanta importancia.
En realidad, lo que sí tiene que ver con las diferentes etapas mendocianas son los temas de los tres relatos. Unificados, supuestamente, por las entregas a causas casi hagiográficas en que consumen sus vidas los tres protagonistas -un nexo traído por los pelos, por cierto, pese a lo afurtunado del título-, en estas tres historias se reconocen con facilidad los rasgos caracteríosticos de gran parte de la obra de su autor. El primero, que por su extensión debe ser considerada una novela breve, narra la peripecia de un obispo centroamericano que es acogido por una familia burguesa barcelonesa durante la celebración del Congreso Eucarístico de 1962. Terminado el gran acontecimiento, el obispo no puede regresar a su país y acaba convertido en una carga para la familia y en un parásito para la sociedad, hasta que de un modo nada caritativo se halla el modo de resolver el problema. Es un relato interesante, en que Mendoza regresa a las clases pudientes catalanas y las retrata con la mestría y la falta de piedad que en él son habituales. Su Barcelona, la que tanto han encumbrado sus novelas, reluce aquí tanto como las joyas de la señora protagonista, mientras que el personaje del obispo ofrece una metáfora de la denigración de un ser humano que actúa como contrapunto a la escenografía perfecta. Los personajes son estupendos, del primero al último, el caricaturesco obispo aguanta el embite de una cierta inverosimulitud gracias a su carácter esperpéntico y la microhistoria de la familia protagonista se relata de cabo a rabo con esa socarronería tan poco inocente que es marca de la casa. Le pondría reparos al final, pero no lo haré: cuando Mendoza deja abierto el enigma del último párrafo, yo hacía dos páginas que lo había cerrado. De modo que, de nuevo, miro a otro lado. Y qué duda cabe que ese desenlace hará las delicias de clubes de lectura y tertulias literarias, que se devanarán los sesos durante lustros pensando qué narices ha pasado. Con todo, los mendocianos de pro hemos hallado en este cuento motivos para revalidar nuestra fe en su autor. De modo que bendito sea.
El menos logrado es el segundo. Y ello a pesar de que la locura del personaje resulta creíble, el retrato de la aldea africana en la que recala, hilarante, y su discurso final, colofón de todo lo anterior, de admirada lectura. Será que el Mendoza que se escapa de sus coordenadas no me satisface tanto como el otro. A ver si será verdad que siempre hay algo que se espera de nosotros, como escritores, y el lector no perdona que incumplamos esas expectativas.
El tercero y último texto es, a mi modo de ver, el mejor. Cuenta la historia de Antolín Cabrales, un recluso condenado por atraco a mano armada, que gracias a un curso de literatura y a una profesora con iniciativa se hace un experto lector. Con el tiempo, deviene escritor de gran renombre, concede entrevistas y frecuenta los actos académicos centrados en su obra, que recrea los bajos fondos de los que procede. No sería destacable decir que en este relato aflora el Mendoza desencantado con el mundillo literario, el cansado de la misma vida que lleva su protagonista, de la que -es sabido- el autor intenta huir desde hace décadas. Lo inaudito es que el autor pone en boca de su protagonista amargas reflexiones sobre el propio hecho de escribir, de dedicarse a inventar historias -"vender baratijas", dice él-: "Entendí exactamente lo que era la literatura" -dice el escritor de ficción-: "no lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más". Y concluye con un juicio descarnado: "Los lectores creen estar leyendo historias atormentadas, cargadas de significación, y sólo leen artimañas".
Cabe pensar, por supuesto, que tras todo esto se agazapa el Eduardo Mendoza provocador de los últimos años, aquel que de repente pronosticó la muerte de la novela o el que estos días anda diciendo que sus relatos ni empiezan ni terminan. No hay que tomar muy en serio al personaje, y sí muy en serio al escritor. Por eso mismo, me permito creer, sobre todo, al invento del escritor antes que a éste -"la verdad está en la ficción", Martin Amis dixit- y me entran ganas de discutirle algunas cosas a uno de mis novelistas favoritos. Decirle, por ejemplo, que su literatura sigue emocionando, y proporcionando momentos de enorme placer literario, así como de profunda reflexión sobre las cuestiones más importantes de la existencia: la soledad, el papel que jugamos en esta partida interminable, el papel salvador del arte, la verdad o la mentira de la creación o el poder innegable le del azar.
Que no pienso tenerle en cuenta esas otras novelas si me promete que seguirá fiel a sus temas y a sus modos, ni que sea de vez en cuando.
Y con respecto a lo demás, acaso tenga razón Antolín Cabrales, y puede que sólo sea forma.
Explica Mendoza en el prólogo -a mi juicio, prescindible- que abre este libro, que los tres relatos que lo componen están escritos en tres etapas muy diversas de su vida. "La ballena" surgió en una etapa primeriza, "El final de Bubslav" corresponde a una etapa intermedia -que yo podríamos imaginar contemporánea a su novela El año del diluvio- y el último "El malentendido", es también el más reciente (y el autor se refiere a la etapa "final" de su carrera literaria diciendo que elude referirse a ella). Tal vez sea como él dice. Tal vez estos cuentos dormían en algún cajón del autor de La ciudad de los prodigios y sólo ahora han requerido ver la luz. O tal vez Mendoza nos engaña -al fin y al cabo, es novelista- y la supuesta cronología no es tal, o es aquella que los lectores mendocianos disfrutamos imaginando. En mi opinión, hay una unidad estilística en los tres textos que no acaba de concordar con esa datación de su autor, pero en fin. El detalle no tiene tanta importancia.
