David Vicente
Casi siempre una reseña es un ejercicio de amistad, de favor devuelto, de favor que pretende ser devuelto, o de todas estas cosas juntas. Por eso es tan difícil confiar en una reseña a la hora de decidirse a leer un libro, porque, mal que nos pese a quienes las escribimos, la mayoría son más falsas que Judas y mentirían si fuese necesario hasta tres veces antes de que cante el gallo o de que el libro abandone la mesa de novedades. Yo tampoco estoy libre de culpa y no seré, por lo tanto, quien tire la primera piedra a la ya maltrecha y denostada crítica.
Sin embargo, este no es el caso. No sé que me motivó a adquirir el libro de Javier Gutiérrez. Un escritor (de nombre tirando a común y poco llamativo) del que, hasta esta novela, no había oído hablar en mi vida. Desde luego, no el título, más bien simplón y, a mi juicio (después de leída la novela), un tanto pobre. Tampoco la portada, correcta en cuanto a diseño, pero nada del otro mundo. Quizá fuese la contra, o quizá simplemente sea verdad eso de que hay libros que te llaman, aunque sea una frase manida, cursi y hortera, de esas que se cuelgan en el muro de Facebook y producen vergüenza ajena.
Sea como sea, esta pequeña novela de apenas 140 páginas, cayó en mis manos y la devoré sin descanso en una sola tarde (algo carente de mérito si se atiende a la extensión, pero que tiene su importancia referido a la calidad). Cosa, créanme, que no me pasaba desde hacía unos cuantos libros.
Sobre su argumento podríamos decir que versa sobre un pasado amenazante que regresa (o más bien nunca se fue), a raíz de un reencuentro inesperado tras diez años entre Rubén Polo, su protagonista, y Blanca, cantante de un grupo de música amateur al que ambos pertenecieron a finales de los noventa, época cumbre de grupos como Jane’s Addiction, Pearl Jam, Yo La Tengo o tantos otros. Polo, y el resto del grupo, vivió en aquella época momentos inolvidables que nunca volverán, pero también cargados de dolor, violencia, deseo y equivocaciones. «Cada noche de viernes, cada noche de sábado, algo nuevo, algo diferente…».
Esta sería, sin duda, una breve sinopsis tan acertada o desacertada como cualquier otra. En todo caso, no haría ninguna justicia al libro. Javier Gutiérrez, su autor, construye con un estilo personalísimo una novela, a raíz de un discurso en el que entreteje multitud de flashes y conversaciones paralelas y cruzadas, que te atrapa desde un primer momento como una especie de droga alucinógena llena de coherencia.
Una narrativa a priori caótica, pero perfectamente medida, con la que forma una historia redonda en cuanto a estilo, ritmo y estructura, donde se mezclan poética y narrativa descarnada en una balanza de proporciones exactas.
Un buen chico es una de esas novelas que no se olvidan cuando uno cierra el libro y lo entremete en la estantería con el resto de volúmenes de la biblioteca. Un buen chico es una novela que te persigue y, por qué no decirlo, te incomoda durante algún tiempo.
Conviene decir, como un aviso para posibles naveganes, que se trata de una novela dura, inquietante, por momentos difícil de digerir y que produce un cierto vértigo al paso de cada una de sus páginas. Quizá porque nos pone frente al monstruo que todos llevamos dentro. Pero no es a fin de cuentas eso en lo que consiste la buena literatura.
Pido disculpas públicamente a Javier Gutiérrez por el desconocimiento de su obra. Después de leída esta que ya es su tercera novela, Un buen chico, creo firmemente que es una de las más prometedoras voces de la nueva generación de narradores españoles.
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