viernes, septiembre 29, 2006

Páginas coloniales, Rafael Gumucio

Mondadori, Barcelona, 2006. 149 pp. 13 €

Anna Grau

«Rafael Gumucio es un pedante». «Pero es muy inteligente». «No narra nada; es una pura metralleta de aforismos». «Algunos aforismos le salen muy afortunados». «Y otros le salen muy por la culata. Además, ¿qué pasa, se cree que en este mundo sólo viaja él? Ya no es como en el siglo XVIII, ahora a Nueva York y hasta a Haití, y no digamos a Madrid y a Sevilla, va cualquiera, coño». «Es un autor muy autorreferencial, sí». «Egocéntrico, diría yo. ¡Si hasta cuando va a clases de inglés te lo cuenta con todo detalle, el tío!». «Pero él no engaña a nadie, desde la misma introducción de Páginas coloniales te avisa de lo que se propone hacer: construir una visión arbitraria y subjetiva del mundo». «¡Pues que le aproveche!». «Pues a mí me gusta». «Se ve que eres mujer». «Y tú se ve que eres... tú».
Cronológicamente es imposible que Spencer Tracy y Katherine Hepburn llegaran a discutir nunca por haber leído a Rafael Gumucio. Pero esa misma imposibilidad resulta, ¿por qué no?, sugerente. Es la clase de simulacro fértil que Gumucio en persona podría incluir en cualquiera de sus juguetones, impúdicos, casi desfachatados libros. Donde la ficción establece una de las aproximaciones más curiosamente penetrantes a la realidad, y viceversa.
De «voz personalísima» para arriba ponen todas las pestañas de sus obras al chileno fino Rafael Gumucio (1970), profesor de castellano, periodista del tipo tajantemente opinativo, y escritor. Con lo de chileno fino se quiere rendir homenaje a su talante y a su conversación —nunca agotada—, pero también a unos orígenes sociales que él mismo presume de que, una vez, Roberto Bolaño le afeó: sobreabundancia de diplomáticos y próceres en la familia, un exilio infantil en París, etc. Pueden rastrearse abundantes detalles de ello en esta su obra y en otras anteriores, como Comedia nupcial (2002) o la significativamente titulada Memorias prematuras (2000).
Recorre toda su escritura hasta la fecha, vale, un narcisismo desatado que, sin embargo, constituye una de sus mejores armas como escritor. La lanceta que Gumucio hunde en todo lo que le rodea, mejor diseccionado cuanto más intensamente Gumucio se proyecta en ello. Incluso en los momentos de subjetividad más funambulista, cuando el éxito de sus opiniones más desbordantes puede llegar a pender de un hilo más fino, siempre emergen los bordes de una rara, majestuosa lucidez. Una última palabra milagro. Una cucharada de literatura que hace expectorar lo esencial. Una especie de periodismo, más que nuevo o viejo, poético.
Hay en el germen de su prosa un afrancesamiento positivo, un rigor de estructuras y ambiciones que puede tener mucho que ver con que a Gumucio nunca se le acabe de ir la mano. Que le permite ser a veces histriónico y superficial, mas nunca frívolo.
Esto es especialmente así cuando lo que escribe o reescribe tiene que ver con la política. Aquí es donde más «voz personalísima» tiene, y más hay que agradecerle. Sus análisis son casi siempre paradójicos y casi siempre es equidistante su ironía, apta para fustigar las izquierdas más miserables indistintamente de las derechas más canallas. Capaz de establecer un pertinente, prolongado paralelismo entre la transición española y la no-transición chilena, entre desvergüenza propia y vergüenza ajena. O capaz de percibir a la primera que los catalanes «no quieren ser lo que son», en ninguna dirección ni sentido. O de comparar a Walter Benjamin con un puente que se tiende para ser pisoteado y así salvar un mundo.
Su voz es mucho más discursiva que narrativa (el único tramo de ficción más o menos pura, el cuento Bilbao y el cisne, es lo más flojo de todo el libro), pero la pasión y la fuerza de su discurso, sumadas, no dan menos que literatura. A los ojos de un lector hispanoeuropeo, el mejor Gumucio, el más llamativo, es su visión hispanoamericana de “nosotros”, de lo de aquí. Leyéndole te entra la duda de quién es el pasado de quién. Y qué están multiplicando exactamente tantas cópulas y tantos espejos.
Son dudas muy vigorizantes...

jueves, septiembre 28, 2006

Lawrence y los árabes, Robert Graves

Trad. Juan Antonio Gutiérrez-Larraya. Península. Barcelona, 2006. 350 pp. 19,90 €

Alberto Luque Cortina

Inglaterra es una nación prolífica en héroes. Sólo en la primera mitad del siglo XX despuntan tres nombres en el imaginario popular, y en los tres se confirma que la mejor amiga del héroe es la tragedia: Robert Falcon Scott murió en 1912 en su desastrosa expedición al Polo Sur; George Mallory murió en 1924, en su descabellado intento por alcanzar la cumbre del Everest; y por último, T.E. Lawrence, que fracasó en su pretenciosa empresa de crear una nación árabe, y que moriría prematuramente en accidente de tráfico en 1935. De los tres, sin duda es este último quien más interés reviste para los biógrafos por su controvertida personalidad. Personaje contradictorio o tal vez incomprendido, dedicó parte de su vida a crear su propia leyenda, y el resto a huir de ella. Así, tras la Gran Guerra, en el apogeo de su fama, rechazando honores, medallas, y su rango de coronel, cambió su nombre por el de Shaw y se alistó anónimamente como soldado raso.
Antes, a modo de testamento, había escrito su gran obra, Los sietes pilares de la sabiduría, lectura altamente recomendable a pesar de algunos excesos, que narra los hechos de la guerra del desierto durante la Primera Guerra Mundial. Esta obra, sin embargo, sólo vería la luz en su integridad tras su muerte, ya que Lawrence se negó a comercializar su relato, del que se hizo una edición muy limitada para su círculo íntimo.
Precisamente para llenar ese vacío, Lawrence permitió que el poeta Robert Graves (1895-1985), quien por cierto también fue amigo de Mallory, escribiera en 1927 un relato sobre sus aventuras. Graves había conocido a Lawrence a su regreso de Arabia y sin duda había sido captado por la magnética personalidad del personaje, como pone de manifiesto en su obra autobiográfica Adiós a todo eso (1929), un fascinante relato de la Primera Guerra Mundial, que es a la literatura lo que Senderos de Gloria (1957), de Stanley Kubrick, a la cinematografía.
Para quienes, como Graves, sufrieron el horror anónimo de las trincheras de Francia, la figura romántica y rabiosamente individualista de Lawrence galopando por los exóticos parajes de Arabia constituía una imagen irresistible. Desde esta admiración el autor de la novela histórica Yo Claudio ofrece al lector una vida fascinante. Como asesor de Faisal, Lawrence, llamado por los árabes “Emir Dinamita” promovió levantamientos, sabotajes, batallas, y ayudó a consolidar el incipiente nacionalismo árabe en beneficio de los intereses ingleses y franceses en la zona. La prosa de Graves es muy efectiva, y así, en su mano, la expedición para volar uno de los puentes del río Yarmuk se convierte en una excitante historia de aventuras, no siempre exitosas. Por contra, Graves soslaya algunas oscuras aristas de la personalidad del protagonista, así como determinados pasajes, como los abusos sexuales que sufrió por parte de los turcos, y que el propio Lawrence no evita en su autobiografía.
Frente a algunas imprecisiones y tópicos, y en comparación con algunas de las biografías canónicas de Lawrence (John Mack, Malcolm Brown, entre otros), ésta cuenta con el atractivo de la escritura siempre inteligente y divertida, por momentos apasionante, de Graves. Obra, pues, recomendable, a pesar de algunos descuidos en la actual edición, que ofrece una perspectiva subjetiva sobre un hombre del que Winston Churchill dijo que era «un animal raro, que no medra entre barrotes». Quizá sea preferible, ante cualquier intento de aproximarse al personaje, recordar las propias palabras del “gran” Lawrence —medía un metro sesenta y cinco centímetros—, cuando afirmó: «No creo que existan los héroes o que hayan existido; sospecho que todos fueron unos farsantes».

