viernes, septiembre 28, 2007

Tu rostro mañana 3: Veneno y sombra y adiós, Javier Marías

Madrid, Alfaguara, 2007. 712 pp. 22,50 €

Juan Marqués

Uno es de los que ha dedicado algunas de las mejores horas de este verano a releer con gusto y cuidado las dos primeras entregas de Tu rostro mañana, sabiendo que este nuevo curso literario comenzaría con su desenlace. Y ahora que se ha hecho público, se puede afirmar que la espera ha merecido la pena, aunque tal vez no con todo el entusiasmo que esperábamos y querríamos. Acaso sea un problema de expectativas: deseábamos que se rematara una obra maestra, y al final todo ha quedado en una novela apasionante y, en más de un sentido, extraordinaria, así que en ningún caso puede haber queja.
Parece demostrado que el mejor Javier Marías es el meditativo, el que reflexiona o aun divaga sobre determinados temas, y mejor cuanto más abstractos (los arranques de las tres entregas, por ejemplo, son dignos de ovación). Parecía que esta última parte iba a contener más páginas “ensayísticas” (concretamente sobre la guerra, el odio, la crueldad, el mal en la Historia) pero en realidad trae tanta o más acción que cualquiera de las precedentes, y ése es un terreno en el que el autor se mueve con menos acierto. Hay sin embargo —y otra vez— sendas conversaciones entre el protagonista y su padre, y entre aquél y su anciano amigo Peter Wheeler, y esas páginas son sin duda las más altas de la novela, donde Marías demuestra su enorme talento de narrador capaz de pensar con enorme profundidad y elegancia, y de emocionar sin ningún atisbo de sensiblería. La bondad inteligente del padre (que tejía los momentos más inolvidables de Baile y sueño) aparece aquí en presente, ya que en esta entrega Deza narra una intensa escapada a Madrid. Y también es presente (y tiene igualmente carácter de despedida definitiva) el encuentro, de vuelta a Inglaterra, con Wheeler, que casi cierra la novela, elevándola para siempre.
Pero para llegar a esas páginas hay que atravesar, no sin recurrir a veces a la paciencia, episodios que parecerían más trepidantes pero que a mí me resultan mucho más aburridos, y además inflados, alargados excesivamente sin razones claras para ello. Tampoco acierta Marías cuando pretende ser gracioso, y sobre todo cuando se desahoga repartiendo pullas (o incluso insultos) a diestro y siniestro (y conste que a menudo comparto sus opiniones, su leve pesimismo, su sensación de extrañeza..., especialmente en lo que respecta a la sociedad española). Toda la humildad, el respeto y el cariño con el que escucha y trata a Wheeler y al anciano Deza, se convierten en indisimulada aversión al enfrentarse a la mayor parte de sus contemporáneos. Si en las anteriores entregas atacaba de frente —aunque sin nombrarlos— al Andrés Trapiello de Las armas y las letras o al Javier Cercas de Soldados de Salamina, ahora arremete, con mayor o menor intensidad (y con mayor o menor razón), contra los raperos («cuantos se dedican a canturrear con gesticulaciones esas monsergas sin gracia ni mérito» —p. 286—), los hombres que llevan sandalias o pantalones cortos o sombrero o coleta..., los católicos, los últimos alcaldes de Madrid, los carteros, Iberia, el ABC y The Sun, ciertas formas de feminismo, o contra los escritores que publican diarios e incluso quienes los leemos (que seríamos «incautos o muy mezquinos y vacuos» —p. 260—). Por el contrario, se le va la mano a la hora de alabar a su amigo Francisco Rico en el cameo que éste protagoniza, donde leemos adjetivos y alabanzas extremas y continuas que (por mucho que Rico las merezca, y aunque puedan ser fruto de bromas privadas) Marías no perdonaría en una obra ajena. Así Rico sería «hombre de gran saber», «bien vestido y calzado», «muy notable», «admirable», «una de nuestras máximas autoridades literarias», «gran lumbrera», «Profesor egregio», «hombre eximio», «prestigioso», «famoso erudito», «era distinguida su mano y su puño de la camisa muy fino», «parecía de esos hombres que no soportan tener la cabeza inactiva», «su saber era inmensurable» y «debía de vivir muy harto de la ignorancia circundante, debía de maldecir sin pausa haber nacido en esta época iletrada por la que sentiría un desprecio enorme». Todo eso en unas pocas páginas (282-297). (Y por cierto que, aunque aquel profesor Del Diestro que aparecía en Todas las almas estaba basado en Rico —según explicó Marías en su maravillosa Negra espalda del tiempo—, no es la misma persona o el mismo personaje, ya que en esta novela Deza no conoce personalmente a Rico, y en aquélla lo veíamos conversar con Del Diestro en una discoteca. No es éste el único guiño a pasadas novelas de Marías. También se recita aquí el “estribillo” o ritornello shakesperiano de Mañana en la batalla piensa en mí —p. 466— (novela a la que también se alude, con complicidad, en la página 154), o hay referencias a Juan Ranz y su mujer Luisa, protagonistas de Corazón tan blanco y de algunos cuentos del autor —p. 369—).
Por otra parte, se diría que la condición de “novela por entregas” de Tu rostro mañana le ha jugado a su autor alguna mala pasada, algún pequeño y no importante error de cálculo. Hay asuntos que no parece que se hayan acabado de desarrollar (el caso de Incompara, el personaje del vecino bailarín...) y otros que directamente ha decidido no acometer (esa prometedora conversación sobre episodios bélicos en Constantinopla y Tánger que Tupra le anunciaba a Deza en los últimos párrafos de Baile y sueño, por ejemplo... ¿O es que podemos encontrar las noticias sobre aquellas guerras en algunos de los libros de la editorial Reino de Redonda, que dirige Marías —como en el excelente La caída de Constantinopla 1453 de Sir Steven Runciman?—...).
Antes de llegar a la ultima línea de la novela (que remite a un inspirado momento del comienzo de Fiebre y lanza —pp. 61-62—: un premio a los lectores con buena memoria, o a quienes releen), se deja abierta la posibilidad de futuras continuaciones, bajo la forma de una mirada amenazante por parte de un personaje que se incorpora a la novela en esta última entrega (aunque en las anteriores el protagonista temía o sospechaba su existencia). Marías lleva años advirtiendo que se va a tomar un buen descanso como narrador, si es que alguna vez vuelve a escribir novelas, pero esa desasosegante imagen (que es casi pictórica o cinematográfica: un hombre con aspecto de mosquetero mirando a alguien con odio mientras tranquiliza a un caballo) deja lugar a una esperanza que esperamos que se cumpla. Javier Marías es uno de esos novelistas a los que uno no querría renunciar nunca, porque sus textos siempre traen emoción, reflexiones lúcidas o sublimes, miradas desengañadas e hipercríticas sobre nuestro mundo. Los pequeños detalles que nos puedan irritar de su a menudo irritado estilo, quedan compensados por su calidad, por su pausado y tan personal ritmo, por las exigencias que impone al lector (aunque sus novelas no sean exactamente de lectura difícil). Leer a Marías siempre enriquece, siempre enseña, siempre ayuda a pensar. Confiemos en que podamos saber cómo será su escritura mañana.

jueves, septiembre 27, 2007

La carretera, Cormac McCarthy

Trad. Luis Murillo Fort. Mondadori, Barcelona, 2007. 210 pp. 18,90 €

José Morella

La película Código 46, de Michael Winterbottom, dibuja un futuro no muy lejano en el que la fecundación artificial generalizada hace que mucha gente tenga el mismo código genético. La ley prohíbe que dos personas con el mismo código procreen. Por esa razón, cuando los dos protagonistas, fatídicamente, se enamoran, la policía le inyecta a la chica una sustancia “anti-él”, que la hace alérgica a su enamorado. En cuanto el tipo se le acerca, ella tiene espasmos y dolores horribles. Entonces ella le pide que la ate a la cama, porque está tan enamorada y es tan orgullosa que quiere estar con él a cualquier precio. Así que él la ata y hacen el amor, y al principio la chica grita de dolor, pero poco a poco los gemidos de dolor se van confundiendo con los de placer y el espectador ya no sabe muy bien qué le pasa a la chica. Y entonces uno piensa: oye, ¿no es esto lo que ocurre siempre, en realidad, con el amor? ¿No es este dolor y placer al mismo tiempo, esta hiriente contradicción, lo que define a las más auténticas relaciones de pareja de nuestro tiempo y de todos los tiempos? ¿No es esto lo que Lorca quería decir en Bodas de Sangre cuando escribió: «¡Te quiero! ¡Aparta!»?
Eso distingue la buena ciencia ficción de la mala: la capacidad de darte armas para pensarte a ti mismo y a tu mundo desde fuera de ti mismo y de tu mundo. Cormac McCarthy lo hace, como Winterbottom. Sólo que mejor.
Cuando La carretera empieza, el mundo ya no existe: los animales se han extinguido. Solo hay frío, ceniza, una luz muy tenue y muy breve, casas abandonadas a los lados de la carretera y algunas personas con las que los dos protagonistas, un padre y su hijo pequeño, no quieren encontrarse para que no los maten y se los coman. Porque en estas condiciones tan difíciles para la vida ha resurgido el canibalismo. También está todo plagado de cadáveres que no se pudren, sino que parecen irse momificando. La madre del chico y mujer del hombre se quitó la vida cuando vio el percal. El texto es la filmación del espectáculo de las cosas cesando de ser. Es un Macondo inverso; si en Macondo una etiqueta escrita acompañaba a cada objeto para inaugurarlo, aquí las palabras se borran hasta no distinguirse. Se clausura en lugar de inaugurar. La ceniza que lo envuelve todo es, en realidad, un correlato paisajístico del olvido.
El texto de McCarthy no es sólo un certero aviso ecologista. También nos habla de nuestro pasado y nuestro presente. Por ejemplo, del holocausto. Durante muchas páginas uno tiene la sensación de que los personajes pasan por experiencias que uno ya ha leído antes en otros personajes, en otras novelas y películas, pero lo que más impacta es darse cuenta, finalmente, de que los «personajes» son personas, y que la historia fue real, la de los campos de concentración. Ratificas tu sensación cuando McCarthy usa explícitamente la palabra deathcamp. En un momento de la novela, el padre se dice a sí mismo: You will not face the truth (No encararás la verdad). Lo dice en el estilo de los diez mandamientos, en futuro imperfecto, como «no matarás» o «no desearás a la mujer del prójimo», de manera que no sabemos si está enunciando su propia debilidad (no tendrás fuerzas, al final, de encarar la verdad) o si es una especie de orden divina, una sentencia sagrada. Porque este es uno de los temas clave, si no el más importante, de la novela: cómo encarar —o no— la verdad. Por eso recuerda a los prisioneros de un campo de concentración nazi, y quien dice campo nazi dice gulag ruso o Guantánamo yanqui. Sobrevivir a la verdad insoportable. Ese tema no es el de una horrible distopía futura, sino el tema de toda la Historia de la humanidad. La ética y el mal. Lo curioso es que, en el futuro que se dibuja aquí, el campo de concentración no es un adentro, sino un afuera. El mundo mismo es el campo. No es un interior, sino la imposibilidad de un interior. El psiquiatra Victor Frankl, sobreviviente judío de los campos, escribió sobre ello en su obra El hombre en busca de sentido, y creó la Logoterapia basándose en sus propias experiencias. Frankl concluye que incluso en un ámbito en el que nada parece ya tener sentido, ciertas personas tienen posibilidades de sobrevivir: las que luchan por encontrar un sentido interior y lo encuentran. La actitud del padre y del hijo en La carretera es un ejemplo tierno y desgarrador de ello, a la altura del de un Maksymilian Kolbe o una Anna Frank, salvo que estos no eran personajes de ficción ni, por desgracia, pudieron sobrevivir a pesar de encontrar un sentido interior. Resulta increíble cómo la ficción y la realidad se retroalimentan: la historia de Anna Frank es una de las “novelas” más leídas que existen.
McCarthy es una maestro de lo circular: el padre le dice al hijo que tienen que “transportar el fuego”, de la misma manera que en la película de Jean Jacques Annaud En busca del fuego lo llevaban los hombres prehistóricos. Todo vuelve. La civilización empieza y termina igual: transportando fuego. Del mismo modo, los muertos no se pudren sino que quedan intactos en la misma posición en la que murieron: sentados tomando café, por ejemplo; cosa que en nuestro imaginario colectivo solo puede aludir al desastre de Pompeya. Todo vuelve. Más anecdótico, pero también curioso, es pensar en el título, The Road, y en otro título mítico, On the Road, el de la novela de Kerouac. Lo que ha hecho McCarthy eligiendo ese título es como si un escritor colombiano llamara a su novela Cien segundos de soledad. Es aludir voluntariamente a un clásico de su literatura. Cuando los de la generación Beat recorrían su carretera, McCarthy era un chiquillo. Pero lo que ellos abrían, la posibilidad de recorrer una arteria viva del mundo, esa carretera que rompía los moldes sociales y les permitía escapar de lo convencional, McCarthy lo cierra. La carretera es ahora lo único que hay y está muriéndose. El mundo entero está reducido a esa carretera, y ya no hay adónde escapar. La arteria se secará del todo. La vida se secará, dice McCarthy. Ya no se podrá estar «en» la carretera como algo distinto a estar “en” otro lugar, porque la carretera es el mundo y el infierno, y no hay otro lugar. Ya no hay “en”: por eso On the Road se acorta en The Road.
Pero tras crear un mundo en el que la única salida parece el suicidio, McCarthy tiene la capacidad que sólo los mejores tienen. Llevarnos a algún lugar a los lectores, pobrecitos de nosotros, que pululamos por encima de las páginas como un personaje más, gesticulando, pidiendo por favor —¡por favor!— que la cosa no termine como imaginamos. Danos algo, decimos, danos un punto de luz. Una ligera posibilidad de, una rendija para. Mendigamos cualquier cosa. Y McCarthy nos escucha. Nos da algo que no nos reconcilia de manera fácil con nosotros mismos, pero que tampoco nos hunde en la miseria total. Un final, en definitiva, de obra maestra. McCarthy exprime su trama mínima, la retuerce como una toalla húmeda hasta hacerle rezumar goterones de poesía límpida, profunda, llena de una honestidad existencial a la que ningún lector puede quedar inmune. Esas gotas bastan para empaparte de poesía. Te quedas chorreando poesía, y luego vas encharcándolo todo torpemente, llamando a tus amigos y a tu familia, hablando con tus vecinos, con tus compañeros de trabajo: recomendándola.

miércoles, septiembre 26, 2007

Lo que ya no recuerdo y otros cuentos, Valeria Parrella

Trad.: Romana Baena Bradaschia. Siruela, Madrid, 2007. 112 pp. 14’90 €

José Gutiérrez Román

La persona que me regaló este libro me dijo que lo eligió al azar, movida por una intuición. Y acertó de lleno, pues ha sido una de las lecturas que más he disfrutado en los últimos meses.
Lo que ya no recuerdo y otros cuentos encierra una selección de cinco relatos pertenecientes a los dos libros publicados por esta joven autora, con los que ha conseguido el “Premio Campiello Ópera Prima” 2004 y ser finalista del prestigioso “Premio Strega” en 2005. Aparte de esto, poco sabemos de Valeria Parrella (Nápoles, 1974), o quizá mucho si atendemos a su narrativa, que la define como una de las voces más sugerentes y prometedoras de la literatura italiana actual. En este primer volumen de su obra en español sus editores han optado por seleccionar varios relatos que tienen como nexo de unión el hecho de transcurrir en Nápoles. Al desconocer el resto de su obra no podemos juzgar si hubiera sido más acertado publicar alguno de sus libros completo, pero sí estar seguros de que los cinco cuentos aquí presentados gozan de una calidad indudable.
Parrella nos habla de la complejidad de las historias sencillas, de las familias y sus mecanismos internos, de la soledad, del amor en minúsculas, del autoengaño, de las personas que se desesperan y se ilusionan, o sea, de nosotros mismos. Y todo ello envuelto en el marco de una ciudad tan apasionante y desconcertante como es Nápoles. Se puede decir que ella es un personaje más, pues de soslayo aparece en todos los relatos. Es ese aliento invisible de la camorra, el de la degradación, las drogas y la piratería de todo tipo, el de una ciudad que tiene dos caras perfectamente encajadas para no mirarse la una a la otra. Pero también es el aire popular y festivo de los barrios humildes, la religiosidad mezclada con la superstición, la sonrisa y la determinación ante la desgracia.
En el cuento que da título al libro, la protagonista narra su deseo iniciado ya en la niñez de llevar una vida sencilla, lejos de las proyecciones megalómanas de sus padres. “Montecarlo” es uno de esos relatos que dicen todo de manera subliminal, mientras nos sumerge en la especulación inmobiliaria y las tramas políticas, y a su vez en la soledad de una mujer empeñada en luchar contra los elementos. “La carrera” habla del asesinato de un hombre y de las consecuencias positivas y negativas que supondrá en la vida de su esposa. Mateo es el protagonista de “Siddharta”, un joven que trabaja en una imprenta donde se realizan copias piratas de libros y que no es capaz de tomar las riendas de su vida y hacer lo que realmente le gusta. “p.G.R.” es el último y el más brillante de todos los relatos, en él una treintañera en plena crisis nos muestra los entresijos de lo que ha sido su vida hasta ese momento: una historia familiar condicionada por una madre con la que no se entiende, la sensación de haber sido expulsada del «tercer mundo» de la periferia que la vio crecer y, a la vez, el desencanto de no pertenecer a un grupo social superior. Este cuento ejemplifica también el desengaño y la frustración de muchos jóvenes relegados por el mercado laboral a puestos para los que no les hacía falta haber pasado por la universidad. Con un fino sentido del humor, Parrella plasma ese estado de apatía vital en el que nos “damos cuenta de que nos estamos traicionando a nosotros mismos”. Pero lo mejor de este libro es, sin duda, su estilo: esa mezcla de concisión, agilidad narrativa y la cuidada psicología de los personajes que logran envolver al lector en cada uno de los relatos.
Seguro que adivinan cuál va ser uno de los próximos libros que regale.


martes, septiembre 25, 2007

Gozoso extravío, Antonio Tudela Sancho

Multiversa, Valladolid, 2007. 156 pp. 12 €

José Manuel de la Huerga

La locura y sus límites difusos, que tanto placer lector han dado a los letraheridos de este lado de la realidad literaria, es el tema elegido por Antonio Tudela para su opera prima en narrativa. Tudela ya había publicado varios títulos en el género del ensayo, pero con Gozoso extravío presenta su pasaporte, completo y ambicioso, para el territorio de la ficción. El autor nos entrega una novela corta, en tono de comedia ligera, donde se ponen en tela de juicio viejos y nuevos tratamientos de algunas escuelas psiquiátricas muy conocidas en el pasado siglo. Dos modelos de terapia (uno horizontal y democrático, asambleario, traído por los pelos por el uruguayo Glussac, aunque paseado por el París lacaniano, y otro desmitificador del diálogo con el enfermo y dependiente de la medicación intravenosa eficaz, auspiciado por el todopoderoso doctor Leandro Martín Rubio) se someten a revisión por los ojos enajenados de dos pacientes residentes en Quinta Chicharra: Evaristo Hidalgo, insigne latinista y abogado, y Casimiro Gorospegui, inquietante especialista de la obra de Gonzalo Suárez. En fin, la pareja imprescindible para jugosos diálogos delirantes.
La nouvelle comienza con un golpe de estado al achacoso doctor Carmona, último seguidor de Glussac, el uruguayo fundador de Quinta Chicharra, ese beatífico reducto en medio de ninguna parte, con su generoso espacio verde que se convertirá en marco de los paseos de Evaristo y Casimiro. La propuesta no puede ser más sugerente: la investigación, supuestamente demenciada, de la teoría de la conspiración. ¿De qué manera accedió al poder Martín Rubio, largando, y con qué modos, al viejo Carmona que a los pocos días fue “emotivamente” enterrado en una colina de Quinta Chicharra? Y ahí tenemos a Evaristo que, con la connivencia de las Sombras, visita la habitación del difunto Carmona. O a Casimiro que en uno de los paseos melancólicos con su inseparable Evaristo a limpiar la lápida de su doctor venerado, le confiesa al amigo sus terribles averiguaciones, eso sí, por métodos paranormales. Escenas ambas, divertidas y entrañables al mismo tiempo entre todas las que componen la narración.
La novela está certeramente estructurada, los personajes bien perfilados, con una sólida historia a sus espaldas, apenas en unas páginas esbozada, de manera que la obra resulta bien proporcionada en la fórmula de información, argumentación y desarrollo de la pequeña intriga. Creo que no se le puede pedir mucho más a una primera novela, no exenta en algún caso de excesos verbales, pero que a la postre no desentonan en el acento general “rioplatense” de inteligente ironía que impregna todas las páginas.
Pero lo que a mi juicio muestra mejor el savoir faire del autor es ese permanente deslizamiento entre los dos territorios (realidad y ficción, cordura y locura) que mantiene al lector en constante vela de actitudes, frases y silencios de, vamos a decirlo, los dos bandos de la obra: los buenos locos y los ambiciosos médicos del presente, frente a los alocados doctores del pasado. La voz de Laura que percute en la conciencia de Evaristo y de la que el lector es consciente por la habilidad del escritor nos da en buena medida la dosis exacta de cómo se puede sostener un estado de inquietante vigilia por el camino, muy poco practicado por otros narradores, de la sugerencia y la contención. Unos sólidos conocimientos en materia de filosofía, lenguas y literaturas clásicas hacen el resto de un mosaico compuesto con la habilidad de quien no quiere desvelar nunca esa verdad terrible que acucia, de un lado y otro, a locos y cuerdos.
No quiero terminar la crítica sin dedicar unas palabras a la preciosa edición que la editorial Multiversa ha preparado, como viene siendo costumbre desde hace cuatro años. La regadera de lata que nos recibe en la portada de la obra habla del esmero, de la lectura atenta y cómplice que su editor, Rafa Vega, hace con todas las novelas, cuentos infantiles y ensayos que publica en sus tres colecciones, por el momento. Sólo deseo que ese anhelo de sacar a la luz pequeñas obras de arte, editadas con el mejor de los gustos, no naufrague en el proceloso mar del todo vale en edición de libros. Aunque en el caso de Rafa Vega doy fe de que esto es poco menos que imposible.

lunes, septiembre 24, 2007

Leyendas de Bécquer, varios autores

451, Madrid, 2007. 233 pp. 13,50 €

Pedro M. Domene

Un loable intento para difundir nuestros clásicos es el que está llevando a cabo el reciente sello 451 Editores, con ediciones de ¡Mio Cid!, Lazarillo de Tormes, Leyendas de Bécquer y Tragedias griegas, hasta el momento. Propósito que, evidentemente, siempre hay que celebrar, pero sobre todo si se trata de nombres de la trascendencia de Gustavo Adolfo Bécquer, un autor que, como señala Lorenzo Silva —responsable de la edición de esta especie de «Bécquer revisado»— perdura porque su lenguaje es exquisito, su capacidad de sugerir y suscitar emociones, inmensa, y su intuición del misterio, el dolor y el mal, extraordinaria. La propuesta de Leyendas de Bécquer, un Bécquer reloaded, siguiendo la definición de Silva, es captar, en esencia, el espíritu de los originales, capaz de trascender a la actualidad, en una especie de diálogo apasionado entre generaciones de narradores tan distantes. Los autores seleccionados Elia Barceló, Juan Bonilla, Carlos Castán, Fernando Marías, Marta Sanz, Juan Bas, Mercedes Abad y el propio Lorenzo Silva, componen una nómina lo suficiente atractiva como para garantizar el éxito de una antología puesto que, según el deseo del editor, de eso se trata. Casi todos los autores, exceptuando Barceló, Marías y Sanz, han publicado algún libro de relatos, algunos casi con dedicación exclusiva, y lo que se pretende de ellos, al menos así puede imaginarlo un lector interesado, es que sus textos, actualicen al autor sevillano, partiendo, eso sí, de premisas semejantes, incluida la atmósfera y la historia a contar.
Diversos estudiosos han valorado la trascendencia literaria de este puñado de historias que, Baquero Goyanes calificaba de «modélicas narraciones en prosa en las cuales la poesía brota no sólo de un lenguaje cuidado, musical, colorista, sino también, de la belleza de sus temas». Y, aún añade el especialista que «el secreto de estas leyendas estaría situando a idéntico nivel la calidad de su prosa y su valor como forja de un mundo poético». En este mismo sentido, aunque con una profundidad poética mayor, Luis Cernuda, con una aguda distinción puntualizaba que, «paralelamente a como aproxima el verso a la prosa, trata también de acercar la prosa al verso, no para escribir una prosa poética, sino para hacer de la prosa instrumento efectivo de la poesía».
Merece la pena hacer un repaso de las leyendas escogidas, quizá las más efectistas y conocidas por su tema y tratamiento, porque, además, conviene resaltar los puntos de vista esgrimidos por estos autores y el resultado final. Los ojos verdes, vista la historia como la obsesiva visión de una irrealidad que magistralmente traslada Lorenzo Silva a una protagonista contemporánea, personificada en una prometedora ejecutiva con final trágico; El beso, con asombrosos elementos fantásticos, reconocibles por la habilidad de Elia Barceló para ambientar su relato en una funeraria a donde uno de los chicos sorprende a sus amigos, besando a una joven difunta; El Miserere, música y fantasía dominan en un relato que Juan Bonilla justifica sobre una perdida partitura del músico Ackerman para así reinventar una visión miserere del mundo; La promesa, los amores de Margarita y Pedro que Carlos Castán traslada a una compañía de cómicos, con primer actor incluido que cumplirá, finalmente, su promesa; El Monte de las Ánimas, donde Alonso y Beatriz vuelven, en el cuento de Fernando Marías, a vivir un intenso amor, trasladado magistralmente a una actualidad convencional en la que la atmósfera persiste, aunque en esta ocasión con una Beatriz rendida a los pies de un Alonso altivo y casquivano; el no menos interesante y magistral Maese Pérez, el organista, o el espíritu del prodigioso músico ciego que Marta Sanz traslada al protagonismo de una joven que adquiere el compromiso de sustituir a su padre muerto, aunque con algunos sucesos no menos fantásticos que en la propia leyenda, con apariciones incluidas y una atmósfera creíble. Publicada como segunda leyenda, en el orden cronológico, por el escritor sevillano, La cruz del diablo, versa sobre el eterno concepto del mal, ese caballero a quien sus súbditos asesinan, pero regresa para volver a sus tropelías aunque finalmente es vencido con una oración de San Bartolomé; quizá la más fantástica de todas las historias reunidas que Juan Bas ensaya con lenguaje lo menos convencional posible; y, finalmente, La corza blanca, una de las más sutiles leyendas del andaluz universal, la transformación de una joven en corza blanca, tema muy europeo, y que Mercedes Abad pasea por Europa hasta una Ibiza turística, envuelta en el glamour de la isla y en una descarnada visión del mundo de las drogas, capaces de transformar a cualquier ser humano; una espléndida metáfora, quizá uno de los cuentos más conseguidos, adaptado en todas las posibilidades que ofrece la narración breve, la precisión, el tema y el lenguaje, tan medido con conseguido.
Nunca resulta fácil reinventar, trasladar ambientes, incluso personajes desde un original, si hablamos ciento treinta años después, incluso en literatura, aunque si es esencialmente posible porque algunos de estos autores contemporáneos han optado por una simple variación, otros han conservado la atmósfera y el espíritu y poco más, actualizando, de alguna forma, unas historias que no dejan de cautivar a quienes ven en Bécquer al representante de la mejor literatura europea del momento, discípulo del idealismo germánico de fondo que diferencia al sevillano del resto de los románticos españoles. Por aquellas y por estas leyendas, hay que decirlo, pervive una ardiente imaginación, un ansioso deseo de silencio y una no menos deseada soledad y, esto, es lo mejor que se puede afirmar del resultado final.

viernes, septiembre 21, 2007

La abadesa de Castro, Stendhal

Trad.: Olalla García. Introd.: Pablo d´Ors. Impedimenta. Madrid. 2007. 172 pp. 17,50 €

Marta Sanz

Lo primero que se me ocurre mientras leo La abadesa de Castro, inmejorable debut de la editorial Impedimenta, es que el estereotipo pasional, instantáneo, visceral, vesánico y sensualista sobre Italia, que subyace por ejemplo en Una habitación con vistas de E. M. Forster, no hubiera sido posible sin la entusiasta aportación de Stendhal. Las salidas de tono como expresión del deseo reprimido de esos personajes de Forster, impresionados por la estatuaria de la plaza de la Signoria -Perseo mantiene alzada la cabeza amputada de Medusa- o por los desbocados comportamientos de florentinos nativos instintivos –valga la rima- capaces de sacarse las tripas con un cuchillo en una reyerta de procedencia y ejecución profundamente eróticas, no hubieran sido posibles sin las Crónicas italianas de Henri Beyle. Si en la narrativa de Forster Italia es el caldo de cultivo ideal para la eclosión de los deseos enquistados en los corazones y entrepiernas de los civilizadísimos anglosajones y ese conflicto, propiciado por las condiciones ambientales de un marco incomparable, entre la naturaleza y la civilización, la pasión y la razón, el instinto y la cortesía, el sol total del Mediterráneo y la pluviosidad británica, cristaliza en unos personajes de una morbosidad melodramática difícil de superar; a Stendhal no le hace falta contrastar nada ni crear veladuras para presentar al lector un universo en el que la violencia es atractiva; la sangre, bella; el azar y la equivocación, fructíferos; la maquinación y la mentira, recursos de supervivencia y principio moral.
Stendhal tiene un dispositivo retiniano para verlo todo en rojo, desde su francofonía fascinada por el exceso, y escribir una historia de amor imposible, una aventura casi bizantina, el relato de un encuentro que es un desencuentro permanente, y hacerlo con los colores vivos de los pintores del Cinquecento italiano: Rafael, Leonardo, Miguel Ángel, Giorgione, Tiziano, Veronés... Eso sí, evitando la languidez o la ambigüedad del sfumato. El corte que Stendhal da a sus personajes es de una simplicidad admirable como también lo es el modo tajante, casi abrupto, con que articula la acción sobre el papel pautado de la trama. No es raro que encontremos en la novela injerencias del autor: “La señora de Campireali, que, desde hacía un momento, se consideraba justificada para hacer cualquier cosa, inventó toda una serie de razonamientos, demasiado largos para exponerlos aquí” (pág. 103, la cursiva es nuestra). Stendhal no tiene tiempo para la dubitación psicológica, para el discurso extenso o la repetición de acciones; es un maestro de la elipsis y de la narración vertiginosa: las páginas del asalto al convento por parte de Julio, el protagonista, que pretende raptar a Elena, son uno de los ejemplos más logrados de la literatura de acción, una muestra de visualidad pre-cinematográfica, en la que el lector acaba con agujetas y casi con la lengua fuera. Si el lector no sigue el ritmo de los tijeretazos y velocidades stedhalianos corre el riesgo de encontrar aleatorias, excesivamente repentinas, las decisiones y movimientos de los personajes; entonces debe recordar que está en el mismo seno rojo y palpitante de la Italia del Renacimiento, que los personajes se mueven por impulsos y que el mundo se puede poner literalmente cabeza abajo de un día para otro.
La abadesa de Castro es una narración breve que concentra las esencias de La cartuja de Parma, obra mayor de este novelista junto con su Rojo y negro. Es un escrito destilado en el que no debe extrañar la acumulación de todo tipo de truculencias, extraídas de los documentos de un antiguo proceso judicial –la crónica de sucesos de la época- en los que parece que Stendhal se basó para escribir al menos el último tramo de la historia. Por las páginas de La abadesa nos topamos con muchos de los tópicos de la literatura romántica, casi de un género gótico en el que lo único que no hay son apariciones, fantasmas o diablos, falsos y artificiosos como los de Mrs. Radcliffe o verdaderos como los de Monk Lewis: manuscritos encontrados, exotismo histórico y legendario, el sur de Europa, bandoleros admirados por el pueblo, sanguinarios señores de la guerra y del poder, deudas de honor, amores entre familias enfrentadas, rivalidades irresolubles, asesinatos impremeditados que conducen a la desgracia, embarazos que son el fruto de una conducta pecaminosa, hijos secretos entregados a un sirviente, mujeres disfrazadas de monjes y amantes disfrazados de mujeres, deseos no consumados por la misma fuerza blanca del amor más puro –bonita idea, en este caso pre-freudiana, ésa de que la represión de las pulsiones sexuales engendra la infelicidad-, hermosas muchachas de labios muy finos, ramos de flores ensangrentados, escaramuzas para consumar una cita nocturna, engaños por amor y por venganza, ocultamientos de que un supuesto muerto esta vivo o de que un supuesto vivo está muerto, pasiones prohibidas entre mujeres que han tomado los hábitos y obispos enamorados incapaces de luchar contra sus devociones carnales, conventos que parecen casas de lenocinio, libertinaje, depravación, torturas, crueldad extrema asumida con la naturalidad de las bestias depredadoras, simonía y, sobre todo, y muy especialmente Elena, la abadesa de Castro, que ante la imposibilidad de gozar del amor verdadero se degrada, se entrega, conspira, humilla, se confiesa y finalmente comete el mayor de los pecados. Sólo al final de la historia, que se lee de un tirón, el lector podrá coger aire y, tras un gran suspiro, tomarse un descanso para recuperarse de tanta emoción y de tanto trajín.

jueves, septiembre 20, 2007

El ídolo, Serge Joncour

Trad. María Teresa Gallego Urrutia. Siruela, Madrid, 2007. 176 pp. 16,90 €

Miguel Sanfeliu

Del mismo modo que Gregorio Samsa se despertó una mañana convertido en un monstruoso insecto, Georges Frangin se despierta una mañana convertido en... ¡famoso! Con todo lo que ello conlleva. Todo el mundo lo conoce, todo el mundo lo atosiga, sin que él sepa por qué, del mismo modo en que el protagonista de El Proceso, K, es sometido a juicio sin llegar a conocer cuál es el delito que ha cometido. La relación entre este libro y las obras de Kafka es incuestionable, no en vano es Kafka el autor que mejor ha plasmado la esencia de nuestra época. El ídolo es una novela que denuncia el culto a la fama.
Es evidente que la televisión domina muchos aspectos de nuestra sociedad. Para un gran número de personas, la vida se rige por los horarios de los programas que se emiten por el omnipresente electrodoméstico, dueño absoluto de la armonía familiar, subido en su trono, con cuarto propio en la mayoría de los hogares. Resulta pues curioso que la literatura no se refiera a este fenómeno de un modo casi obsesivo sino más bien al contrario: las obras que giran en torno a la televisión suelen ser escasas, algunos títulos podrían ser Asesinato en directo, de Ben Elton, El año de la celebración de la carne, de José María Latorre, La televisión, de Philippe Toussant, o las recientes Ácido sulfúrico, de Amélie Nothomb y Objetos perdidos, de Carolyn Parkhurst.
En cierto modo, uno espera más de una trama como ésta, pues se trata del planteamiento ideal para denunciar la banalidad que afecta a la época que nos ha tocado vivir. Ser famoso se ha convertido en un fin en sí mismo. La fama ya no es la consecuencia de una actividad relevante, la fama puede existir sin que haya nada que la sustente, e incluso puede mantenerse. De hecho, en cuanto Frangin se convierte en famoso, será la televisión la que se prestará a la necesaria tarea de alimentar y mantener esa fama. A este respecto, son especialmente interesantes los episodios en los que el protagonista se entrevista con el responsable de un programa de televisión que le da consejos para que la gente siga teniéndole presente.
Frangin es un ser anodino, vulgar, a quien lo primero que le viene a la cabeza cuando la gente empieza a asediarle son unos sucesos de lo más peregrinos en los que, a lo largo de su vida, sintió que se ponía en evidencia, como cuando vomita en un autobús una hamburguesa de McDonald’s, el mismo día de la inauguración en Francia del primero de estos establecimientos de comida rápida. Pese a todo, el hecho de haberse convertido en famoso será algo que, poco a poco, le irá pareciendo natural: «Lo noto, estaba hecho para ser genial», llegará a afirmar. Y cuando alguien no lo reconozca, se sentirá incluso decepcionado. «¡Qué le vamos a hacer! Por mucho que nos hayan visto en la televisión, en las revistas y los periódicos, y a algunos incluso en los paquetes de galletas, siempre hay idiotas que no lo reconocen a uno». Al estupor inicial, a la incertidumbre por no saber a qué se debe su fama, le seguirá un estado de satisfacción, de aceptación de la situación no sólo como algo natural, sino como algo merecido.
La fama forma parte del espectáculo, no es una consecuencia de él. La fama es un fenómeno que se retroalimenta, aunque para ello deba recurrir a toda clase de argucias, de temas sórdidos. Es algo que puede afectar a cualquiera, pues las condiciones para alcanzarla son cada vez más elásticas y poco exigentes. Vivimos en una sociedad que rinde un tributo desmedido a la fama, que siente una admiración irracional y ridícula por cualquier famoso, sin tener en cuenta el motivo que provocó dicha fama. Los niños ya no quieren ser médicos, quieren ser famoso, simplemente.
El tono del libro es desenfadado y contiene escenas de una comicidad indiscutible. Está dividido en tres partes, siendo la primera la más extensa y ciñéndose las otras dos a mostrar la evolución que sufre la fama del protagonista. El modo en que la fama afecta a Georges Frangin es un asunto esencial de la trama, pero no lo es menos el modo en que nuestra sociedad crea y trata a sus famosos, resultando muy significativos los momentos en que los desconocidos se acercan a él para solicitarle autógrafos o para hacerse una foto en su compañía.
Serge Joncour es un escritor francés, nacido en 1961, de quien se ha publicado en nuestro país también su novela Ultravioleta, publicada igualmente por Siruela, y que obtuvo el Premio France Télévisions 2003. Es autor de otras seis novelas que no han sido traducidas al español.

miércoles, septiembre 19, 2007

Al Sur de la frontera, al Oeste del sol, Haruki Murakami

Trad. Lourdes Porta. Tusquets Editores (colección Maxi), Barcelona, 2007. 266 pp. 7,95 €

Carmen Fernández Etreros

¿Se puede amar a alguien por encima de nuestro propio yo? ¿Se puede arriesgar todo? ¿Se puede ir más allá de nuestros propios límites? ¿Hay algo al sur de la frontera, al oeste del sol?
El autor de moda, el japonés Haruki Murakami, nos susurra sentimientos en Al sur de la frontera, al oeste del sol, y nos muestra su habilidad para coser las soledades de sus personajes desde una trama aparentemente sencilla. Sorprende al lector cómo en una primera parte de la novela nos presenta un argumento fingidamente lineal en el que se nos recuerda la infancia de Hajime. El protagonista rememora con nostalgia su amistad infantil con una compañera del colegio. Shimamoto es una niña retraída, también hija única y acomplejada por una ligera cojera. Entre ambos se abre un universo de amistad y sentimientos diferente, que no pueden compartir con los demás. Un universo único para los dos.
En plena adolescencia Hajime se cambia de domicilio y ambos se separan, pero en los próximos años sentirán una fascinación mutua que no olvidarán nunca. Hajime seguirá con sus estudios en el colegio y en la universidad, un ligero activismo político, varias aventuras y un fallido noviazgo. Finalmente se casará con Yukiko, logrará con el dinero de su rico suegro montar un club de jazz y dejar su monótono trabajo. Hajime cumplirá su sueño y se convertirá en un feliz padre de familia.
Pero un día todo cambia. Shimamoto aparece de pronto en el club de jazz, y trastoca la vida plácida y controlada del protagonista con sus misterios y su extraña personalidad. Shimamoto ya no es la misma, luce una gran belleza y carece de su cojera infantil. Hajime se siente fascinado. El protagonista de la novela no puede controlar su propia vida. Sus días trascurren esperando que ella venga a verle al club de jazz. El amor, la atracción física y la pasión le llevan más allá de sus propios límites, al sur de la frontera, al oeste del sol.
La letra de la canción Pretend de Nat King Cole que escuchaba en su infancia con Shimamoto se repite ahora como una profecía: «pretend you’re happy when you’re blue». Finge que eres feliz, cuando estés triste. Su vida se ha convertido en una farsa.
Hasta aquí la novela de Murakami discurre por los cauces previsibles, pero en este punto cambia de manera radical. Cambían las vidas de los protagonistas, cambía la personalidad de personajes lineales como la esposa de Hajime. El ritmo narrativo cambia totalmente. El narrador y el lector se debaten entre la vida real monótona del protagonista y su conflicto interior, sus encuentros con la triste y misteriosa Shimamoto, sus sueños y sus mentiras. El protagonista no puede retorcer: «Tal como tú dijiste una vez, en algunas cosas no se puede retroceder. Sólo se puede seguir avanzando...» (p. 224).
Tusquets edita en bolsillo una de las primeras novelas de Haruki Murakami, conocido por novelas como Tokio Blues, La caza del carnero salvaje, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Sputnik, mi amor y Kafka en la orilla.
Desde la publicación de sus últimos libros, Haruki Murakami se ha convertido en todo un fenómeno literario a nivel mundial. ¿Cuál es su secreto? Quizás su sencillez, su manera llana de contar situaciones psicológicas asfixiantes, sin tremendismos. Quizás su forma de apoyarse en la autobiografía, en sus propios sentimientos. Lo que está claro es que engancha de manera irremediable y sin querer pasas a formar parte de la tribu de seguidores de Murakami.

martes, septiembre 18, 2007

El Cuarto Reino, Francesc Miralles

MR, Madrid, 2007. 416 pp. 21,50 €

Anna Grau

«Los que buscan el grial son idiotas», dicen varios personajes de El Cuarto Reino, la novela de Francesc Miralles que, de ser americana, en estos momentos ya estaría dando pie a una película de Tom Cruise, como mínimo. Porque Sean Connery y Harrison Ford están por desgracia algo mayores para interpretar a un periodista californiano de ascendencia catalana que en cuestión de horas pasa de cínico free-lance, divorciado y con una díscola hija, a aventurero internacional y mujeriego atónito. Leo Vidal, que así se llama nuestro hombre, lleva la antorcha de un thriller trepidante por Suiza, Japón, Barcelona, las montañas de Montserrat y la isla caribeña del mismo nombre, enzarzado muy a su pesar en una búsqueda del grial nazi que desde el mismo principio del libro ya hemos sabido que era de idiotas. Si hemos querido saberlo, claro está.
La muerte es sólo el principio, se nos dice también al ídem. Una frase inicial que el lector erudito y ágil reconocerá en el acto como la frase final de La muerte de Venus, la obra de Care Santos finalista del Premio Primavera. No es ni casualidad, ni un simple guiño; las dos novelas están minadas de verdaderas catacumbas comunicantes. Hunter, el perro cazafantasmas que desaparece misteriosamente en La muerte de Venus, reaparece en El Cuarto Reino para ayudar a Leo Vidal, que se había perdido por Montserrat, a reencontrar su camino hacia el monasterio (y de paso a recordar que camino recto, lo que se dice recto, sólo hay uno). Otro personaje de Miralles está leyendo la novela de Santos. Etc.
Todo ello ya debe ponernos en guardia ante unas cuantas cosas. Igual que la novela de Santos volcaba al español la mejor tradición anglosajona de novela de fantasmas, Miralles escribe en español una novela de aventuras, con implacable pulso cinematográfico, como no se suelen leer ni escribir por aquí. Pero además hay una muy sutil reinvención, cuando no subversión, del género. Santos dota a su historia de fantasmas de una intensidad, valga la redundancia, sobrenatural. Miralles ironiza sobre lo que escribe casi en tiempo real. Parece asistido por un portentoso talento para verse desde fuera mientras escribe. Para escribir, más que en tercera persona, en cuarta o quinta.
Aunque Leo Vidal se expresa todo el tiempo en primera. Detalle de cercanía o del sutilísimo cachondeo que se traen el autor y su personaje, que de americano tiene lo que yo de astronauta, atendiendo a su mentalidad. El mismo Leo participa sin complejos de esa autoincredulidad: se ríe de la raza americana, se mueve como pez en el agua por la Barceloneta y se pregunta cómo es posible que alguien a quien las mujeres nunca hicieron mayor caso, de repente desate tsunamis de erotismo internacional. Miralles urde un héroe tan simpático como indefendible: no nos consta que sea guapo, ni listo, ni que tenga látigo ni cultura ni que sepa por lo menos judo. Al final resulta que está donde está por enchufe. Y no hay ni un solo lío del que no tenga que sacarle una mujer; a menudo, dejándose la piel en el empeño.
Hay en ello una indiscernible aleación de burla y de ternura. Una reivindicación del libro escrito para mucha, muchísima gente, pero que no tiene por qué contribuir a que la gente sea idiota. A no ser que la gente decida serlo. El libro “pasa” como una cerveza en verano —no hay complicaciones de estilo que obliguen a hacer la digestión dos horas antes de meterse en el agua— pero cuando ya lo tienes en la barriga produce interesantes alucinaciones. Obliga a entrever el secreto mundo de un escritor puñeteramente inteligente y totalmente inclasificable —sólo hay que comparar El cuarto reino con La vida es una suave quemadura- y que practica una escritura muy sexy. Insinuante. Cautivadora. Y al fin descubres por qué eran tan burros los que buscaban el grial: mira que no encontrarlo a la primera.

lunes, septiembre 17, 2007

Diccionario de las vanguardias en España (1907-1936), Juan Manuel Bonet

Madrid, Alianza Editorial, 2007. 654 pp. 50 €

Juan Marqués

Hay libros que se convierten en clásicos a las pocas horas de existir, aunque lo hagan de un modo discreto, incorporándose a las estanterías y enriqueciendo las bibliotecas como si siempre hubiesen estado allí. No sé bien qué sucedió cuando en 1995 salió la primera edición del Diccionario de las vanguardias en España de Juan Manuel Bonet, pero debió de suponer un acontecimiento porque en muy poco tiempo se convirtió en uno de los libros de referencia fundamentales sobre lo que por entonces ya se conocía frecuentemente como la “edad de plata” de la cultura española. Durante mis años de estudios literarios (que no han acabado ni acabarán mientras viva), “el Bonet” (y qué pocos libros alcanzan el privilegio de ser conocidos de esta forma) ha sido un instrumento de utilidad difícil de medir para todos los que nos hemos interesado por la literatura española y europea de la primera mitad del siglo XX. De vez en cuando uno creía detectar un error o gazapo en sus páginas, pero al final siempre era el libro el que tenía la razón, y se convertía en el punto de partida de varias investigaciones, de muchas curiosidades, de algunas pocas conclusiones.
Debe de ser por esa escrupulosa pulcritud de origen por lo que en esta tercera edición que sale ahora a las librerías hay levísimas correcciones o ampliaciones. Parece mentira que en doce años no se haya podido descubrir casi nada que añadir a los archivos, la erudición y la memoria de Juan Manuel Bonet, y estoy seguro de que él —tan voraz y curioso como es— es el primero en lamentarlo. Su conocimiento sobre la literatura, las artes plásticas o incluso la música y la arquitectura de aquellos años es verdaderamente espectacular, abrumadora, como sabrá cualquiera que haya tenido la suerte de escucharlo en alguna de sus intervenciones públicas en conferencias o presentaciones. Nada escapa a su control, que en los últimos años ha ampliado minuciosamente al otro lado del océano (y parece que prepara un diccionario semejante sobre las vanguardias en Hispanoamérica, lo cual sería una noticia extraordinaria).
El libro es, realmente, un diccionario, así que es sobrio, conciso, directo, eficaz... No se detiene en retóricas ni se va por las ramas, y hay muchos más datos que análisis. Da toda la información que tiene sobre autores, publicaciones, lugares o seudónimos en la menor cantidad posible de líneas, y si alguien quiere conocer detalles de alguna de las entradas tendrá que ir a buscar a otro sitio (a donde podrá llegar no pocas veces remitido por el propio diccionario, que aporta referencias bibliográficas, fuentes...). También los prólogos y apéndices son exiguos para poder otorgar más y mejor espacio a lo que importa, y aun así el diccionario tiene más de seiscientas páginas a doble columna, lo que da idea de la agitación y turbulencias culturales de aquellos treinta años españoles, entre 1907 y 1936. Cualquiera que tuviese en algún momento alguna pequeña tentación vanguardista está en este volumen, que también da cuenta de las incursiones o la presencia de los vanguardistas extranjeros en España, traducidos, homenajeados, insultados o viajeros...
Un volumen, en fin, que no ha perdido nada de su utilidad ni parece que vaya a perderla en muchos años. No hace falta ser un profeta muy competente para saber que esta tercera edición no va a ser la última.

viernes, septiembre 14, 2007

Solo con invitación: Ernesto, Gusti / Lola Casas

RBA-Serres, Barcelona, 2007. 40 pp. 13 €

Alicia Soria

Debo confesar que elegí este libro porque me lo recomendó uno de los chicos más listos que conozco, y yo siempre atiendo a los consejos de los chicos listos: se llama Adrià, tiene cinco años y cada noche pide que le lean una historia. Adrià tiene buen gusto, un robusto criterio y mucha experiencia paladeando libros ilustrados. Por el momento no le preocupan demasiado la construcción de la estructura narrativa ni la elaboración de metáforas innovadoras, pero es capaz de sumergirse en una historia y comprender a cualquier personaje (incluso si es de una especie animal distinta a la suya). Además, es la única persona que conozco que puede recitarte un libro entero de corrido. En definitiva, sabe disfrutar de la lectura, a pesar de que aún le cueste leer por su cuenta.
Al escribir esta reseña, debía elegir entre hacerlo como le habría gustado a Adrià o como les gustaría a mis colegas. Ante tal disyuntiva, recordé una viñeta publicada en Saturday Review en la cual una niña menudilla indica a su padre, mientras él sostiene un cuento: «Muy bien, ahora vuelve a leerlo, pero esta vez pon más énfasis en el desarrollo de los personajes y un poco menos en la mecánica del argumento». Y ya no dudé más.
Ernesto es un león hambriento. ¡El rey de la sabana siente un hambre feroz! De modo que mira a su alrededor, arrogante y decidido. En torno a él todo es pura expectación. ¿Qué le apetece comer hoy al señor de los animales? ¿Una gacelita ligera y exquisita? ¿un sustancioso búfalo, con cuernos y todo? ¿O una girafa, tan rica y altísima? Ernesto, el gran cazador, los desestima uno a uno: no vale la pena empezar a correr por tan poca cosa... Hasta que descubre la presa perfecta. ¡Una cebra jugosa, sabrosa, tiernecita! El león se prepara para atrapar a su víctima... se siente ágil, se sabe valeroso... se aproxima a la deliciosa cebra y... ¡sorpresa! La leona llega para decirle que deje de hacer el tonto, que vaya a recoger a los cachorros y que de cazar... ¡ya se encargará ella!
Seguir página a página a Ernesto mientras recorre su rincón de la sabana es un magnífico juego lleno de hallazgos. Las ilustraciones, realizadas sobre papel madera, combinan la pintura y el collage, y nos proponen pasar las horas rastreando objetos: pájaros hechos con cáscaras de cacahuete, monos cuyos ojos son chapas de refresco, insectos-bisagra... Indiferentes a su condición de “objets trouvés”, los bichos vigilan con interés los movimientos del fiero león. ¡Les va la vida en ello! La tensión se mantiene hasta el desenlace: ¿se comerá el león a la cebra? ¿o saldrá ella corriendo? ¿qué merendará hoy Ernesto? El texto, escueto y preciso, va colocando en cada página los elementos del suspense. Sin prisas ni precipitación, nos expone la situación y nos encamina para atacarnos con un final imprevisto y completamente antiheroico. El mundo animal sirve como ejemplo para la vida cotidiana del lector, sin falsear el contexto ni forzar la moraleja. Probablemente, un moderno Jean de la Fontaine se habría complacido en esta historia.
Los autores, Lola Casas y Gusti, decidieron ya hace tiempo dedicar su tiempo y talento a los niños. Lola es profesora y escritora, y ha desarrollado una interesante carrera como poeta para lectores jóvenes. Con más de catorce libros, a unos cincuenta poemas en cada uno, se arriesga a repetirse algún día... Y sin embargo, sigue sin repetirse. Por su parte, Gusti ha desplegado a lo largo de su trayectoria como ilustrador un estilo en constante renovación, genuino e inimitable. Ha trabajado para distintos estudios de animación, y es creador de algunos famosos personajes de dibujos animados. En el mundo del libro, es autor de más de 25 obras, traducidas a varios idiomas, y ha recibido una buena parte de los premios más reputados del sector: el premio Lazarillo de Ilustración (en dos ocasiones), el premio Nacional de Ilustración, el Apel.les Mestres o el premio Junceda.
Una vez más, Adrià me ha dado un buen consejo. Ernesto me proporcionó humor, suspense, asombro... Conocí animales creados con tuercas, cielos hechos de papel arrugado. Estuve en la sabana y casi me como una cebra. En la vida de un niño no hay espacio para el tedio. En la del adulto, tampoco debería haberlo. Unos y otros disfrutarán enormemente con Ernesto.



Lee la entrevista completa AQUI



Gusti: «Lo que me interesa es disfrutar»

Hay aprendizaje en todos sitios, comenta Gusti mientras deja que su mirada corra en derredor. Acaba de mostrarme su admirable cuaderno de viajes, repleto de hermosos dibujos y bocetos tomados en lugares tan dispares como Quito o Collserola . Tan sólo se debe estar atento...

—Pero probablemente para mantener esa atención se ha de partir de una intensa curiosidad... ¿Tú haces un esfuerzo consciente para mantener ese interés infantil?
—Yo procuro trabajar de una manera espontánea y sin intención. Mi objetivo es disfrutar.

—En vista de tu prolífica obra, interpreto que ilustrar libros infantiles te proporciona buenas dosis de satisfacción...
— Sí, sí... ¡aunque hacer libros para niños es muy sagrado! Lo digo sin intención de santificarlo. Pero hay que tener en cuenta que crear libros para niños tiene una dimensión espiritual muy importante.

—Tu interés por esa dimensión ha tenido un peso notable en tu obra desde hace unos años. Tus viajes por Amazonia y tus experiencias en torno a la sabiduría tradicional y chamánica merecerían conversación a parte, desde luego. Pero también merece un momento de conversación tu interés por el mundo animal y su influjo en tus libros. Ernesto parece un buen ejemplo de ello...
—¡Claro! Los bichos tienen su espíritu, y cada especie tiene algo que contar. A mi me parece que en la evolución nosotros, los humanos, somos los más involucionados. Ernesto está dedicado a todos los felinos, y en especial al lince ibérico, que está en serio peligro de extinción, y dice algo así como que cada vez que desaparece un animal de la tierra un cachito de nosotros se va con ellos.

—A lo largo de tu trayectoria has recibido numerosas muestras de reconocimiento por parte del público y la crítica.¿Te anima eso a continuar creando libros infantiles, o añade a tu trabajo una carga de responsabilidad adicional?
—A mí lo que me interesa es disfrutar. Aunque me alegro de que me den un premio y me inviten a cenar. Pero me interesa mucho más el poder del niño, eso me motiva más. Yo soy un chico grande, y ahora estoy aprendiendo mucho de mi hijo Théo. Porque si te eligen para un premio y tienes que hacer un libro buenísimo, lo mejor es agenciarse un hijo de entre 7 y 8 años al que le guste dibujar...



Lola Casas: «Los niños huyen de la pedagogía»

«Yo me divierto muchísimo escribiendo para los niños» me explica mientras agita uno de sus libros, que ha traído a montones, «y eso es lo que quiero continuar haciendo: pasármelo bien».

—Gusti opina igual. Con razón Ernesto os salió tan gracioso...
— Sí, es importante trabajar con gente con la que te entiendas. Yo necesito trabajar en red, voy trazando una red de personas con las que comparto intereses y de ahí siempre salen cosas buenas. Gusti y yo ya hacía tiempo que hablábamos de trabajar juntos, pero la ocasión no surgió hasta que apareció Ernesto.

—Desde luego, partes de un conocimiento privilegiado del mundo infantil. ¿Cómo ha influido tu faceta de profesora en tu obra literaria?
— Yo he sido profesora de niños de todas las edades, y desde luego la convivencia diaria con ellos ayuda a comprender mejor sus gustos e intereses. Pero siempre he rehuido de la literatura pedagógica, no quiero que el afán por educar enturbie lo que escribo. De hecho, soy de la opinión de que los niños aprenden a pesar de los profesores: si no tuvieran maestros, también aprenderían. ¡Quizás hasta mejor!

—Sin embargo, Ernesto es un libro con mensaje...
—Es cierto, pero esquivamos la moralina. Los niños huyen de la pedagogía. Si quieres comunicarles una idea, debes hacerlo con grandes dosis de humor. ¡Y no sermonear bajo ningún concepto! El mensaje ya llegará a su destinatario... Algunas mujeres me han comentado que hicieron que sus maridos leyeran Ernesto. ¡Y por otra parte, hay niños de 18 meses que también lo están leyendo!

—¿Crees hay cierta propensión a moralizar al público infantil?
—Tenemos tendencia a educar a los niños entre algodones, e incluso escribimos para ellos en esos términos. Pero el mundo no es de algodón, así que no puedes hacer niños de azúcar, ni de cristal... ¡aunque tampoco de piedra! Es importante que los niños adquieran valor para vivir. Si nuestros libros ayudan un poco a eso... ¡perfecto!

—Es una suerte dar con un adulto que te guía en el mundo del libro cuando eres un niño. Seguro que muchos te quedarán agradecidos para siempre.
—Tal vez... Yo siempre les digo a los chavales que ser lector no es una obligación, sino un privilegio. Así que quien quiera disfrutar de él... ¡adelante!

jueves, septiembre 13, 2007

Los números oscuros, Clara Janés

Siruela, Madrid, 2007. 104 pp. 12,90 €

José Manuel de la Huerga

Oí cantar a Clara Janés en una lectura de poesía a finales de los ochenta. Yo era un estudiante de literatura aplicado y me apuntaba a cualquier asunto que tuviera que ver con la escritura, especialmente con la poesía. (A este respecto sostenía el añorado Ángel Crespo que cuando alguien tiene diecisiete años y escribe poesía, tiene diecisiete años, y que si cumple cuarenta años y escribe poesía —sigue escribiendo poesía—, es poeta. Que cada cual, yo mismo, extraiga sus consecuencias.) En un momento de su lectura, interesantísima porque en aquella ciudad de provincias vino la poeta y traductora a abrirme el camino del Este –otros poetas desconocidos, encerrados voluntariamente, de las hoy extintas repúblicas comunistas-, Clara Janés dijo que iba a cantar. Yo, e imagino que el resto de la no muy numerosa concurrencia, nos quedamos de piedra. Había que tener valor para cantar a capella, en aquel ambiente intelectual exquisito. Pero ella lo justificó maravillosamente. No era especialista, lo iba a intentar, a pesar de sus limitaciones. No obstante, una fuerza interior, poderosísima, la obligaba a cantar para rendirle a la poesía el tributo que se merecía. Algo así como un impuesto de portazgo, a las puertas de la ciudad de la creación. Lo relacionó, inevitablemente, con la esencia de la poesía, ritmo y música, con los mantras, con la mística de la repetición, con las enseñanzas de aquel poeta de la noche que fue Vladimir Holan, a quien ella visitó y de quien parece que aprendió esa rara manera de cantar.
La canción apenas tenía letra. O yo no la recuerdo. Eran modulaciones extrañas, como el canto de las ballenas piloto, de delfines debajo del agua. Bellísimo. Y la concurrencia pasó de un estado inicial de sorpresa al de arrobo y entrega absoluta. Fue como una oración que quedó en aire y lo impregnó todo de cadencias irrepetibles. Suelo tener mala memoria de las lecturas de escritores, me quedo apenas con una sensación, de interés, de aburrimiento, de bochorno... Pero la lectura de Clara Janés en la Casa de Cultura Revilla de Valladolid, repito que a finales de los ochenta, se me ha quedado grabada de una manera vivísima e imborrable. Aprovecho aquí para reconocer públicamente la deuda impagable que tenemos con Miguel Casado y Carlos Ortega, coordinadores de aquellos “Martes de poesía”, que nos pusieron en contacto con las mejores voces poéticas españolas de finales del siglo XX.
He comenzado esta crítica con la vivencia anterior para situar al lector en la lectura de una poeta exigente donde las haya, personalísima y con una voz inconfundible. Su poesía resulta de la decantación de la mística española y sufí, del orfismo, del simbolismo francés, del surrealismo, de la poesía árabe y eslava. Su palabra no nos dejará indiferentes y, como los raros perfumes, puede producirnos extrañeza en una primera aproximación, nunca indiferencia.
Los números oscuros es su última entrega. Es poesía que bebe de las fuentes anteriores y que avanza en el territorio pantanoso de la especulación: la matemática imaginal. Alguno se pondrá en guardia sobre propuesta tan arriesgada, pero déjenme explicarme. Todo al final se coloca en el espacio de la lógica poética, incluidas sus hermosas e imprescindibles paradojas. Escribe la poeta, con esa voz que viene de las sibilas y de los profetas: «Los números oscuros son cifra de lo incomunicable y a la vez ensanchan la propia visión.» El poeta-vate se adentra en la oscuridad del bosque, de lo desconocido, y de él extrae la luz, el agua. Pero es en la oscuridad de los números, de las cifras, donde debe adentrarse para traernos lo incomunicable, lo que vuela de los pentagramas, la música, el murmullo que canta, incomprensible en lo lógico, balbuceo germinal. Luego, sabremos más, después de leer el libro: algo que nos adhiere a la tierra y al agua, algo que nos disuelve en la vida, nos hace irrepetibles y nos olvide. Por eso la veta mística de Juan de la Cruz y de otros místicos europeos o asiáticos está presente y alienta en alguno de los pequeños textos, como un viejo arcano al que se vuelve: «Ya no tengo piel. Y, debajo, mi cuerpo se ha desvanecido. Tengo sólo tus ojos, Si cierras los párpados, muero.» Y poco después: «Cuando volví a abrir los párpados, me hallé despierta al abandono de los sentidos.»
Los poemas son textos breves en prosa, con una voz que se remonta a versículos sagrados de una religión muy antigua, la que pretende descubrir el secreto/tesoro de todo. Por eso es curioso que la voz de Clara Janés sea siempre asertiva, enunciativa, como una salmodia monocorde, apenas exclamativa y sólo en un par de veces interrogativa. Y digo que es curiosa la voz por atractiva, segura de su inseguridad, cuando lo más habitual es que el lenguaje especulativo matemático o científico se asiente en la duda como metáfora inicial, de la que partir. La voz de la poeta sólo se pregunta en uno de los textos clave: «¿Qué significa ahora el cofre negro sin sus números? ¿Qué llenará su fondo inabarcable?» Sin embargo, hay que recordar la antigua sentencia: un problema/poema que no tiene solución, no es un problema/poema. Y aquí, en Los números oscuros, la voz del poema nos aporta soluciones, oscuras sí, pero soluciones. De ahí, quizá, la ausencia de preguntas en el texto.
El lenguaje es austero, seco, ajustadísimo, pero muy sugerente. Al registro místico y de poesía hermética, de larga tradición simbolista, de la nada, el abismo, el abandono, la rosa, la infinitud, la música, el vuelo, la nieve y la luz, debemos solapar un lenguaje formalista de innegables referencias matemáticas: «Me dije: el cero ocupa el lugar de una potencia sin contenido, y hay en mí signos en espera que ocupan el de una o varias cifras por venir.»
Una vez más, Clara Janés se sitúa en el grupo de esos poetas fieles a su tradición y sin embargo siempre disconformes, insatisfechos, buscadores de nuevos registros que enriquezcan su voz personal y propongan otras metas a las que la poesía nunca puede ni debe renunciar, porque este encargo “oscuro” es inherente a su esencia.
Propongo su lectura, abierta, reposada, a aquel que busque algo distinto a las voces complacientes de lectura lineal y superficial a las que nos tenemos fácilmente acostumbrados. Estoy convencido que el lector que desconociera esta voz volverá a ella y se remontará en su corriente para encontrar las primeras fuentes de la autora.