En realidad, lo que sí tiene que ver con las diferentes etapas mendocianas son los temas de los tres relatos. Unificados, supuestamente, por las entregas a causas casi hagiográficas en que consumen sus vidas los tres protagonistas -un nexo traído por los pelos, por cierto, pese a lo afurtunado del título-, en estas tres historias se reconocen con facilidad los rasgos caracteríosticos de gran parte de la obra de su autor. El primero, que por su extensión debe ser considerada una novela breve, narra la peripecia de un obispo centroamericano que es acogido por una familia burguesa barcelonesa durante la celebración del Congreso Eucarístico de 1962. Terminado el gran acontecimiento, el obispo no puede regresar a su país y acaba convertido en una carga para la familia y en un parásito para la sociedad, hasta que de un modo nada caritativo se halla el modo de resolver el problema. Es un relato interesante, en que Mendoza regresa a las clases pudientes catalanas y las retrata con la mestría y la falta de piedad que en él son habituales. Su Barcelona, la que tanto han encumbrado sus novelas, reluce aquí tanto como las joyas de la señora protagonista, mientras que el personaje del obispo ofrece una metáfora de la denigración de un ser humano que actúa como contrapunto a la escenografía perfecta. Los personajes son estupendos, del primero al último, el caricaturesco obispo aguanta el embite de una cierta inverosimulitud gracias a su carácter esperpéntico y la microhistoria de la familia protagonista se relata de cabo a rabo con esa socarronería tan poco inocente que es marca de la casa. Le pondría reparos al final, pero no lo haré: cuando Mendoza deja abierto el enigma del último párrafo, yo hacía dos páginas que lo había cerrado. De modo que, de nuevo, miro a otro lado. Y qué duda cabe que ese desenlace hará las delicias de clubes de lectura y tertulias literarias, que se devanarán los sesos durante lustros pensando qué narices ha pasado. Con todo, los mendocianos de pro hemos hallado en este cuento motivos para revalidar nuestra fe en su autor. De modo que bendito sea.
El menos logrado es el segundo. Y ello a pesar de que la locura del personaje resulta creíble, el retrato de la aldea africana en la que recala, hilarante, y su discurso final, colofón de todo lo anterior, de admirada lectura. Será que el Mendoza que se escapa de sus coordenadas no me satisface tanto como el otro. A ver si será verdad que siempre hay algo que se espera de nosotros, como escritores, y el lector no perdona que incumplamos esas expectativas.
El tercero y último texto es, a mi modo de ver, el mejor. Cuenta la historia de Antolín Cabrales, un recluso condenado por atraco a mano armada, que gracias a un curso de literatura y a una profesora con iniciativa se hace un experto lector. Con el tiempo, deviene escritor de gran renombre, concede entrevistas y frecuenta los actos académicos centrados en su obra, que recrea los bajos fondos de los que procede. No sería destacable decir que en este relato aflora el Mendoza desencantado con el mundillo literario, el cansado de la misma vida que lleva su protagonista, de la que -es sabido- el autor intenta huir desde hace décadas. Lo inaudito es que el autor pone en boca de su protagonista amargas reflexiones sobre el propio hecho de escribir, de dedicarse a inventar historias -"vender baratijas", dice él-: "Entendí exactamente lo que era la literatura" -dice el escritor de ficción-: "no lo que usted decía, no un vehículo para contar historias, para expresar sentimientos o para transmitir emociones, sino una forma. Forma y nada más". Y concluye con un juicio descarnado: "Los lectores creen estar leyendo historias atormentadas, cargadas de significación, y sólo leen artimañas".
Cabe pensar, por supuesto, que tras todo esto se agazapa el Eduardo Mendoza provocador de los últimos años, aquel que de repente pronosticó la muerte de la novela o el que estos días anda diciendo que sus relatos ni empiezan ni terminan. No hay que tomar muy en serio al personaje, y sí muy en serio al escritor. Por eso mismo, me permito creer, sobre todo, al invento del escritor antes que a éste -"la verdad está en la ficción", Martin Amis dixit- y me entran ganas de discutirle algunas cosas a uno de mis novelistas favoritos. Decirle, por ejemplo, que su literatura sigue emocionando, y proporcionando momentos de enorme placer literario, así como de profunda reflexión sobre las cuestiones más importantes de la existencia: la soledad, el papel que jugamos en esta partida interminable, el papel salvador del arte, la verdad o la mentira de la creación o el poder innegable le del azar.
Que no pienso tenerle en cuenta esas otras novelas si me promete que seguirá fiel a sus temas y a sus modos, ni que sea de vez en cuando.
Y con respecto a lo demás, acaso tenga razón Antolín Cabrales, y puede que sólo sea forma.
1 comentario:
Muy buena entrada y muy bien comentado este libro, se te nota la vena mendocista.
Un saludo .
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