miércoles, septiembre 27, 2006

Los ojos del tiempo / Culpable o el ala de sombra, Fernando Quiñones

Alianza, Madrid, 2006; 231 pp. 15 €

Pedro M. Domene

Fernando Quiñones (1930-1998) desempeñó, a lo largo de su vida, toda suerte de lides literarias. Colaborador en prensa, con una continuada y abundante presencia en el panorama andaluz, nacional e internacional, desarrolló una intensa labor en La Voz del Sur, Diario de Cádiz y, finalmente en, El Independiente y El País. Sumó sus esfuerzos en otros medios de comunicación, en radio y en televisión, además de ser un excelente poeta, narrador y flamencólogo reconocido. Finalista del Premio Planeta en 1979 con, Las mil noches de Hortensia Romero y, nuevamente, en 1983 con La canción del pirata. En su última novela publicada, La visita (1998), cuenta un imaginario encuentro, por las mágicas calles de Oviedo, entre el joven escritor francés Proust y el afamado escritor español, Clarín. Autor, además, de una profusa obra poética iniciada en 1964 con el poemario, En vida que continuaba con Las crónicas de mar y tierra (1968), Las crónicas de Al-Andalus (1970), Las crónicas americanas (1973), Memorándum (1973), Las crónicas del 40 (1976), Las crónicas inglesas (1980), Muro de las Hetairas, también llamado Fruto de Afición Tanta o Libro de las Putas (1981) y Las crónicas de Hispania (1985). De Cádiz y sus cantes (1964) y El flamenco, vida y muerte (1971), componen buena parte de su obra.
Los ojos del tiempo/ Culpable o El ala de la sombra (2006) son dos novelas cortas que el escritor gaditano dejó sin acabar, en realidad, unos borradores con abundantes correcciones y notas que hacen pensar en una redacción avanzada, casi lista, para ser publicadas. Nieves Vázquez Recio, editora y autora de la introducción, ha realizado un trabajo minucioso sobre los textos conservados y, en cada momento, hace saber al lector las correcciones realizadas por el autor sobre el manuscrito y, sin asegurarnos cómo hubiera resultado el texto definitivo, al menos la rigurosidad de Vázquez Recio nos acerca al mejor estilo del gaditano. La primera de ellas, Los ojos del tiempo, tras una lectura fragmentaria, se perfila como una obra de mayor envergadura porque, a través de un narrador, grabadora en mano, se recomponen las conversaciones mantenidas con Nono, un pescador de la Bahía, un tanto genuino porque es capaz de rememorar buena parte de la historia gaditana en un alarde de elocuencia y sabiduría popular. Notable, como siempre, el lenguaje esgrimido, el vocabulario escogido como esa sabia particularidad que otorga al discurso de Quiñones la magia de reproducir las voces, giros y el habla coloquial del pueblo. Nono, el pescador de La Goleta, lugar idolatrado por el Quiñones más andaluz, transforma sus visiones en un alarde de riqueza verbal sin explicación mínima alguna, característica que, en gran medida, oscurece en importancia al resto de la historia.
Culpable o El ala de la sombra, el segundo texto conservado, es un monólogo narrado por el propio personaje protagonista. Un alto funcionario ministerial es detenido por un oscuro asunto del que, evidentemente, no es culpable. A medida que se va leyendo, observamos que el personaje se llena de dudas, se van desvelando aspectos inquietantes y esclarecedores de este aparente culpable y aparece esa obsesión por la muerte que le lleva a asistir a los entierros, cualesquiera que sean. La muerte es un tema que, obviamente, preocupaba al escritor, quien después de luchar varios años con su enfermedad, se acercaba a la certeza de un final seguro. Un premonitorio texto del más vital de los autores andaluces de la segunda mitad del siglo XX.
Unas acertadas notas arrojan algo de elocuencia y claridad, completan además a esta especie de testamento sobre el tiempo, un tema que pesó mucho sobre un Fernando Quiñones en la última década de su vida. Ambos textos, según queda datado, se comenzaron a gestar en los primeros años de los noventa y, por tanto, ese acelerado paso del tiempo, unido a una reflexión sobre la existencia y la muerte, planean en ambas novelas. Quienes conozcan la obra del andaluz verán en ambos borradores la indeleble huella de un escritor de raza, por el contrario aquellos que sostengan en sus manos por primera vez un libro suyo, apenas si encontrarán un atisbo para darse cuenta de la grandeza de su obra, aunque como suele ocurrir, estos y otros textos dispersos que puedan parecer del Quiñones de la etapa final de su producción, contribuirán a engrandecer la figura de alguien que vivió la cultura andaluza como ningún otro.

martes, septiembre 26, 2006

La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares

Ediciones Destino, Barcelona, 2006. 168 pp. 14 €

Javier Fernández

La invención de Morel narra un extraño artificio de ciencia ficción: el de la coexistencia, en el tiempo del relato y el espacio de una isla, del protagonista y una suerte de humanos espectrales con los que misteriosamente se ve forzado a convivir —o, mejor dicho, a los que se ve forzado a observar— y cuya naturaleza se va desvelando con las páginas. En apariencia, Bioy Casares sumerge al lector en un enfrentamiento entre lo material y lo inmaterial o, dicho de otro modo, entre lo real y lo virtual. Veremos que esto no es exactamente cierto.
No es casualidad que La invención de Morel date de 1940 pues refleja fielmente la fascinación del escritor por la sustancia que se esconde detrás de una pantalla de cine, por los sonidos registrados en una grabación musical, por la voz que atraviesa medio mundo desde una estación de radio hasta un simple transistor y, siendo una onda apenas, transforma al receptor, al oyente, al espectador, al entrar a formar parte de su experiencia, de su vida.
Y no es casualidad, además, porque si como señala N. Katherine Hayles: «La virtualidad es la percepción de que todos los objetos materiales están interpenetrados por patrones de información» (La condición de lo virtual, en Sánchez-Mesa, Domingo, ed., Literatura y Cibercultura. Madrid, Arco/Libros, 2004), la bifurcación entre lo material y la información es una construcción histórica específica originada a partir de la Segunda Guerra Mundial y apoyada en análisis científicos y técnicos localizados durante los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, particularmente en el campo de la biología molecular.
Ahora bien, siendo —como se puede observar— moderno, el de Bioy Casares es un texto envejecido e innecesario desde el análisis posmoderno, pues obvia un concepto capital del desarrollo de las modernas telecomunicaciones: la interactividad, entendida ésta como la «capacidad que tiene el receptor de un mensaje para configurar o al menos prefigurar el contenido del mensaje que va a recibir» (Joyanes, Luis, Cibersociedad. Los retos sociales ante un nuevo mundo digital. Madrid, McGraw-Hill, 1997).
En el libro de Bioy Casares lo virtual afecta crucialmente a lo material, pero no viceversa, no hay —en palabras de Vicente Luis Mora—: «la posibilidad del usuario de convertirse en otro» (Mora, Vicente Luis, Pangea. Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2006). En otras palabras: la virtualidad de La invención de Morel no es distinta de la mera imaginación, de la simple y llana sentimentalidad. Si comparamos este libro con otras obras realmente imprescindibles y que comparten intenciones con la del argentino (como por ejemplo Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, y Solaris (1961) de Stanislaw Lem, por citar una anterior y otra posterior) podremos medir la capacidad —o falta de capacidad— de Bioy Casares, más allá del simple e ingenioso divertimento. Y aún en eso, un autor menos dotado como Ray Bradbury, alcanza niveles superiores en su célebre relato El marciano incluido en Crónicas marcianas (1950); por no hablar del siempre genial J. G. Ballard, quien despacha sobradamente el mismo tema, con maestría y en apenas un par de páginas, en uno de sus primeros cuentos de juventud: Banda 12 (1958).
Si como afirma Jesús Palacios: «La idea subyacente es que la misma realidad, aparentemente objetiva, que habitamos, puede no ser otra cosa que una ilusión, una grabación» (Palacios, Jesús, La caverna de cristal. Realidades virtuales del pasado, en Realidad Virtual. Visiones sobre el ciberespacio. Barcelona, Devir, 2004), entonces la cosa queda reducida a una fórmula tan arcaica como intelectualmente poco lúcida. La Realidad Virtual imaginada por Bioy Casares es desvaída y romántica.
El usuario (protagonista) puede comprender finalmente el artificio en que se halla inmerso porque no es sino una farsa mecánica, inducida. Y el discurso, apenas un residuo de la más clásica novela decimonónica de fantasmas.

