Trad. Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pistelek. Anagrama, Barcelona, 2006. 300 pp. 18 €
Miguel Sanfeliu
Una de las mayores tragedias ocurridas el pasado siglo fue la guerra de los Balcanes. Yugoslavia quedó segmentada y en ella sucedieron algunos de los episodios más trágicos del pasado siglo XX. Muchos de sus habitantes tuvieron que marchar a buscar fortuna a otros países, entre ellos, Dubravka Ugresic (y los personajes de este libro). De esta escritora croata ya se habían publicado en España dos obras: la novela El Museo de la Rendición Incondicional (Alfaguara, 2003) y el interesante libro de artículos Gracias por no leer (La Fábrica, 2004).
La desintegración de Yugoslavia deja a gran cantidad de gente diseminada por diversos países que, pese a sus supuestas diferencias, proceden de un lugar común que les ha marcado. La búsqueda de esos recuerdos nostálgicos se convierte en la clave para que las personas sientan que tienen más aspectos en común que diferencias entre ellos. La patria que ya no existe, la «ex-Yugo», se muestra como algo que va más allá de un espacio físico.
“Estábamos en todas partes. Y ninguna historia era lo bastante personal ni lo bastante conmovedora, porque la muerte ya no conmovía a nadie. Había habido demasiadas muertes”.
Tanja Lucic consigue un trabajo como profesora interina de lengua y literatura serbio-croata en la ciudad de Amsterdam. Sus alumnos son exiliados, desarraigados en un país extranjero, cuyo origen se encuentra en los nuevos países que han surgido tras la desintegración de la antigua Yugoslavia y que les cuesta reconocer como propios, porque cambian demasiado deprisa y desaparecen sus puntos de referencia. Los trabajos que consiguen en Amsterdam son precarios y mal remunerados. El trabajo mejor pagado (en negro, por supuesto) es el que conocen como el del “Ministerio” y que consiste, contra lo que podría parecer, en trabajar en un taller de ropa para sex-shops, haciendo referencia el nombre a la denominación de un club porno sadomasoquista de La Haya: “El Ministerio del Dolor”. La razón fundamental que tienen para estudiar serbo-croata es porque es lo más fácil y sirve para alargar la estancia en el país si no tienes visado, además de ser un camino rápido para obtener un titulo holandés o una beca. Ante esta perspectiva, Tanja decide no complicar más las cosas a sus alumnos y, tras asegurarles que todos conseguirán buena nota, inicia unas clases que se van transformando en una especie de sesiones de terapia de grupo donde se comparten nostalgias, vivencias y opiniones que van recuperando un pasado que les une. Se trata de “un proyecto, un juego en la clase, un «trabajo» de catalogación de la cotidianidad de la antigua Yugoslavia”.
Lejos de sentirse como ganadores de una patria, se sienten como si les hubieran arrebatado su pasado. “De pronto, todos nos habíamos quedado sin testigos, sin padres, sin familia, sin amigos, sin conocidos, sin allegados con los que repetir el material de nuestras vidas”. Deben superar los escollos de todo aquello que supuestamente les diferencia para volver a recuperar un espacio común, a través de las películas, programas de televisión, canciones, chistes nacionales, episodios de la infancia... Es un camino tortuoso ante el que la protagonista alberga serias dudas: “al prohibir recordar el pasado común, los ideólogos de los nuevos estados habían provocado el efecto contrario: la prohibición incrementaba la atracción. Me preguntaba si al estimular el recuerdo destruiría el aura dorada”.
Lo que trasluce detrás de la prosa limpia y directa de Ugresic es una reflexión sobre la identidad, sobre las raíces, sobre aquello que conforma la memoria colectiva del ser humano. Personas que han huido de la guerra y que se dejan llevar por la vida, diseminados por diferentes países, y que se refieren unos a otros como “los nuestros”. En ese “los nuestros” entran todos: bosnios, croatas, serbios, albaneses... Sufren las consecuencias de una guerra que buscando reafirmar la propia identidad les ha abocado a vagar como almas en pena, reconociéndose como compatriotas y como enemigos, con un pasado en común y un futuro incierto, muchos de ellos esforzándose por encontrar una identidad nueva en otro lugar, arrastrando su bagaje personal en bolsas de plástico de rayas azules, rojas y blancas, acostumbrándose a vivir con un permanente desasosiego y a contener una infinita nostalgia.
Hacia el final podemos leer: “El regreso al país del que hemos venido es nuestra muerte, quedarnos en los países a los que hemos llegado es nuestra derrota”.
Pese a que la autora huye del dramatismo y marca una eficaz distancia con lo que nos cuenta, lo cierto es que se va apoderando del lector un sentimiento de tristeza, de impotencia ante el sufrimiento de esa gente que ha perdido su pasado y que intenta salir adelante, como si chapotearan en una gran masa de arenas movedizas. Dubravka Ugresic compone una obra compleja desde la que, con un tono aparentemente aséptico y salpicado de pequeñas dosis de un humor amargo, expone su rabia, su indignación y su dolor.
