José Morella
Hace más de quince años hice autoestop desde Buenos Aires hasta Jujuy con unos amigos. Tres semanas bastante delirantes. Uno de nosotros era porteño, y recuerdo siempre lo mucho que me sorprendió que la vida del interior de su propio país —los indígenas colla de Salta y de Jujuy, las casas de adobe de familias humildes, la lentitud y la parquedad de la gente de los pequeños pueblos— le resultara a él tan extraña como a mí. Se sentía en su propio país tan extranjero como yo. En ese viaje mi conciencia de la desigualdad social se hizo mucho más fuerte de lo que ya era. Y ahí me ha devuelto Ramal. No es Argentina sino Chile, y el ramal es el de la línea férrea que discurre entre Talca y Constitución. La distancia entre el afuerino ("el que viene de afuera") y los lugareños es tan brutal que al principio el protagonista llega a pensar que no hablan la misma lengua: le pregunta algo a alguien y no recibe respuesta, o eso cree él. La cosa es más simple: la gente se toma tiempo para pensar lo que va a responder, algo inédito en la capital. Al principio el afuerino no sabe interpretarlo. Para escribir su historia, Rimsky, como el afuerino, se ralentiza. Es difícil apresurarse leyendo este libro. Empecé a disfrutarlo mucho cuando dejé de intentar acelerar la lectura y producir sentidos. El lector es también el que viene de afuera. Rimsky gasta muchísimo esfuerzo y talento para que que pocos lectores nos aliviemos del ritmo demencial que, si nos despistamos, solemos vivir como natural.
El tren de Rimsky me recuerda a la idea del espacio típica de los libros de Gaston Bachelard: el espacio verdadero es el que se da en el adentro de los ojos, el espacio soñado; imposible desligarlo de nuestra entraña. En Ramal ese espacio va dibujando -—entre otros— dos mapas, o dos esbozos de mapas, muy claros: el de la nostalgia y el de la miseria. Pasado y futuro. Un mapa místico para transitar el pasado añorado que se desea salvar, y otro económico para transitar el futuro ruinoso. Ambos se viajan en el mismo tren. De este modo, el afuerino se salta siempre el momento presente. Pasa por alto lo único que de verdad existe. Por eso desconoce hasta un punto inimaginable (como tantas personas hoy en día) a su propio hijo neurótico, así como a sí mismo y a sus propias neurosis. Por eso le pasa lo que le pasa. La novela se nutre del choque entre el fluir del tiempo y nuestra torpeza psicológica para dejar de intentar patéticamente adueñarnos de él, para dejar de medirlo y usarlo para algo. Como lector, al principio quieres saberlo todo: quién es el hijo, el hijo de quién, qué dentista vivió dónde, quién arregló qué casa para vivir con qué mujer. Luego te vences al ritmo del libro, a su(s) espíritu(s), y lo disfrutas.
Una lectura económica deja desnuda para quien quiera verla (o tal vez sólo para mí) cierta verdad sobre el turismo. El ramal pasa por lugares que el Estado dejó a su suerte. En algún momento hubo hoteles, pero la bicoca se hundió cuando un aristócrata puso una planta de celulosa que apestó literalmente la zona y no dio tanto trabajo como prometía. De todos modos, todavía hoy los burócratas de la capital van dando "capacitaciones" a los lugareños para vender su vino casero o sus comidas típicas como valores turísticos. La definición exacta de ruina: restos de algo.
El turismo suele crear mundos nuevos que se disfrazan de mundos antiguos. Hace florecer el papanatismo. Lo "auténtico" no es lo que los turistas encuentran cuando llegan ni lo que buscaban cuando partieron. No es lo que hubo ni lo que se produce como supuestamente idéntico a lo que hubo. La experiencia llamada "vino casero" que se da en bodegas particulares de hijos (arruinados) de viejos campesinos no puede evitar modificarse por la propia búsqueda de los turistas y por el deseo de enriquecimiento de los productores. El antiguo vino, que era sólo eso, vino, ya no existe precisamente porque queremos que exista. Lo único que hay son compulsivos deseos colectivos que suelen dejar una melancolía cuya causa queda oculta para quienes la sienten. La existencia del turismo crea la tradición y no al revés. Lo auténtico no existe. Eso que (no) es se va muriendo mientras le chupan o tratan de chuparle la sangre que le queda los burócratas que dan certificados de "apto" a los lugareños para etiquetarse a sí mismos, a sus cerdos de matanza, su vino y las tejas antiguas de sus casas. Pero qué demonio son las tradiciones, dónde está el límite entre la cultura con mayúsculas —si es que existe— y el casposo souvenir de rambla. Qué es el valor de lo nacional o provincial. Qué ficción o ruina de ficción es esa. Y la única pregunta que cuenta: cuánta pasta (plata, guita, cuartos, lana) nos puede dar todavía.
Durante la lectura sabemos de mujeres que trabajan en invernaderos de tomates y que se prostituyen para sacar un extra. Hay gente que denuncia a la policía a adolescentes que están en la calle simplemente por estar en la calle. Hay críos mendigando, envueltos en mantas. Una mujer púber se ofrece a sí misma al afuerino como pareja; la vida de esa niña ha sido tan difícil que confunde ser tratada sin agresividad con ser muy bien tratada. La miseria nos resulta difícil de entender porque se aloja en el cuerpo. Es emocional. Tensa los músculos. Mirarla solamente no es bastante: vemos sólo una cara, como cuando miramos la luna, y la vemos muy mal. Y sí, ya lo sé, nuestra crisis de ahora, el cuarto mundo, etcétera. Pero aun así.
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