Lectura de Pedro Luis Casanova. Bartleby, Madrid, 2006. 71 pp. 11 €
Marta Sanz
La reedición de Fiesta en la oscuridad (1976) se lleva a cabo en el ámbito de la colección Lecturas 21 de la editorial Bartleby: este proyecto tiene como objetivo rescatar fragmentos, ya descatalogados, de la obra de autores como Ángel González, Antonio Gamoneda o Félix Grande y, al mismo tiempo, actualizarla a través de la lectura de jóvenes poetas como Elena Medel, Carlos Pardo o Manuel Vilas. Se trata de conjurar el olvido y de poner en evidencia los prejuicios sin los que es imposible que se desencadene ningún proceso de lectura. Un libro nunca es el mismo libro. Lecturas 21 desacraliza —quizás el verbo sea exagerado porque ¿hasta qué punto se puede olvidar la palabra ritual?—, humaniza, aproxima los textos sagrados al lector inexperto, al lector joven y también a ese lector resabiado, que tiene más conchas que un mejillón, sometiéndolos a una lectura “profana” —para gran escándalo de algunos sacerdotes y/o iniciados que creen que sólo unos pocos tienen derecho a interpretar la Biblia de Gamoneda, González o Grande...—, a la vez que crea un espacio para que las voces nuevas accedan a esa profesión de votos culturales que pueda llegar a legitimarlos en el peliagudo campo de la poesía española actual. La iniciativa de los editores es arriesgada, inteligente —al mismo tiempo, “de cajón”— y esperamos que, con su vocación de matar dos pájaros de un tiro, consiga el éxito, siempre minoritario, del que disfrutan los libros de poesía.
En este contexto, Pedro Luis Casanova (1978), en sintonía con otros estudiosos como Molina Damiani o Manuel Rico, lee impecablemente el tercer poemario de Diego Jesús Jiménez (1942) desde una perspectiva política de repulsa a la represión franquista y de crítica frente a los derroteros por los que navega la transición española. El riesgo que asume Diego Jesús Jiménez es doble, porque mantiene abierta la herida moral, el posicionamiento ético, de la palabra poética y lo hace, además, desde una opción estilística que exige un esfuerzo de interpretación simbólica por parte de un lector que, a la altura del año 76, vivía en el momento de canonización de la ideología encubierta de ciertos poetas metidos en el saco de los novísimos, y a comienzos del siglo XXI se complace en la comodidad de la línea clara y de la legibilidad. Se trata de un riesgo ético y estético que Pedro Luis Casanova analiza sobre la coordenada de la historia de España a finales del siglo XX. Pero, más allá de la exégesis de Casanova, es necesario subrayar la singularidad de un poeta como Diego Jesús Jiménez que, pese a haber sido galardonado en dos ocasiones con el Premio Nacional de Poesía —por Coro de ánimas (1968) y por Itinerario para náufragos (1997)— y a causa de su posición excéntrica respecto a las líneas de fuerza de la poesía española de fin de siglo, todavía no ha sido lo suficientemente reivindicado...
A través o en el reflejo del ojo de un ciervo muerto, el poeta nos deja entrever la fiesta en la oscuridad: la muerte, el sexo, lo soñado, la experiencia de la naturaleza y la experiencia visionaria, esa realidad que escapa de los límites de su entrada enciclopédica y siempre es más laberíntica de lo previsible. Los fantasmas, los ecos, la vivencia del arte (“Sueña el recinto/ venenoso del verde...” en “La lágrima de San Pedro de El Greco”), lo que se desea, todo aquello a lo que se le tiene miedo configuran un concepto hiperrealista de la realidad en el que la exhaustividad y el primer plano total desfiguran los contornos legibles para el ojo humano. La realidad es objeto de una crítica que se opera a través de la emoción, de las visiones y de la conciencia. Es ésta una poesía versicular y surrealista, que se sobreexpone en su enunciación desgarrada, en su tono mayor que no permite las medias tintas ni los paños calientes y que sin embargo está llena de sutileza, profundidad y capacidad de penetración: pelamos una fruta, quitamos la corteza a un árbol, excavamos un hoyo en la tierra, practicamos una autopsia. El carácter visionario de la poesía de Diego Jesús Jiménez es una forma de neorromanticismo cívico que acalla el susurro, la voz bajita, de ciertos modos pseudomodestos de ciertos poetas de la experiencia —no todos: tampoco hay que despeñarse por esa forma, navajera y tan habitual en el campo de la poesía, de la simplificación que descalifica todas las voces que conforman una determinada tendencia o grupo—; lo que ocurre es que, a veces, la línea clara es insuficiente para expresar la conmoción y el aprendizaje del ser humano frente a la naturaleza, incluso frente a la naturaleza más familiar, como en “Amanecida en Cuenca”: los paisajes de Jiménez no son caballos que abrevan a la luz de la luna, así lo sugiere Casanova al alejar estos versos de la etiqueta camp, que sirvió para calificar algunas muestras de la obra de poetas tan sobresalientes como Antonio Martínez Sarrión.