Miguel Sanfeliu
Una de las mayores tragedias ocurridas el pasado siglo fue la guerra de los Balcanes. Yugoslavia quedó segmentada y en ella sucedieron algunos de los episodios más trágicos del pasado siglo XX. Muchos de sus habitantes tuvieron que marchar a buscar fortuna a otros países, entre ellos, Dubravka Ugresic (y los personajes de este libro). De esta escritora croata ya se habían publicado en España dos obras: la novela El Museo de la Rendición Incondicional (Alfaguara, 2003) y el interesante libro de artículos Gracias por no leer (La Fábrica, 2004).
La desintegración de Yugoslavia deja a gran cantidad de gente diseminada por diversos países que, pese a sus supuestas diferencias, proceden de un lugar común que les ha marcado. La búsqueda de esos recuerdos nostálgicos se convierte en la clave para que las personas sientan que tienen más aspectos en común que diferencias entre ellos. La patria que ya no existe, la «ex-Yugo», se muestra como algo que va más allá de un espacio físico.
“Estábamos en todas partes. Y ninguna historia era lo bastante personal ni lo bastante conmovedora, porque la muerte ya no conmovía a nadie. Había habido demasiadas muertes”.
Tanja Lucic consigue un trabajo como profesora interina de lengua y literatura serbio-croata en la ciudad de Amsterdam. Sus alumnos son exiliados, desarraigados en un país extranjero, cuyo origen se encuentra en los nuevos países que han surgido tras la desintegración de la antigua Yugoslavia y que les cuesta reconocer como propios, porque cambian demasiado deprisa y desaparecen sus puntos de referencia. Los trabajos que consiguen en Amsterdam son precarios y mal remunerados. El trabajo mejor pagado (en negro, por supuesto) es el que conocen como el del “Ministerio” y que consiste, contra lo que podría parecer, en trabajar en un taller de ropa para sex-shops, haciendo referencia el nombre a la denominación de un club porno sadomasoquista de La Haya: “El Ministerio del Dolor”. La razón fundamental que tienen para estudiar serbo-croata es porque es lo más fácil y sirve para alargar la estancia en el país si no tienes visado, además de ser un camino rápido para obtener un titulo holandés o una beca. Ante esta perspectiva, Tanja decide no complicar más las cosas a sus alumnos y, tras asegurarles que todos conseguirán buena nota, inicia unas clases que se van transformando en una especie de sesiones de terapia de grupo donde se comparten nostalgias, vivencias y opiniones que van recuperando un pasado que les une. Se trata de “un proyecto, un juego en la clase, un «trabajo» de catalogación de la cotidianidad de la antigua Yugoslavia”.
Lejos de sentirse como ganadores de una patria, se sienten como si les hubieran arrebatado su pasado. “De pronto, todos nos habíamos quedado sin testigos, sin padres, sin familia, sin amigos, sin conocidos, sin allegados con los que repetir el material de nuestras vidas”. Deben superar los escollos de todo aquello que supuestamente les diferencia para volver a recuperar un espacio común, a través de las películas, programas de televisión, canciones, chistes nacionales, episodios de la infancia... Es un camino tortuoso ante el que la protagonista alberga serias dudas: “al prohibir recordar el pasado común, los ideólogos de los nuevos estados habían provocado el efecto contrario: la prohibición incrementaba la atracción. Me preguntaba si al estimular el recuerdo destruiría el aura dorada”.
Lo que trasluce detrás de la prosa limpia y directa de Ugresic es una reflexión sobre la identidad, sobre las raíces, sobre aquello que conforma la memoria colectiva del ser humano. Personas que han huido de la guerra y que se dejan llevar por la vida, diseminados por diferentes países, y que se refieren unos a otros como “los nuestros”. En ese “los nuestros” entran todos: bosnios, croatas, serbios, albaneses... Sufren las consecuencias de una guerra que buscando reafirmar la propia identidad les ha abocado a vagar como almas en pena, reconociéndose como compatriotas y como enemigos, con un pasado en común y un futuro incierto, muchos de ellos esforzándose por encontrar una identidad nueva en otro lugar, arrastrando su bagaje personal en bolsas de plástico de rayas azules, rojas y blancas, acostumbrándose a vivir con un permanente desasosiego y a contener una infinita nostalgia.
Hacia el final podemos leer: “El regreso al país del que hemos venido es nuestra muerte, quedarnos en los países a los que hemos llegado es nuestra derrota”.
Pese a que la autora huye del dramatismo y marca una eficaz distancia con lo que nos cuenta, lo cierto es que se va apoderando del lector un sentimiento de tristeza, de impotencia ante el sufrimiento de esa gente que ha perdido su pasado y que intenta salir adelante, como si chapotearan en una gran masa de arenas movedizas. Dubravka Ugresic compone una obra compleja desde la que, con un tono aparentemente aséptico y salpicado de pequeñas dosis de un humor amargo, expone su rabia, su indignación y su dolor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario