DVD Ediciones, Barcelona, 2006. 223 pp. 12,40 €
Guillermo Busutil
Decía Cifran que lo que realmente importa no es la vida, sino la representación de esa vida. Y eso es lo que ha hecho el poeta y narrador malagueño Rafael Ballesteros en esta novela de guiño documental, con la que intenta acercarle al lector el semblante y las sombras que persisten detrás del reflejo literario y humano de Thomas de Quincey. El autor de célebres novelas como Confesiones de un comedor de opio y Del asesinato considerado como una de las bellas artes, y cuya obra literaria representó una forma de rebeldía y su vida una rectificación de la realidad, a través del juego de espectros y alucinaciones, unido a su afición y dependencia del opio, que vislumbraron su rechazo emocional de la realidad y su militancia en el movimiento romántico. Un universo, este último, que responde principalmente a tres vectores fantasmagóricos, que marcaron la obra y la existencia del famosos escritor, como fueron las formas femeninas de su juventud, los barroquismos orientales y la mitología clásica.
Fijadas estas nociones fundamentales, junto con el hábito al opio que se inició en 1804 a raíz de un pertinaz dolor de muelas, se hace más fácil entrar en las cinco miradas/voces que Ballesteros utiliza para revelar el desgarro y la trastienda del alma de Thomas de Quincey. Cuatro voces, perfectamente hilvanadas, diferentes y dotadas de cómplice credibilidad y de cierto valor confesional, con las que el narrador malagueño va desgranando hábilmente y con la pulcritud de un lenguaje definido por el tempos propio de Henry James, los contornos, vericuetos y contraluces de la figura emocional y literaria (igual que si estuviese construyendo las piezas a encajar en un puzzle) de un hombre que tuvo una infancia feliz, aunque marcada por la muerte de sus hermanas, una adolescencia tormentosa y una madurez nunca consolidada.
Tres pilares de una vida que Ballesteros recorre transformándose sucesivamente, adecuando el tono de la mirada y de la voz, en la madre, la amante, el padre y la esposa de Quincey con la intención de revelarnos la sensible personalidad del escritor, las aristas más misteriosas de su carácter, los condicionantes que forjaron su carácter y su mundo y también algún que otro secreto familiar. Así, la madre adentra al lector, al modo de los cuadros de Vermeer, en la intimidad doméstica, en la formación intelectual de sus hijos, en la fragilidad de la salud de sus vástagos con sus dolorosas consecuencias, en su afición a la música clásica, en la relación con su esposo, marcada por los convencionalismos, silencios y gestos sentimentales de la época, y en su devoción por el hijo retraído y solitario. El padre será el encargado de desvelarnos la visión masculina de la necesidad y obligación de tomar decisiones firmes y de tener una voluntad infatigable, su doble moral dividida entre el amor respetuoso y a veces hasta tierno y cómplice con su esposa y la secreta preferencia por el fetichismo sexual, además de su animadversión hacia el carácter soñador y enfermizo del hijo a quién educa en la superación de los miedos mediante relatos espectrales que dejarían huella en la posterior vida literaria y personal del escritor. Ann, la prostituta de dieciséis años con la que el escritor inglés compartió contraluces en Londres, representa la voz que nos descubre los resortes y resquicios interiores de la sentimentalidad, de la sexualidad y de los sueños del joven y frágil De Quincey y cuyo contrapunto es la fuerza, el sacrificio y la generosidad de la mujer —esposa que siempre apoyó al escritor, desempeñando el vínculo con la realidad y el valor e inteligencia para administrar las penurias y los reveses de una existencia tan difícil y a merced de los vaivenes, como también lo fue la carrera de De Quincey, y su dependencia del opio y de los fantasmas interiores.
El resultado final es una novela interesante, narrada con el minucioso estilo del mejor Henry James y una perfecta dosificación in crescendo de las aristas de un escritor, cuyas piezas terminan encajando en el último capítulo en el que la propia voz de De Quincey nos aproxima a su adicción, a su mundo afectivo y familiar y a su compleja relación con la muerte. Con todo ello, Rafael Ballesteros, contribuye a desmitificar la “leyenda” de un escritor de quién nos ayuda a interpretar y comprender su faceta más humana.
