viernes, enero 30, 2015

Niveles de vida, Julian Barnes

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2014. 143 pp. 14,90 €

Ignacio Sanz

«Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas y se crea algo nuevo y el mundo cambia. Después… por una u otra razón, una de las dos desaparece. Y lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había». Así comienzan, con pequeñas variantes, los tres relatos que configuran este libro que centra su mirada en el sentimiento de pérdida. Y nótese que digo libro y no novela. El primero de los relatos, narra ciertos acontecimientos históricos del siglo XIX protagonizados por pioneros de la fotografía y de la navegación aerostática, aquellos globos que, en sus primeras tentativas para alejarse de la tierra, dejaron algunos cadáveres en la amplias cunetas del Canal de la Mancha. El segundo relato centra su mirada en una historia de amor imposible entre la actriz francesa Sarah Bernhardt y el aventurero oficial inglés Fred Burnaby, uno de los pioneros en navegación aerostática. Cada relato se lee de manera independiente pero los personajes pasan de un relato a otro con cierta naturalidad, como si se tratara de un líquido contenido en vasos comunicantes. Pareciera que los dos primeros sirven para preparar el terreno del tercero donde Barnes muestra a pecho descubierto su corazón herido por la muerte de su mujer, cinco años atrás. Aquí, en este relato “La pérdida de profundidad” desaparece el rastro de fábula y Barnes, el gran Barnes, que tantas veces nos ha conquistado, describe su desconcierto sentimental a consecuencia de la viudez. El duelo. Y con el duelo nos habla de las reacciones de amigos y familiares, de su torpeza para digerir con naturalidad el golpe, del estupor de unos y otros para encarar la zozobra que arrastra consigo la muerte.
Lo que vemos es un corazón desnudo sometido a los estragos de la desolación. Un corazón que no encuentra su lugar en un mundo que, de pronto, ha dejado de tener sentido. El recuerdo sirve como consuelo. Pero el sentimiento de orfandad es tan grande que, a ráfagas, se instala en su cabeza la posibilidad del suicidio que lo libere. Sí, porque el mundo sin ella resulta insoportable. ¿Por qué no da el paso? Aquí viene la poesía. Ella sigue viva en sus recuerdos. Acabar sería acabarla. Qué fragilidad la del novelista desconcertado. Cómo echa de menos las creencias religiosas que a otros sirven de consuelo pero, como sabemos sus lectores en Nada que temer, él creció en una familia de racionalistas ateos y Dios no puede venir en su auxilio porque la razón rechaza los atajos. Y así, zarandeado por la desolación, evoca al periodista Pereira, de Tabucchi, viudo como él y que, como él, contaba sus pesares y sus cuitas al retrato de la mujer desaparecida. En fin, un desnudo integral en ese calvario que va, poco a poco superando, precisamente porque, a los cinco años, por fin, ha comenzado a verbalizar los sentimientos que ahora nos sirve en bandeja, cuando ya ha pasado lo peor de la tormenta, cuando la fiereza de la granizada comienza a remitir y Barnes, situado de nuevo en el mundo, empieza a ver un poco de luz, especialmente cuando sopla el viento del norte y su cabeza sueña otra vez con el sur, con Francia, el país que tantas veces ha orientado sus pasos hacia la felicidad en medio de las brumas que han ido envolviendo su vida.
Tras la lectura, el corazón queda empapado por la melancolía. Para eso sirve también la literatura cuando se escribe con elegancia, sin desgarros ni aspavientos, de manera sutil, como lo hace, con su magisterio habitual, el gran escritor que tantas veces nos subyugó.

jueves, enero 29, 2015

Canta Irlanda. Un viaje por la isla esmeralda, Javier Reverte

Plaza & Janés, Barcelona, 2014. 360 pp. 20,90 €

Alberto Luque Cortina

Irlanda es, a su pesar, un país construido a la sombra de Inglaterra. La opresión sufrida durante siglos propició que los irlandeses conservaran su memoria y su identidad gracias a la transmisión oral, así que no es de extrañar que en su lista de héroes abunden los poetas. Por esta y otras razones encuentro que Javier Reverte (1944) no podría haber elegido mejor título para su, hasta la fecha, penúltimo libro de viajes: Canta Irlanda.
Se trata de una afinidad bellamente expresada. La atracción de Reverte por Irlanda no nace de sus experiencias viajeras, aunque es un país que conoce bien, sino que es anterior, y proviene de la literatura, pero también de la música y del cine. Reverte viaja a Irlanda para encajar las piezas de su puzzle personal. Por ejemplo, prefiere viajar a Cong, el pueblo donde se rodó El hombre tranquilo, la memorable película de John Ford, y se siente más a gusto escuchando música en un pub que visitando anodinas galerías de arte o plúmbeas catedrales. Es un paseante solitario con un bloc de notas que sigue la estela que han dejado sus mitos personales en el mar de la memoria. Más que nunca este es un libro de recuerdos y de hecho hay mucha nostalgia tranquila en Canta Irlanda.
El eje de su itinerario irlandés es esencial e inevitablemente literario. Rememorando el Ulises celebra el Bloomsday en Dublín (allí nacieron Yeats, Joyce, Swift, Wilde, Beckett, O'Casey, Shaw...). En un coche alquilado se dirige a Bellaghy, el pueblo del poeta Seamus Heaney, reconocido con el Nobel de Literatura en 1995 como también lo fueron Yeats en 1923, Shaw en 1925 y Beckett en 1969; visita Inniskeen, la patria del gran poeta Patrick Kavanag, y por supuesto la ciudad de Sligo «que es fea a rabiar», para encontrarse con el recuerdo del inmenso Yeats.
No es de extrañar que las páginas de Canta Irlanda estén moteadas de fragmentos de poesías y canciones populares irlandesas. Estas últimas son una expresión muy singular del carácter irlandés, y han hecho de sus pubs, que con frecuencia cuentan con las actuaciones espontáneas de músicos aficionados, un lugar esencial para entender el país. En ocasiones, escribe Reverte «cuando entonan una canción concreta, una balada triste o un himno por un patriota muerto, por lo general en lucha contra Inglaterra, el pub parece de pronto convertirse en un templo religioso y la canción toma el aire de un rezo. Los músicos cierran los ojos, el vocalista parece murmurar más que cantar y muchos de los parroquianos se unen con su runrún de fondo a la melodía».
Naturalmente, una parte importante de la narración transcurre en estos pubs, a veces hasta la hora de cierre. En uno de estos establecimientos, en el puerto pesquero de Skirren, Reverte encuentra un cartel que, muy significativamente, dice: «Si las palabras fueran clavos, los irlandeses habríamos construido una gran nación». En otros inicia conversaciones casuales con los parroquianos; ser español en Irlanda siempre es una ventaja. A través de estos diálogos fortuitos y de las pinceladas históricas marca de la casa, siempre tan efectivas, Reverte ofrece una visión cercana y global de Irlanda, de su historia, su literatura y de su conflictiva relación con Inglaterra.
Canta Irlanda es un libro amable, escrito con bohomía por un viajero "tranquilo" y sin complejos. Se trata de alguien que coge el autobús turístico para recorrer Belfast, o que sufre, y lo cuenta con su buen sentido del humor, un principio de ataque claustrofóbico en la cámara funeraria de Newgrange. En Achill, una isla de "violencia neolítica", conduce por una carretera estrecha que se abre a un precipicio y, cuando el viento arrecia con ferocidad, siente miedo y da media vuelta. Este Reverte más reposado sorprenderá a los lectores de su trilogía africana. A estas alturas el autor tiene poco que demostrar o demostrarse, y no tiene problema en afirmar que «todos somos turistas, incluidos los que se llaman a sí mismos viajeros», que bien podría servir de advertencia a algunos escritores de salacot.
Se trata, en definitiva, de una crónica amena y una tarjeta de visita para quienes deseen conocer este país. Como es usual en sus libros, el autor incorpora una interesante bibliografía que, en mi caso, suele ser embrión de nuevas lecturas y así promete ser con el Diario Irlandés de Heinrich Böll, pero echo de menos, por las constantes referencias musicales, una discografía selecta. A falta de pan incluyo con sus enlaces algunas canciones emblemáticas que aparecen, junto a muchas otras, en diferentes pasajes del libro, y que bien podrían servir de banda sonora al mismo. Cheers!

Finnegan's Wake: Se trata, según Reverte, de una «canción popular muy conocida y cantada en Irlanda. De hecho, se considera una canción típica de pub, o sea, de borrachos», aquí interpretada por unos músicos callejeros en un pub llamado Sean Og, durante el festival de folk de Ballyshannon de 1988 (págs. 40 y 41).
Dirty old town: «Canción muy popular en Dublín que encierra una sutil crítica social». Fue compuesta por el poeta y cantautor Ewan MacColl en 1949 y aquí os enlazo la versión de los Pogues (pág. 43).
Whiskey in the Jar: «Canción popular sobre un tal capitán Farrell, asaltante de caminos» en la versión del conocido grupo irlandés de folk, The Dubliners (pág. 45).
Wild Rover: «Una de las canciones más populares de Irlanda y raro es el pub en donde no se canta al menos una vez cada noche. Sin duda es la canción favorita de todos los borrachos». Aquí están los Pogues otra vez, cerrando el concierto que dieron en el Town & Country el día de San Patricio de 1988, cantando Wild Rover con notable fidelidad a su espíritu (pág. 189 y 255).
Molly Malone: «Es quizá la balada más cantada en Irlanda (…). Es considerada como el himno oficioso de Dublín y trata de una bella muchacha (…) que murió de fiebres en plena calle». Aquí la interpreta Barry Dodd (págs. 333 y 334).
Sunday, Bloody Sunday: la archiconocida canción de U2 que recuerda los sucesos del Domingo Sangriento de 1972 (desde pág 231).

miércoles, enero 28, 2015

El expreso de Tokio, Seicho Matsumoto

Trad. Marina Bornas. Libros del Asteroide, Barcelona, 2014. 220 pp. 17,95 €

Santiago Pajares

Seicho Matsumoto fue uno de los grandes impulsores de la novela negra en Japón tras la segunda guerra mundial. Utilizó las tramas alrededor de los crímenes como una excusa para reflejar escenas cotidianas de la vida japonesa y criticar a la sociedad y al estado. Fue, de hecho, uno de los primeros autores nipones en introducir la corrupción política y policial en sus novelas como un elemento más de los crímenes que narraba. El sujeto de investigación no resultaba entonces el crimen en sí, sino la sociedad en la que el crimen era cometido. Matsumoto no recibió una educación formal, y desempeñó diversos trabajos antes de entrar como publicitario en Asahi, uno de los periódicos más importantes de Japón, teniendo que interrumpir sus tareas por la segunda guerra mundial. No empezó a escribir novelas hasta entrado en la cuarentena, pero decidió recuperar el tiempo perdido. Hasta su muerte en 1992, escribió más de 450 trabajos entre novelas, relatos y ensayos. Tanto fue así, que llegó a ser conocido como el Simenón japones.
Este libro que hoy recupera Libros del asteroide fue publicado por primera vez por entregas en una revista japonesa entre 1957 y 1958 y con el tiempo ha llegado a ser conocido como una de las novelas policíacas japonesas más famosas del siglo XX. Las entregas resultaron un éxito y fue inmediatamente reeditado en forma de libro. ¿Y por qué ese éxito? Porque El expreso de Tokio es una máquina de precisión, una novela donde el autor se basa en los horarios de trenes para resolver el crimen. El arranque de la historia es el descubrimiento de los cadáveres de un alto funcionario del gobierno y una camarera en una playa de la isla de Kyushu. Investigaciones posteriores revelan que para su cometido han tomado cianuro. Pero en lo que parece un caso corriente que se archivaría el mismo día crece la duda a raíz de un detalle insignificante. Por la factura encontrada en el chaleco del funcionario se puede deducir que ha comido sólo en el tren. ¿Y su acompañante, no llegó a tomar nada? ¿Un café o un té para acompañar a su pareja? El principal sospechoso tiene una coartada perfecta, y es que el mismo día que los amantes marchaban hacia la isla, él cogía otro tren hacia la otra punta del país. Tiene todo tipo de testigos y pruebas de todos los transportes que ha tomado hasta llegar a su destino, tantos y tan evidentes que parece algo armado por una mente criminal para no dejar resquicio a la duda. Y es ahí donde dos inspectores, uno en la isla de Kyushu y otro en Tokio, comienzan a analizar frenéticos todas las posibilidades de transporte que el sospechoso pudiera haber usado para estar en el lugar del suicidio. Como hemos dicho antes, Matsumoto hace una gran crítica social. Un departamento del ministerio (llamado departamento X en el propio libro) alberga un gran caso de corrupción, y que uno de sus funcionarios de alto nivel se haya suicidado entorpecería esa investigación. Así que no queda más que revisar concienzudos los horarios de trenes y buscar una solución. Además, como especifica el propio autor, los horarios de trenes que se citan a lo largo de la novela por todo Japón, son los vigentes en el año 1947.
Hay que hacer mención a la inmaculada edición de Libros del asteroide, que han conseguido convertir sus libros en un pequeño objeto de deseo. Y es que la precisión y el detalle no son sólo propiedad de los escritores y los investigadores de las novelas, sino de los editores que las publican.

martes, enero 27, 2015

Anoche anduve sobre las aguas, Irene Gracia

XXII Premio Juan March Cencillo. Pre-Textos, Valencia, 2014. 178 pp. 13 €

Pedro M. Domene

Mito, fantasía y realidad, el bien frente al mal, la virtud frente al vicio para contar una fábula que mezcla imaginación con realidad, o tal vez un cuento donde lo fabuloso y lo irracional convergen con una serie de leyendas mitológicas que enriquecen desde hace siglos la imaginación de cualquier escritor que se precie. A este tipo de relato se adscribió, desde hace algún tiempo Irene Gracia (Madrid, 1956), que escribe historias de un marcado anacronismo, donde seres mágicos y mundos de fábula se convierten y concretan en esa realidad en que vive la narradora madrileña y, a nosotros nos invita con su mágica escritura a formar parte de ella.
Anoche anduve sobre las aguas (2014) bebe de las fuentes del milagro bíblico más original, la castidad femenina y el mito de la virginidad. Y así Irene Gracia propone su particular versión frente al Maligno en la figura de dos primas, Elisa y Aura y el largo peregrinaje, sobre todo, de la primera para vencerlo en virtud de sus dotes espirituales, y a sus ansias místicas que favorecen la renuncia total del deseo carnal, y aun más en su insistente acercamiento al Amor Divino. Así que ambas jóvenes deciden ingresar en un curioso convento, ubicado en la isla de la Luna Llena, donde conviven, siempre, exclusiva y únicamente noventa y nueve religiosas. La historia queda enmarcada en dos espacios o escenarios creíbles, en una Venecia de vicio y lujuria, con dos aristócratas arruinados y libertinos, Bruno y Ulla, y otro en San Petersburgo, donde se desarrolla la historia de las dos muchachas, y queda enmarcado su expreso deseo de renunciar al mundo y a las tentaciones que reinan en él. Pero la novela va dejando atrás esas edificadas ansias místicas y las abundantes dosis de espiritualidad ascética con que sueña Elisa para convertir su historia en una obligada pugna contra el ángel de la virtud y el deseo, encarnado por el bruto duque Bruno y sus artimañas para vencer a la doncella, a quien ha secuestrado y pretende obligar a casarse con él. Y, una vez doblegada su voluntad, a saciar sus deseos sexuales alejándola así de sus manifiestas intenciones de mantenerse virgen y al servicio de Dios, enfrentándola a Luzbel que lucha con todas sus malas artes y se ayuda de la bruja Ulla que conseguirá drogar a la joven y así finalmente perder su doncellez y, por consiguiente, enterrar el mito virginal de la joven casta y pura.
Añoche anduve sobre las aguas, XXII Premio Novela Breve Juan March Cencillo, tiene un marcado carácter sufista, y/ o acercamiento a la santidad, y así cada instante, cada imagen que nos ofrece Irene Gracia, es de una certeza absoluta, incluso cuando le otorga a la protagonista el don de la levitación. Y como si se tratara de una clásica narración mística, con esos evidentes toques espirituales señalados, Elisa emprenderá su camino en unas islas seráficas, el de una perfección y de purificación supremas. Aunque solo al final sabremos que en esa búsqueda, que se inicia rumbo a su destino, y en un ruidoso aeropuerto moderno, saboreará todos los estados del alma, el de la pureza, la inocencia, el infierno y la perversión suprema. Una deidad corpórea, representa a todas las manifestaciones de los cuatro elementos subrayados, porque, sabemos, que el tiempo puede representar a toda una vida, o lo que es lo mismo, queda concretada en un minúsculo sueño, tan plácido como dañino, y entre el simple trayecto de un largo viaje de carnavalesca Venecia a una cosmopolita San Petersburgo.

lunes, enero 26, 2015

Geografías apócrifas, José Luis Gärtner

Talentura, Madrid, 2014. 130 pp. 11,98 €

Miguel Baquero

La imagen no puede ser más gráfica y sugerente, y en eso se nota que el autor de esta novela, José Luis Gärtner (Granada, 1964) tiene amplia experiencia en el sector teatral: un hombre circula diariamente, y casi a la misma hora, por los pasillos de un centro comercial subido en una pulidora. Trabajador de la limpieza en la macrosuperficie, el protagonista la recorre rutinariamente, zigzagueando y volviendo una y otra vez sobre el lugar por donde acaba de pasar, a la velocidad ínfima que puede imaginarse.
La máquina es, en verdad, todo un descubrimiento literario, pues le permite a Gärtner «pasear» a su personaje con una calma inusitada en medio del barullo y la prisa de las compras; y al paso de su monótono trabajo, reflexionar sobre los distintos establecimientos frente a los que cruza, las personas que hay en ellos o los grupos que, sin reparar en él, le abren paso, y por entre medias de los cuales atraviesa como invisible. Para mayor —y más acertada— caracterización, el protagonista vive en el mismo centro comercial, en un cuartucho de servicio junto a las taquillas, de apenas unos metros cuadrados, que le han habilitado.
Subido a la pulidora, el personaje, día tras día, como se ha dicho, pasa por los mismos lugares, fantasea sobre la vida de los otros, discurre sobre lo que le rodea, imagina que un accidente acaba con su jefe... En resumidas cuentas, piensa. Piensa. Y a la primera conclusión que llega es a la que aconsejaba el sabio: antes de nada, conocerse a uno mismo, y el protagonista concluye que es nada, nadie. Y que, en consecuencia, nada tiene. Un gusto, quizás, bastante embarullado por la literatura, por la cultura en general; sueña difusamente con, un día, escribir un libro, pero quizás él es el primero que sabe que se está engañando a sí mismo. Que nunca escribirá, nunca hará nada, salvo pasar la pulidora un día y otro por el centro comercial.
Me parece escalofriante la imagen de ese hombre, que podría servir como magnífico símbolo de nuestro tiempo. Un hombre obligado a vivir en, y recorrer una vez tras otra, el centro comercial, pasar frente a las tiendas, junto a los consumidores, ignorado de todos, a una velocidad distinta a ellos que le permite recapacitar. Tal vez las reflexiones que vaya desgranando sobre la máquina no tengan tanto valor como la imagen en sí, aunque algunas ciertamente sean de gran categoría: «La gente anda tan preocupada por alcanzar la felicidad que se olvida de lo fácil que podría ser lo de estar a gusto»; o: «Los mortales hemos inventado relojes para recordarnos que el tiempo no transcurre, sino que se agota». Grandes frases, realmente, pero nada comparables, insisto, a la imagen de este hombre, del que poco más llegaremos a saber —salvo algunos retazos difusos de un pasado en el que vivió la frustración de un amor—, este trabajador que recorre los pasillos lentamente, conversando consigo mismo, y que en sus ratos libres acude al bar del centro comercial a embrutecerse.
Algunas objeciones —pero hablamos de detalles succionados o, mejor, pulidos por esa imagen que se lo traga y lo disculpa todo—: el tono demasiado escatológico del principio, con algunas reflexiones y escenas pueriles sobre el cagar y el mear —aunque tal vez tengan una segunda disculpa por el hecho de que el personaje sea un encargado de la limpieza y, como tal, se vea a menudo entre basuras—. Otro pero: el nombre del protagonista, Atanasio Ropero, que suena grotesco y como a chanza cuando claramente no era necesario; y el título del libro, Geografías apócrifas, cuyo tono pomposo no alcanzo a comprender a qué obedece ni cuáles sean esas geografías, pudiendo haber empleado un «La pulidora», por ejemplo, así de sencillo y definitivo.
Pero son detalles en medio de un relato dominado por esa gran imagen, excelente metáfora que Gärtner propone del hombre actual.

viernes, enero 23, 2015

Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock, Héctor Sánchez y David Sánchez

Errata Naturae, Madrid, 2014. 219 pp. 19,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

