miércoles, junio 29, 2016

La zanja, Nuria Ruiz de Viñaspre.


XII Premio de Poesía César Simón
Editorial Denes, Valencia, 2016. 74 pp. 10,50 €

Ariadna G. García

Cuando una escritora o un escritor se sientan a escribir tienen ante ellos, de entrada, varias opciones estéticas. En algunas ocasiones reproducirán miméticamente el mundo, y en otras defenderán la autonomía del texto, la suspensión de su función representativa. Habrá quien siga los esquemas métricos de moda en las últimas décadas (sobresale la silva de verso blanco), y quien ejecute una melodía musical propia, independiente y original. A veces los autores emplean en sus versos un lenguaje normativo, sencillo, claro, cercano a la lengua estándar («Escribo como escupo» declaraba Blas de Otero), o al revés, tienden al hermetismo, a la expresión oscura. Estas son algunas de las variables sobre las que los poetas meditan antes de enfrentarse al texto. Ninguna es mejor que otra. Todo depende de la valía del autor. Todas son necesarias. Los humanos somos seres complejos, poliédricos, buscamos distintas respuestas a lo largo de la vida, nos hacemos multitud de preguntas que varían a lo largo del tiempo. Nuestra sed es insaciable. No nos vale un esquema. Desbordamos las pautas. Decía José Martí que cada libro tiene un rostro, un lenguaje; y de la misma forma, nuestras carencias tienen diferentes fisionomías, por eso vamos a la zaga de libros que nos reflejen en nuestra multidimensionalidad. Las opciones estéticas por las que se decanta Nuria Ruiz de Viñaspre en su último libro, La zanja (Premio de Poesía César Simón), podríamos catalogarlas de vanguardistas. En una selva lírica caracterizada por los ritmos fijos (combinaciones de heptasílabos y de endecasílabos), la verosimilitud y la denotación, se agradecen los poemarios de propuesta estética arriesgada. Las piezas que lo componen, salvo alguna excepción, no hacen referencia al mundo extralingüístico. No hay asideros fuera. No existen los vínculos referenciales entre las expresiones de los textos y el mundo exterior. Nos movemos en las interioridades del sujeto que enuncia (de ahí el título del libro, la zanja, como otros poetas han optado por la “galería” o el “teatro bajo la arena”). Las imágenes de las diferentes composiciones se hilan con una sorprendente batería de figuras retóricas, esas que la mayoría de los poetas tienen olvidadas en los trasteros y altillos de sus casas. A saber: concatenaciones («dentro de mí hay una carta/ y dentro de la carta hay un sobre/ y dentro del sobre hay un ciervo…» p. 14), sinónimos («se apisonan se clavan se hincan» p. 22), paranomasias («The End del Edén» p. 63), calambur («y el hielo es-clavo» p. 32), anáforas («y siento hielo en mi cerebro/ y el aire se enfría/ y se congela el mundo» p. 32), rima en eco («o ser músculo minúsculo para adentrarse en el yo mayúsculo» p. 58), aliteraciones («los raíles de sus brazos/ zanjas/ los rieles de su cuello/ zanjas/ el carril por el que discurría su sexo» p. 50) y alegorías (mención a la zanja, el socavón, el pico, la pala…). Ruiz de Viñaspre ha jugado con el idioma, se ha divertido con él. Como sentenciaría Juan Carlos Mestre, ha demostrado insumisión hacia el lenguaje normalizado. El mundo de la inconsciencia es caótico, un magma denso en ebullición constante, amorfo y potente. De ahí que la autora se haya decantado por las asociaciones semánticas y fonéticas para tejer su discurso. En la zanja no existe el lenguaje racional. Por eso tampoco encontramos en (la mayoría de) los poemas ni signos de puntuación ni conectores. Abundan las percepciones fragmentadas. La voz que enuncia ni narra ni argumenta. Se deja llevar por un fluído de conciencia que avanza dando saltos de unos temas a otros: el amor, el metalenguaje, el deseo o la condición humana. Dentro del conjunto destaco un poema dedicado a Gaza, es la única pieza con deixis referencial a una región del mapamundi. La ironía, en este caso, se alía con una sutil denuncia política. El trabajo con el lenguaje que ha llevado a cabo Nuria Ruiz de Viñaspre, tanto en este libro como en otros anteriores (Pensatorium, La Garúa. 2014), le ha abierto las puertas de una antología de reciente aparición, nacida para abrir una cuña en el –masculinizado– canon poético español: (Tras)lúcidas. Poesía escrita por mujeres. (1980-2016), compilada por Marta López Vilar y editada por Bartleby. Que tengan suerte ambas.

lunes, junio 27, 2016


Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino
, Diego Sánchez Aguilar


Balduque, Cartagena, 2016. 160 pp. 12 €

Rubén Castillo Gallego

Sobre los autores que comienzan en el mundo de la literatura se suele asperjar muchas veces una cierta dosis de incienso balsámico. En parte, porque el crítico se aferra a la esperanzadora idea de que serán el mercado o los editores quienes ejecuten la sensata acción de moderar la euforia del primerizo; y en parte, también, porque tiene la suficiente memoria como para recordar el ingente número de ocasiones en que expertos de gran valía metieron la pata sacudiendo estopa a voces emergentes que luego alcanzaron consagración.
En el caso de Diego Sánchez Aguilar, los elogios que puedan verterse sobre su reciente libro de relatos Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (editado por el joven sello Balduque, de Cartagena) serán todos justos y de ninguna manera deudores del paternalismo, la hipocresía, la amistad o la cautela. Son auténticas obras maestras del género. Lo repetiré, por si algún lector ha pasado los ojos distraídamente sobre la última línea: auténticas obras maestras del género. No se percibe en sus páginas ninguna vacilación estilística, ninguna bisoñez temática, ninguna falla estructural. Constituyen gráciles ejercicios de soltura y de plenitud literaria. Todo en estos relatos evidencia la huella de un escritor de genio.
Y no se trata tan sólo de que consiga elevadísimas dosis de belleza formal, sino que cuaja en cada una de las siete historias del volumen una propuesta donde la psicología y la sociología son manejadas con inusitada habilidad. Diego Sánchez se transmuta en un espectador privilegiado que observa su entorno y que lo disecciona con un bisturí o un escalpelo de lúcida precisión, entregándonos retratos en los que todos, ay, podremos contemplarnos: el oficinista cuarentón que, durante una celebración gastronómica de la empresa, se obnubila con la posibilidad de tener un escarceo erótico con la compañera nueva, joven y que, en apariencia, no lleva bragas; el hombre gris y sedentario que se excita con el blog sexual de una muchacha anónima; las mujeres de mediana edad que viajan hasta Cuba y viven su particular desmadre; la pareja de vida marital tediosa que escucha el trajín sexual estereofónico de los nuevos vecinos; la mujer que vuelve a encontrarse en una reunión de antiguos alumnos a su primer novio y siente un hormigueo que la lanza hacia él; el hombre que espera, mordiéndose las uñas y muerto de celos, a su mujer (que ha asistido a una cena de empresa y no parece tener prisa por volver a casa, quizá porque se siente atraída por algún compañero y está aprovechando la coyuntura para cepillárselo)... Vidas de clase media, como la de cada uno de nosotros. Vidas donde el deseo, el amor y el reconocimiento sufren altibajos. Vidas donde el gris se complace en bautizarnos con cada pitido del despertador. Vidas donde tendemos a centrar la mirada en los aspectos negativos y donde nos sentimos agredidos por el azar o la fortuna. Vidas donde siempre hay una lágrima esperando ser vertida.
Diego Sánchez Aguilar detecta esas situaciones, las analiza, las taxidermiza y las expone ante nuestros ojos con una prosa excepcional. Si quieren conocer a un estilista de primera fila entren en la página de la editorial y háganse con este libro. Me darán la razón.