lunes, septiembre 25, 2006

Primera luz, Charles Baxter

Trad. Jordi Fibla. RBA, Barcelona, 2006. 317 pp. 19,50 €

Gabi Martínez

Probando, probando.
La verdad es que mi primera idea fue reseñar Lunar Park de Bret Easton Ellis pero tras el disfrute (enorme) de sus primeras páginas fui cayendo en una abulia cercana a la indignación que me hizo abandonar el libro. Y como si algo admite esta “tormenta” es la flexibilidad, opté por cambiar a Primera luz (RBA) de Charles Baxter, novela que, aun sin aportar demasiado, se lee bien y permite observar cómo se iba curtiendo el autor de El festín del amor y de posteriores relatos en la onda de la gran estirpe estadounidense tan bien representada por Faulkner o Richard Ford.
Los hermanos Hugh y Dorsey Welch protagonizan esta historia narrada, por decirlo de algún modo, marcha atrás. Baxter parte de un encuentro entre los hermanos, cada uno con sus respectivas y antagónicas familias. Dorsey es una astrofísica aclamada con un marido actor, Simon, y un hijo sordo. Hugh, un vendedor de coches de los USA profundos con una esposa despierta aunque poco atractiva y un par de niños.
Las sofisticadas extravagancias de Simon —capaz de convertir un espectáculo de fuegos artificiales en un simulacro de ataques terroristas en cadena jaleado por los niños— y su cierto elitismo culturalista, le distancian del más rural y ortodoxo Hugh. Dorsey y Hugh tratan de entenderse sin éxito: sus mundos ya están muy lejos. De la infancia guardan un obvio poso de cariño pero entre ambos se ha levantado la incomunicación. ¿Cómo llegaron ahí?
Baxter lo explica marcha atrás (aunque también podría utilizar el símil de un embudo o un tornado). Tras cargar la atmósfera de tensiones cruzadas y esbozar muy bien a los personajes que parece van a ser los principales, emprende un rebobinado en las vidas de los hermanos, únicos verdaderos protagonistas. Así desvela algunos de sus porqués, se entienden actitudes, que aparecen mucho más inteligibles gracias al contexto que faltaba, y, al tiempo que abandona a secundarios como el estimulante Simon, da paso a nuevos individuos pertenecientes al pasado, como por ejemplo Carlo Pavorese, el veterano profesor que removió intelectual y físicamente a la joven Dorsey.
Siguiendo la moviola, se verá a un Hugh esplendoroso en su época deportiva, triunfando con las chicas aunque ya incubando la seguridad que le acompañaría el resto de sus días: ser más tonto que su hermana.
Reculando a través de los miedos y experiencias de Dorsey y Hugh, de sus relaciones con los amigos y los padres y los novios, los trabajos y las escuelas, Baxter aspira a plasmar la América de una generación. Intenta comprender dónde se encuentran los hombres y mujeres treintañeros de “hoy” (la obra se publicó en Estados Unidos en 1987) retrocediendo sobre sus pasos en busca de las luces primordiales que alumbraron más o menos pálidamente el resto de sus vidas. Así, hasta el día en el que la bebé Dorsey atisbó su primera luz.
Y siendo cierto que Baxter consigue un extraño y melancólico efecto mediante tan simple recurso, también lo es que ese mismo quid estructural condena a la lectura a senderos demasiado anunciados. Las expectativas abiertas al principio por diálogos muy bien tensados y por la complejidad de unas personalidades adultamente contradictorias decaen conforme los personajes se hacen más básicos y naturales. La novela esperada se convierte en otra. Y, aunque la intención es buena, a la ejecución le falta gancho. Quizá grasa entre unas escenas y otras. O mayor ritmo lírico, que se antoja desigual. El caso es que hay algo no muy bien cuadrado, además de artificios excesivos —la relación entre Pavorese (véase el propio apellido) y Dorsey.
Sea como sea, y pese a detectar a un escritor todavía en pruebas, aquí está ya el Baxter que busca el lado corriente de las cosas, lo más magnífico de la sencillez. El Baxter que señala al amor como esencia del existir. El Baxter capaz de reflejar nuestros espíritus en toda su lobreguez y melancolía.

viernes, septiembre 22, 2006

Nieve y silencio, David Lorenzo Magariño

XXX Premio de Novela Corta «Gabriel Sijé». Agua Clara, Alicante, 2006. 90 pp. 10 €

José Gutiérrez Román

Una joven narra su relación con la muerte (y, por lo tanto, también con la vida) tras la desaparición de su madre y posteriormente de su hermano pequeño. Éste es el punto de partida de Nieve y silencio, la obra con la que David Lorenzo Magariño se hizo merecedor del XXX Premio de Novela Corta «Gabriel Sijé». Aunque es la primera novela que publica, no se trata de su primera incursión en este género, pues este autor, de veinticuatro años de edad, ya en 2004 fue finalista del premio «Ateneo Joven de Sevilla» con otra de sus obras. Lo habitual en estos casos suele ser destacar el hecho de que alguien tan joven haya sido capaz de escribir una novela tan madura. Nieve y silencio es un claro ejemplo de ello, si bien el mérito principal del libro no es la juventud de su autor, sino el conjunto de aciertos que ha sabido reunir en él (a saber: una cuidada estructura, la creación de unos personajes atractivos o el tono contenido que se mantiene durante la mayor parte de la historia). Resulta curioso comprobar, sin embargo, cómo en ocasiones la madurez de una novela reside precisamente en la carencia que tienen sus personajes de la misma. Esto es lo que ocurre en Nieve y silencio, donde la protagonista está inmersa en los vaivenes propios de la adolescencia, la madre vive amarrada a su sufrimiento, y el padre, ensimismado en su fe, adolece de un exceso de ingenuidad. La tía Ruth, por su parte, necesita trasladar la abstracción de sus cuadros a su vida. Y como parece claro que la sensatez no siempre acompaña a los años, es Israel, el niño, quien muestra mayores dosis de ésta a pesar de vivir (o quizá debido a ello) en su particular mundo onírico. Él es el único que acepta la muerte, la propia y la ajena, convirtiéndose en el punto de referencia de las reflexiones de su hermana, que se servirá de sus recuerdos para crecer y reconciliarse consigo misma.
Nos encontramos así con un brillante relato sobre las diferentes formas que tenemos de enfrentarnos al irremediable encuentro con la muerte, y que, al igual que sucede con la protagonista, tiene el don de reconciliarnos con el lado menos amable de la vida. Narrado con una prosa fluida y salpicada de ingeniosos guiños («¿Y quién la ayudará ahora a ir al baño?», pregunta el niño cuando su madre fallece), Lorenzo Magariño ha sabido aunar en esta novela una mirada piadosa hacia la debilidad y el dolor humanos junto con reflexiones (de corte existencial en su mayoría) llenas de lucidez, como la necesidad que siente la joven «de servir de tapón en alguna gotera del mundo», de llenar un hueco que de quedar vacío provocaría cambios en la vida de los otros. Del mismo modo, la novela está envuelta de sutiles claves líricas que definen las relaciones entre los diferentes personajes. Finalmente nos queda el “silencio” que recorre cada página y que, como afirma la protagonista, «es la última defensa» frente a «las palabras y los recuerdos», que «cortan y hieren». Después de leer esta hermosa novela, sólo resta sentarse bajo el árbol de la literatura de David Lorenzo Magariño a esperar que sus frutos “maduros”, como Nieve y silencio, sigan cayendo en nuestras manos.

jueves, septiembre 21, 2006

Todos nosotros, Raymond Carver

Selección, traducción y prólogo de Jaime Priede. Introducción de Tess Gallagher. Bartleby, Madrid. 2006. 272 pp. 17 €