No me cabe duda de que existen determinados títulos que actúan a modo de anzuelos: cuentan con la capacidad de “pescar” a nuevos y diferentes lectores. Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock, de Héctor Sánchez y David Sánchez, es un magnífico ejemplo para ilustrar esta afirmación, ya que tanto melómanos empedernidos, lectores habituales o simplemente curiosos pueden disfrutar, con semejante intensidad y placer, este libro.
Un libro que, en primer lugar, a simple vista, es un hermoso objeto, en su portada, así como en las estupendas ilustraciones creadas por David Sánchez para cada uno de los capítulos, y que se complementan a la perfección con los textos de Héctor Sánchez. Pero Paul está muerto es mucho más que un bello objeto, ya que logra, de una manera amena, pedagógica, ofrecernos un retrato nítido de buena parte de los más legendarios nombres de la historia del rock.
Elvis puede que siga vivo, tal y como canturreaba Calamaro en su canción, sopla ochenta velas en una cantina de Nuevo México. ¿Fueron Jagger y Bowie amantes ocasionales o todo es producto de un ataque de celos? Esos mensajes demoniacos, como tarareados por la niña de El Exorcista, cuando giramos el vinilo en dirección contraria. Artilugios sexuales de las más diferentes condiciones, tamaños y especies, acuáticos y terrestres; esa estrella del rock que aterroriza a los animales con los que se topa. La viuda permanentemente sospechosa, los “tiros” de Richards, el suicida club de los 27, automóviles que se arrojan a la piscina o la resurrección del Rey Lagarto.
La breve, pero intensa y a ratos atropellada, historia del rock está plagada de grandes leyendas, en infinidad de ocasiones no dejan de ser la flor de un rumor, de un bulo, que germinó a toda velocidad, que han soportado con vitalidad, camufladas tras la falsa máscara de la veracidad, el paso del tiempo y de las generaciones. David y Héctor Sánchez retiran las máscaras de estas leyendas y nos arrojan luz sobre lo realmente sucedido, que en determinadas ocasiones comenzó siendo una inocente y simple anécdota. El poder del rumor, el gusto por la mentira, el expansivo gas de la exageración.
Y Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock es, por encima de todo, un libro muy divertido, algo que se agradece especialmente, y que no está reñido con esa pedagogía que le reconozco. Como tampoco lo está con una narrativa más que convincente, que no renuncia a la información sin olvidar el sentido del humor o la ironía. Textos, como indicaba, perfectamente ensamblados a las ilustraciones, algunas de ellas con una asombrosa carga psicológica, y que consiguen mostrarnos un retrato más nítido, más preciso, más total, de lo relatado.
Es de agradecer la apuesta de la editorial Errata Naturae por ofrecernos diferentes visiones sobre todas esas propuestas culturales contemporáneas que tardan en ser reconocidas o estudiadas desde el academicismo, pero que, sin embargo, no tardan en ser asumidas y asimiladas por multitud de consumidores, puede que necesitados por ventilar los discursos mil veces escuchados y contemplados. Pedagogía, diversión, humor y aire fresco, también, casi un ciclón, en Paul está muerto y otras leyendas urbanas del rock.

jueves, enero 22, 2015

La cata, Roald Dahl

Trad. Iñigo Jáuregui. Ilust. Iban Barrenetxea. Nórdica, Madrid, 2014. 80 pp. 19,50 €

Care Santos

Aunque no descubra nada, lo diré: Roald Dahl es un fuera de serie. Uno de esos escritores que jamás decepciona, que consuela, reconcilia, hace feliz. Da igual de qué traten sus relatos, en ellos siempre hay algo interesante que merece ser sabido y un modo excelente de decirlo. Sus cuentos avanzan hacia un final con vuelta de tuerca que nunca es excesivo, y que siempre coloca las cosas -y a las personas- en el lugar exacto donde deben estar. Hay en su literatura, en toda ella, desde la infantil hasta los relatos autobiográficos, una idea de justicia subyacente, un mundo en equilibrio. Los malos lo son sin explicaciones, como en la vida misma. Los buenos juegan con la ventaja de su candidez. Da gusto volver a Dahl, por mucho que lo hayamos frecuentado antes.
La cata -Taste, en su versión original- cuenta una cena entre seis personas. El anfitrión es inglés y el escenario, una casa londinense. Entre los invitados se sienta un famoso gastrónomo, experto en vinos raros. El anfitrión es un sibarita de pacotilla, más bocazas que entendedor, deseoso de impresionar a su importante huésped. Las mujeres actúan como meras comparsas, en realidad esto no es una cena: es un duelo, una pelea de machos. Luego tenemos al narrador, discreto, en segundo plano. Un narrador-testigo, que cuenta en tercera persona, sin énfasis, sin implicación emocional, casi se diría que da fe. Típico de Dahl: mostrar con crudeza pero sin detenerse en juicios morales. No le hace falta: en tres frases ha logrado describir a la perfección a un personaje para que sepamos cómo hay que tratarle. Pratt, el gastrónomo, por ejemplo, no fuma por no estropearse el paladar y habla de los vinos como si fueran personas. ¿Qué más hay que decir? El anfitrión, en cambio, Schofield, parece avergonzarse "de haber ganado tanto dinero con tan poco talento". Habla sin parar. Es pedante, odioso, aunque nadie nos lo diga.
Una vez presentados los personajes, comienza el combate. Dahl es un autor muy teatral, aunque -que yo sepa- nunca escribió teatro. Este cuento podría convertirse en una pieza breve representable y sospecho que funcionaría de maravilla. Como ocurre en las piezas dramáticas, el diálogo es en realidad la trama misma: los dos duelistas sentados a la mesa se enzarzan en una discusión que da pie a una apuesta. Una apuesta descabellada, osada, inmoral, muy dahliana. Porque el autor siempre lleva a sus personajes un paso más allá de lo permitido. Y hecha la apuesta, claro, sólo cabe ver en qué acaba. A eso dedica unas cuantas páginas más. Páginas de diálogos fascinantes, que avanzan con una naturalidad que nos permite imaginarnos sentados a esa misma mesa, con los tres matrimonios británicos. Porque aquí, nótese, todo es muy pero que muy británico.
Los lectores de Dahl, incluso los lectores que ya conocíamos este cuento (titulado Gastrónomos en la edición de sus cuentos completos de Alfaguara), esperamos con ansia sus finales. La sorpresa que siempre llega, como si el autor esperara ese contrapunto, ese acto de justicia, esa frase que lo descabeza todo, para decidir que la historia ha terminado. Aquí llega también, servida por el único personaje de quien nada esperábamos, y es un final demoledor. Es decir, de los que consuelan, permiten firman un armisticio con el mundo y hace feliz. Si no han leído a Dahl, háganlo. Debería ser obligatorio. En todas las mesitas de noche de los hoteles debería haber un libro suyo. Y lo mismo en las cárceles, en los hospitales, en las salas de espera, en las oficinas de hacienda, en los bolsillos delanteros de los aviones.
Pero esta edición es una magnífica noticia también para los muy lectores de Roald Dahl. Es una edición exquisita, ilustrada, uno de esos libros del que uno no quiere desprenderse, que enseña a los amigos de buen gusto. Iban Barretxea ha captado a la perfección el espíritu del relato. Sus ilustraciones enfatizan el aspecto teatral y presentan la cena como un escenario a la italiana, en el que vemos evolucionar a los personajes. La acción parece mínima a simple vista, aunque el lector sabe que no es así. Las escenas, deliciosamente detallistas, acompañan al texto con exquisita perfección, mostrando el más difícil todavía de las emociones de los diferentes personajes. Añaden el paso del tiempo -ausente en el cuento- y presentan el brutal contraste entre el dramatismo de la situación y el muy burgués escenario. Son tan magníficas, tan sutiles -el detalle de mostrar al narrador de espaldas, por ejemplo-, que me atrevo a afirmar que el lector pasará más tiempo mirando las ilustraciones que leyendo el cuento de Dahl. Y hará bien, porque son ilustraciones muy poco comunes. Logran lo que no parecía posible: mejorar el cuento.

miércoles, enero 21, 2015

Quaresma, descifrador. Relatos policíacos, Fernando Pessoa

Ed./Intro. Ana María Freitas. Trad. Roser Vilagrassa. Acantilado, Barcelona, 2014. 536 pp. 29 €

Pedro Pujante

Al igual que Borges era dos o varios hombres a la vez, Pessoa a través de sus heterónimos conseguía multiplicar y diversificar su escritura, y canalizar mediante diferentes Pessoas su polifonía poética. La comparación entre el argentino y el lisboeta no es casual. Ambos eran escritores bifrontes que cultivaron, por un lado la poesía y por otro la ficción policiaca. Borges, junto a Bioy Casares, pergeñó varias páginas en las que un tal Isidro Parodi descifraba casos. Pessoa, acertó al crear también un carismático sabueso de ascendencia holmesiana que consigue deslumbrar a sus contemporáneos y nosotros los lectores mediante lógicas deducciones que escapan a la comprensión de una inteligencia media.
Según se desprende de diarios y cartas, Pessoa fue un gran lector y fervoroso amante de la novela negra. Esta afición menos visible del poeta no llegó a cuajar en ninguna obra relevante. Su poesía y su pensamiento ocuparon al autor de El libro del desasosiego, quien jamás tuvo tiempo de ordenar y publicar sus relatos de asesinatos e intrigas detectivescas. Sin embargo, ahora Acantilado –mediante una labor también detectivesca por parte de Ana María Freitas- ha rescatado estos relatos, novelas inconclusas que jamás vieron la luz en vida de su autor. Los ha compilado en su habitual cuidado estilo y los entrega al público.
En el volumen podemos encontrar trece piezas. Algunas exceden las cincuenta páginas, otras oscilan en la veintena y una, La desaparición del doctor Reis Gomes, sobrepasa el centenar.
Su interés es variado. Algunos de los temas son los clásicos. El robo de una carta en una habitación cerrada, argumento típico de la literatura de género que popularizó Gaston Leroux en el ya célebre El misterio del cuarto amarillo. Además de robos, encontraremos casos de crímenes. Los habituales crímenes pasionales que nunca parecen en una primera lectura lo que son. Porque en el fondo, toda novela negra no deja de ser un juego de espejismos, de engaños a un lector al que se le conduce por el camino de las conjeturas hasta el equívoco final.
Todos ellos resueltos con maestría por Abílio Quaresma, un ojo clínico, un hombre de carácter taciturno y alcohólico que tiene la sagacidad del mejor Sherlock Holmes o del mismísimo Auguste Dupin, padre de los padres de los detectives analíticos. Y ciertamente, hay ecos de Poe y de Conan Doyle en las historias de Pessoa. Aunque no superan en la intriga ni en el nivel de misterio o clímax a sus congéneres anglosajones.
En su estilo encontramos una prosa ágil y sencilla, que no trata de deslumbrar. Pessoa se vale de un léxico sobrio que aspira a contar una historia misteriosa que a su término habrá de ser resuelta, como si de un rompecabezas se tratase por una entrañable criatura, Abílio Quaresma.

martes, enero 20, 2015

Un viaje llamado vida, Banana Yosimoto

Trad. Rumi Sato. Satori, Gijón, 2014. 208 pp. 17 €

Santiago Pajares

«Un viaje, no importa lo desastroso que resulte, en la memoria se transforma en algo maravilloso». Con esta reflexión, expresada en voz alta por uno de los amigos de la propia autora, abre el libro. Esto no es una novela, vaya esto por delante. Y no lo digo como crítica, sino para tener las cosas claras antes de ponernos a leer. En este libro la autora nos hará un repaso por las reflexiones que ha tenido a lo largo de sus viajes por el mundo, pequeñas anécdotas de las que ha ido extrayendo sus propias verdades fundamentales, muchas de ellas fruto de la comparación de otros entornos con su Tokio natal.
Como escritora Banana Yoshimoto, traducida a veinte lenguas, ha tenido que hacer una gran cantidad de viajes promocionales, primero soltera, luego casada y después con su primer hijo. En las pausas de estos viajes es cuando se daba cuenta de que ella misma, su forma de pensar y de afrontar los actos de cada día, eran distintos respecto a Japón, y se preguntaba el por qué de esa nueva actitud. Tomamos como ejemplo unos arbustos de tomillo en la toscana italiana, y como el olor con el que impregnaban el aire circundante le hacían pensar en la pequeña planta de tomillo de su apartamento de Tokio, a la cual apenas lograba mantener viva en ese entorno urbano. Con cada viaje, cada comida, cada interacción humana, Banana Yoshimoto nos hace pensar en la forma en la que podemos afrontar nuestra jornada. Con estos relatos podremos avanzar desde sus días como camarera cuando publicó su primera novela (Kitchen, 1988), su primer amor adolescente, su débil salud a la que siempre debe permanecer atenta , las supersticiones de su país o su propia alimentación y lo que ello supone.
Esta es la primera parte de unos volúmenes donde la autora tratará de arrojar luz sobre muchos de los temas que la atormentan y la hacen reflexionar, como persona, como ciudadana japonesa y como autora literaria. En el siguiente volumen, ya a la venta en Japón pero aún no traducido, afrontará la pérdida y muerte de sus padres.
Los recuerdos de la autora están clasificados en tres secciones: Recuerdos de lugares en los que ha vivido o de sus viajes, recuerdos que le llegan a través de personas, y por último, recuerdos de los ausentes. Sin orden cronológico, igual que los almacenamos en la cabeza.
Este es un libro especial para los admiradores de la autora japonesa, entre los que me incluyo, una forma de acercarnos, a través de sus experiencias, un poco más a su literatura y su persona. Con pequeños capítulos de pocas páginas, nos hace pensar, nos coge de la mano y podemos pasear con ella para ver esas puestas de sol, cómo florecen los tulipanes o comer rodajas de sandía. Porque como la propia Banana Yoshimoto nos cuenta, nuestro viaje en la vida es una búsqueda de recuerdos, para que cuando muramos dentro de muchos años los podamos llevar con nosotros y sentir que hemos cumplido nuestra tarea en este mundo.
Con este libro Satori ediciones abre su nueva colección ‘Satori contemporánea’, con la que intentará acercar al público a autores consagrados y nuevas voces narrativas de la literatura japonesa actual.

lunes, enero 19, 2015

Hielo, David Aliaga

Paralelo Sur Ediciones, Barcelona, 2014; 114 pp. 10 €

Pedro M. Domene

Un extraño silencio precede al arranque mismo de la narración, y aun se añade un gélido ambiente a medida que David Aliaga (Hospitalet de Llobregat, 1989) va presentando a sus personajes que, de alguna manera, advertimos enseguida forman parte de una narración coral y entre sus características más intrínsecas, uno solo protagoniza la acción, cuyas actuaciones quedan vinculadas al resto. En esta mezcla de historias particulares, sobresale sin embargo la ambientación y el eco de ese “hielo” que da título a la novela y caracterizará la actitud de sus personajes a quienes, capítulo a capítulo, vamos conociendo, mientras la narración vuelve a un pasado y concreta la historia en (2012) una actualidad que, en definitiva, se asemeja a ese pretérito que ha condicionado sus vidas. El estilo, algo esencial y característico en los primeros propósitos narrativos, añade a Hielo (2014), la primera novela de Aliaga, ciertos matices que recuerdan a la gran literatura, e intuimos que el narrador, pese a su manifiesta juventud, ha aprendido la lección, tiene un gran bagaje de lecturas y construye una narración omnisciente que alterna con los diálogos de los personajes que, a medida que van apareciendo, ofrecen luz a ese collage que servirá para alcanzar una visión más amplia de las relaciones humanas, y de sus actitudes que, con la verdad como trasfondo, nos quiere sorprender el narrador. Bien es verdad que, David Aliaga, había publicado anteriormente, Inercia gris (2012), libro de relatos y el ensayo, Los fantasmas de Dickens (2012).
Eric, un desconocido, se presenta en un pequeño pueblo del norte de Islandia buscando a una joven, Gyḋa Asmundóttir, para cuidar a su anciano padre. Al hilo de la narración, otros personajes se van sumando, la librera Lóa regenta y guarda un secreto tras los anaqueles de libros, mientras su hijo Jón, ejemplo de adolescente rebelde, solo consigue calmar sus ánimos frente a un grupo de black metal. Y, como contrapunto, el enigma en torno a las actuaciones llevadas a cabo por Ander Thomsen. A medida que pasamos las páginas de una narración pretendidamente minimalista, párrafo a párrafo, nos sorprende cómo la vida de cuatro personas, de una evidente normalidad existencial, se ven unidas por ese acontecimiento apuntado o sobresale la sombra del recuerdo, entre Lóa y Jón, de un desaparecido Baldur, que además determina el sentido de sus vidas, y sobre todo su diferente forma de afrontarlo. Hielo es una historia fragmentaria en la que los distintos personajes se van alternando para así ofrecernos una trama tan misteriosa como sugerente a través de la cual el lector va descubriendo, a medida que avanza el relato, sus extrañas motivaciones particulares, una determinada ansiedad y sus miedos, los oscuros límites del amor desgastado o perdido, el peso de la responsabilidad y por consiguiente el sentido de culpa, y la necesidad del olvido, sobre todo por cuanto se refiere a sus contradicciones más profundas. Lo mejor es que, a pesar de su brevedad, en poco más de cien páginas, David Aliaga, nos obliga a detenernos porque no queda más remedio, debemos reflexionar, una y otra vez, sobre lo leído.

viernes, enero 16, 2015

Tony Pagoda y sus amigos, Paolo Sorrentino

Prol. Eduardo Chapero-Jackson. Trad. Víctor Balcells y Marga Almirall. Alfabia, Barcelona, 2014. 238 pp. 19,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

La belleza de la desolación, de los años contemplados desde el espejo de la memoria, de los instantes más insignificantes vividos desde una plenitud que se acaba. La belleza de las sombras que nos acorralan cuando el sueño nos vence, de la sonrisa que capturamos desde la distancia, la de esa caricia que conservamos en el baúl de nuestra piel. La belleza de un atardecer que es una prolongación de nuestra propia vida, de un brindis compartido frente a unos ojos conocidos desde antaño, la belleza de lo instantáneo y de lo que entendemos como eterno. La belleza ácrata de la Roma moribunda y enferma de noche.
Es inevitable evocar a la belleza, en cualquiera de sus concepciones, estados y formulaciones, de la misma manera que es igualmente inevitable referirnos a su maravillosa película, La gran belleza, y especialmente a su protagonista, el genial y deslumbrante Gambardella, para abordar Tony Pagoda y sus amigos, de Paolo Sorrentino. Ya que en ambas obras, que en gran medida pueden entenderse como una misma y única obra, representada y plasmada desde discursos diferentes, el autor realiza una magistral, profunda y deslumbrante recreación de la belleza, en buena parte de sus posibles manifestaciones. Las agujas de la belleza en el pajar de la vulgaridad, como señala Eduardo Chapero-Jackson en su estupendo y clarificador prólogo.
Tony Pagoda y sus amigos, como le sucede a La gran belleza, es una obra deliciosa, inmensa en su profundidad, sabia en su construcción, inaudita en su originalidad. Una obra híbrida, ya que deambula en la frontera de la novela, de la colección de relatos y hasta del dietario, sin tener la menor importancia a cuál de estos géneros pertenece exactamente, es lo de menos. Lo de más es la fastuosa y envolvente narrativa que despliega Sorrentino, capaz de encontrar la luz de la belleza hasta en la escena más turbia y desoladora.
A Tony Pagoda, veterano cantante melódico de medio pelo y éxito razonable, lo conocimos en la primera novela de Sorrentino, Todos tienen razón. Con burla y ternura, desde la sinceridad que desprende el que ya está de vuelta, Pagoda nos habla de sus amigos, de sus amores, de ese tiempo que ya pasó pero que, en gran medida, fue mucho mejor que el actual, o él así lo entiende. Tony Pagoda y sus amigos es una selección, y hasta una saturación, si tenemos en cuenta su abundancia, de frases prodigiosas, fascinantes, afiladas como navajas que se clavan en nuesto interior y que nos exigen una respuesta, una revisión íntima, como un espejo retrovisor en el que nos contemplamos, en el presente y en los días pasados. Futbolistas convertidos en héroes de nueva generación, vedettes siliconizadas, cantantes desfasados mantenidos en la hiel de la amargura, bellas mujeres y playboys que nunca lo fueron, lujo y barro, fango y oro, la amarga soledad del solitario empedernido, el esplendor de la fama, la popularidad del olvido, son algunos de los temas y personajes que podemos encontrar en esta obra y a los que Sorrentino sabe retratar, incluso destripar, con sabiduría y saña, con alevosía y magia, desde los rincones más recónditos de la belleza.

jueves, enero 15, 2015

El Chef, Simon Wroe

Trad. Sonia Tapia Sánchez. Salamandra, Barcelona, 2014. 316 pp. 17 €

Ignacio Sanz

La novela se abre con un capítulo corto titulado “cabezas” que describe con cierto deleite pormenorizado el proceso de limpieza y cocción de dos cabezas de cerdo que cada semana llegan al restaurante. Me ha parecido advertir en esa escena gozosa ecos de Hrabal.
Pero vayamos con el grueso. La cocina está de moda; se supone que el hombre lleva algún milenio cocinando. Pero nunca como ahora habíamos sido tan dependientes de la cocina, de ahí la proliferación de bares y restaurantes para el picoteo o para la comida solemne y celebratoria. Antes solo los ricos tenían cocineros, ahora todos contamos con cocineros a nuestra disposición a través de los miles de restaurantes que nos salen al paso no solo en las populosas ciudades, también en los pueblos más remotos. De ahí los concursos televisivos, las secciones gastronómicas en revistas y periódicos, los cursos, las presentaciones y catas. En fin, que en este contexto, surge esta novela escrita por un licenciado en literatura inglesa que, obligado por ciertos desastres familiares, entra a trabajar como pinche en un restaurante londinense. Y es en la cocina, como reflejo de la vida, donde centra su mirada. Todo un mundo de tensiones, de sometimientos jerárquicos, de comportamientos sádicos, de arbitrariedades lo que nos ofrece el narrador de esta novela que ha de superar pruebas vandálicas para hacerse con un lugar en los fogones. Pero vayamos por orden. El Swan parece un restaurante que por alguna extraña razón atrae a tipos extremosos, el más exagerado el Bob, el chef, un sádico, pero a su lado hay tipos como el lenguaraz Ramilov, Dave, el Racista, el repostero Dibden, la delicada Harmony o el propio narrador, enseguida apodado El Monóculo por su dicción clásica y pedante. Lo cierto es que el ambiente frenético de una cocina donde llegan las órdenes de los camareros y salen los platos listos para servir está muy conseguida. También la locura y la humillación a la que Bob somete a todos sus subordinados que dará lugar, en un momento de la novela, a una conspiración liberadora.
Pero el novelista tiene la virtud de sacarnos de cuando en cuando de aquel infierno que resulta adictivo para retratar aspectos de la vida privada, la poca vida privada que queda a una gente sometida a horarios esclavista. Es un acierto pasear por la casa del narrador y descubrir a un padre sin carácter, mentiroso, atrapado por una rutina nauseabunda de deudas. O asomarse a una madre engañada una y otra vez, en definitiva, una familia que está a punto de saltar por los aires y que acaso sea la razón última por la que el pedante licenciado en Literatura acabe de pinche en un restaurante.
Resulta estimulante que, a pesar de ese ambiente sórdido, el narrador le acabe cogiendo el tranquillo al oficio, a los retos que le proponen, a las tertulias con sus compañeros de trabajo en el pub del barrio al acabar la agotadora jornada y termine por sacar una pizca de luz y de risa tras tanto sacrificio y tanto afán de superación.
Al final el lector se siente atrapado por la música de los cuchillos cebolleros sobre las tablas de picar, pero también por los matices complementarios que aportan los diferentes personajes, su evolución, sus alejamientos y sus reencuentros felices. La novela salpicada de notas de humor a veces grueso, tiene también momentos de ternura cuando centra su mirada en personajes desastrosos, derrotados de antemano por la vida, acaso porque nos recuerdan a tipos de carne y hueso, sin voluntad, echados a perder, con los que cada día nos topamos en nuestro barrio.

miércoles, enero 14, 2015

Miro al cielo impotente, Misumi Kubo

Trad. Rumi Sato. Satori, Gijón, 2014. 228 pp. 17 €

Santiago Pajares

Misumi Kubo ganó en Japón en 2009 el premio R-18 a la mejor autora de literatura erótica escrita ‘Por mujeres para mujeres’ con su relato “Mikumari”. Ese relato es el primero de los cinco que componen este libro. Reconozco que cuando me enteré de este dato, unido a, en mi opinión, una desafortunada portada, menguaron mis ganas de leer esta novela. Pero, como tantas otras veces en mi vida, me equivoqué. Porque lo que comienza siendo un relato erótico entre un adolescente y una mujer casada con infantiles fantasías, acaba convertido en un hermoso mapa de relaciones humanas. Ese relato inicial da lugar a otros cuatro, en donde los personajes secundarios de la primera historia acaban convertidos en protagonistas de la suya propia, de dentro hacia fuera.
La historia se ubica en uno de los suburbios de las afueras de Tokio, una ciudad tan vasta que se ha ido expandiendo hasta tocar literalmente a otras ciudades. Allí, entre las grietas, podremos encontrar a estos personajes, todos en cierta forma obsesionados con el sexo. No más ni menos que el resto de la población mundial, sino a su propia y particular manera. Porque el sexo cambia según los individuos, las condiciones o el contexto en el que se practique. No es lo mismo practicarlo con una mujer adicta a los disfraces de las series de anime que te da un guión con lo que tienes que decir y cómo comportarte que con una compañera de instituto que anhela su primera experiencia carnal. Pero no tomemos el sexo como el tema principal del libro, sino como el resultado de tantas relaciones y anhelos. Según vamos pasando páginas iremos encontrando a un grupo de jóvenes cada vez más intrigantes, por sí mismos y por las relaciones personales en las que se encuentran. ¿Hasta dónde es capaz el ser humano de señalar al que es diferente? ¿Por qué nos escondemos para hacer algo que hacemos todos? ¿Dónde están los límites de las convenciones sociales? ¿Somos libres en algún momento, aunque sean unos breves instantes en el dormitorio? Misumi Kubo pone todas estas cuestiones en el tapete, y como con el sexo, cada uno de los personajes las resuelve a su manera, al igual que nosotros como lectores.
Este es un libro donde se despliega una sensibilidad muy especial, un libro muy japonés donde vemos muchos de los temas esperados en los libros orientales, esto es, la soledad, la alineación del individuo, los resquicios de libertad en un mundo superpoblado de normas. Pero relatado con mucha crudeza, con escenas explícitas y detalles muy gráficos adecuados al momento. Y esa soledad y tristeza que queda después del acto y que los personajes deben cargar en su vida diaria y que les hará crecer como personas y, al final, encontrar cierto grado de serenidad. Y nosotros con ellos.
Mucha gente dice que de un buen relato es difícil sacar una buena novela, pero Misumi Kubo lo consigue, a mi parecer. El resto, no es más que carne revolviéndose sobre sábanas mojadas.

martes, enero 13, 2015

Walter Benjamin. Historia de una amistad, Gershom Scholem

Ed. y Trad. J. F. Ivars y Vicente Jarque. Debolsillo, Barcelona, 2014. 348 pp. 9,95 €

María José Montesinos

Gershom Scholem, entonces todavía llamado Gerhard, conoció a Walter Benjamin en un café del Tiergarten de Berlín una tarde de 1913. Él tenía 17 años y Benjamin, poco más de 23. Para el primero, éste era una especie de guía intelectual, un maestro admirable pese a su juventud. Sin embargo, si bien Scholem siempre vería en Benjamin a través de la admiración por su gran capacidad intelectual, la relación entre ambos no fue la de profesor y alumno sino la de amigos. Una amistad que había de durarles más de 30 años, a lo largo de los cuales ambos, cado uno por su lado, fueron creando un ingente legado intelectual. Como sabemos, Walter Benjamin se suicidó el 27 de septiembre de 1940 en la localidad española de Port Bou, ante el temor de ser devuelto a Francia e ingresado en un campo de concentración y, sobre todo, harto de luchar en un mundo que cada vez le ponía más difícil sobrevivir dedicándose al estudio de sus intereses intelectuales.
Hasta ese momento, Benjamin intercambió un volumen de correspondencia verdaderamente colosal con Scholem, lo que, unido a todas sus vivencias comunes, permite a este ofrecer la narración de esta larga historia de amistad, la de una pareja de amigos que confían el uno en el otro y se hablan con total sinceridad. Es también la historia de un gran debate intelectual porque Scholem, primero estudiante de Matemáticas y Filología, acabó decantándose por los estudios judaicos (llegó a ser el mayor experto de la Cábala en su época y académico de la Universidad Hebrea de Jerusalén), e intentó llevar a Benjamin hacia el movimiento sionista en el que él se integró desde muy joven. La defensa del materialismo por parte de Benjamin y sus años de fe comunista marcaron la mayor distancia entre ambos amigos. Una distancia que fue siempre y solo intelectual, pues ambos se profesaron un afecto cabal y sincero al que no afectaba la distancia de sus posiciones filosóficas ni la larga separación geográfica. Y Scholem no traiciona a su amigo en estas memorias, que escribió en 1975, cuarenta años después de la muerte de Benjamin. Todo su relato se construye sobre la honestidad y el respeto a la figura del amigo desaparecido, aun cuando algunas circunstancias de la vida de Benjamin nos hacen pensar que no hay nadie perfecto.
Habla Scholem del ‘secretismo’ con el escritor alemán se conducía en muchas ocasiones, juzgándolo exagerado, como así mismo le parece al lector. Cuando habla del divorcio de Benjamin de su mujer, Dora, con quien también le unía la amistad, Scholem aclara que prefiere no referirse a ese episodio si bien aclara “sólo diré que Benjamin perdió”. Conoceremos también la gran capacidad de trabajo de Benjamin, su mente privilegiada, las penurias a las que le sometió la vida y el mundo que le tocó vivir. Las posturas filosóficas, políticas, literarias… de Benjamin aparecen y aunque cueste compartir algunas interpretaciones de Scholem, como sus ideas sobre la obra de Kafka, la finura de su escritura, como corresponde al gran filólogo que fue, hace de la lectura de este libro un gran placer.

lunes, enero 12, 2015

Diario de un escritor cobarde, Julio César Álvarez

Lupercalia, Alicante, 2014. 168 pp. 14,95 €

Miguel Baquero

Después de un prólogo excelente —es decir, lo más opuesto a esa especie de trámite en que suelen degenerar la mayoría de las introducciones hoy en día— donde el autor reformula, de manera muy acertada, lo que supone escribir un diario, Julio César Álvarez (León, 1978) se lanza a contar en 75 días, o apuntes —no fechados, y me da la impresión que no necesariamente correlativos— sus impresiones sobre lo que le rodea, su vivencias y su mundo.
Escribir un diario puede suponer una trampa para un autor. Porque, en principio, parece fácil, ya que no requiere argumento ni tal vez acción, y se le puede poner punto final sin preocuparse de que estén todos los cabos atados. Sin embargo, es uno de los géneros más difíciles, porque si se quiere trascender de las simples vueltas sobre el ombligo de uno, los apuntes —los días— deben tener significación, importancia; deben tener un sentido literario: plantear preguntas, descubrir problemas, que el autor se interrogue sobre su entorno. Y, por fortuna, esto lo tenía claro J. C. Álvarez desde un principio, desde la segunda línea de su gran prólogo, me atrevería a decir, cuando habla de «la desnudez que permite el siglo XXI».
Precisamente, en las páginas de este Diario de un escritor cobarde (no acabo de entender lo de «cobarde»), el diarista se planta ante lo que le rodea y se pregunta sobre el sentido de su tiempo, sobre el fondo de estos días que vivimos. No sabemos, en realidad, si más o menos veloces que los que sucedieron antes, pero nos parece, ahora que estamos en el momento, in situ, que van demasiado rápidos, demasiado acelerados como para meter la mano en ellos y extraer una explicación. «Deseo con todas mis fuerzas escribir sobre el presente», dice ya el autor en el día 1, pero lanzado a la calle sólo advierte ruido, confusión, cosas que pasan y gente que va y viene.
Y eso que, también se aprecia enseguida, nos hallamos ante un escritor de gran capacidad de observación, un autor parece que sin prejuicios para captar la nueva poesía cotidiana. No es hermosa, quizás —porque, desde Picasso acá, tenemos bien sabido que el arte no tiene por qué ser agradable a la vista— pero es una poesía humana y significativa, la de la gente que trasnocha en los locales, que compra cervezas a un euro al pakistaní, que regresa tan confundidos como salieron después de otra noche inútil… Álvarez sabe captar con especial sentimiento esa poesía —porque es poesía— y, alrededor de ella, tratar de buscar un sentido a nuestros días. Este diario es, en el fondo, una crónica del esfuerzo por entender nuestro tiempo.
Pequeños detalles: tal disco, tal autor, tal grupo, que se estudian hasta la especialización. Una habitación entera llena de cedés que acaban desfondando las estanterías; sobre la mesilla, la biografía de tal o cual músico, o un libro de Henry Miller sobre el que se vuelve repetidas veces… Parece que el mundo, definitivamente, hubiera saltado en mil pedazos imposibles de volver a unir, y el autor—como el resto del mundo que permanece sensible— se concentra sobre uno, y luego sobre otro de esos añicos, tratando de descifrar una figura global. Al otro extremo del sabio renacentista, el hombre contemporáneo sólo puede saber sobre parcelas mínimas, e inconexas con otras, como esos personajes de Hornby que hacen listas completamente inútiles y opuestas sobre las diez mejores canciones de los 70, de los 80…
No es casual citar aquí la música ni tampoco que el autor —está bien, su profesión de dj aparte— hable con gran frecuencia de músicos, como Nacho Vega, de grupos, discos, cantantes... No es nueva la supremacía en nuestros días de la música sobre la literatura; hoy es la música la que expresa, la que habla y la que grita, y al escritor sólo le queda recoger algún párrafo cuando todo ha pasado y tratar de armar con ellos un libro. Siempre con la sensación, como en muy lograda frase se repite en este Diario…, de que lo mejor está sucediendo en otra parte.
De agradecer —siempre es de agradecer— la inteligencia de este libro, y que el autor no se aúpe sobre un plano de superioridad —otra tentación de los diarios— para señalar como gregarios a éste o a aquél, cuando no al propio lector. Por el contrario, y aunque muestre orgulloso las pocas cosas de que ha conseguido rodearse, la mayoría de las veces se le nota al autor tan extraviado, tan confuso, tan inseguro de tener la razón o estar en el camino correcto como quien le lee. Lo dicho: se agradece.

viernes, enero 09, 2015

Ofrenda a la tormenta, Dolores Redondo

Destino, Barcelona, 2014. 544 pp. 18,50 €

Jaime Valero

En el plazo de apenas dos años, Dolores Redondo se ha convertido en un referente de la novela negra contemporánea, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Este éxito se ha debido a la magnífica acogida que ha tenido entre críticos y lectores su Trilogía del Baztán, que arrancó su andadura en enero de 2013 con la novela El guardián invisible y que recientemente ha culminado con la publicación de Ofrenda a la tormenta. Esta trilogía recibe su nombre del valle del Batzán, la región situada en la Comunidad Foral de Navarra donde tienen lugar los acontecimientos descritos en los tres libros, cuyo folklore y tradición juegan un peso fundamental en el desarrollo de la trama. La trilogía está protagonizada por una inspectora de policía llamada Amaia Salazar, a la que acompañamos a lo largo de estas páginas no solo en el curso de la investigación, sino también en los diversos vaivenes que se producen en su vida personal. En El guardián invisible se nos dan a conocer algunos terribles pasajes de su pasado, que planea sobre su cabeza de forma amenazante durante toda la trilogía. En Legado en los huesos, asistimos a las dudas y los desvelos que le supone su recién estrenada maternidad, y en esta Ofrenda a la tormenta compartimos con ella los momentos más difíciles de su relación con su marido, James. El carácter vulnerable y profundamente humano del personaje de Amaia convive con su faceta de policía perspicaz y obstinada, en continuo roce con muchos de sus compañeros, y con una sagacidad que nos recuerda a la de otros memorables personajes femeninos del género como Sarah Linden (The Killing) y Clarice Starling (El silencio de los corderos); de hecho, la autora incluye un guiño a esta última bautizando con ese nombre a la suegra de Amaia.
Queda claro que nos encontramos ante un personaje protagonista cargado de carisma que, aun así, no alcanzaría a justificar por sí solo el éxito que ha tenido esta trilogía. La razón por la que tantos lectores han quedado prendados de la saga hay que buscarla en su ambientación, en la pericia de la autora al construir una intriga policial sirviéndose de las leyendas que corren por este valle navarro. Así, los lectores de la Trilogía del Baztán han podido añadir a su propio vocabulario personal términos como basajaun (el señor del bosque, según la mitología vasca), tarttalo (el gigantesco cíclope con tendencias antropófagas) e inguma (el genio maléfico que arranca las vidas de sus víctimas durante la noche, arrebatándoles su respiración). Estos tres seres mitológicos se personan entre estas páginas bajo la forma de asesinos en serie que siembran el terror por el Baztán y sus alrededores. Cada uno es objeto de una investigación que culmina con cada libro, pero cuyos hilos se extienden hasta quedar unidos cuando la autora cierra con maestría todos los cabos sueltos en Ofrenda a la tormenta, demostrándonos que todo estaba relacionado. Sin necesidad de forzar los acontecimientos, Dolores Redondo consigue que los diversos asesinos, el rastro de víctimas y el pasado de Amaia converjan en un punto con el que al fin se arroja luz sobre los misterios que nos han mantenido enganchados desde el inicio de la saga. Por ello, Ofrenda a la tormenta dejará buen sabor de boca a quienes ya disfrutaran con los anteriores libros, dejando clara la importancia de una buena planificación previa por parte del escritor.
Resulta difícil destacar en un género tan cultivado y tan en auge hoy en día como es el noir. Dolores Redondo lo ha conseguido gracias al personaje de Amaia y a su reinterpretación de los mitos y leyendas del norte de nuestro país. Además, sorprende lo bien que sabe construir la intriga al tratarse de una autora novel —novel, al menos, en el momento de iniciar esta trilogía—, así como su forma de llevar el ritmo de la narración y de dosificar las sorpresas y los giros que van dando forma a una trama compleja que nunca cae en lo rocambolesco, pese a que en algunos pasajes lo fantástico parezca fundirse con la realidad. Gracias a lecturas como esta, el noir español ya puede mirar sin complejo alguno a los países que han dominado el género durante las últimas décadas, como EE.UU., Francia y los países nórdicos. Confío en que esta no sea la última vez que nos encontremos con Amaia Salazar, y los lectores que aún no se hayan acercado a sus peripecias, harán bien en abrir las primeras páginas de El guardián invisible para embarcarse en un viaje plagado de intriga, crudeza y miedos ancestrales de los que parece imposible escapar.

jueves, enero 08, 2015

Los hemisferios, Mario Cuenca Sandoval

Seix Barrral, Barcelona, 2014. 544 pp. 20,50 €

José Miguel López-Astilleros

Comencé a leer esta novela pertrechado de mi vieja estilográfica Waterman y un cuaderno Oxford verde al lado. El automóvil en el que viajaban Gabriel y Hubert choca con otro, sobre su parabrisas se estrella y muere el cuerpo de la Primera Mujer, una mujer fetal, arquetípica, sin ombligo, cuya búsqueda se convertirá en una obsesión para Gabriel a partir de entonces, identificada infructuosamente con otras mujeres como Carmen o Meriem, y que constituirá uno de los delirantes ejes narrativos principales, sobre todo de la primera parte o primera novela, “La novela de Gabriel”, porque según su autor el libro está integrado por dos novelas, la segunda lleva por título “La novela de María Levi”, y funcionan como espejos. Continúo tomando notas y leyendo. El accidente sucedió treinta años atrás, varios saltos temporales nos muestran la relación entre Gabriel y Hubert antes y sobre todo después del suceso. Ambos representan dos modelos diferentes de intelectual, el primero es escritor y crítico, y está más o menos instalado en el aparato industrial de la cultura, el segundo es un cineasta menos racional y más pasional, situado en una cierta marginalidad, de donde entra y sale. Hubert le encarga a Gabriel que cuide a Carmen en su ausencia, una mujer para quien la autodestrucción, el suicidio, es una pulsión de su ADN. Además de incrementar mis anotaciones, ahora añado subrayados simples, dobles y triples, verticales y horizontales; trazo círculos sobre referencias a películas (sobre todo Vértigo de Hitchcock y Ordet de Dreyer), libros, filósofos, novelistas, poetas; además escribo breves comentarios en los márgenes superiores e inferiores sobre el tiempo circular, la muerte, el terrorismo, la búsqueda del amor, el arte contemporáneo, los toros, el cuerpo como tapiz y campo de exterminio a la vez, la redención, el dolor, la omnipresencia de la “danteína”, una droga inventada tras la que se esconde la cocaína y el obvio infierno de Dante, pero un infierno caótico y enloquecedor, no ordenado como el del poeta italiano. A estas alturas abandono el cuaderno, me distrae del vértigo de la lectura, la esplendorosa y envolvente prosa de Mario Cuenca me ha atrapado. Renuncio a plantearme mi relación con la obra de un modo analítico y racional, la pasión y la emoción que emanan las palabras consiguen arrastrarme, perturbarme. A partir de este momento dejo que mis recientes recuerdos de lo leído, de las imágenes creadas en mi mente y de lo sugerido por todas las referencias culturales (filósofos como Foucault o Deleuze, novelas como Rayuela de Cortázar o películas como Stalker de Tarkovski, etc., sin contar otras menos explícitas) se vayan superponiendo, ensamblando, aglutinando dentro de mí. Leo de una manera compulsiva, el tono obsesivo y el estilo hipnótico forman un continuo hasta que termino el libro. Parece como si los personajes persiguieran la confirmación de su propia existencia en películas y documentales, otros en el dolor que infligen a sus cuerpos ellos mismos, anoto con lápiz, y unas páginas más acá o más allá, también señalo con una C las primeras correspondencias, los primeros paralelismos, que se multiplicarán profusamente en la segunda parte, como si la vida se proyectara en otras dimensiones del tiempo, como si tal escena, nombre o planteamiento vital hubieran penetrado a través de un gusano cósmico en otro universo.
En la segunda novela María y Marianne han viajado a la Isla de Mística, donde esta última se someterá a un supuesto proceso de purificación, o al menos de depuración, para lo cual es necesario que abandone su anterior identidad. Si un capítulo transcurre en dicha isla, en el siguiente se nos ofrece en sucesivas retrospecciones el recuerdo de la vida de María desde su infancia en París y más tarde en alguna ocasión en Barcelona, alternándose sucesivamente, de modo que el pasado transcurre en pos del presente narrativo de ambos personajes en la isla. Todo en la isla sucede o funciona como una alegoría imaginada, incluso ciertos nombres parecen obedecer a tal propósito, así por ejemplo El Habla, una voz que sobrevuela la narración, El Tercer Estado, que se sitúa entre el sueño y la vigilia, o El Ansia, que según se dice «…no era un trastorno, sino una forma lúcida del deseo, consciente de sí misma, cuya gigantesca rueda giraba y atropellaba las ruinas de este tiempo para abrir paso a otro tiempo.» (pág. 487). En el tiempo de la memoria aparece Gabriel, procedente de la primera novela, pero también en el otro, el de la isla, y también otras múltiples correspondencias con la primera novela, como se apuntaba más arriba, que el lector habrá de identificar. Llegados a este punto, mis comentarios, flechas, círculos, rectángulos y subrayados acumulados se tornan una maraña, y lo que es peor, me temo que se han sumado al libro como parte espuria del mismo, no como las ilustraciones en blanco y negro incluidas en él. Tras dos días de inmersión, de deslumbramiento, termino de leerlo. Horas después aún laten en mi interior las terribles palabras de María, en las que hace gala de un feminismo radical, y que me recuerda al de Elfried Jelinek, «Todas las mujeres de la historia, conectadas unas con las precedentes a través de su cordón umbilical, todas las que han dado a luz han padecido la humillación fundamental de la penetración. Pero ningún hombre romperá mi himen…» (pág. 366), así como aquellas sobre la automutilación, «Pero, ¿no es la automutilación, en el fondo, una manera de apropiarme del cuerpo, de afirmar mis derechos sobre el propio dolor?» (pág. 288) o «Los cortes en la piel sirven para eso, para detener el flujo de la conciencia, la hemorragia de los pensamientos» (pág.354).
En la pagina 494 se dice «Se puede escapar de una ciudad, y aún de un continente, pero no se puede escapar de una historia». Esta es la minúscula historia de mi lectura, de una gran novela experimental, neorromántica e inabarcable en tan poco espacio, en la cual lo principal es la experiencia estética, emocional, poética, más que la trama en sí; aunque si hemos de poner un pero es que las últimas cien páginas podrían haberse condensado en muchas menos. Y por último, Los hemisferios es una novela de muchas lecturas, compleja, que exige un lector no sólo activo, sino dispuesto a conmoverse, más que a buscar un sentido racional, que lo tiene. Déjense llevar por su propia luz y háganla suya sin otra mediación, no saldrán indemnes. Mario Cuenca es uno de los escritores más originales de los nacidos en la década de los 70, que está a la altura de escritores tan brillantes y distintos entre sí como los portugueses Gonçalo M. Tavares o José Luís Peixoto, por poner dos ejemplos foráneos.

miércoles, enero 07, 2015

El pulso de las nubes, Javier Lostalé

Pre-Textos, Valencia, 2014. 55 pp. 13 €

Ariadna G. García

Javier Lostalé es uno de los poetas destacados de su generación. Su obra, gestada en silencio y con modestia, mantiene un pulso firme a lo largo del tiempo. Se trata de una voz fiel a sí misma, sin contaminación de modas, escrita sin urgencia, al margen de los fuegos artificiales que relumbran un rato para después morir incluso en el recuerdo. Sus libros son Jimmy, Jimmy (1976); Figura en el paseo marítimo (1981); La rosa inclinada (1995); Hondo es el resplandor (1998); La estación azul (2004); Tormenta transparente (2010) y este último libro individulal: El pulso de las nubes (2014). Varios volúmenes recogen o bien todos sus libros hasta la fecha de publicación (La rosa inclinada. Poesía 1976-2001. Publicado por Calambur en 2002) o bien una selección de sus mejores textos (Azul relente. Antología poética. Renacimiento. 2014). No cabe duda de que en los últimos doce años Javier Lostalé ha cosechado un reconocimiento incontestable, que tardaba en llegar.
El pulso de las nubes continúa la senda de su libro anterior. Al igual que en Tormenta transparente, encontramos poemas largos, un metro corto, versos anisosilábicos, un anclaje del texto en sustantivos, un léxico cotidiano que sirve para la creación de imágenes muy evocadoras («Pasaste por el mundo/ como nube sin sombra», «Tiene el solitario toda la luz dentro», «Esta calma de jardín vacío») y una certera contención emocional. Sin embargo, este libro respira un aire diferente. Suena a balance, a ajuste de cuentas con las decisiones tomadas en la vida, a cierto arrepentimiento, a repaso de lo que se perdió o se malogró, a recuento de instantes en que se rechazaron otros caminos, a lamento por la soledad elegida. Así, el sujeto lírico que habla acumula metáforas que lo describen como «un hondo ser sin nadie», un «corazón enterrado/ en su propio fervor», o un hombre «sin orillas» y «sin firmamento». Como un Leriano del siglo XXI, ese sujeto habita una «cárcel de luz», condenado al exilio de la persona amada, pese a que sueña aún con ese «reino que ya no existe». Lejos estamos del diálogo con el receptor pasivo de obras anteriores. La voz que enuncia apenas dedica tres poemas a esa “sombra” a la que vive atado, al menos, mentalmente. Los demás textos se escriben en tercera persona (no faltan las oraciones impersonales), en segunda persona del plural o constituyen monólogos de una voz que se desdobla para reprenderse con objetividad («Injertado en deltas de cuerpos/ sin desembocadura,/ viviste tu mansa fiebre/ en el claro latido de la espera»).
Libro no ya sólo bello, sino emocionante, El pulso de las nubes combina la melancolía que produce la ausencia con la pesadumbre que dejan en el pecho las equivocaciones cometidas («sustituí el temblor por la mentira de un sueño»). Y no obstante, en la vejez sigue habiendo esperanza («alguien aún avanza/ y conquista nuestra vida»).
Imposible elegir un poema para alentar a la lectura del libro. Les recomiendo que lo vivan y lo sientan todo.

martes, enero 06, 2015

Bienvenidos a Incaland, David Roas

Páginas de Espuma, Madrid, 2014. 144 pp. 15 €

Pedro Pujante

Algunos escritores pasan a la historia por crear sus propios universos. Lovecraft o Patchett servirían de ejemplo. Otros consiguen reinventar países o ciudades. Cortázar reescribe la cartografía de un París secreto; Levrero también hizo lo propio con la ciudad luz en esa extraña novela, París. MacCarthy escribe sobre una Norteamérica cruel y la transforma en un espacio mítico y desesperanzador. Ahora David Roas (Barcelona, 1965) se ha atrevido a redescubrir Perú. ¿Perú? Sí, no se asusten, no hará lo que ya hicimos los españoles hace 481 años. Roas redescubre un país a través de su propia mirada y mucha imaginación. Esa ciudad se llama Incaland. Y la recorre como flâneur estrambótico o como turista, no como conquistador.
A mitad de camino entre la crónica de viaje (alucinado) y la nouvelle de aventuras, Roas ha escrito una historia fantástica y muy divertida, que viene a ser su visión personal y desquiciada de Perú. Estructura el itinerario en tres puntos cardinales: Lima, Cusco y Machu-Picchu. Además intercala algún microrrelato.
Cualquier viajero habitual, revestido por esa aura que le otorga el turismo, habría convenido en hacer de un viaje a Perú una historia anodina, quizá interesante desde el punto de vista etnológico o cultural. Pero otra crónica de viajes al uso. Sin embargo a Roas no le interesa eso que llamamos realidad y prefiere acercarnos a un Perú sutilmente distinto, extraño y que parece no responder a los mecanismos que rigen lo ordinario. Una fantasía lúdica, una comedia de lo extraño.
El narrador que pasea por Incaland (el Perú de Roas) puede verse una noche perdido y solo en una urbe extraña en el que la presencia de una llama (o alpaca) se dibuja como una sombra fantasmal. Además, el paseante de esta extraña peripecia no tendrá otra ocurrencia que robar la máquina de escribir del mismísimo Vagas Llosa.
Pero los problemas no acabarán ahí. En Cusco –no sabemos si debido al efecto del soroche (mal de montaña), el exceso de cerveza Cusqueña o a un desproporcionado sentido de la irrealidad- será perseguido por una niña y su llama (o alpaca) y descubrirá un complot dedicado a zombificar a todos los turistas. También será víctima de una ruptura con la realidad, que momentáneamente le hará ver el otro lado, quizá otro episodio siniestro sobre el que se escribió la sangrienta historia del país. No estamos seguros los lectores. Porque como bien sabe Roas –y también Todorov- lo fantástico consiste en esa duda, en ese momento de hesitación al que nos enfrentamos mientras leemos. Pero Roas, y quizá este es el aspecto más reseñable de su obra, piensa: ¿y no puede ser lo fantástico, además, divertido, ácido e irreverente?
Este viaje a Incaland es una experiencia privilegiada. Roas escribe con un estilo limpio, directo y eficaz. Consigue contar una historia irónica, su visión distorsionada de la realidad, en la que obsesiones, manías, terrores cotidianos, fantasía y mucha imaginación se trenzan para desbocar en una crónica salvajemente histriónica y mordaz. Una crítica del capitalismo imperante, teñida de mucho sarcasmo, una mirada vitriólica y muy suspicaz de un país, Perú, que tiene más de surrealista que de tradicional.
O al menos así lo ha querido ver el narrador hipocondríaco y destartalado de esta nouvelle.
Entren en Incaland, paseen…no saldrán decepcionados.

lunes, enero 05, 2015

Ocho cuentos y medio, Javier Morales Ortiz

Epílogo de Gonzalo Calcedo. Baile del Sol, Tegueste (Tenerife), 2014. 104 pp. 9 €

Pedro M. Domene

Eso y poco más es lo que interesa: contar historias. Esas que surgen de la realidad inmediata y se traducen en relaciones personales, pese a las insatisfacciones, los fracasos, o la soledad más absoluta, y alguna que otra alegría, aunque eso sí inmersos en los problemas cotidianos que se acercan a una realidad, y se traducen en unas historias que se miran, una y otra vez, en ese espejo que produce la incertidumbre diaria. Y en este sentido se mueve, Ocho cuentos y medio (2014), la nueva apuesta narrativa breve de Javier Morales Ortiz (Plasencia, 1968), que ya se había ejercitado en el género y publicado, La despedida (2008) y Lisboa (2011), dos colecciones que sobresalían por ofrecer la realidad moral de toda una vida y, sobre todo, porque sobre sus personajes recaía o, mejor, se edificaban las historias que giraban en torno a ese divino mundo cotidiano. Autor de profunda tradición chejoviana, a Morales le importa que sus textos contengan abundantes elipsis, y así va dejando el hueco necesario en sus historias para que el lector sea capaz de interpretar y aun más, en ocasiones, de reinterpretar. El narrador arranca de una realidad inmediata como punto de partida, y en ocasiones el resultado de esta resulta tan desolador como dramático porque quizá, como protagonistas únicos, no reflexionamos acerca de la percepción inconsciente del conocimiento de una vida cotidiana. Por otra parte, no encontramos en los relatos de Javier Morales detalles pormenorizados que ofrezcan una idea total de la historia que estamos leyendo, lejos de eso nos enteramos por sus personajes que ellos mismos tienen la decepcionante capacidad de mostrarse superfluos en su actitud vital, como si esa insignificancia fuese una muestra más de este complejo mundo; la mayoría han modificado sus rutinas, y de golpe y porrazo sus vidas dan un giro inesperado y se perfilan así, como incompletos y parece que no hubieran encontrado su camino en esta vida
En las historias de Ocho cuentos y medio se nos habla del profético divorcio de unos padres enmarcado en un final de año decisivo de su vida, o del inocente descubrimiento de la verdad de unos niños, y como a través del “mito de la caverna” dos seres solitarios se conocen, Gladys, una uruguaya, y el narrador, vislumbrado por la vida que esta lleva en el semisótano de un edificio viejo, y de mala construcción; o los problemas laborales que se mezclan con la vida personal, y la vida adolescente que se interrumpe frente a una responsabilidad que atormenta a los dos jóvenes, y ese espacio futuro en blanco sin que podamos discernir qué o debe ocurrir; la absoluta soledad de Bruno, o la cómica o asfixiante situación de una plaga de chinches y su descontaminación que hace aguas una relación de pareja; y el homenaje al maestro Chéjov en el que, tal vez, sea el mejor relato de la colección, “Regreso a Sajalín”, el descubrimiento de su protagonista, una joven investigadora canadiense para llegar a Guantánamo, un relato paralelo que descubre y parafrasea la magia del narrador ruso.
Javier Morales concreta sus textos, hasta la expresión mínima, utilizando un lenguaje conciso y eficaz, que redondea con una aparente sencillez que se asemeja a un fogonazo que busca complacer al lector y dejarle el regusto de la buena literatura, un sano concepto de hacer las cosas bien, lejos de una retórica ampulosa que enmaraña las historias sin sentido alguno. Ocho cuentos, y ese medio, a modo de epílogo de Gonzalo Calcedo, o mejor ese relato que, de la mano de un maestro, ensaya en sus textos unas equivocas situaciones en las que todos y cada uno podemos vernos como “Caídos del cielo”.