viernes, junio 24, 2016

La tierra que pisamos, Jesús Carrasco


Seix Barral, Barcelona, 2016. 270 pp. 18 €

Miguel Baquero

Hace tres años, la editorial Seix Barral publicó una novela, Intemperie, opera prima del pacense, afincado en Sevilla, Jesús Carrasco (1972) que, si en España no existiera la sobre abundancia de publicaciones, muchas veces inútiles (e incluyo, cómo no, la parte que me pueda tocar), y que no hacen sino inflacionar el mercado a lo loco, hubiera supuesto un hito literario muy parecido al que en su día supuso la aparición de La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, novela a la que en tantos aspectos se asemeja.
Se parece, por ejemplo, en lo seco, adusto, tremendista también de la historia, con ese niño que ese fuga de casa, ignoramos por qué pero sin duda por algo grave, protegido y perseguido por personajes hoscos (inolvidable el personaje del tullido sin piernas que se arrastra sobre un carro). También se parece en la voz, en la energía y rotundidad con que se narra, en la explosión, en fin, se literatura propia y muy personal ajena a la moda del momento.
No es de extrañar que, ante un comienzo de tal calidad, la obra siguiente se aguarde con gran expectación. Quizás sea lo malo de estos arranques impresionantes: que lo que viene después siempre tenderá a decepcionar. Parece inevitable. En el caso de La tierra que pisamos, la segunda y esperada novela de Jesús Carrasco, quizás no quepa tanto hablar de decepción. Su planteamiento, por ejemplo, me parece extraordinario: nos hallamos en Extremadura, en esa tierra árida, desnuda y cruenta en que (creo que nunca se emplean topónimos en Intemperie, pero es de suponer) se desarrolló su primera novela. Estamos en torno a 1940 y parece ser que España y Extremadura han sido ocupadas por una difusa potencia centroeuropea (tampoco se dice, pero pongamos el Tercer Reich) que está llevando a cabo sobre el terreno una política de campos de concentración y tratando a la población nativa (o “aborigen”, en vista del desprecio con que aluden a ella) como mano de obra esclava y barata.
Sí, ya sabemos que no ocurrió así, que los alemanes no ocuparon nunca España durante la Guerra Mundial, que… pero qué importa. La literatura (y es muy de celebrar que Carrasco haya partido de este supuesto) está para narrar historias que parezcan verosímiles y despierten emociones. No tienen por qué ser veraces, ni demostrables, ni estar fundadas en una montaña de documentación. Eso queda para la crónica histórica; la novela es algo distinto; e insisto en que, nada más que porque Carrasco sostenga esta idea, sólo por eso la novela ya arranca con un plus de calidad.
En una granja extremeña en que viven los ocupantes germánicos, henchidos de su superioridad, se asienta de pronto (igual esa sea la mejor expresión, ya que se les sienta un día en el porche sin más explicaciones) un oriundo del lugar, taciturno y callado, que en la mujer que vive en la granja causa cierta conmoción. Debería denunciarlo al cónsul, que sabe cómo tratar a este tipo de impertinentes, pero por alguna turbia razón calla y se interesa por su estado. A partir de aquí se desarrolla el argumento, al fondo del cual se halla presente en todo momento el marido inválido de la protagonista, un tipo que, parece ser, solía emplearse contra ella y contra todos con una violencia excesiva.
Así planteada, la novela parece muy interesante, y en efecto arranca con una gran fuerza… Sin embargo, poco a poco esa fuerza se va diluyendo; quizás un poco frenada por la calidad y el aire inquietante que el autor quiere darle a su prosa. Sin llegar a resultar cargante, Carrasco, sin embargo, parece no terminar nunca de decirnos lo que quiera que sea que nos quiere decir, y hacia la mitad de la novela se advierte que la historia se está manteniendo tensa durante demasiado tiempo, demasiadas páginas, a causa seguramente de la exigencia del autor (no sé si autoimpuesta o exoimpuesta) por volver a acertar en la diana. Demasiado tiempo con la cuerda en tensión, lejos de esa espontaneidad y frescura inaugural que le hizo apuntar casi por instinto y dar en el blanco, ahora el tiro acaba saliendo bastante desviado… pero esperemos que en la próxima ocasión (aunque el mercado no acostumbra a dar segundas oportunidades) vuelva a recuperar ese descaro y atrevimiento de Intemperie y otra vez dé…¡zas!... con fuerza en todo el centro.

miércoles, junio 22, 2016

Como caminos en la niebla. Los impetuosos días de Otto Gross, José Morella


Stella Maris, Barcelona, 2016. 264 pp. 19 €

Bruno Marcos

Lo que más sorprende al empezar a leer esta novela es que se presenta como un copión cinematográfico, es decir, como una colección de fragmentos o notas sin ordenar cuyo montaje ha de producirse en la mente del lector a medida que pasa las páginas. No está mal pensado este sistema narrativo habida cuenta de que el libro relata la aventura investigadora de un personaje que quiere hacer una película sobre Otto Gross, figura heterodoxa de los inicios del psicoanálisis que avanzó hacia posturas anarquistas y defendió, entre otras cosas, la emancipación femenina, la liberación sexual, así como el consumo de drogas y que, además, puso en práctica buena parte de sus teorías experimentando con su propia vida.
Esta serie de textos breves nos relata la evolución de Otto, pero también la de un sinfín de personajes adyacentes a su historia, todos ellos con peripecias vitales llamativas e ideas sorprendentemente actuales, embrionarias de buena parte de las inquietudes sociales que se pusieron sobre la mesa en el siglo XX y que se mantienen en ella hasta la actualidad. Estos personajes en conjunto, constituyen un auténtico yacimiento de posibles futuras biografías, noveladas o no, apasionantes unas y otras, cuando menos, curiosas. La del progenitor de Otto, por ejemplo, Hans Gross, padre de la criminalística moderna, pero muchas otras como la de Gusto Gräser, el primer «hombre natural», Otto Rank, amante de Anaïs Nin, Rudolf Von Laban, coreógrafo vanguardista que lo acabó siendo del nazismo, o Edward Bernays, sobrino de Freud que inventó la publicidad subliminal usando los descubrimientos de su tío sobre el inconsciente pero al revés. También pasan por estas páginas figuras relevantes que aquí aparecen como personajes secundarios como Franz Kafka, Carl Gustav Jung o el mismísimo Sigmund Freud.
Se ve que Morella ha investigado mucho y que esa investigación le ha absorbido y fascinado hasta el punto de tener que incluir un relato paralelo de todo ese repertorio de raros maravillosos a pie de página. Resulta muy especial el tratamiento que el autor les da porque no cae en lo paródico ni en lo dramático, y eso tiene que ver mucho con cómo pinta a esos personajes, con una pincelada de clínica y otra de comprensión, es decir con mirada aguda y naturalidad, como un médico bueno.
La tesis general del libro sustenta un manifiesto desencuentro entre padres e hijos, entre familias convencionales y ovejas descarriadas que quieren vivir la vida de otra forma y en toda su plenitud, y, en definitiva, se trata de la relación entre represión y patología psicológica. Resulta especialmente interesante la referencia a la vida comunal en la que participa Otto Gross en Monte Verità, al norte del lago Maggiore, que desde 1900 fue lugar pionero del vegeteranismo, el nudismo, el socialismo primitivo y utópico, además de sanatorio innovador en toda suerte de terapias. Por él pasaron muchas personalidades de la intelectualidad europea de principios del siglo XX.
El gran valor de esta novela, para este lector, está en la redacción de un colorido políptico que ensancha nuestra percepción de la condición humana y de las diversas posibilidades de afrontar la vida. Se ve gráficamente, por ejemplo, en la deliciosa enumeración que hace el autor de todos los seres humanos que pasan por los cafés en los que vive Otto, o, a lo largo del libro, en los sucesivos retratos de los dispares personajes desprejuiciados, geniales y disparatados que acuden a Monte Verità.
Meditándolo bien uno se da cuenta de que esta es una novela sobre psicoanalistas pero que, además, es una novela psicoanalítica, una novela que psicoanaliza la cultura y al propio psicoanálisis. Lise, la supuesta nieta de Otto, no le ha contado nada de su historia familiar a su hija resultando esta una persona llena de convenciones y supersticiones religiosas que se escandaliza por todo. Otto Gross, los suyos y los de Monte Verità fueron arrojados fuera de la historia oficial, prácticamente borrados y olvidados, lanzados al inconsciente del inconsciente. Otto, más que como un simple yerro científico, aparece así como una posibilidad solapada por aquellos mismos que pretendían que todo aflorase, que nada quedase oculto, para alcanzar la salud psíquica. El autor de esta novela pone de manifiesto que hay que hablar del pasado ya sea este familiar, social, político o cultural, para poder afrontar el presente.