Marta Sanz

Todos nosotros es un título sacado de uno de los poemas de Carver, “En Suiza”: Todos nosotros, todos nosotros, todos nosotros/ intentando salvar/ nuestras almas inmortales, por caminos/ en algún caso más sinuosos y misteriosos/ aparentemente/ que otros. Los poemas de Carver son un canto, a causa de sus reiteraciones —no siempre retóricas, sino fundamentalmente temáticas— y son, además, un canto que trasciende la experiencia del yo y alcanza la “mutualidad” —el término es de Tess Gallagher, su colaboradora y amante esposa—. La poesía de Carver es inequívocamente estadounidense, carveriana hasta la médula, habla de una familia particular, de una hija borracha y maltratada por su hombre, de un hijo déspota, de un padre muerto, de una madre claustrofóbica, de una segunda esposa que es una tabla de salvación, de la vivencia del acabamiento manifestada en las formas del alcoholismo, de la necesidad de ruptura con los seres queridos —estremecedor es “El correo”—, de la escritura frustrada por el peso de la cotidianidad, de la bancarrota moral, física y económica y, al mismo tiempo, desvela que todo eso, lo malo y lo bueno, se comparte con el género humano. Así, el interlocutor de este poemario somos todos nosotros, lectores particulares y no tan particulares, pero sin duda lectores no exclusivos, ni difíciles ni raros, lectores que se reconocen en las vulgaridades y rarezas del autor, en sus sentimientos puros —la gratitud, el amor, la necesidad de compartir— y también en los mezquinos, como ese deseo irreprimible de que una madre sea borrada de la faz de la Tierra.
Esta bifurcación sentimental se refleja en poemas de agradecimiento hacia Tess Gallagher (“Protegiendo a la número uno”, “Felicidad”, “Donde el agua se une a otras aguas”) y en otros que expresan el resentimiento, ciertamente puritano, de un ex-bebedor (“Los viejos tiempos”) que recrimina a su hija ( “A mi hija”, “Mi hija y la tarta de manzana”), a su ex-mujer, a su hijo o a su madre (“Madre”, “Qué puedo hacer”) a través de una voz inmisericorde que rebosa intuiciones como la de que morir es ser olvidado por los otros: ése es el esfuerzo que él quizás pretende hacer para borrar a sus seres amados y odiados. En eso consiste la salvación del alma inmortal de Carver, porque, pese a lo que pudiera parecer en los versos de apertura, estamos ante una poesía laica, una poesía como exorcismo imposible de los fantasmas de la existencia tangible, de nosotros mismos como el fantasma de lo que una vez fuimos —un borracho, un cínico, un desgraciado—, escrita desde el paraíso, ya alcanzado, de una nueva existencia (“La propina”) en la que sólo la culpa, nunca explícita, por el deseo de aniquilación, de borrado en la escritura que queda en mero emborronamiento en el papel y en la vida, es una carga de la que el autor, impotente, quiere liberarse.
La mutualidad de la poesía de Carver en su relación con el lector se logra a través de la onda expansiva de esos círculos concéntricos que se van ensanchando hasta rozarnos la piel: el individuo, la primera familia, otras familia posterior y más próxima, los amigos, los escritores (Bukowski, Balzac, Antonio Machado, Seifert, Chejov, Joyce), una ciudad, una región, un país, la naturaleza y sus animales (el salmón, la trucha, el perro, un insecto) el mundo, otra vez todos nosotros... el poeta es capaz de lograr la universalidad por medio de estrategias lingüísticas de concreción: cuando Carver rompe un huevo, no rompe un huevo cualquiera, sino “el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn”. Y el lector, que no tiene ni idea de las peculiaridades de esa raza avícola, siente que esa minuciosa especificidad acerca la experiencia, por ejemplo, del derrumbamiento de un matrimonio a su propia cotidianidad, a ese reparar en los detalles más absurdos y particulares que preñan lo real de significado y que nos llevan a encontrar la trascendencia en las cosas comunes (“Zapatillas”.) La aparente ingenuidad del estilo carveriano —todos los estilos, los soeces y los barrocos, los limpios y los sonámbulos son amaneramientos, al fin, y lo único que al lector ha de importarle es su eficacia— se relativiza no sólo por lo intrincado de un proceso creativo en el que la corrección ocupaba un papel predominante, sino también por la cantidad de poemas que Carver dedica a la escritura; es muy bella la mise en abisme de “Tu perro se muere”: la satisfacción en la que se regodea el autor al comprobar lo bien que le está saliendo un poema a propósito del perro atropellado de su hija le provoca un sentimiento de culpa que puede ser fruto de otro poema, que a su vez puede desembocar en otro y en otro... un rosario alucinado del que sólo se dejan de pasar las cuentas al oír un grito proferido entre las cuatro paredes de la casa; “Domingo por la noche” es una poética que se resume en una invitación identificable también en los relatos carverianos: “Utiliza las cosas que te rodean”; los fanáticos de los cuentos de Carver van a encontrar una realidad complementaria en este libro; los lectores de poesía, una palabra que sobrecoge más allá de su relación con las narraciones breves. En Un sendero nuevo a la cascada se sucede una serie de poemas sobre el proceso creativo en el espacio de la cotidianidad: “Los bolsillos de su albornoz llenos de notas”, “Uno más”, “Carta”. Son sencillos, hermosos y reconocibles en el quehacer de los que se dedican a escribir.
La vitalidad y la generosidad irradian de poemas escritos desde la certeza de la muerte y, a la inversa, los escritos desde la intuición de la muerte o de la salud relativa resultan siniestros. La muerte sobrevuela Todos nosotros y a todos nosotros: en “Un sendero nuevo a la cascada”, tenemos la impresión de asistir a una escritura que es fruto de la mirada de un niño que, en realidad, es un hombre a punto de morir (“Los tirantes”, “Otro misterio”.) La muerte es una tierna profecía, un momento cariñoso y nada solitario, en “Mi muerte”, y algo feroz en su simplicidad coloquial en “Lo que dijo el médico”. Otras veces, la muerte es inasequible en todas sus acepciones: en “La cartera de mi padre”, hasta lo inasequible —el precio de la muerte y la conciencia respecto al hecho de que hay que morir— se pagan sin rechistar. Bien, así es la vida. Pero también la muerte aparece trenzada con una filosofía del amor que emana y se dirige a Tess Gallagher, porque el poeta se aferra a ella antes y después (“Cariño”, “Proposición”, “Ninguna necesidad”) de la noticia de su fin próximo. El amor verdadero, para Carver, radica en un instinto para su conservación, cifrado en conceptos como la prudencia, la bondad, la sinceridad o la lucidez... No sé si tal filosofía me convence, pero estoy segura de que, como todo el poemario, me perturba, y de que si yo fuera Tess Gallagher aún no habría podido dejar de llorar. Tampoco sé si después de leer estas páginas, cuyo atributo más sobresaliente es la autenticidad, su autor me resulta simpático, pero sinceramente, queridos, eso importa poco en el caso de los libros imprescindibles.