miércoles, septiembre 12, 2007

La posada de las dos brujas y otros relatos, Joseph Conrad

Trad. Javier Alfaya y Barbara McShane. Alianza, Madrid, 2006. 165 pp. 6,25 €

Doménico Chiappe

Cuatro cuentos sobre los hombres de mar. “La posada de las dos brujas: un hallazgo”; “Juventud”; “El socio” y “Una avanzada del progreso”. Probetas de ensayo de lo que sería luego El corazón de las tinieblas, tanto por el tema como por la experimentación técnica que Conrad aplicó en estos textos cortos y que le sirvió para medir el ritmo de la narración. Anotaciones tomadas en cuenta y cálculos perfeccionados luego en la osada dosificación de la tensión.
Para la época en que Conrad escribió cada uno de estos relatos, ya era un maestro de la «sensación de que algo es inminente», como lo definió muchos años después Carver. En el texto que da nombre al libro, el narrador cuenta lo que leyó en un manuscrito de aspecto «aburrido», una historia donde dos hombres se admiran mutuamente, dos marineros, «lobos de mar». Un percance los detiene en tierra, y allí desaparece Tom Corbin. El señor Byrne no quiere creer que haya desaparecido como un ladrón, como apunta la evidencia y decide indagar qué pasó con su amigo, aun a riesgo de su propia vida. Intuye que la gente de la posada de Vizcaya, donde transcurre el relato, esconde el misterio y se dirige, solo, hasta allá.
En “Juventud”, Conrad cambia la voz. Un marinero ya viejo recuerda cuando navegó como segundo oficial, y lo ingenuo e incluso necio que era. La historia está llena de suspense: el viejo barco debe ser reparado una y otra vez y el capitán es un tozudo que pretende atravesar el océano como sea. Las ratas abandonan el barco cuando terminan de calafatearlo. Los marineros se burlan de la supuesta intuición de estos animales para saber cuándo naufragará un barco. Trasladan a las bodegas la carga, carbón, que ha sido llevada y traída una y otra vez, y zarpan. En altamar se inicia un incendio.
Los últimos dos son antecedentes más directos de El corazón de las tinieblas. “El socio” es el relato más logrado de los cuatro. El juego de diálogo entre un viejo marino y un joven arrogante, representa un choque cultural y generacional, y da paso a una historia paralela interrumpida por los muy bien caracterizados conversadores. El socio al que se refiere el título es un inversor que tiene su dinero en el barco, empresa única, de dos hermanos. Uno es el capitán, el otro el administrador que permanece en tierra. El socio quiere hundir la nave para cobrar el seguro y pasar el capital a un producto farmacéutico. Con la venia del administrador, contrata a un rufián para que encalle la barca cuando el capitán se distraiga. Lo logra, pero durante el rescate las cosas a bordo se complican: el truhán quiere chantajear al socio; el capitán aparece muerto. ¿Suicidio de honor?
El último relato se ubica en las mismas selvas de El corazón de las tinieblas; con el tráfico de marfil de fondo y la colonización inhumana que la codicia produjo en África. Un retrato triste de la locura y la avaricia. Conrad, como Melville, conocía el mar porque vivió de su explotación. Primero, surcándolo; luego, comprendiéndolo (al mar y a los hombres de mar) y dibujándolo con la palabra escrita.

martes, septiembre 11, 2007

La caligrafía secreta, César Mallorquí

SM, Madrid, 2007. 288+32 páginas, 7,60 euros.

Julián Díez

Es un placer pasar páginas. ¿Cuánto tiempo hace que no leyeron un libro en el que perdieron la noción del tiempo, en el que de repente habían pasado treinta minutos sin consultar el reloj, las páginas consumidas? A mí me ocurre con frecuencia con las novelas de César Mallorquí, que confirma en cada uno de sus títulos la literatura de evasión más tradicional, la aventura digna y sin ínfulas, ha dado en refugiarse en los estantes del juvenil.
El problema de este tipo de novelas, a mi entender, es que no pueden ser empleadas por los lectores como arma ofensiva. Tanto por la delgadez de su lomo, como por la falta de pretensiones de su construcción. A nadie se le ocurriría presumir con un libro como La caligrafía secreta bajo el brazo para subrayar jerarquía intelectual. Tampoco descubriremos aquí verdades ocultas largamente que ya era hora de que salieran a la luz. En cambio, emplea algunos mecanismos usados por esos libros, tanto los cultistas como los ocultistas, para pergeñar con ellos una historia. Con su propia personalidad, con sus propios defectos, pero en la tradición de Stevenson, en la de Poe, en la de Verne. La tradición que debería ser el tronco central de la novela —con todos los respetos para Joyce o Proust, pero cada uno en su sitio— si la literatura quisiera mantenerse en un puesto de privilegio como vehículo de cultura popular.
Mallorquí no tiene pudor en su propósito de interesarnos y no se priva a la hora de emplear herramientas con las que atraer nuestra atención como lectores. Nos traslada a una época atractiva, la Francia inmediatamente previa a la Revolución, en la que el calígrafo —y algo más— don Lázaro Aguirre, su sobrina, su aprendiz y su guardaespaldas intentarán desvelar un misterio atraídos por una antigua amistad. Son personajes verosímiles, fuertes, sólidos, con matices pero sin almas torturadas. También hay amor imposible, recuerdos de un pasado oscuro, malvados morbosos, viajes, crímenes.
Como herramientas para dar forma a su historia, para hacer posible que las páginas pasen sin pensar, el autor emplea un lenguaje rico pero directo, maneja el ritmo a su conveniencia y facilita con todas sus energías que el tiempo que invertimos en conocer su trabajo sea una experiencia grata. Eso sí, el didacticismo muy característico del subgénero es necesario acumularlo en el debe.
La mayoría de los libros deberían ser como éste; dado que no es el caso, conviene que disfrutemos los que hay sin pudor, sin necesidad de convertir nuestra lectura en un argumento de realce personal, con el mismo placer con el que ya somos capaces de disfrutar de comidas humildes y sabrosas sin estar sujetos a la necesidad de aparentar opulencia.

lunes, septiembre 10, 2007

El corazón helado, Almudena Grandes

Tusquets, Barcelona, 2007. 933 pp. 25 €

Pedro M. Domene

Almudena Grandes (Madrid, 1960) revisa una época importante de la reciente historia de España y se permite una auténtica lección porque, entre otras muchas, nos descubre las sombras de un dramático pasado familiar en una monumental y ambiciosa novela de casi mil páginas. Julio Carrión, miembro de la División Azul y hombre de negocios durante el franquismo, deja, a su muerte en marzo de 2005, una gran herencia y abundantes episodios desconocidos del pasado que uno de sus hijos y una misteriosa joven tendrán que desvelar. Un relato sobre una de las muchas páginas de nuestra historia reciente que nos devuelven, una vez más, la mirada a nuestra guerra civil, el vergonzoso exilio, la larga postguerra o la España democrática de hoy. Y todo para rescatar de la memoria alguna de esas sombras que asolan a nuestro pasado, para desenterrar —o dejar enterrados para siempre— la miseria y el dolor de tantas generaciones.
El corazón helado (2007) es una novela, como ha escrito la propia Almudena Grandes, «sobre la memoria y la reelaboración sentimental, ideológica y moral de la historia».
El entierro de Julio Carrión desencadena y justifica todo el relato, sobre todo arrojará nuevas luces sobre un conflictivo pasado tras la aparición de Raquel Fernández Perea, una desconocida que junto a Álvaro, hijo del difunto, llevará a cabo la reconstrucción de algunos de los episodios más oscuros en la vida de ambas familias para así saldar las cuentas de una cruel verdad nunca desvelada. Al margen de la anécdota inicial, de la verdadera historia a contar, como telón de fondo, como verdadera trama, con una arquitectónica y majestuosa estructura narrativa por la que Almudena Grandes merece un señero puesto en las letras españolas contemporáneas, sobresalen la crónica sobre la rebelión militar, con abundantes datos y una perfecta ambientación, la defensa y caída del Madrid republicano, la derrota de la capital y las consecuencias posteriores, incluida la venganza, la represión, el expolio, los asesinatos y el exilio como otro de los muchos apuntes interesantes para leer sin descanso El corazón helado.
Dos narradores alternativos tomarán la palabra a lo largo de la narración, y esto fundamentalmente para contar el haz de historias que culminarán en una sola.
Divida en tres grandes partes, los capítulos impares son los narrados por Álvaro Carrión que cuenta cómo se produce su enamoramiento de Raquel y el posterior descubrimiento de su pasado. Los capítulos pares están contados por un narrador omnisciente en tercera persona encargado de reconstruir, fragmentariamente, la historia de los Fernández, con sus avatares en la guerra civil y sus desgracias, su paso por los campos de refugiados en el país vecino, su resistencia en la II Guerra Mundial, la pérdida de sus propiedades en España y su regreso al país como tantos exiliados tras la muerte del dictador. Ambas voces tejerán la densa y compleja historia que Almudena Grandes ha querido contar, permitiéndose esa alternancia narrativa para podamos seguir la vida de ambas familias, el sufrimiento individual de muchos de los personajes retratados y sobre todo, esa visión de las dos Españas, imagen tan denostada durante décadas.
La sombra del realismo más galdosiano planea sobre esta novela río, tanto por la estructura narrativa como la complejidad de las historias familiares y la caracterización de sus personajes: Julio Carrión, oportunista, que muy pronto se apuntó a los vencedores, Ignacio Fernández, íntegro en su actitud humana y política, Teresa González, maestra republicana y mujer luchadora, Paloma Fernández, portadora de esa gran tragedia y, sobre todo, los protagonistas Álvaro y Raquel, salvados, después de todo, por la fuerza del amor.
Almudena Grandes ha escrito una obra de una indiscutible fuerza narrativa, repleta de vida, con esas pasiones y sentimientos opuestos que le otorgan a su desmesurada extensión el valor de las grandes obras, sin que por ello no estemos obligados a señalar que la conveniencia de haber podido aligerar algunas de sus partes para nada hubieran rebajado el auténtico valor de una de sus mejores obras.

viernes, septiembre 07, 2007

Valentina en París / Valentina en Nueva York, Anatxu Zabalbeascoa / Patricia Geis

Tusquets, Barcelona, 2007. 32 pp. 13,34 € (c.u.)