lunes, junio 20, 2016

New Orden, Joy División y yo, Bernard Sumner


Trad. María Tabuyo y Agustín López Tobajas.
Sexto Piso, Madrid, 2015. 375 pp. 25 €

Salvador Gutiérrez Solís

El 18 de mayo de 1980, Ian Curtis, diletante arcángel de la modernidad, decidió poner punto y final a su vida. Ese mismo día, comenzó a crecer su leyenda, y no ha dejado de hacerlo hasta ahora. La voz y la mirada de Joy División, la fría distancia del mito, como un James Dean de suburbio, fulgurante prototipo de todo lo que tendría que venir después. Lo que es ahora, lo que suena ahora.
Los chicos jóvenes compran su icónica camiseta en las grandes superficies, hay quien cree que Joy División prosiguen con una interminable gira australiana. Han pasado los años y el corazón sigue latiendo. Tras el fallecimiento mutaron en otro ser, igualmente trascendental para la historia musical reciente, New Order, pero la longevidad convierte el oro en barro, lo brillante en rutina, y lo devora todo, arrugas sobre la porcelana. Incluso las más férreas amistades de juventud acaban disolviéndose.
Sin Joy División no podríamos entender la música –que definen como popular- de los últimos cuarenta años. Suya es una canción que puede considerarse como una especie de himno generacional: Love will tear us apart, se disputa el podium de los himnos con Heroes de Bowie, con Boys don´t cry de los Cure, con Personal Jesus de Depeche Mode, con Wonderwall, de Oasis o con Blue Monday, de New Order. Una de esas canciones que laten en el corazón de nuestra memoria, a modo de bótox mental.
Ian Curtis cumplió con el siniestro ritual de las grandes leyendas del rock: y murió joven, alto, guapo y en la cúspide la fama. Bernard Sumner, guitarrista de Joy División y de New Order, pone en orden su memoria musical, al mismo tiempo que actualiza sus rencillas con Peter Hook, bajista de ambas formaciones, igualmente. Y lo hace desde su privilegiada atalaya, protagonista directo y activo de los acontecimientos narrados.
Pero no todo son rencillas y chismes en esta biografía joydivisiana y neworderiana. De hecho, no conforman el núcleo central, a pesar de la insistencia de Sumner en diseccionar e insistir sobre su relación con Hook. Gracias al relato de su pasado, podemos conocer intimidades de dos bandas míticas, su influencia en la definición de nuevas tendencias, así como la evolución musical de aquellos años dorados para la música británica, fundamentalmente.
Certeros recuerdos de The Hacienda, ácidas noches neoyorquinas, ascensos y caídas, la muerte de Ian Curtis, las bandas más influyentes de los 80, la adaptación a los nuevos y cambiantes tiempos y sus nuevos inquilinos, las desgarradoras entrañas de la industria discográfica, la electricidad del local de ensayo, el éxtasis del escenario y la rabia incontrolable desfilan por esta entretenida y, a ratos, lúcida biografía, que reflexiona sobre un tiempo y su banda sonora.

viernes, junio 17, 2016

Todos iremos al paraíso, José Ángel Mañas


Stella Maris, Barcelona, 2016. 195 pp. 19 €

José Morella

Mujer. 40 tacos. Pija. Hija única. Amada por sus padres. Educada en la mejor escuela privada. Vida resuelta. No parece gustarle Podemos ni la gente sin clase, sea lo que sea lo que ella entiende por clase. Casada con un profesional de éxito. Madre de dos hijos. Psicópata. Así es Paz, el personaje que ha creado José Ángel Mañas en su última novela.
Lo que queda clarísimo leyendo el texto es lo complejo que puede llegar a ser un acto humano, y hasta qué punto nosotros mismos podemos ser ciegos para siempre a las verdaderas causas de nuestro comportamiento. La chispa que echa a andar el asunto es un percance de tráfico. A una familia burguesa (entiéndase esta palabra hoy en día como se quiera o se pueda) se le caen de la baca del vehículo, en plena autopista, cuatro bicicletas de montaña. Me parece magistral la manera en que Mañas da cuenta de por qué y cómo, después de discutirlo, deciden no volver a por ellas. En pocas líneas nos deja vislumbrar la asustadora sombra de esa aparente familia perfecta. El efecto dominó que provoca la decisión acabará en una serie de acontecimientos espeluznantes. Creo que la maestría está en lo siguiente: vemos cómo la mente individual de ambos miembros de la pareja elucubra y razona, y entendemos sus razones concretas, pero al mismo tiempo nos damos cuenta de que el verdadero motivo es mucho más amplio: está en la brutal falta de autenticidad de la familia desde su misma fundación. El infinito goteo de conversaciones no mantenidas, de frases no dichas, de supuestos, de soluciones fáciles, de miedos y mentiras, de tedio, de decepciones y de disimulación en que consiste esa familia tradicional, patriarcal, aburguesada, adinerada, clasista y sobre todo tremendamente aburrida. Ese es el motivo real de que no vuelvan a por las bicis. Todo me recuerda levemente a Pedro Almodóvar. Es decir, a cuando Almodóvar dejó de hacer pelis de lesbianas que ponían cachonda a la vecina de al lado meándosele encima y pasó a hacer pelis de redactores de El País que se enamoraban de mujeres de militares deprimidas porque su marido no les daba bola. Pero lo que pasa aquí es un poco más bestia.
La señora, en realidad, está loca de atar. Pero lo está sin estarlo. Está, por decirlo de algún modo, loca de no-atar. Su problema de salud mental es latente e invisible hasta que deja de serlo. Es decir, en su mente todo funciona de un modo normal. Cuando las cosas que empieza a hacer son rotundamente anormales, su tono no cambia. Ella las cuenta como quien ve llover. A un lector despistado se le pasaría el dato, tendría que volver atrás para certificar que ha leído lo que le parece que ha leído. Mañas te da lo justo para que tomes conciencia de lo que pasa, pero para que a la vez sigas la extrañamente poco delirante línea de razonamiento de la protagonista.
Me parece estupenda la elección, por cierto, del nombre del personaje. Paz. Lleva toda la vida empeñada en una paz ficticia, falsa, que se basa en evitar el conflicto en lugar de enfrentarlo. El tipo de neurosis que alimenta durante todos los días de su vida es el típico de la familia acomodada, falsamente liberal, que vive ajena a las duras realidades del mundo exterior por pura comodidad, por razones prácticas, casi por pereza. Paz es una extremista en su forma de no mirar la realidad: su matrimonio es hueco, su familia está hueca, su vida entera está hueca. Su patología tiene que ver con una especie de ley del mínimo esfuerzo espiritual o vital. Como persona, es puro envoltorio. Cuando llegan las vacaciones y todo se hace más difícil de ignorar, las chispas de esos incontables momentos de engaño explotan. El mal karma acumulado solidifica, le estalla en las narices y se lía la de dios.
Las vacaciones son la vuelta anual al pueblo de Sergio, su marido. El papel de la región en la novela no es trivial. A Paz le molesta que todos los parientes de Sergio defiendan a viento y marea su pequeña patria, los valores tradicionales, lo original, lo antiguo, lo auténtico, lo de toda la vida. Se da una pequeña pero constante guerra de gustos personales que deriva también en lo doméstico, como por ejemplo la elección de la decoración de la casa, que ella preferiría más moderna y Sergio prefiere más a tono con la tradición de las casas locales. Este chovinismo regional del gusto y de las pequeñas cosas es típico de una familia acomodada y desconectada, intoxicada de cierta moralidad pasiva, lacia, común en ciertos entornos profesionales de estos tiempos, cuya empatía está muy mermada por la rutina. Están ambos tan alienados que su relación se reduce a esas pequeñas batallas en las que el resto del mundo deja de existir. Puedes dejar, por ejemplo, unas bicicletas en medio de la autopista, poniendo en riesgo la vida de personas, simplemente por discutir o dejar de discutir con tu mujer. Es curioso que la psicología haya considerado el chovinismo un tipo de delirio de grandeza, una paranoia delirante.
El detonante de las bicicletas hace que ocurran más cosas, cada una más atroz que la anterior. Mañas consigue que el tono general del libro sea fiel a la operación de normalización de lo extraordinario que ejerce todo el tiempo la mente de Paz, pero sin dejar de darnos elementos objetivos para que, como lectores, veamos con claridad lo que está pasando. Lo que asusta de esta novela, y lo que la hace en mi opinión interesantísima, es que en ese espacio entre lo normalizado y lo normal, entre la neurosis de Paz y la visión más cuerda que Mañas delega de un modo sabio en el lector, brota cierta intuición sobre la casi imposibilidad de saber, a priori, quiénes de nosotros, con nuestras humildes y pequeñas rutinas de andar por casa, podría acabar explotando como ella. Montando una sangrienta película gore con su propia vida, y demostrando de paso una frialdad espeluznante y banal, digna de la explicación que Hannah Arendt nos dio de las barbaridades cometidas por los nazis. Quiénes de nosotros podríamos ir, también, al paraíso.