miércoles, septiembre 20, 2006

La nieta del señor Linh, Philippe Claudel

Trad. José Antonio Soriano. Salamandra, Barcelona, 2006. 128 pp. 10 €

Ángeles López

Lírica y atroz la sexta novela de este profesor y guionista, comprometido en la docencia a discapacitados y presos, llamado Philippe Claudel (Nancy, 1962). Leer La nieta del señor Linh produce una sensación parecida a la de secarse con toallas mojadas. Se trata de una conmovedora novela, tan dulce como hiriente, en la que el novelista cambia de registro para reflexionar sobre el exilio —geográfico e interior— y la amistad sincera entre dos hombres. En un país occidental (¿acaso Francia?), un anciano emigra con su nieta, Sang Diû, que es su único tesoro (¿un ángel de la guarda?). El señor Linh ha perdido su familia, sus raíces y su país (¿tal vez Vietnam?)... Pero en el banco de un parque conoce a un hombre viudo. Aunque ninguno habla el idioma del otro, los dos seres solitarios logran entenderse poco a poco a través de la delicadeza, la confianza y los pequeños gestos, hasta edificar una amistad auténtica, poderosa e inamovible. Adjetivos precisos, metáforas contundentes y un uso del idioma tan discreto como contundente, para ofrecernos un inesperado recorrido por el alma humana y los claroscuros de la conducta, postulando un existencialismo nuevo y hondamente poético.
Como hiciera su admirado Simenon, Claudel es capaz de retratar atmósferas con escasísimas pinceladas y verter una mirada, contenida y certera, de los claroscuros de la conducta, muy en la línea de los novelistas rusos —más afín a Gogol que a Dostoiewsky—. Sin teatralidad, ni excesos, ni verbo superfluo o adjetivo inútil, el autor de Almas grises (Quinteto, 2006), ha construido una novela contenida que es una suerte de poemario donde uno quisiera instalarse, a pesar de su aspereza. Si alguna vida es posible ser vivida a fuerza de instantáneas, sólo es deseable si es Claudel quien la retrata y gobierna tras de su pluma. Instalado de nuevo en la bruma, lo mercurial, lo plomizo y lo ceniciento —La vida es un collar de heridas que cada hombre se cuelga del cuello, cada día más amargo que el anterior, que ya lo era bastante, (innegable “marca de la casa”)— la maravillosa aportación de este libro reside en la narración de una amistad entre hombres, hecha por otro hombre que no teme expresar la dulzura que le brota... Así como la suerte —ancestral— de entenderse dos almas a pesar de las palabras. Lo poco que necesitamos para sentirnos felices: un buenos días, el sonido de una lengua incomprensible y una mano apoyada sobre un hombro. Es la forma en que el autor entiende el mundo y sus alrededores. Personajes estilizados y acontecimientos tratados como ritos, crean un ritmo que permite al lector acomodarse en la historia. Escrito desde la voluntad sintética de resumir emociones con los mínimos recursos estéticos, las escasa páginas resultan certeras puñaladas de verdad. Dicen que sólo merecen la pena los libros que te cambian la vida y ese, precisamente, es el poder balsámico de la literatura de Claudel, artesano de la lengua y sus ficciones.

martes, septiembre 19, 2006

La luz bajo el polvo, Ana Esteban

Ediciones del Viento, La Coruña, 2006. 168 pp. 15 €

Óscar Esquivias

Los últimos exámenes, la adolescencia, el verano, el mar, el descubrimiento del amor, la decepción... Con estos mimbres se han escrito multitud de relatos, pero pocos tan intensos y amargos como La luz bajo el polvo. La alegría parece totalmente ajena a la ciudad innominada en la que transcurren las vidas de Lucas y su madre, los protagonistas de la novela, el primero un adolescente cuyo tedio existencial sólo se alivia cuando comienza una relación con una muchacha de origen caribeño; la segunda, una mujer derrotada por la vida en todos los frentes: en el laboral, el sentimental e, incluso, el maternal, ya que la relación con su hijo está dominada por la incomunicación. Los retratos de ambos personajes (que yo he pintado con dos brochazos) son muy ricos y matizados y aquí está uno de los mayores méritos del libro: la sensación de verdad que transmite, su penetración psicológica, la riqueza de sentimientos.
Ana Esteban es una narradora hiperestésica que crea unas atmósferas inolvidables, a menudo asfixiantes (por ejemplo, el calor del verano que inunda las calles de la novela y que parece meterse en los pulmones de los personajes y también en los del lector). La novela está llena de olores, de sensaciones táctiles, de metáforas hermosísimas que flamean de repente en mitad de una narración aparentemente objetiva y distante, muy dura, que trata sobre algunos de los asuntos menos amables de nuestra sociedad: la degradación de la juventud, el racismo, la pobreza, la violencia doméstica, la alienación laboral... No es, sin embargo, una obra de denuncia social, o al menos, no sólo es eso: se trata de una novela profundamente poética, más cercana al símbolo que al testimonio, al estilo de como puedan serlo las de Dostoievski, pero de un nihilismo posmoderno. Para Ana Esteban no parece haber redención posible, se muestra implacable con sus personajes y el amor sólo se asoma en forma de aspiración inalcanzable; nos muestra un mundo en el que todos parecen condenados a la infelicidad. La ciudad de plomo en la que se ambienta la historia da la impresión de ser un lugar maldito donde no habita un solo hombre justo. Por otra parte, los personajes carecen de ideología y de religión, la política o Dios no existen y nadie pone en cuestión el orden de las cosas. Los personajes sobreviven como lo harían unos animales en la jungla, sin que tengan capacidad de decisión sobre ningún aspecto de su vida, sin esperanza de ninguna clase de justicia, aceptando los zarpazos de los depredadores como algo inevitable y natural.
Ana Esteban está en la tradición de la gran novela realista contemporánea y utiliza el sufrimiento de las vidas humildes para hacer un retrato de un lugar y una época (la España actual). Esto y, sobre todo, su estilo intenso y eficaz aseguran una lectura inolvidable. Merece la pena.

lunes, septiembre 18, 2006

Parpadeos, Eloy Tizón

Anagrama, Barcelona, 2006. 142 pp. 12 €

Andrés Neuman

Eloy Tizón (Madrid, 1964) es, más que un narrador, un tejedor. Su prosa avanza en delicadas ondas que parecen urdidas con una paciencia distinta, con una labor lenta y colorida que ha deparado un mundo sensorial infrecuente en la narrativa española. Autor de tres novelas y de otra excelente colección de cuentos, Tizón es dueño, o mejor dicho explorador, de una prosa inconfundible hasta en las comas. De un estilo completamente personal cuyo milagro es, sin embargo, el de su propia improvisación: imagino a Tizón poniéndose a escribir como quien se sienta al piano, cerrando los ojos y tanteando una posible melodía. Ángel García Galiano escribió a propósito del autor que la sintaxis es un movimiento del alma; y uno estaría tentado de acusarlo de rimbombante sino fuera porque, efectivamente, al leer a Tizón uno cree asistir no tanto al nacimiento de una historia como a la formación de un ritmo, de una respiración que será, antes que nada, el soporte del cuento. Y qué soporte, demonios, qué soporte.
En su poética incluida en El arquero inmóvil (volumen colectivo de ensayos sobre el relato breve recién editado por Páginas de Espuma), Tizón se refiere a la importancia capital de la voz como eje de su propia escritura. Los cuentos de Tizón no cuentan, cantan. No miran: parpadean. Todo es melodioso, efímero y aéreo en sus narraciones, en cuyo centro despierta un personaje hablador que absorbe la trama y seduce al lector con su ternura agridulce. Vista, voz y caricia son el trinomio, la sinestesia afortunada de toda su obra. Fijándose en la sucesión de los títulos, uno descubre una serie coherente de visiones, tactos y voces súbitas: Velocidad de los jardines, Seda salvaje, Labia, La voz cantante, y finalmente estos Parpadeos.
Estos nuevos parpadeos, que constan de 13 relatos de nivel desigual, aunque de factura primorosa en todos los casos. Para evaluar el nivel medio del conjunto, no se me ocurre mayor elogio que este: cualquier relato flojo de Tizón (y este libro quizá los tenga, como a mi gusto es el caso de “Estrellas, estrellas”, “Cimas blancas…” o “Retrato robot”, donde el ingenio parece desbancar a la sutileza) contiene sí o sí un puñado de intuiciones conmovedoras y pasajes de una altura raramente hallable entre sus contemporáneos. En cuanto a los mejores aciertos del libro, Parpadeos ofrece como mínimo cuatro piezas maestras: “Pájaro llanto”, sobrecogedor soliloquio poemático que abre el libro; “El inspector de equipajes”, cuyo exquisito desenlace le provoca a uno ganas de ir a abrazar a Iriarte, su atribulado protagonista; “Teoría del hueco”, que merecería figurar en cualquier antología tanto de miniaturas narrativas como de reflexiones sobre el cuento; o esa deliciosa evocación titulada “El mercurio de los termómetros”, desarmante elegía cómica sobre una tía de provincias, sobre todas las remotas y universales tías de provincias. Estas cuatro piezas, en especial las dos últimas, suenan escritas en tal estado de gracia literaria que a uno no le queda más remedio (como suspiraba Vallejo) que odiar a su autor con todo afecto.
La química emocional de Tizón, siempre en tenso equilibrio, da lugar a verdaderas perplejidades que lo convierten en un experimentador de primera sin necesidad de alardes obvios o ñoñerías tipográficas: sus páginas logran bondades malvadas, alegrías tristes, distancias íntimas, ironías piadosas, sátiras sin burla, epifanías cómicas. En Parpadeos se despliega un ovillo de vidas mínimas tocadas de un suave surrealismo, un inventario de magias modestas. En uno de los relatos de ciencia–ficción del libro, el narrador nos habla de un fantástico «simulador de presencias» que transporta al usuario a ciertos «islotes benignos». Simulador de presencias, también Eloy Tizón nos abre las compuertas de su nave sensorial y nos persuade para aterrizar en islas tan benignas como insospechadas. El día que averigüe cuál es el combustible del artefacto, prometo fugarme bien lejos y birlarle a Tizón sus cuentos y sus cantos. De momento, eso es lo que se ve desde la ventanilla. Y ahora pueden volver a parpadear.

viernes, septiembre 15, 2006

Solo con invitación: Luisa Castro


La segunda mujer
Premio Biblioteca Breve 2006. Seix Barral. Barcelona, 2006. 317 pp, 17 €.