Fiesta en la oscuridad nos presenta a un poeta que es un pintor y que es un “disfrutador” hiperactivo de la experiencia estética, como único recurso para conjurar el olvido y revolver la vida y a la vida: “En la pintura de El Bosco”, un pintor cosmogónico está en la mirada, en la realidad consciente y subconsciente de un poeta cosmogónico; la creación de mundos, el imaginario de Jiménez —la luz, la sombra, la iluminación, la caza, los pájaros con significados polimórficos y deslizantes—, es un procedimiento para entender el mundo interior de cada ser humano. Pero no lo olvidemos, la poesía de Jiménez es íntima y elegíaca (“¿Por qué siempre lo que se vive es el recuerdo?”), como la de Eloy Sánchez Rosillo, como la de Marzal o la de Vicente Gallego, pero también es inevitablemente dialéctica: igual que no sólo la luz es suficiente para iluminar los sentidos, tampoco se pueden desvelar los interiores sin atender al ruido de fuera, al exterior, a los manicomios y a los hospitales de esta Fiesta en la oscuridad, en definitiva, a la intemperie triste de la Historia.
Marta Sanz
La reedición de Fiesta en la oscuridad (1976) se lleva a cabo en el ámbito de la colección Lecturas 21 de la editorial Bartleby: este proyecto tiene como objetivo rescatar fragmentos, ya descatalogados, de la obra de autores como Ángel González, Antonio Gamoneda o Félix Grande y, al mismo tiempo, actualizarla a través de la lectura de jóvenes poetas como Elena Medel, Carlos Pardo o Manuel Vilas. Se trata de conjurar el olvido y de poner en evidencia los prejuicios sin los que es imposible que se desencadene ningún proceso de lectura. Un libro nunca es el mismo libro. Lecturas 21 desacraliza —quizás el verbo sea exagerado porque ¿hasta qué punto se puede olvidar la palabra ritual?—, humaniza, aproxima los textos sagrados al lector inexperto, al lector joven y también a ese lector resabiado, que tiene más conchas que un mejillón, sometiéndolos a una lectura “profana” —para gran escándalo de algunos sacerdotes y/o iniciados que creen que sólo unos pocos tienen derecho a interpretar la Biblia de Gamoneda, González o Grande...—, a la vez que crea un espacio para que las voces nuevas accedan a esa profesión de votos culturales que pueda llegar a legitimarlos en el peliagudo campo de la poesía española actual. La iniciativa de los editores es arriesgada, inteligente —al mismo tiempo, “de cajón”— y esperamos que, con su vocación de matar dos pájaros de un tiro, consiga el éxito, siempre minoritario, del que disfrutan los libros de poesía.