miércoles, junio 15, 2016

Últimos pasajes a la diferencia, Bruno Marcos


Baile del Sol, Tenerife, 2016, 70 pp. 10 €

José Miguel López-Astilleros

Es muy frecuente escuchar a escritores que viajan, que no viajeros, denigrar el turismo (¡Qué lejos quedan escritores viajeros como Patrick Leigh Fermor o Bruce Chatwin, que vivían y escribían en movimiento!). Dicho juicio es aceptado por una parte de la intelectualidad de un modo acrítico. Esta es la gran originalidad del libro, que puede entenderse como una defensa del turismo, porque en opinión del autor tanto el turista como el viajero (Ambos son «seres en fuga, cada uno en la medida de sus posibilidades») buscan «lo diferente», tesis que matiza añadiendo que la mayor diferencia estriba en «el viaje a la pobreza» allá donde se encuentre, por gozar esta de una desgarrada sinceridad de la que carece la riqueza, que se torna falsa desde el mismo momento de adquirir tal condición. Otro argumento que demuestra que el viajero se ha convertido en turista consiste en aducir que el camino hacia el destino, parte fundamental del concepto clásico de viaje, ahora lo pasamos en el asiento de un avión, que en cuestión de horas nos acerca a cualquier parte del planeta. Por esta razón quizás no sea descabellado comenzar la lectura por el último artículo, en el cual pone las bases sobre las que construye su selección y observación, auque donde está situado oficia de conclusión inductiva.
El género al que pertenecen estas catorce piezas, aparte la ya comentada, está entre la crónica de viajes y la estampa. Fueron publicadas en distintos medios de comunicación, pero reunidas constituyen los gozosos y amenos ejemplos que confirman la tesis señalada. Todos están basados en los viajes realizados por el autor a la India, Bali, Nepal, Turquía, Nueva York, Venecia, París, Egipto, Marruecos y, de manera vicaria de la mano de Pierre Loti, a Angkor.
El punto de vista, pues, no deja nunca de ser el de un turista en busca de la diferencia, que cobra toda su intensidad al haber convertido su experiencia personal en arte a través de la literatura, alejándose diametralmente de lo que sería una guía de viajes. A ello contribuyen las vivaces descripciones de paisajes geográficos, urbanos y de seres humanos, donde los dos primeros sirven de escenario sobre el que se asientan los distintos personajes que se va encontrando a lo largo del camino, viejos, niños mendigos, vagabundos, etc., a quienes dedica una particular atención, porque en esta ocasión predomina la búsqueda de lo verdadero por encima de la belleza y lo tópico.
Otra de las virtudes de estos textos consiste en que sin escatimar referencias artísticas y literarias, la erudición nunca llega a asfixiar, como sucede en algunos artículos del gran Cunqueiro. Esto, unido a un estilo claro, muy gráfico (Al cementerio turco de Eyüp lo describe como «un sotobosque epigráfico que se derrama, ladera abajo, hasta la urbe.» y en ocasiones poético, hace que pueda ser disfrutado por todo tipo de lectores. Sin embargo, no renuncia a sugerir reflexiones profundas. A las ya señaladas hay que añadir la que surge cuando narra que en cada lugar compra como cualquier turista una lámina, grabado, fotografía o papiro, cuyas reproducciones encabezan los artículos, y que de modo breve su razonamiento sobre el significado de las mismas nos lleva a pensar acerca de la representación y sus falsedades, la realidad y la ficción. En otras ocasiones la reflexión sobreviene al plantear un interrogante que pudiera entenderse como opuesto al planteamiento sostenido; así en el viaje a Nueva York asume el pensamiento sobre tal ciudad mantenido por Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez o Paul Auster, para hacia el final preguntarse «¿Vivir sin raíces, sin mitología común, puede ser una oportunidad para ser libre?»
Últimos viajes a la diferencia es un libro de viajes que rompe con los tópicos al uso para ofrecer un concepto más contemporáneo, acercándose a quienes Bruno Marcos llama «los turistas felices», que somos casi todos los que tenemos el privilegio de viajar. Bienvenido sea este libro defensor sin complejos del turismo que ha permitido a amplias capas de la población acercarse al mundo, práctica reservada a unos pocos hasta el boom experimentado entre 1950 y 1970, por mucho que haya ingentes aspectos que mejorar en su desarrollo. Pero ante todo y sobre todo este libro es un itinerario al que el autor aplica su mirada de escritor y lo transforma en buena literatura.

lunes, junio 13, 2016

Desbordamientos, Laia López Manrique


Tigres de Papel, Madrid, 2015. 90 pp. 11 €

Rubén Romero Sánchez

Hay poemarios que se agotan a mitad de la primera lectura. Otros se desbordan, crecen y expanden cada vez que posamos nuestros ojos en sus versos y sus palabras. Y luego están libros como Desbordamientos, de Laia López Manrique, libros a la vez telúricos y etéreos que se corporeizan y nos aferran con la fuerza de sus sugerencias, sus desdoblamientos o su vocación de inabarcables.
Desbordamientos es un poemario sin límites («y quién caza su contorno» dice su hermosísimo último verso”) que funciona, a la vez, como lumbre en el atribulado sendero del que reflexiona sobre el ser y la esencia del poema y, por extensión, de la poesía y, lógicamente, de la vida, y como mapa des-fronterizado para quien se atreve a sumergirse en la esencia de la realidad poética.
Visto como un viaje sin sujeto (la carestía de yo enunciador otorga una fuerza y un ansia de verdad inaprensible que a veces duele: «ella había llamado al poema “violencia"»), el poemario avanza desde la paz vislumbrada a través de la no existencia («el poema no escrito // el deseo / en / orden») hasta la concreción necesaria del instante poético, convirtiéndose en un “ósculo macizo” que, al contrario que Hal en 2001, adquiere conciencia de su infinitud («el poema ya no reconoce sus límites») y se desarrolla a lomos de la fatalidad en un nivel superior («las cosas de este mundo ya no son suficientes») donde el propio poema es “el deseo del poema”, ya desbordado, porque, a fin de cuentas, “el poema sucede”.
La autora juega con la maleabilidad incluso física de las palabras, otorga vida a su “escritura autófaga” para que respire, sienta y grite en cada verso, ahondando en la extrema sugerencia de su decir rocoso: “fantasmal invocación”, “amazonas menguantes”. Consigue, de este modo, re-presentar la sustancia vital del hecho poético, su nombrabilidad, y por el camino nos deja la belleza de algunos versos memorables: «escollo consignado a la ausencia», «dice tanto del silencio / lo que no compone un todo».
Hay poemarios que se agotan a mitad de lectura. Otros crecen y se expanden. Otros, simplemente, atisban el insólito secreto de la vida.

