Víctor Gómez Frías
Firma invitada
30 de marzo de 1814. Napoleón sabe desde la víspera que, tras romper las tropas europeas su frente y lograr cruzar el Rin, le faltará tiempo para poder replegarse en París y defender la capital. Calcula que llegará dos días tarde, aunque sus adversarios probablemente no lo saben. Las columnas aliadas son superiores en número y las unidades francesas, aunque más hábiles tácticamente, no logran frenar el avance del ejército enemigo.
Mientras, en París, se organiza la defensa… de los intereses de los poderosos. Éric Hazan se atreve a mirar el revés de la historia (y de la historiografía) de unas fechas que, por no tener nada que conmemorar, se ha hecho poco por recordar. La corte imperial organiza su aparatoso traslado con la parsimonia de quien se marcha de vacaciones, nobles y mandatarios aprovechan para comprar de saldo la deuda pública que les reportará un provechoso lucro poco después, y nadie se atreve a armar a la población, ansiosa por defender la ciudad, por miedo a un levantamiento. Hasta en la guerra, se acaba siendo más cortés con el general ocupante que con el compatriota de clase inferior.
1814, 1830, 1848, 1871, las guerras mundiales, los conflictos contemporáneos en los suburbios (saltándose pues la sofisticada agitación de mayo de 1968)… Hazan recrea el valor desesperado de cada generación de parisinos que heredaba “el recuerdo de la revolución” —como decía Walter Benjamin— e intentaba ponerla en marcha (¿de nuevo?). Más de dos siglos de constante guerra civil (entre clases), en la que se han intercambiado tantos discursos como balas.
Pero hoy parece que la guerra se termina, no por una victoria ni un armisticio, sino porque desaparece el campo de batalla. París ha sufrido una “purificación silenciosa y despiadada” concertada entre urbanistas y políticos. Se ha convertido en un “Disneyland para turistas cultivados”, burgueses y artistas que alquilan costosos lofts y cenan en restaurantes de moda, protegidos por una muralla cuidadosamente desurbanizada de oficinas de acero y vidrio, autopistas urbanas y jardines cercados.
En los suburbios se refugia la “miseria sin su poesía” (como decía Balzac) en barrios viejos o nuevos pero igual de malogrados, donde viven (además de muchos parados) los conductores, limpiadores y cocineros que acuden cada día a París atravesando su subsuelo en tren de cercanías. Los derechos mercantiles han accedido a la categoría de derechos fundamentales.
Aunque Éric Hazan defiende la cólera como género, cada uno de los once ensayos que reúne en París en tensión demuestran el oficio de un historiador sagaz y prudente, pero también comprometido con sus ideas y su ciudad. Tras leer esta obra, París ya no se visita (la “triste idea” de patrimonio) sino que se recorre, calle a calle, igual que las defendieron los comuneros con sus barricadas. Una vibrante llamada a la indignación y una vacuna contra la resignación, que acaba con la bella imagen de las rues de París en las comunas limítrofes que se prolongarán hasta atravesar el périphérique sin más pretensión arquitectónica que llenar las calles de vida.
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