Elena Medel

El crítico de arte Gaspar Ferré y la escritora Julia Varela mantienen una relación de opuestos: él, barcelonés, divorciado, con un hijo y cercano a los sesenta años, frente a ella, gallega en Madrid, que no supera los veinticinco. Su historia de amor protagoniza La segunda mujer: una historia agridulce entre dos personajes empeñados en ser no «un hombre mayor y una chica joven», sino «un hombre y una mujer».
Luisa Castro ha escrito una novela de planteamiento y desarrollo clásicos, organizada en cinco bloques de tono y escenarios definidos. El mejor es el tercero, “La ausencia”, en el que Julia estudia en Nueva York durante un curso, y en el que destacan las conversaciones de Julia con sus compañeros y vecinos, hilarantes, crueles, y el paralelismo entre la degradación de la actitud de Julia y el empeoramiento de sus viviendas: llega rebosando ambición, y termina entre ratas, en un apartamento, esperando a Gaspar. El narrador, en tercera persona y omnisciente, gana en subjetividad conforme la acción avanza, situando a Julia en el centro de la novela: ella enlaza los dos mundos, el rural gallego y el burgués catalán, las dos edades, es la extraña en el paraíso, quien lo abandona todo y huirá con las manos vacías.
Más allá del hilo principal noviazgo-matrimonio-separación, la novela ofrece otras líneas de lectura. Por ejemplo, el esperpento de algunas escenas: las conversaciones entre Gaspar y su madre, sus acciones y gestos de caricatura; las referencias del narrador hacia Julia como «la mejor escritora de su generación» en los momentos de peor ánimo; o la opinión de Frederic sobre la novela de Julia: «no le había gustado nada. Todo era demasiado real». Y homenajea a Henry James, Stendhal, Flaubert, Tolstoi, la radiografía realista del XIX, sin olvidar la mirada ácida y feroz de Castelao. La segunda mujer sigue, en cierto modo, el arquetipo de la novela naturalista, social, disecciona y muestra, adelgaza el lirismo de sus anteriores entregas narrativas. Y reflexiona, también, sobre la propia escritura, mediante la dificultad de Julia para escribir con Gaspar, y la libertad cuando, ya separada, en el cinematográfico final, la palabra escribir cierra —qué significativo— la novela.
Pero La segunda mujer es, sobre todo, una novela de personajes. Distintas voces, distintos ámbitos: aunque Julia se pregunte —por boca del narrador— si Gaspar y ella no pertenecen «a la misma especie», él se refiere a Galicia como «su país», «otro mundo». La novela retrata a una clase social que sólo acepta a quienes, por posición y origen, lo merecen: mezclarán su sangre, ocurre con la esposa de Frederic o con Julia, pero nunca serán como ellos. La caída del padre de Gaspar, el trabajo de Julia en el jardín, o la complicidad con la criada sobrepasan todo simbolismo: La segunda mujer es una novela sobre el miedo —y nuestra reacción— a lo extraño. En este sentido, superando incluso a Gaspar y Julia, el personaje más complejo y sugerente es Frederic, auténtico contrapunto de la joven escritora: el trabajo incansable de Julia para triunfar en la literatura —antes de mudarse a Barcelona con Gaspar— contrasta con la facilidad de su hijastro para aprobar una oposición, aburrirse, abandonar su cargo y triunfar como pintor.
Si el lector obvia prejuicios y olvida biografías, leerá con gusto una novela que provoca carcajadas y nudos en la garganta. Luisa Castro desarrolla una trama creíble con un estilo fluido, casi confesional, rápido, nuevo en su prosa. La segunda mujer ocupa tu tarde, atrapa hasta su desenlace, permite disfrutar, vez tras vez, de esta disección de la burguesía y su discreto —y discutido— encanto.

Luisa Castro: «Escribo de todo lo que los demás callan»

La segunda mujer es una novela de sentimientos extremos, al límite: desde el amor más pasional a la desesperación y el pesimismo. Sin embargo, casi como contrapunto, hay mucho humor en ella. ¿Fue premeditado? ¿Qué función ejerce?
—El humor siempre nace de la desesperación, y hasta del pesimismo, yo creo que una cosa va unida a la otra. Cuando escribía la novela desde luego no tenía en mente hacer una novela cómica o graciosa sino lo más real y cruda posible, lo más desnuda posible, y sobre la marcha surge el humor. Escribiéndola me reí, lloré, y esa es la gran función de la literatura, la liberación de emociones. El mundo de las emociones y las pasiones humanas es muy rico y complejo, las pasiones humanas nunca son puras, pues el ser humano no es puro, y si pretende serlo resulta ridículo; yo creo que de ahí procede el humor de La segunda mujer, de esas situaciones en las que todos nos reconocemos como seres fallidos, en esas actuaciones que creemos justas cuando en el fondo son equivocadas, o de esos pensamientos que todos tenemos y nos callamos, y que sólo cuando alguien se atreve a expresar nos dan la medida de nuestra comicidad y nuestra pequeñez. En el fondo La segunda mujer es la crónica de un personaje que se ríe de sí mismo desde la primera página, que es lo que me pasa a mí con mi vida desde que me levanto hasta que me acuesto. Y con eso es con lo que han conectado los lectores. Aunque no había ninguna premeditación, creo que yo soy así, hay cierta tendencia de mirar el mundo y mirarme a mí misma sin piedad, y a mis personajes les pasa lo mismo.

—Leyendo La segunda mujer es inevitable recordar uno de los artículos de Diario de los años apresurados, en el que hablabas de las diferencias entre tus referentes literarios y los de tu generación. La segunda mujer, en algunos momentos, recuerda a los novelones del XIX. ¿Es Julia Varela, en cierto modo, una heroína al estilo decimonónico?
—A toro pasado, cuando ya la novela estaba publicada, he reflexionado sobre eso, y sí, La segunda mujer le debe mucho a ciertas lecturas. Por ejemplo, el personaje de Mss Archer, de Retrato de una dama, de Henry James, puede muy bien conectar con Julia Varela. Mss Archer también es una joven que viene de una cultura moderna y desprejuiciada, la cultura americana, y que tiene que enfrentarse con los modelos aristocráticos más rancios de Europa, y acaba enamorándose del hombre más en sus antípodas, del más diferente a ella y del que más quebraderos de cabeza le puede dar. Pero ella se siente inspirada por este reto de las diferencias y las dificultades, en el fondo Mss Archer como Julia Varela tiene una curiosidad y una necesidad de conocimiento patológica, y es eso lo que la enamora. Por otra parte, también pienso que Julia Varela podría ser el contrapunto de una Madame Bovary o una Ana Karenina, en el sentido siguiente: Julia no cree en el amor romántico, es una joven racional, defiende una relación afectiva fundada en la convivencia y la igualdad, pero se ve arrastrada a la pasión. Esa pasión en la que no cree acaba desbordándola, y finalmente se ve incapaz de deshacer el entuerto usando la razón. Queda, por tanto, atrapada en un sentimiento que ella en principio desprecia. Y por otra parte, es un contrapunto de estas dos heroínas decimonónicas, porque al contrario que ellas, Julia es incapaz de engañar a su marido y serle infiel. Cuando se le presenta esa ocasión es cuando se da cuenta de que antes debe separarse de él. Es lo contrario a lo que hacen Madame Bovary y Karenina, pero es que yo tengo la teoría que estas mujeres son hombres, en realidad, su amor apasionado e infiel es un reflejo de un modo de ser masculino, el de Flaubert y Tolstoi.