viernes, enero 02, 2015

El viaje a pie de Johann Sebastian, Carlos Pardo

Periférica, Cáceres, 2014. 229 pp. 18,50 €

Marta Sanz

La autobiografía es el género que constata el fracaso de ciertas comunidades. La autobiografía es el género de los individuos emprendedores en sociedades de ética protestante donde impera la fantasía del hombre hecho a sí mismo: desde hace no mucho tiempo, existe también la misma ilusión respecto a una mujer que toma la palabra para reivindicar una voz que nunca fue escuchada –como quien dice, tenemos alma desde hace dos días-. La autobiografía es una metonimia y una ficción y una metáfora. Es la prueba del siete de que el emperador siempre va desnudo, el certificado de que los desnudos son la más antinatural de las poses y de que, en cada pose, uno se retrata. En la autobiografía uno es lo que parece y parece lo que es. En ella confluyen lo íntimo y lo público, y se ponen en tela de juicio los conceptos de privacidad y pudor. Tal vez, se sugiere que la identidad no es lo mismo que la intimidad. En la autobiografía siempre existe un interlocutor no tan anónimo. Un impulso de mostrar mostrándose y de dejar entreabierto el cajón de la cómoda para que, por fin, un ojo curioso lea el diario secreto. Las autobiografías son a menudo lecciones de geografía y de historia. Una autobiografía puede ser el subrayado de una heroica idiosincrasia, un ajuste de cuentas, una caricatura, un acto de expiación. Un yo toma la palabra, y habla de los vivos y de los muertos bordeando el límite que separa on y off, núcleo y periferia. Muchas veces la autobiografía es elegíaca y alude al cuerpo, al texto y a la enfermedad. A sus posibles relaciones. Transitivas. A las marcas y las cicatrices. Los textos autobiográficos corroboran la imposibilidad del solipsismo y lo masturbatorio. Porque siempre hay vuelta de hoja y la escritura salpica. Sobre todo la buena.
En El viaje a pie de Johann Sebastian, Carlos Pardo con una honestidad infrecuente en la literatura autobiográfica, nos proporciona claves explícitas para que, como lectores, comprendamos su aproximación a la escritura: «… si quiero escribir después de ocho horas de trabajo en jornada partida, después de cumplir con otros trabajos para prevenir la bajada de mi sueldo, tengo que desatender a mi familia. Que si yo quiero escribir sobre papá es al precio de abandonarlo…» En esta afirmación hay culpa, pero no metafísica. Hay una pena por uno mismo que no se encubre y que no coloca a la voz en una franja de heroicidad precisamente. Un escritor –un hombre que come y defeca- cuenta su historia y la de su familia, escribe versos, pero al final nada escapa de la presión del dinero. Del tiempo. Del tiempo que es dinero. De lo que se tiene o no se tiene. De lo que se va gastando de un modo inexorable. De lo que marca el límite entre ser un privilegiado o un pobre. De cómo los desclasamientos hacia arriba de las generaciones precedentes se transforman en desclasamientos hacia abajo hoy. Incluso cuando uno se convierte en organista de la iglesia, en elegido, en mente privilegiada, en escritor. Desde ahí se desencadena la escritura de El viaje a pie de Johann Sebastian. No son buenos tiempos para la lírica ni para los líricos. Tal vez nunca lo fueron. O solo un ratito: en aquella burbuja –en aquella inflación- de los ochenta…
Carlos Pardo ya había escrito un extrañísimo libro autobiográfico, Vida de Pablo, que convertía la extrañeza en virtud, revelaba un pensamiento profundo previo a la escritura e incluía algunas páginas excelentes, de ésas que a algunos lectores nos gusta leer en voz alta. Limpias, eléctricas, vivas. En este nuevo libro, Pardo se supera. En Vida de Pablo se abordaba el asunto de las amistades como afinidad electiva –o como vaya usted a saber- y el hallazgo del amor; ahora la familia constituye el eje de una historia tremebunda en lo que tiene de común. Pardo cuenta, sin melaza pero con un cariño básico –temiblemente cerebral-, cómo son las relaciones con sus hermanos a partir de la enfermedad de los padres. Cómo el desvalimiento de los padres representa un punto de inflexión en los amores fraternos. El dibujo de los personajes se consigue a través de una atinada selección de rasgos mínimos, de los diálogos y del juicio de valor del narrador protagonista. Directo, sin sublimaciones ni excusas. Como en toda familia, el dinero –su escasez- y la responsabilidad de la asistencia, el cuidado debido a los padres, generan un conflicto que, en El viaje a pie de Johann Sebastian, se extrema porque los padres tienen cuentas pendientes con sus criaturas. Las de todos los padres y las de estos padres en particular: falta de lucidez, mezquindad, desamparo. El narrador mira con delicadeza y crueldad su entorno y a sí mismo. Mira con amor. Pero no con un amor plano de postal navideña. No con un eslogan del amor, sino con un amor que como todos los amores se hace hiel y desapego y ganas de que todo el mundo se muera o se vaya a la mierda rápidamente. La mirada sobre la propia familia se extiende a la comunidad y adquiere un sesgo político: las observaciones que el narrador Carlos hace sobre su adolescencia dandi, sobre el carácter político de lo anacrónico, sobre las diferencias entre lo retro y lo vintage, sobre el concepto de pueblo frente a la idea de población y de público apuntan en esa dirección: «El dandi era el mito trágico del capitalismo ( …) su vida como objeto es un acto de terrorismo económico entre su plusvalía y su degradación.»
A mí en los libros de Carlos Pardo siempre me interesa María Jesús, su mujer. María Jesús en esta novela es una presencia-ausencia, el referente que quizá ayuda a mirar desde la distancia la pudrición del núcleo familiar; sin embargo, María Jesús es también el sutil peligro de perder a María Jesús ante el peso de los acontecimientos: precariedad laboral, deseo de escribir, cuidado de los padres, conflictos con los hermanos. María Jesús es una pieza fundamental para entender desde dónde escribe el narrador Carlos Pardo: no escribe desde el lugar de la nostalgia, aunque hable del pasado, sino desde la incertidumbre del futuro. Desde la conciencia de la relación causa-efecto y de los dramas por venir –rupturas, despidos, residencias geriátricas, fecalomas, kaput-. Tal vez por eso a lo largo de esta novela explotan las ganas de vivir en una especie de rechinar de dientes muy, muy gracioso. Dentro del relato de la descomposición familiar –la familia de la que el narrador surge como un fruto a destiempo, como un enanito que habrá de preocuparse por los delirios de grandeza de su pobre madre…-, aparece el temor a la crisis de la familia formada por Carlos y María Jesús, a la amputación, a la imposibilidad de perpetuarse en hijos o en libros. Los árboles no importan tanto. Aparece el miedo a un exceso de intelectualización: «Se piensa tanto que no se tiene el hijo». La prosa es siempre la que tiene que ser: escueta, sencilla, a ratos agradablemente empollona. Y gamberra. Como en esos maravillosos fragmentos de un Carlos púber acompañando a su madre a darse el pisto en La Moraleja.
El relato no es lineal. Lo cortan otros relatos. El lector reconstruye una idea de memoria en la que la memoria es el relato de la memoria; este tipo de discurso se caracteriza por la interferencia y el mestizaje: la incorporación de en un fragmento del diario de la madre –Amelia- subraya ese concepto de desclasamiento que recorre la novela. A la vez insiste en la vulnerabilidad de la madre, de la mujer, de la persona de origen humilde, frente al padre, un ridículo atleta septuagenario que abandonó a esposa e hijos y, ahora, con la cabeza perdida le dice a Amelia que se cuide. Quizá el azar biológico de que todos los descendientes de Amelia sean varones no sea una circunstancia desdeñable en una sociedad donde las labores asistenciales suelen recaer en las hijas: es un factor más de enrarecimiento narrativo bajo el que subyace la posibilidad de un conflicto de género que ha sido neutralizado por el capricho de la genética. Pardo describe los dedos de Amelia como cebollitas artríticas. La imagen resume un modo de entender el humor que mezcla lo crudo y lo cocido, lo delicado y lo vulgar: es brutal, sensible, observador, ambiguamente piadoso. Utiliza la parresia para curar la rabia a través de un insulto que encierra amor. La enfermedad y la vejez no son tupidos velos para dulcificar estigmas y culpas familiares; los ojos de lo grotesco nos impiden olvidar el abandono o el egoísmo pasado. La debilidad no es una excusa para la tachadura…
En el capítulo intermedio, que da título a toda la novela, Pardo relata el viaje a pie de Johann Sebastian Bach para encontrarse con Buxtehude. El cambio de registro en la prosa nos redescubre al Pardo poeta y nos coloca sobre la pista de un escritor que sabe hacer dos cosas a la vez y que nunca es igual a sí mismo: tiene oído para entonar distintas canciones de manera que tanto la sintonía como la disonancia produzcan significado. La música es un tema central en esta historia. Pardo y Johann Sebastian emprenden un viaje, donde ambos componen, donde uno se escapa y el otro se queda. También los hermanos de Carlos –y su padre- de un modo más o menos directo han estado o están relacionados con la música.
La ilusión del realismo, incluso de la verdad, en el género autobiográfico se fractura y el lector se hace preguntas para encontrar respuestas. El relato sobre Johann Sebastian y el de la descomposición familiar de Pardo se tocan en muchos puntos y en ninguno: una cierta idea del arte y del artista, del arte de la fuga y de la repetición, de la posibilidad del escapismo –sentimental, religioso, cultural, vital-, del artista en los núcleos familiares, de lo común y de lo extraño, del compromiso, del protestantismo y el sentimiento de culpa, la contención, los límites, lo difícil, el pudor, la intromisión de un secundario –o una línea melódica secundaria- que se convierte en el tema principal de la obra -ése era precisamente el experimento que Pardo llevó a cabo en Vida de Pablo… El pacto realista de la escritura autobiográfica de Pardo se diluye, pero a la vez se cuestiona la aproximación idealista a las narraciones. En este terreno sin amo brilla la exploración literaria de El viaje a pie de Johann Sebastian.
En el epílogo, Pardo es eficazmente escueto. Coloca a cada cual en su lugar. Nosotros vemos y compartimos. O no. Quiero insistir: no hay melaza. No hay falsas bondades. Ni siquiera hay expiaciones a través de la palabra escrita: tal vez sólo la que se le supone a todo acto de escritura en un mundo hipócrita en el que, ya seas católico, protestante, judío o musulmán hay que estar pidiendo permanentemente perdón. Y, si el clavo destaca, se le pega al clavo un martillazo. Hay muchos individuos sensibles que se dedican a la escritura. Muchos que necesitan ajustar cuentas y matar a sus padres, sus madres y sus hermanos. A sus patrones. Carlos Pardo tiene la gran ventaja, la gran virtud, de ser además de sensible, muy inteligente.