Guillermo Busutil
Decía Cifran que lo que realmente importa no es la vida, sino la representación de esa vida. Y eso es lo que ha hecho el poeta y narrador malagueño Rafael Ballesteros en esta novela de guiño documental, con la que intenta acercarle al lector el semblante y las sombras que persisten detrás del reflejo literario y humano de Thomas de Quincey. El autor de célebres novelas como Confesiones de un comedor de opio y Del asesinato considerado como una de las bellas artes, y cuya obra literaria representó una forma de rebeldía y su vida una rectificación de la realidad, a través del juego de espectros y alucinaciones, unido a su afición y dependencia del opio, que vislumbraron su rechazo emocional de la realidad y su militancia en el movimiento romántico. Un universo, este último, que responde principalmente a tres vectores fantasmagóricos, que marcaron la obra y la existencia del famosos escritor, como fueron las formas femeninas de su juventud, los barroquismos orientales y la mitología clásica.
Fijadas estas nociones fundamentales, junto con el hábito al opio que se inició en 1804 a raíz de un pertinaz dolor de muelas, se hace más fácil entrar en las cinco miradas/voces que Ballesteros utiliza para revelar el desgarro y la trastienda del alma de Thomas de Quincey. Cuatro voces, perfectamente hilvanadas, diferentes y dotadas de cómplice credibilidad y de cierto valor confesional, con las que el narrador malagueño va desgranando hábilmente y con la pulcritud de un lenguaje definido por el tempos propio de Henry James, los contornos, vericuetos y contraluces de la figura emocional y literaria (igual que si estuviese construyendo las piezas a encajar en un puzzle) de un hombre que tuvo una infancia feliz, aunque marcada por la muerte de sus hermanas, una adolescencia tormentosa y una madurez nunca consolidada.
Tres pilares de una vida que Ballesteros recorre transformándose sucesivamente, adecuando el tono de la mirada y de la voz, en la madre, la amante, el padre y la esposa de Quincey con la intención de revelarnos la sensible personalidad del escritor, las aristas más misteriosas de su carácter, los condicionantes que forjaron su carácter y su mundo y también algún que otro secreto familiar. Así, la madre adentra al lector, al modo de los cuadros de Vermeer, en la intimidad doméstica, en la formación intelectual de sus hijos, en la fragilidad de la salud de sus vástagos con sus dolorosas consecuencias, en su afición a la música clásica, en la relación con su esposo, marcada por los convencionalismos, silencios y gestos sentimentales de la época, y en su devoción por el hijo retraído y solitario. El padre será el encargado de desvelarnos la visión masculina de la necesidad y obligación de tomar decisiones firmes y de tener una voluntad infatigable, su doble moral dividida entre el amor respetuoso y a veces hasta tierno y cómplice con su esposa y la secreta preferencia por el fetichismo sexual, además de su animadversión hacia el carácter soñador y enfermizo del hijo a quién educa en la superación de los miedos mediante relatos espectrales que dejarían huella en la posterior vida literaria y personal del escritor. Ann, la prostituta de dieciséis años con la que el escritor inglés compartió contraluces en Londres, representa la voz que nos descubre los resortes y resquicios interiores de la sentimentalidad, de la sexualidad y de los sueños del joven y frágil De Quincey y cuyo contrapunto es la fuerza, el sacrificio y la generosidad de la mujer —esposa que siempre apoyó al escritor, desempeñando el vínculo con la realidad y el valor e inteligencia para administrar las penurias y los reveses de una existencia tan difícil y a merced de los vaivenes, como también lo fue la carrera de De Quincey, y su dependencia del opio y de los fantasmas interiores.
El resultado final es una novela interesante, narrada con el minucioso estilo del mejor Henry James y una perfecta dosificación in crescendo de las aristas de un escritor, cuyas piezas terminan encajando en el último capítulo en el que la propia voz de De Quincey nos aproxima a su adicción, a su mundo afectivo y familiar y a su compleja relación con la muerte. Con todo ello, Rafael Ballesteros, contribuye a desmitificar la “leyenda” de un escritor de quién nos ayuda a interpretar y comprender su faceta más humana.
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