viernes, junio 10, 2016

Eres hermosa, Chuck Palahniuk


Trad. Javier Calvo Perales.
Literatura Random House, Barcelona, 2016. 256 pp. 19,90 €

Santiago Pajares

Han pasado veinte años desde la publicación en 1966 de la novela que se convirtió en un referente de toda una generación, El club de la lucha, y parece que Palahniuk sigue con su mantra de “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría”. Y es que si algo transmite Palahniuk como escritor es eso, exceso. Hay muchas constantes que se repiten en los libros de Chuck Palahniuk: La predestinación, el destino de la humanidad, los mesías, el sexo, la violencia... Y en Eres hermosa encontrarás todos, y algunos más.
Penny Harrigan es una chica sencilla de Nebraska que sobrevive como puede en Nueva York. Trabaja como becaria en un prestigioso bufete de abogados y vive con tres compañeras en un piso de un solo dormitorio. Una chica del montón a la espera de un futuro extraordinario. Hasta que un día la suerte se cruza en su camino cuando lanza una docena de cafés sobre uno de los solteros más codiciados del mundo, C. Linux Maxwell, o como es conocido en todo el mundo, “El gran climax”, entre cuyas conquistas se encuentran una actriz con cuatro Oscars, la heredera del trono de Inglaterra o la primera mujer presidente de los estados unidos. Inesperadamente, invita a Penny a cenar y la acaba haciendo su nueva pareja. Pero, como es lógico, lo que en principio parece un cuento de hadas se torna en pesadilla cuando ella descubre que su pareja sólo esta con ella para perfeccionar una línea de productos de autoerotismo que pretender eliminar a los hombres de la función sexual. La protagonista pasará tres meses desnuda siendo estimulada y estudiada por su compañero hasta alcanzar cotas de placer que podrían matar con facilidad a un caballo. Como dicta el eslogan de la marca, “Mil millones de maridos están a punto de ser reemplazados”.
Esta es una de esas sencillas historias de: Chica conoce chico, chica y chico comienzan a salir, chico prueba artes milenarias sexuales con chica para perfeccionar una nueva línea de herramientas autoeróticas para mujeres que resultan ser un arma de control mental, chica se tiene que entrenar con sabia sexual nepalí para enfrentarse a chico y salvar a la humanidad, chica acaba follándose a Ron Howard. Así, literal. ¿O creíais que lo que decía del exceso era hablar por hablar?
Se habla de que esta novela es una reacción del autor a 50 sombras de Grey, una vuelta de tuerca para ver si era capaz de llevar aquello un poco más allá. Pero también tiene otro propósito, y es tratar de comprender cómo la industria de la moda, de los cosméticos, de los gimnasios, la televisión y el cine tratan de mantener su propio control mental sobre las mujeres haciéndolas sentir insatisfechas con sus cuerpos y sus relaciones. Una crítica al consumismo de la forma más salvaje que se puede imaginar, rayando en lo ridículo y lo obsceno. Uno no puede evitar leerlo y pensar en cómo el público femenino se tomará este libro, si les parecerá una divertida sátira o profundamente ofensivo. Y si ese, y no otro, sería desde el principio el objetivo de Palahniuk.

miércoles, junio 08, 2016

Antología de la poesía parnasiana, VV.AA.


Ed. bilingüe de Miguel Ángel Feria
Cátedra, Madrid, 2016. 368 pp. 16,30 €

José Luis Gómez Toré

«No existe en la copiosa historiografía sobre el modernismo literario un término sometido a mayor vulgarización que el de parnasianismo», así de rotundo se muestra Miguel Ángel Faria, en el documentado estudio que precede a su antología. Y no es para menos. En efecto, en torno al Parnaso se ha impuesto una suerte de pereza crítica: mención obligada tanto en los manuales de bachillerato como en los estudios académicos sobre los modernistas, su concepto ha quedado reducido las más de las veces al famoso lema del “arte por el arte”. A menudo se ha convertido en una etiqueta para oponerlo sin más, en perjuicio del Parnasianismo, a la estética simbolista, por más que un autor como Baudelaire no deje de acusar su influencia en algunos de los textos más célebres de Las flores del mal. Sin embargo, por oportuno que resulte el estudio de Faria, todavía lo es más su antología, ya que apenas existen traducciones recientes de estos poetas, muchos de ellos prácticamente inéditos en castellano, lo que no deja de resultar sorprendente, dada la huella que han dejado en Rubén Darío y otros modernistas. Cabe pensar que la tendencia a identificar a los parnasianos, sin haberlos leído las más de la veces, con los aspectos más superficiales y caducos de nuestro Modernismo explica en parte, aunque no justifica, ese desinterés en torno a su obra.
Al lado del inevitable Theóphile Gautier, encontramos aquí nombres fundamentales como Leconte de Lisle, Catulle Mendès o José-María de Heredia, junto a autores menores, pero muy celebrados en su tiempo, como François Coppée o Sully-Prudhomme. Especialmente interesante resulta, para el lector de habla hispana, la presencia de Théodore de Banville, cuyo tono lúdico supone un precedente importante para los poemas más desenfadados de un Lugones o un Manuel Machado, aunque, por otra parte, el autor de las Odas funambulescas muestra una lejana afinidad con poetas franceses más jóvenes, no pertenecientes al Parnaso, como Laforgue o Corbière. Un aire juguetón que es también un deseo de burlar, aunque sea por unos momentos, las convenciones del mundo burgués: «¡Lejos! ¡Más alto! Veo aún/ las gafas de oro del banquero,/ las niñas cursis y los críticos,/ los realistas ortodoxos./ ¡Más alto! ¡lejos! ¡aire! ¡azul!/¡alas! ¡más alas! ¡alas mías!».
Hay que agradecer al antólogo, que no en vano es también poeta, el empeño por que sus versiones no dejen de ser poemas, lo que justifica las pequeñas libertades que a veces se toma, sacrificando la literalidad de algunos versos a la eficacia estética del conjunto. Este esfuerzo (desgraciadamente, no muy frecuente en buena parte de las traducciones de poesía procedentes del ámbito académico) parece especialmente oportuno en unos poetas que hacen del rigor y la perfección formal uno de sus signos de identidad. Estamos ante un grupo de autores que reivindican la necesidad de que el artista no olvide que es también un artesano, que debe ser, ante todo, un delicado orfebre del verso. La analogía no resulta forzada, puesto que el Parnaso incide en el diálogo entre la poesía y otras artes (para los parnasianos el modelo lo constituirán las artes plásticas, en contraste con la preferencia de los simbolistas por la música).
El Parnasianismo, con la distancia de más de un siglo, se nos muestra como un peculiar Jano que mira a la vez al pasado y al futuro. Si algunos rasgos como el énfasis en el rigor métrico y la defensa de un nuevo clasicismo pueden interpretarse como una nostalgia de épocas pretéritas –al igual que su intento de recuperar una épica—, otras características se nos antojan ya plenamente modernas. No hay que olvidar que los parnasianos, pese a sus recreaciones del mundo antiguo, quisieron escribir una poesía que, en su empeño de objetividad, recreara de algún modo la impersonalidad de la ciencia. Incluso, sus reconstrucciones del pasado, a diferencia de las ensoñaciones románticas, buscan reflejar el rigor de las investigaciones científicas y arqueológicas. De ahí que quepa destacar ese afán, que posteriormente recogerán algunos movimientos de vanguardia, por hacer frente a los excesos del yo romántico y buscar, por el contrario, una escritura lo más impersonal posible, contra el tópico que hace de la lírica la expresión de la propia subjetividad (algo que ya se apunta, sin embargo, en algunos románticos como Keats). Lo señala Gautier con claridad: «el yo nos repugna de tal manera que nuestra fórmula expresiva es nosotros, plural vago que borra la personalidad».

