Edición de Attilio A. Del Re. Traducción de Juana Barría. Ilustraciones de Serena Palazzi. Alba, Barcelona, 2006. 295 pp. 39 €
Care Santos
Care Santos
Cuando se evoca un banquete romano, los lectores de Petronio no podemos dejar de pensar en aquellas pantomimas excesivas del banquete de Trimalción, en El Satiricón. No es inapropiado el ejemplo, puesto que en aquella recreación burlesca de una velada gastronómica patricia, pueden apreciarse ya muchos de los refinamientos que encontramos en este tratado "de las cosas de la cocina", que pasa por ser el primer manual gastronómico de la historia. No es del todo exacto: hubo uno anterior griego, de quienes los romanos tomaron las técnicas y gran parte de los ingredientes, y que luego se encargaron de engordar —lo mismo que sus caprichosos estómagos— a fuerza que engordaba también el Imperio.
Las biografías de los gastrónomos romanos son tan jugosas como las aportaciones que hicieron a las mesas de sus conciudadanos, o a las nuestras. Tenemos, por ejemplo, a Lucio Licinio Lúculo (117-57 adC), a quien por lo visto se debe la aclimatación del cerezo al clima europeo. O Vitelio, famoso por su glotonería, de quien se cuenta que llegaba a consumir 1.200 ostras en un solo banquete. Una flota entera abastecía su mesa y según contó Plinio el Viejo, gastaba una verdadera fortuna —1.000 millones de sestercios al año— sólo en la materia prima de sus banquetes. Se suicidó, por cierto, cuando temió que su tren de vida se viera afectado por la disminución de sus rentas.
Marcus Gavius Apicius (25 adC-?), el autor de este recetario, no fue menos particular. Vivió durante los reinados de Augusto y Tiberio. Era conocido por sus costumbres sofisticadas y su gusto por lo exótico, además de por ser el inventor del paté de foie y por incorporar a sus recetas algunos elemetos exóticos. Entendámonos: "exóticos" a la manera romana: aquellos a quienes se dirigían estas recetas no conocían los cítricos —salvo el pomelo—, utilizaban el arroz sólo como espesante para salsas y aún tardarían unos catorce siglos en atreverse a comer una alcachofa. Por supuesto, en su dieta faltaba todo lo que llegó de África (café, plátanos, berengenas...) y de América (tomate, patata, pimiento, pavo, alubias, judías verdes, cacao...). En cambio, eran aficionados a las especias que llegaban de Asia, las hierbas, las frutas y verduras, y a algunos manjares entonces muy sofisticados: las lenguas de loro, la vulva de cerda estéril o el garum, una salsa a base de pescado fermentado que se producía en algunas ciudades españolas —Tarraco y Cartago, sobre todo— como en ninguna otra parte.
Entre las dificultades de la lectura de este manual, tenemos todos aquellos ingredientes que se conocían en la Roma imperial y que no han llegado hasta nosotros. El silfio, una droga que Nerón consumía con gusto y que se utilizaba sobre todo en la cocina, hoy extinguida. O la oveja salvaje italiana, que corrió la misma suerte. También hay dudas a la hora de interpretar las fuentes: no se conocen con exactitud a qué se refieren los nombres de ciertos ingredientes. Desconocemos las diferencias entre los distintos tipos de pan que cita el autor, o entre un embutido y otro. Igualmente, no sabemos cuál era la receta exacta del tan apreciado garum. Como no ha sido posible averigiar a qué personajes corresponden exactamente los nombres que en ocasiones da el autor como inventores o enriquecedores de las recetas.
El original sufrió una suerte azarosa. Fue adulterado, desmembrado y enriquecido en diversas épocas. Las últimas aportaciones podrían ser del siglo VIII, aunque tampoco se sabe con seguridad. Queda suficientemente subrayado, pues, que no se trata de un manual de cocina al uso, ni de un libro fácil. Ni por su lectura ni por las recetas que contiene, aunque no hay que descartar el experimento de probar alguna de las más asequibles, como la de los caracoles a la cazuela o las múltiples maneras de preparar los cardos.
La edición que ha elegido Alba está más dirigida al comprador de regalos navideños que al lector de clásicos. No se puede negar que es hermoso ese gran formato, como lo son las ilustraciones de Serena Palazzi a partir de frescos y mosaicos de la época imperial. Pero se echa en falta algo más. Un buen prólogo, por ejemplo, más centrado en el lector español, que complemente el más ajeno de la edición italiana; asimismo, algunas notas al final de los capítulos habrían ayudado a rellenar lagunas. Tal y como está, el libro se convierte en un extraño término medio: resulta excesivo para quienes buscan un libro de cocina —incluso para los más intrépidos— e insuficiente para quienes desean arqueología de los fogones.
Con todo, es la única edición de la obra de Apicio que puede encontrar el lector interesado. Y sólo eso ya la convierte en digna de atención.
1 comentario:
Es curiosidad simplemte ¿ha leído vd. "Sopa de Kafka"?
Es un librito curiosísimo, un guiño a un puñado de autores universales, recetas de cocina escritas a la forma y manera de sus escritores/cocineros.
C.A. Makkkafu.
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