—Algunas de tus obras —pienso, sobre todo, en Viajes con mi padre— parecen surgir de tu propia biografía, desarrollándose en el campo de la absoluta ficción, alejándose de tu realidad. ¿Cuál es tu método de trabajo?
—Yo no tengo método. Acabo escribiendo de aquello que no me queda más remedio que escribir, de todo lo que intentas huir. No busco los temas, más bien huyo de ellos, hasta que no me queda más remedio que enfrentarlos, entonces llega el momento de darle curso a muchos sentimientos y situaciones que piden ser expresadas. Lógicamente, no se corresponden con mi vida, pero se originan en la experiencia, en los grandes conflictos de la vida. En realidad escribo de todo lo que los demás callan, todo lo que se considera vergonzoso.

—En el último año has publicado, además de esta novela, el libro de relatos Podría hacerte daño y el poemario Amor mi señor. ¿Forman, en cierto modo, un ciclo?
—Podría ser que sí. Desde luego Amor mi señor y La segunda mujer están muy conectados, ambos libros nacen de la experiencia dolorosa de una renuncia y una separación. De la necesidad de entender eso. En Podría hacerte daño, aparece un cuento que es de algún modo el precedente de La segunda mujer, pero es un cuento escrito hace al menos doce o trece años, o sea que los ciclos nunca sabes cuando empiezan y cuando acaban. Desde luego, si esto es un ciclo, Viajes con mi padre también formaría una parte muy importante de él, y sería algo así como los antecedentes de esa joven que aparece como protagonista en La segunda mujer, aunque no tengan el mismo nombre. Viajes... está escrito en flash back, o sea que cronológicamente lo que pasa en La segunda mujer es anterior al estado de la narradora en Viajes..., aunque éste haya sido publicado antes.

—¿En qué proyectos trabajas actualmente?
—No tengo nada entre manos. Tengo varias cosas en la cabeza, pero hace exactamente seis meses que sólo viajo y viajo, y espero el momento de volverme a sentar y disfrutar de un poco de paz y sosiego para escribir.

jueves, septiembre 14, 2006

Kim, Rudyard Kipling

Mondadori, Barcelona, 2006, 445 pp. 20 €

Francesc Miralles

Con motivo de esta bella edición de uno de los grandes clásicos de la novela de viajes, merece la pena revisar la piedra angular de este narrador de la Inglaterra colonial, que nació en Bombay en 1865 y alumbró, entre muchos títulos, El libro de la selva. También es autor del poema If (Si puedes mantener intacta tu firmeza / cuando todos vacilan a tu alrededor...) que tanto gusta a ciertos políticos y de frases lapidarias como «Llena cada minuto irrepetible con sesenta segundos que merezcan la pena».
Además de ser la obra más ambiciosa de Rudyard Kipling, Kim ha sido considerada ―tal vez junto con Un pasaje a la India de E.M. Forster― la novela más completa sobre la compleja sociedad hindú bajo el yugo colonial británico.
El protagonista de esta exótica peripecia es Kimball O’Hara ―Kim―, el hijo huérfano de un soldado irlandés. Este conocerá a un lama tibetano, a quien decide acompañar en la búsqueda de un río sagrado. Sin embargo, el viaje esconde una misión secreta, que será la antesala de la futura carrera de Kim en los servicios secretos.
Esta novela iniciática y de aventuras fue publicada en 1901 y desde entonces ha sido un punto de referencia para la literatura de inspiración orientalista, como el Siddhartha con el que Hermann Hesse acabó de cimentar en 1922 la idealización de la India. Quien haya visitado el subcontinente indio ―como el servidor que escribe estas líneas― habrá comprobado por sí mismo que este escenario trufado de sabios maestros, rituales sagrados, desapego e iluminación es más una creación de Occidente, la India en la que nos gusta creer, que la realidad de un país que en la época de Kipling ya tenía 250 millones de habitantes y había sido repetidamente saqueado por las potencias extranjeras.
Sin duda, Rudyard Kipling era el autor de cabecera de la arrogancia colonialista, y por eso fue definido por George Orwell como «el profeta del imperialismo británico en su fase expansionista». Y fue profeta en su continente, ya que en 1907 recibiría ―en gran parte gracias a Kim― el Premio Nobel de Literatura por su «poder de observación, originalidad de imaginación, virilidad de ideas y remarcable talento para la narración».
Y es innegable que Kipling tiene unas dotes excepcionales para hilvanar las historias que fue recogiendo desde su infancia, de la cual esta novela es en cierto modo una evocación sentimental. La búsqueda del río mítico —encarnación del grial, de la sabiduría o de la liberación— rige la segunda parte de la novela, en la que el autor británico despliega sus vivas y diáfanas descripciones:

Día tras día fueron adentrándose cada vez más en la tortuosa ordillera, y día tras día, Kim observaba como el lama recuperaba fuerzas […] Al pasar por debajo de la gran vía de acceso hacia Mussuri se recompuso, como un anciano cazador que se encuentra con una loma conocida, y en un momento en que debería de haberse desplomado por el agotamiento, se ciñó sus largos ropajes, inspiró una profunda bocanada de aire diamantino, y echó a andar como solo sabe hacerlo un montañés.

Este no es, en cualquier caso, un libro para lectores impacientes. Pese a la abundancia de diálogos y de situaciones variopintas, la historia de Kim se desarrolla lenta y morosa como los viajes en la India de 1900. La atención que presta Kipling a los matices exóticos y a los personajes que entran y salen aletargando la línea argumental es heredera directa de la novela victoriana, cuando los aristócratas tenían todo el tiempo del mundo para leer y gozaban penetrando en ambientes «pintorescos» en los que jamás hubieran puesto el pie.
Kim es entretenimiento escapista con un plus edificante, ya que Kipling había desgranado previamente lo bueno y mejor de la espiritualidad hindú para ensanchar el horizonte del burgués que toma el té ―tal vez cosechado en Assam o Darjeeling bajo condiciones infrahumanas― en un confortable salón.
Tal vez esta obra quede un poco lejos de la actual épica viajera y literaria, pero sigue siendo un testimonio único de los orígenes de nuestra visión de Oriente como parque temático donde solazar el gastado espíritu occidental.