lunes, junio 06, 2016

Solo con invitación: Los nombres propios de la pared, Fernando Sánchez Calvo


Bohodón Ediciones, Tres Cantos, 2016. 106 pp. 12 €

Fernando García Maroto

Han pasado ya casi 10 años desde que Fernando Sánchez Calvo publicara su primer libro de cuentos, Muertes de andar por casa (El Gaviero Ediciones, 2007); y ahora cae en nuestras manos y como llovido del cielo este nuevo libro, pequeño y esencial, que recoge otras grandes historias.
Dividido deliberadamente en tres secciones, Los nombres propios de la pared supone un acercamiento frontal y sin concesiones al universo de este joven autor. Un acercamiento nuevo para quienes no conocieran la anterior obra del madrileño; esclarecedor, por lo que tiene de madurez narrativa y ejercicio de estilo, para quienes sí disfrutaron de sus primera historias; muy grato en ambos casos.
Las anécdotas cotidianas, el imaginario colectivo, los afanes y las preocupaciones que nos son comunes encuentran en las palabras de Sánchez Calvo el acomodo perfecto para que lo particular y, a veces, el color local (son importantes las referencias a la tierra de origen, también a la de sus orígenes) se vuelva universal y perfectamente conocido: acudimos hasta estas historias magníficas como invitados y finalmente, sin rubor y con gusto, nos quedamos como huéspedes, así de propias podemos llegar a sentirlas gracias al buen oficio y el arte del autor. Casi del mismo modo que le sucede a la empleada de Correos que acude al rescate y se vuelve cómplice del protagonista del relato que da título a la colección.
La prosa, sincera y emotiva, se apoya, en la mayoría de los casos, en unos diálogos vibrantes, tan reales como la vida misma, que nos transportan y sitúan en el lugar de los hechos, ante los protagonistas tan humanos (demasiado humanos) que salpican los relatos. Y es que el diálogo es fundamental en la obra de Fernando Sánchez Calvo, curtido en el mundo del teatro (no obstante, también es conocida su faceta como dramaturgo): la palabra escrita es importante, la palabra hablada, aunque sea la de los personajes, es crucial, y la voz es la piedra angular que sostiene y da forma a la estructura de este edificio tan singular.
De ahí que el cuento que cierra la colección sea “Para decir en voz alta”, un alegato exaltado y exultante a favor de esa voz que quiere significar, que no puede dejar de significar si merece ser llamada justamente así.
Y tan importante como esa voz de la que hablamos es el humor: algo tan difícil de conseguir, como es la complicidad con el lector a través del sentido del humor (por lo que tiene a veces de propio y particular), nuestro autor lo consigue aparentemente sin esfuerzo, por más que detrás de estos guiños haya un trabajo medido y fecundo. Así podemos leerlo en relatos como “Breve historia familiar” (quizá el más logrado de la colección), “Hay que ponerle pasión” (cosas de los pueblos, quien disfruta de uno lo sabe), “Mario” (terrible sobrino, fruto del diablo tal cual reza el refrán) o “Pragmática de la mosca”.
Una colección más que interesante, muy bien trabajada y lograda, para que finalmente se imponga siempre la palabra, como bien dice Sánchez Calvo, alta y clara, y también la voz; sobre todo la de este autor y la de su nueva obra.


Fernando Sánchez Calvo: «Cualquiera de nosotros es más interesante como personaje que como ente real»


El segundo libro recopilatorio de cuentos de Fernando Sánchez Calvo, Los nombres propios de la pared (Bohodón Ediciones, 2016), nos sirve de excusa y motivo para entrevistar a este autor curtido en el mundo del teatro. La voz, honesta y comprometida, de este narrador pide la palabra, con sinceridad y sin solemnidad, y la pide para hacer buen uso y quedarse entre nosotros. Desde este blog, le agradecemos que nos dedicara un poco de su tiempo para responder a este breve cuestionario.

Ha transcurrido casi una década desde su primera publicación narrativa. ¿Este silencio ha sido voluntario, obligado, pactado a medias por las circunstancias? Cuéntenos un poco.
—En silencio, lo que se dice en silencio, no he estado. He seguido escribiendo y leyendo cuentos, relatos, para cafés, librerías, bibliotecas. De hecho Los nombres propios de la pared es un recopilatorio de toda la producción narrativa “oral” de estos años. Sí es cierto que he puesto un pelín (sólo un pelín) los cuernos a la narrativa con el teatro, terreno en el que he volcado mis últimas creaciones con dos comedias, Homeless y Cárnica. En cuanto al difícil mundo de la publicación, en los años más duros de la crisis económica (que arrasó literalmente con muchas editoriales pequeñas) estuve a punto de publicar cinco veces con cinco editoriales distintas la que a día de hoy es todavía mi primera novela, De la vida vulgar, pero todas quebraron. Es una novela maldita. Parece que por fin va a ser publicada próximamente, pero si yo fuera la editorial no me fiaría. Corre un bulo ya sobre mí y es el siguiente: editorial que frecuento, editorial que cierra.