Villar Arellano

Cada vez son más numerosos los cuentos infantiles que ayudan a los pequeños a descubrir el mundo entre sus páginas. Así, las geniales e inclasificables obras de Mitsumasa Anno, publicadas hace ya casi tres décadas por la editorial Juventud (El viaje de Anno, El mundo medieval de Anno), las magníficas propuestas de Serres (Carlota visita Londres, de James Mayhew, Charlotte en París, de Joan MacPhail Knight, Eugenia en Venecia, de Chrstina Börjk o Miranda de la vuelta al mundo, de James Mayhew), u otros títulos más recientes, como Paula en Nueva York, de Mikel Valverde (SM), componen un variado repertorio de libros para niños trotamundos: un acercamiento al arte a través de la mirada de pequeños turistas de ficción.
En este atractivo ámbito, las aventuras de Valentina componen una divertida y desenfadada apuesta para acercarse a las ciudades más famosas e iniciarse en el manejo de las guías de viaje. En efecto, esta colección de guías-cuento, que pronto nos obsequiará con las dos siguientes entregas (Barcelona y Madrid), descubre a los lectores los puntos más emblemáticos de las ciudades visitadas a través de las sencillas y divertidas peripecias de su protagonista.
Valentina, una niña de entre seis y ocho años, es una viajera curiosa y desinhibida que se ve envuelta en pequeñas aventuras. Ella mira a su alrededor y se hace preguntas acerca de todo lo que ve, con la espontaneidad y el descaro propios de su edad.
El recurso de la aventura (en Nueva York, recorre la ciudad junto a su amigo buscando a los dueños de seis perros; en París, tratando de localizar a sus padres, termina participando en un desfile de moda...), permite a las autoras ir mostrando monumentos, costumbres, gastronomía e incluso el idioma, de un modo natural y divertido.
Anatxu Zabalbeascoa es especialista en arquitectura, diseño y arte. Autora de varias obras especializadas, en esta colección demuestra una destacable habilidad para desenvolverse en la narrativa para niños, componiendo unos relatos sencillos en apariencia pero de gran riqueza informativa. El texto, en el que abundan los diálogos y las reflexiones en voz alta, invita al lector a fijarse en las imágenes, estimulando su curiosidad y el interés por los rincones presentados.
Patricia Geis, una veterana en el panorama de la literatura infantil, es autora de más de cuarenta libros que se han traducido a numerosos idiomas. Sus ilustraciones, de estética pop, presentan a la protagonista en conocidos escenarios, reinterpretados con una personal y renovadora visión. Utiliza para ello colores planos y figuras sin contornos que resaltan sobre el fondo mediante fuertes contrastes cromáticos.
Merece la pena destacar el material complementario que se adjunta como regalo en la contracubierta: un recortable tridimensional para armar (La torre Eiffel y el Empire State Building), junto a un mapa-guía de cada ciudad con algunas indicaciones básicas –vocabulario incluido- que permiten a los lectores localizar los lugares visitados por Valentina y comprender todas las expresiones leídas. No falta ningún detalle, ya que se incluye también una tarjeta postal para enviar a los amigos.
Como puede verse, esta colección compone una completísima propuesta de lectura que, sin duda, se disfrutará al máximo ante un viaje programado. De este modo, los más jóvenes podrán experimentar una vieja emoción: sumergirse en los preparativos y saborear cada dato, cada detalle geográfico, con el sabroso placer de una promesa de aventura.

jueves, septiembre 06, 2007

La feria del crimen, varios autores

Trad. José Luis Sánchez-Silva. Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 283 pp. 19,50 €

Marta Sanz

Esta recopilación de relatos es una lectura inmejorable para el verano. Y para el otoño, para el invierno y para la primavera. Para la playa, la montaña, el tren de cercanías, el atril de estudio o el salón de casa. Porque, más allá del entretenimiento, La feria del crimen es un volumen altamente ilustrativo para todos aquellos amantes del género negro que, aun sabiendo de la importancia de las aportaciones en lengua francesa al acervo de la literatura policial, se han concentrado en las obras de autores anglosajones. La feria del crimen ofrece a ese lector, que sólo ha hecho algunas catas, la oportunidad de familiarizarse con los mejores y más recientes representantes del noire, del polar y del neo-polar. Y la degustación de vamps, comisarios, detectives autónomos, mirones, psicópatas metódicos, soplones, delatores, fauna urbana de todo pelo, asesinos a sueldo y asesinos casuales, serial killers, fetichistas, presos, cabezas de familia con rarezas, degustadores de ragú de cordero, víctimas que se convierten en verdugos, represaliados políticos, científicos locos, seres de la noche, feriantes, esporádicos violadores de vacas, ladrones aficionados o ingenieros especialistas en el diseño de minas antipersona... es, sin duda, exquisita.
El prólogo de José Luis Sánchez-Silva constituye un elemento de contextualización imprescindible para afrontar la lectura; su económico y claro recorrido por los orígenes, evoluciones, puntos de encuentro, confluencias, alcances y modalidades del totum revolutum que llamamos “negro” ayuda a aclarar conceptos y a situar los relatos dentro de un espacio plagado de reminiscencias, ecos, manchas de humedad: las de Poe y Conan Doyle, la novela policial, Vidoq, Wilkie Collins, la novela de detectives, Arsène Lupin, la novela-enigma, Poirot, los pulp magazines, Cosecha roja, el hard-boiled, Marlowe, Maigret, Marcel Duhamel y la Série Noire de Gallimard, las adaptaciones cinematográficas de Clouzot, Manchette y los escritores neo-polar... Los escritores franceses saben que en su tradición, además de Gaston Leroux y de sus misterios de cuartos inexpugnables y amarillos, también está Zola, el realismo descarnado, el naturalismo, la atención al detalle cotidiano, el escritor que observa la realidad y se documenta, el argot, una problemática social y política que cada vez es más transnacional y menos autóctona, pero que no hace de Marsella ni de las inmediaciones del puente Tolbiac o de Chambéry un absurdo remedo del Bronx o de las calles de Chicago. Lo negro es reconocible. Lo negro no es un escenario de cartón piedra, el decorado para una aventura de evasión, lo negro está a la vuelta de la esquina...
Todos los lugares son Poissonville. Pero cada Poissonville lo es a su manera. Cada autor confiere a su relato un tono más o menos paródico, más o menos elegiaco, acusador, risueño, trascendente o crudo: en “Mr. Black”, Marc Villard nos presenta la historia de Steffi, una streapper que aún no ha cumplido los veinte años pero ya tiene una filosofía de la vida perfectamente oscura: los diálogos, el juego de miradas y las descripciones de esos labios morados —no precisamente situados dentro de los límites del óvalo facial— que se abren y se cierran delante de ojos llenos de rijas nos recuerdan que hay cuerpos que se repiten dentro de otros cuerpos y que en esa proyección, en esa suplantación, la mujer casi siempre será la víctima. “Hasta el fin del mundo” de Patrick Raynal es una delicia chandleriana que conjuga la chulería del diálogo como arma de seducción y la mujer de ojos garzos con la comicidad de un detective izquierdista al que le encanta el lujo y es capaz de pronunciar sentencias como “cachorros del liberalismo (...) creían que Internet iba a liberar a la humanidad como Moulinex había liberado a la mujer”. Marsella está presente en los relatos de Jean-Claude Izzo y de Philippe Carrese: el primero, polémico desde un punto de vista ideológico, una llamada de atención sobre la pervivencia y cotidianidad del fascismo en sociedades que han bajado la guardia; el segundo, una fábula, una divertidísima parodia de la que no puedo desvelar nada más por deseo expreso del autor: la palabra “cachondada” nunca fue más oportuna. Por su parte, Didier Daenickx en “La centinela” da una lección sobre cómo se crea una atmósfera y sobre el significado profundo de lo sórdido, y Dominique Menotti, en “Tolerancia cero”, pone ante los ojos del lector un interrogatorio de lo más peculiar: un recto comisario que asiste, casi impasible, a la confesión de las acciones bestiales cometidas por un buen francés, vesánico, xenófobo y misógino —como mínimo— al que le amparan toda la fuerza de su razón, de su nacionalidad y de su sexo. Incluso le ampara la fuerza de la ley y de la costumbre. Otra escritora, Fred Vargas, sugiere en “Noche de bestias” que a veces lo irrisorio es lo fundamental y construye un relato clásico en el que destaca el juego de fuerzas, las relaciones entre los personajes, especialmente entre los policías que participan en las pesquisas de un asesinato con pinta de suicidio. Por último, es necesario citar el relato que da título a esta recopilación, “La feria del crimen” de Tonino Benacquista, donde el sentido de la palabra “feria” es literal: una feria con sus correspondientes stands, mesas redondas —Ronald Biggs es la estrella invitada— y entrega de premios... dos de los galardonados pasarán juntos la noche en una habitación de hotel; uno de los dos no podrá levantarse vivo... Y así hasta llegar a dieciocho relatos —de Andrea H. Japp, de Jean-Patrick Manchette, de Jean-Jacques Reboux, de Tierry Jonquet...— que dan cuenta de la buena salud de un género que no se muere porque es absolutamente necesario.
El diseño de la colección y la encuadernación del volumen son una muestra de buen gusto y de respeto hacia la comodidad del lector. No de todos los libros se puede decir lo mismo.