En este contexto, Pedro Luis Casanova (1978), en sintonía con otros estudiosos como Molina Damiani o Manuel Rico, lee impecablemente el tercer poemario de Diego Jesús Jiménez (1942) desde una perspectiva política de repulsa a la represión franquista y de crítica frente a los derroteros por los que navega la transición española. El riesgo que asume Diego Jesús Jiménez es doble, porque mantiene abierta la herida moral, el posicionamiento ético, de la palabra poética y lo hace, además, desde una opción estilística que exige un esfuerzo de interpretación simbólica por parte de un lector que, a la altura del año 76, vivía en el momento de canonización de la ideología encubierta de ciertos poetas metidos en el saco de los novísimos, y a comienzos del siglo XXI se complace en la comodidad de la línea clara y de la legibilidad. Se trata de un riesgo ético y estético que Pedro Luis Casanova analiza sobre la coordenada de la historia de España a finales del siglo XX. Pero, más allá de la exégesis de Casanova, es necesario subrayar la singularidad de un poeta como Diego Jesús Jiménez que, pese a haber sido galardonado en dos ocasiones con el Premio Nacional de Poesía —por Coro de ánimas (1968) y por Itinerario para náufragos (1997)— y a causa de su posición excéntrica respecto a las líneas de fuerza de la poesía española de fin de siglo, todavía no ha sido lo suficientemente reivindicado...
A través o en el reflejo del ojo de un ciervo muerto, el poeta nos deja entrever la fiesta en la oscuridad: la muerte, el sexo, lo soñado, la experiencia de la naturaleza y la experiencia visionaria, esa realidad que escapa de los límites de su entrada enciclopédica y siempre es más laberíntica de lo previsible. Los fantasmas, los ecos, la vivencia del arte (“Sueña el recinto/ venenoso del verde...” en “La lágrima de San Pedro de El Greco”), lo que se desea, todo aquello a lo que se le tiene miedo configuran un concepto hiperrealista de la realidad en el que la exhaustividad y el primer plano total desfiguran los contornos legibles para el ojo humano. La realidad es objeto de una crítica que se opera a través de la emoción, de las visiones y de la conciencia. Es ésta una poesía versicular y surrealista, que se sobreexpone en su enunciación desgarrada, en su tono mayor que no permite las medias tintas ni los paños calientes y que sin embargo está llena de sutileza, profundidad y capacidad de penetración: pelamos una fruta, quitamos la corteza a un árbol, excavamos un hoyo en la tierra, practicamos una autopsia. El carácter visionario de la poesía de Diego Jesús Jiménez es una forma de neorromanticismo cívico que acalla el susurro, la voz bajita, de ciertos modos pseudomodestos de ciertos poetas de la experiencia —no todos: tampoco hay que despeñarse por esa forma, navajera y tan habitual en el campo de la poesía, de la simplificación que descalifica todas las voces que conforman una determinada tendencia o grupo—; lo que ocurre es que, a veces, la línea clara es insuficiente para expresar la conmoción y el aprendizaje del ser humano frente a la naturaleza, incluso frente a la naturaleza más familiar, como en “Amanecida en Cuenca”: los paisajes de Jiménez no son caballos que abrevan a la luz de la luna, así lo sugiere Casanova al alejar estos versos de la etiqueta camp, que sirvió para calificar algunas muestras de la obra de poetas tan sobresalientes como Antonio Martínez Sarrión.
Fiesta en la oscuridad nos presenta a un poeta que es un pintor y que es un “disfrutador” hiperactivo de la experiencia estética, como único recurso para conjurar el olvido y revolver la vida y a la vida: “En la pintura de El Bosco”, un pintor cosmogónico está en la mirada, en la realidad consciente y subconsciente de un poeta cosmogónico; la creación de mundos, el imaginario de Jiménez —la luz, la sombra, la iluminación, la caza, los pájaros con significados polimórficos y deslizantes—, es un procedimiento para entender el mundo interior de cada ser humano. Pero no lo olvidemos, la poesía de Jiménez es íntima y elegíaca (“¿Por qué siempre lo que se vive es el recuerdo?”), como la de Eloy Sánchez Rosillo, como la de Marzal o la de Vicente Gallego, pero también es inevitablemente dialéctica: igual que no sólo la luz es suficiente para iluminar los sentidos, tampoco se pueden desvelar los interiores sin atender al ruido de fuera, al exterior, a los manicomios y a los hospitales de esta Fiesta en la oscuridad, en definitiva, a la intemperie triste de la Historia.
1 comentario:
Ayer precisamente empecé a leer "Bajorrelieve" en la edición de Cátedra. Hojéandolo de camino hacia casa me pareció algo así como un eslabón perdido entre Claudio Rodríguez y los novísimos. Hoy sé que es mucho más: una voz imprescindible.
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