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viernes, junio 03, 2016

Roth desencadenado. Un escritor y sus obras, Claudia Roth Pierpont


Trad. Inga Pellisa. 
Literatura Random House, Barcelona, 2016. 427 pp. 24,90 €

Nabor Raposo

En 1993, a propósito de la publicación de Operación Shylock, John Updike finalizaba su sempiterna reseña para The New Yorker con la siguiente recomendación: la novela era de lectura obligatoria para todo aquel que mostrara preocupación por (1) el conflicto israelí y sus repercusiones, (2) el desarrollo de la novela postmoderna y (3) Philip Roth. Podría decirse, pasando por alto ciertas reservas, que Roth desencadenado. Un escritor y sus obras mantiene, casi veinticinco años después, las mismas expectativas intactas. Como bien explica la autora en la nota que sirve de introducción al volumen (la coincidencia en el apellido es, se aclara, fruto de la casualidad, ya que no existen lazos de parentesco entre ambos), Roth desencadenado es fundamentalmente «un análisis del desarrollo de Philip Roth (Newark, 1933) como escritor, teniendo en cuenta sus temas, sus ideas y su lenguaje». Por consiguiente trata, como es lógico, del mundo escrito de Roth. Pero cualquiera que se haya asomado, aunque sea de pasada, a sus tesis narrativas, sabe –y espera– que una aproximación rigurosa a su literatura jamás pasaría por alto su mundo no escrito, esa vida de la que tan a menudo se ha servido para la causa. La ficción de Roth, o al menos gran parte de ella, es a menudo profundamente autorreferencial –no confundir con autobiográfica–, y su originalidad radica, precisamente, en esa insólita habilidad para soslayar las acusaciones acerca de ese estigma confesional y transfigurarlo en arte, el arte del camuflaje. Para no detenernos en explicaciones complejas, se remite al lector a revisar la reseña de la Trilogía americana (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2011) publicada en octubre de 2012 en estas mismas páginas. Sin tomar del todo un cuerpo ensayístico e instalado en una insulsa tibieza alejadísima tanto de la erudición más conservadora como del ardor de la intimidad, Roth desencadenado se divide en veintitrés capítulos, más o menos coincidentes con cada novela de la excelsa producción del escritor. La estructura formal de los mismos, que conforme avanzan dan la sensación de obedecer o someterse a la misma fórmula (la repercusión literaria y personal del anterior libro de Philip Roth como punto de partida, el contexto artístico y humano que rodea la escritura y aparición del libro correspondiente al capítulo, la temática sobre la que trata, algunas claves de lectura y vuelta a empezar) otorga al conjunto una falta total de espontaneidad y al lector la sensación de tener entre manos un mecanismo demasiado correcto y minuciosamente bien calibrado; algo, en definitiva, aburrido y previsible, pactado, excesivamente cómplice, que elude los terrenos pantanosos y muestra una imperdonable carencia de cualquier atisbo de sorpresa. Justamente lo contrario que sucede con la obra de Roth. De Philip, por supuesto; el mismo a quien vemos a menudo en el libro retratado como un hombre cansado de todo el circo que se ha montado alrededor de sí mismo durante los últimos cincuenta años; un Roth que si bien da la sensación de estar, aun desde una prudencial distancia, presente a lo largo de todas las digresiones, apenas pestañea. Era de esperar que alguien como él jamás se prestase a realizar el trabajo de otros. Ni tan siquiera aspira a defenderse: es su obra quien habla por él. A pesar de esta conciencia sobreprotectora, amistosa, corporativista y benévola que impregna la labor de Pierpont cuando sucumbe al influjo del personaje –cuyas experiencias vitales aborda sin que aflore el escrúpulo pero sí el respeto a su intimidad, mostrándose demasiado comprensiva o demasiado indulgente, además, en algunos momentos–, la autora se afana por ser rigurosa en tanto en cuanto limita su trabajo a la exposición crítica de las novelas. El bagaje literario de Roth Pierpont y su autoridad bien fundada como analista de todos y cada uno de los libros de su tocayo, desde Goodbye, Columbus (1959) hasta la última de las Némesis (2011), y sus más de las veces acertadas impugnaciones, apuntes y contrarréplicas hacen de este trabajo un complemento interesante a la hora de aproximarnos a la obra del genio de Newark o a un estudio más minucioso de la misma, constituyendo, en este sentido, una óptima aportación y un virtuoso mérito. El hecho de que muchas de las novelas de Philip Roth no hayan sido siempre bien acogidas o interpretadas tiene también su alcance. Si las reacciones con respecto a sus novelas le han servido, por un lado, para ir desatando paulatinamente todo su talento natural, por otro lo han colocado siempre en el ojo de la polémica, cuando no directamente en el centro de la diana de varios colectivos con voz propia: desde la comunidad judía internacional más conservadora –encarnada en un elenco de rabinos de Newark jugando a ser jueces y custodios de una moral ancestral– a los estandartes más dogmáticos del activismo feminista del Siglo XX –incluyamos en este apartado a la ex esposa que un buen día se convirtió en escritora y empleó su libro como plataforma desde donde airear los trapos sucios de su penoso matrimonio–. Y es esta coyuntura exasperante y, la mayor parte de las veces, injusta, la que quizá aporte al libro su justificación, la coartada perfecta. El libro puede leerse, por tanto, como una enmienda a los estatutos y las prácticas de ciertos lobbys –la ortodoxia judía, el feminismo radical–, sin excluir de la lista, por supuesto, la labor de la crítica literaria, personificada en algunos pasajes con el nombre y apellido de algunos de sus gurús estamentales más reconocibles. Pierpont no solo desmonta mitos. También refuta acusaciones, defiende o censura pautas de conducta y legitima siempre que puede, desde una óptica objetiva, conceptos cruciales de la creación artística como la libertad, la originalidad o el desarrollo del talento fuera de los clichés habituales. Lo hace a base de un gran despliegue de conocimientos teóricos y una buena dosis de sentido común a la hora de intentar comprender el comportamiento humano de David Kepesh, de Nathan Zuckerman, del Sueco Levov y otros muchos personajes que pueblan el próspero imaginario del autor –y sí, también del autor mismo–. Es en este punto de la lectura cuando se hace recomendable, para todo aquel que haya seguido a Roth con devoción y deleite, que se libere de la pretensión, que rehúya de la ilustración encorsetada y tome conciencia, sin pudor, del embeleso que le suscita la obra del escritor, y se limite a disfrutar de esta especie de memorandum como alguien que, en plena rueda de reconocimiento, identifica a todos los sospechosos con la alegría de saberse frente a un puñado de viejos e inofensivos conocidos. Es entonces cuando ese mundo no escrito al que hacíamos referencia al principio cede su protagonismo a la ficción. Puede que la vida pueda ofrecer explicaciones, pero ¿quién las necesita? ¿A quién puede importarle que alguien que ha reinventado la historia de Anna Frank en La visita al maestro (1979) considere a su primera esposa la mejor de entre todos sus profesores de escritura creativa? Puede que Roth siga creyendo que fue Maggie Martinson quien lo liberara “de la inocencia cansina” de sus primeros relatos y “de la elegante probidad de Henry James”, pero uno no puede evitar pensar en Alex Portnoy retorciéndose en el diván del doctor Spielvogel como el artífice de la catarsis y posterior desencadenamiento de un genio –en esta misma línea, recordamos la memorable figura de Drenka Balich, la heroína bovaryana de El teatro de Sabbath (1995), cuando descubrimos que Roth tuvo un par de citas con Jackie Keneddy a mediados de la década de los sesenta–. ¿Hasta qué punto no es anecdótico saber que si se estuviera muriendo y solo le permitieran leer un libro más sería Mario y el mago? Es difícil, en cualquier caso, dilucidar la repercusión que ha tenido la obra de Roth en el seno de su propia familia, en sus matrimonios y en sus amantes. Admitamos simplemente la importancia que han podido tener los efectos colaterales de sus textos a la hora de desatar su torrente de ingenio y detengámonos ahí, ya que el resto poco importa. Experiencias como las vividas en la Praga en el contexto anterior a su Primavera; la lealtad, siempre presente, a su país –Roth es un auténtico patriota: su respuesta última a todas las acusaciones vertidas contra él suele ser su “fe en América”–, y las relaciones del escritor con artistas de la talla de Saul Bellow, Milan Kundera o Alfred Brendel solo muestran el lado humano de alguien que ha dedicado más de dos tercios de su vida a la Literatura en régimen de exclusividad. Son asuntos personales. Porque aquello verdaderamente trascendente, lo que prevalece, está ya escrito al otro lado, en los dispensarios más selectos de la ficción contemporánea, y volver a aquellos textos siempre supone un ejercicio placentero. Sirva como ejemplo ese tour de force «dedicado a examinar las trampas que la gente se construye para vivir en ellas» que es La Contravida (1986), un libro sobre la transformación, sobre lo que le ocurre a la gente cuando al fin se libera, “el libro que lo cambió todo”. Y aún hay más. Mucho más. Las imágenes asaltan el recuerdo acompañadas de una sensación de redondez y perfección y también cierta melancolía, porque aunque vuelvan de vez en cuando jamás lo harán como la primera vez, con ese golpe en la mesa que da la buena Literatura cuando aparece. Nathan Zuckerman dejándose hacer, tendido en el suelo, impedido por dolores crónicos de espalda apenas mitigados por el Percodan, la marihuana y el vodka en La lección de anatomía (1983) –un libro sobre las consecuencias de un libro: el contrahechizo que una obra de ficción lanza sobre la realidad de su autor–; el mismo Zuckerman que, años después, bailará un fox-trot en la terraza de su finca con el malogrado Coleman Silk en La mancha humana (2000). El estanque de Connecticut, plagado de serpientes y tortugas mordedoras, que parece ser la única tabla de salvación para aferrarse a la vida y embarcarse en una trepidante aventura dirigida por el Mossad en Operación Shylock. Mickey Sabbath envuelto en una almidonada capa de barras y estrellas sollozando frente a las costas de Jersey en El teatro de Sabbath o la capitulación de Simon Axler en La humillación (2011), mientras hace repaso al inventario de todas las obras que ha leído en las que un personaje se suicida: la tensión dramática de ciertos pasajes de esta –en opinión de quien escribe estas líneas– injustamente infravalorada obra –se hace referencia a la conversación de Axler, escopeta en mano, con la amante de su novia– constituye sin lugar a dudas una de las más altas cotas de maestría literaria que un escritor de primerísimo orden soñaría alcanzar jamás.  
Roth desencadenado. Un escritor y sus obras se presenta como un manual para esclarecer, ordenar y puntualizar. La verdadera luz deberá descubrirla el lector en los otros libros que han hecho posible este; en ese inagotable crisol de vidas enteras, capturadas poderosamente y para siempre sobre el papel, escritas por alguien que, al igual que su ídolo Joe Louis, campeón de los pesos pesados, se despidió disculpándose por haber hecho «todo lo que pude con lo que tenía». No ha sido poco. Cuesta pensar en qué medida sabrán valorar las generaciones venideras la indiscutible dimensión del trabajo de Roth. De Philip, por supuesto.

miércoles, junio 01, 2016

Cartas de Lysi. La mecenas de sor Juana Inés de la Cruz en correspondencia inédita, Ed. Hortensia Calvo y Beatriz Colombi


Ensayos de cultura de la colonia. 
Iberoamericana, Madrid, 2015. 240 pp. 25 €

Ariadna G. García

1680 fue un año importantísimo para la literatura universal. El 30 de noviembre entradaba en la ciudad de México el nuevo virrey de Nueva España, Tomás de la Cerda, al que acompañaba su esposa: María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes. Dicha designación marcó un hito en la vida de la poeta y monja jerónima Juana Inés de la Cruz, pues la virreina no sólo se convirtió en el blanco de sus versos, sino que se encargó de que se editara en Madrid el primer manuscrito de la autora: Inundación castálida (1689). El volumen Cartas de Lysi esboza una interesante biografía de la condesa y nos ayuda a comprender no ya sólo el origen de su amistad con la Décima Musa, sino las limitaciones sociales que cercaban el desarrollo intelectual y creativo de las mujeres durante el virreinato. La crítica Margo Glantz señaló en 1995 que éste realizaba «un rígido aparato de control generalizado en donde, de muy especial manera, se vigilaba a la mujer para excluirla de los espacios visibles de poder». No obstante, algunas mujeres desafiaron las convenciones de su tiempo. Entre este grupo selecto se encuentran, además de Juana Inés y María Luisa Manrique de Lara, su prima María de Guadalupe de Lencastre y Cárdenas Manrique, duquesa de Aveiro (la segunda casa nobiliaria más importante de Portugal). Las tres comparten su querencia por la poesía, la pintura y un espíritu irredento. Dicha introducción sirve de preámbulo a la edición (facsímil, paleográfica y modernizada) de dos misivas escritas por la virreina a su prima y a su padre. Ambas están escritas en un tono íntimo y coloquial, característico de la epístola familiar. En ellas se nos descubre una mujer instruida, inteligente, conocedora de los entresijos de la política internacional, que reflexiona con soltura sobre temas públicos. Además, informa a su pariente de la existencia de Juana Inés de la Cruz, a la que retrata. En la epístola a su padre, redactada en víspera del regreso a la metrópolis de los antiguos virreyes, confiesa las desaveniencias con sus sucesores, el conde de Monclova y su mujer. El volumen es una obra de referencia para conocer y contextualizar a la condesa de Paredes. Sin embargo, peca de lo que la mayoría de trabajos relacionados con la Décima Musa y Lisi: de manipulador. Siendo un trabajo de investigación notable, oculta el matiz amoroso que tuvo la relación de la poeta y la virreina. Un amor necesariamente platónico (la una era monja y la otra estaba casada), pero real. Así lo confirma el mayor experto en sor Juana, responsable de la extensa bibliografía sobre la autora y editor de sus Obras completas. Lírica personal (Fondo de Cultura Económica, 2009): Antonio Alatorre, quien explica sin ambigüedades: «La monja adoró a la virreina porque ésta fue su gran protectora; sí, pero en medida mucho mayor porque fue, en verdad, el gran amor de su vida». La mayoría de los críticos, sin embargo, o lo han ignorado (Georgina Sabat o Eugenia Sánchez), o han utilizado la nomenclatura amistad amorosa (González Boixo) para referirse a los sentimientos que la autora vertió sobre sus poemas; cuando lo cierto es que sus versos abordan el motivo del amor, y desde él se explican, y por él se escribieron, y de él están impregnados. Una lástima que un nuevo libro sobre la poeta mexicana y Lisi prolongue una ocultación y una manipulación que en el siglo XXI ya debían estar superadas. Lisi (Luisa) fue la amada de Juana Inés, a la que dedica un canzoniere, como Quevedo a la suya (Canta sola a Lisi). Habría sido interesante que las autoras del libro relacionaran la “soledad” de la que habla la virreina en sus cartas con su progresivo enamoramiento de la monja. El propio Octavio Paz, en un ensayo clásico (Las trampas de la fe) sí sugiere que las largas ausencias del virrey, «un marido mediocre, más bien enteco e insignificante», fueron el detonante de «un vacío interior» y de sus «tendencias sáficas» hacia la poeta. También habría sido de sumo interés que interpretaran el motivo por el cual Lisi prefiere referirse al virrey como su “primo” (hasta en diez ocasiones) en lugar de su esposo, que lanzaran una hipótesis sobre la razón por la que privilegia el lazo de parentesco sanguíneo al conyugal. ¿Era una fórmula de tratamiento habitual en la época? ¿U obedece, sin embargo, a un distanciamiento afectivo de la virreina con respecto a su marido? El volumen se cierra con una breve selección de poemas bidireccionales: de Lisi a Juana Inés y viceversa, y de la monja jerónima a la duquesa de Aveiro. Y en esta ocasión hay que lamentar de nuevo la ausencia en la antología de los grandes poemas amorosos de sor Juana a su amada. Si bien es verdad que se recoge el célebre Romance en esdrújulos, se echan en falta composiones como Esmera su respetuoso amor, Favorecida y agasajada, teme su afecto de parecer gratitud y no fuerza y Puro amor. Estos se apartan del mero elogio cortesano, no son composiciones laudatorias; ella misma –lo señala Octavio Paz– dejó muy claro que sus textos son fruto del amor, y no del interés; que amó a María Luisa por su belleza y no por la protección que le dispensaba. La autora no pierde la oportunidad de declararle su amor en versos explícitos: «Ser mujer, ni estar ausente/ no es de amarte impedimento».
En resumen, Cartas de Lisy supone un meritorio esfuerzo por difundir el semblante de la la condesa de Paredes y la situación de las mujeres en el Barroco novohispano. Sin embargo, desaprovecha la opotunidad por erradicar prejuicios sociales y culturales hacia la homosexualidad femenina. En ese sentido, supone un paso atrás en la lucha por la lectura diáfana y desprejuicidada de Octavio Paz y de Antonio Alatorre. La obra de la Décima Musa está pidiendo a gritos una revisión que la acerque al lector del siglo XXI. ¿Quién se atraverá a editarla?