miércoles, septiembre 13, 2006

Caravanas, Mark Kneece y Julie Collins Rousseau

Norma Cómics. Barcelona. 2006. 166 pp. 12 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Digamos que me gusta fijarme en pequeños detalles y armar mi parodia de discurso sobre ellos. Aparte de la portada, que presenta a Josh, el joven protagonista del cómic, con una mirada desafiante y una pala que le va a acompañar en buena parte de la historia, una de las viñetas más reveladoras de lo que vamos a encontrar es aquélla en la que la directora de su instituto le impone una insultante chapa sonriente que reza Be a winner!. Sé un ganador. Eso es todo lo que puede ofrecer a un alumno del que no sabe nada ni le importa no saberlo y con el que cumple una función casi administrativa: un lema gastado y vacío imposible de aplicar en ciertas circunstancias. Por ejemplo, si tu casa, una miserable caravana, es una pocilga en la que tienes que cuidar constantemente de tus tres hermanos pequeños porque tu madre es una borracha y drogadicta que se acuesta con cualquiera que le dé lujos inútiles como televisión por cable cuando ni siquiera hay algo decente que comer. Qué decir si encima ésta mata a un hombre y una vez más la responsabilidad recae sobre tus hombros y te ves obligado a hacer que el cadáver no sea descubierto, lo que no resulta nada fácil rodeado por un amigo medio colgado, un traficante con ínfulas de místico y un perro al que le encanta escarbar donde no debe. Y para colmo una chica muestra interés por ti precisamente en estos momentos en que tratas de averiguar si lo que estás haciendo es enfrentar la realidad u ocultarla.
Mezcla de una dureza estremecedora con un humor tan ácido que bordea sus propios límites, grotesco de principio a fin en sus planteamientos y en su resolución, esta microvisión de las capas bajas de la sociedad estadounidense no deja títere con cabeza. El que se encuadre en una colección titulada “Cómic noir” revela cuál es el destino del género negro (sea cómic, novela o película) en la actualidad: el crimen sin detective ni investigación, la violencia desatada sin objeto, los personajes sin personalidad más allá de cierta voluntad extraña que los arrastra a un destino oscuro y previsible.
Pero no me conformo con mis propias palabras, así que las enfrento a las de alguien más — llamémosle Sergio, llamémosle amor que se atreve a decir su nombre— que leyó este cómic antes que yo:
«Trazos violentos, miradas cargadas de ira, sombras incluso en los huecos vacíos del papel. Mugre al final de cada página. Soledad, falta de fe, pasajeros rígidos en la estación sin esperar el tren, sin esperar el cambio. Agilidad en un cómic rápido de leer, lento de digerir, aislado en acontecimientos. El lenguaje pasa una vez más a mero complemento, lo visual envía al que lee un sentido completo que recuerda a esa vertiente americana "anti-americana" presente en el cine comercial que se disfraza de independiente, en el que "La tierra de las oportunidades" se convierte en un gran vertedero de vicios escondidos, de habitaciones pequeñas con niñas prostitutas, de padres psicópatas, de vivos muertos con camisetas llenas de grasa, de palabras sin decir, de iras y de armas antes que de motivos. Personajes atormentados. Hijos de una América desencantada, residentes en casas de hojalata, carentes de un entorno amable, que aún así persiguen el sueño prometido sentados en el asiento de atrás y contemplan las estrellas donde la pólvora y los rastros de maquillaje en el cuello de la camisa se mezclan con perfumes que esconden la sangre que no duele... la sangre congelada.»
Dos impresiones distintas pero complementarias. Es lo que tiene la lectura. Ahora le toca a otro dar su opinión.

martes, septiembre 12, 2006

Curso de librería, Fernando San Basilio

Caballo de Troya. Barcelona, 2006. 256 pp. 11,90 €

Román Piña

Me comprometí a recomendar un libro gratis cada dos meses en La Tormenta en un vaso y toca cumplir. Gratis no porque el libro lo regalen, no. Lo que es gratis es este texto. Eso me exime de escribir una reseña por lo profesional. Quien agita la tormenta me dice que aquí se puede ser heterodoxo, y no puedo estrenarme con mejor muestra. Si entendemos por heterodoxia el caos total.
La primera novela de Fernando San Basilio, Curso de Librería, salió hace no muchos meses. Pero yo la leí hace por los menos tres, y escribir sobre ella tanto tiempo después sin releerla no es muy serio.
Veamos. Esta es la historia de un curso, pagado por el INEM, en la academia Diderot de Madrid. Un curso que no existe, como supongo que no existe la academia. O quizá sí. Pero en todo caso un curso inverosímil y, sobre todo, muy nuevo. Dos grupos de adultos, procedentes de distintos oficios u ocupaciones, estrenan el primer Curso de librería de la historia de España. No es fácil rechazar la impresión de que Fernando San Basilio en persona haya estado matriculado en este curso inverosímil, y tan real. ¿No son inverosímiles los contenidos de tantas asignaturas de la enseñanza tradicional reglada? Una titulación que acreditase capacidad y conocimientos para vender libros no es nada descabellado. Apenas tiene unos años la pequeña carrera de “monitor de guardería”. Muchos venimos pidiendo ya cursos de doctorado en paternidad o relaciones conyugales. Criticamos en tertulias de café el intrusismo en odontología o periodismo. No vamos a escandalizarnos porque se haya creado un módulo profesional de vendedor de libros. Todo lo contrario. Los escritores lo esperábamos hace tiempo, por la cuenta que nos trae. Por eso San Basilio ha dado en el clavo.
Un narrador en primera persona, cuyo nombre no llegaremos a saber, nos cuenta esta experiencia piloto. Demuestra San Basilio tener un buen dominio del tema. Ha pisado muchas librerías. Habrá incluso vendido libros, robado libros, ligado entre libros. Habrá discutido con libreros. Se ha enfrentado al gran monstruo de la comercialización de los libros en su primera novela, como en un exorcismo para buscarse la vida como escritor.
Es un escritor maravilloso. A mí la primera página del libro ya me avisó de que la novela iba a ser una delicia. Tiene una prosa hipnótica, humilde, musical, rítmica y cómica, sí, salpicada de travesuras con cuentagotas, para no saturar. El narrador nos conquista porque se nos confiesa. No se toma muy en serio a sí mismo. Es un periodista defenestrado, por tramposo. Ahora acepta humilde un destino de aprendiz en las aulas, en el curso de librería, con otros náufragos como Paz, Esteban, Gerardo… Lo que San Basilio hace es montar una fábula muy amena para dar un lúcido y crítico repaso al mundo del libro. Al universo, si se quiere, reducido a la dimensión de una librería. Los personajes están vivos, los vemos. Recuerdo a Alfonsina, la profesora estrella, y su historia de nostalgia de tiempos mejores, cuando se codeaba con los grandes escritores como relaciones públicas de la Casa del Libro. Recuerdo los vermuts de los alumnos y sus charlas sobre literatura. Recuerdo la ironía amable que rezuma el libro. Los diálogos con chispa.
Quienes escribimos, leemos y tenemos algo que ver con las librerías, creo que disfrutaremos leyendo este libro, tan lleno de sentido común, de aciertos, de poesía camuflada o raptada. Un retrato genial de un mundo muy nuestro.

lunes, septiembre 11, 2006

Narrativa completa. Vol. 1, H. P. Lovecraft

Valdemar, Madrid, 2006. 832 pp. 33 €

Ángela Vallvey

Howard Phillips Lovecraft (Providence, Nueva Inglaterra, EEUU;1890-1937) es uno de esos autores clásicos del siglo XX, maestro de oscuridades y pesadillas, que escribió con mayúsculas el género del terror y la fantasía. Nunca salió de su ciudad natal, y según contaba Borges, era «muy sensible y de salud delicada, fue educado por su madre viuda y sus tías. Gustaba, como Hawthorne, de la soledad, y aunque trabajaba todo el día, lo hacía con las persianas bajas». Podemos imaginarnos a aquel niño solitario, de imaginación desbocada, resguardado entre faldas, inseguro de su aspecto físico, escondiendo la cara entre libracos antiguos que lo rescataban de las garras del mundo real para sumergirlo en historias en las que él, y nadie más, manejaba los hilos del mal y, por lo tanto, estaba a salvo de ellos. “El soñador de Providence” siempre pisó con más firmeza la tierra inconsútil de los sueños que la de la vida.
El nacimiento del autor coincide con el de varios movimientos que transformarán la literatura y las artes: una lucha contra el Naturalismo imperante, un sincero esfuerzo encaminado hacia ciertas formas de idealismo, a la vez que surgía una suerte de esteticismo desengañado y jactanciosamente exhibicionista. De repente, se puso de moda ser “decadente” y neurótico, toques muy “fin de siglo” que el buen gusto de algunos estetas les impulsaba a lucir como un traje del gusto mundano del momento. El simbolismo estaba en boga, primero en Francia y después en otros países. En Rusia, la “generación de 1885”, enemiga del utilitarismo y las preocupaciones sociales, cuenta con miembros que buscan lo bello en el arte puro. Hacia 1900, el simbolismo francés parece agonizar, o transfigurarse en distintas escuelas. El Neorromanticismo surge en Holanda en 1895, y hacia 1900 en Alemania, invadiendo como una epidemia, poco a poco, los países del Norte. Podría dar la impresión de que la inteligencia y la razón han caído en desgracia y que su descrédito contrasta, no sólo con el favor de que goza el sentimiento, sino con la sólida reputación del instinto y la “sensación”. La literatura, por tanto, se vuelve subjetiva, casi indiscreta. El intelectualismo y el historicismo están muy pasados, las ideas de Nietzsche facultan la inversión de los viejos valores morales; las esquemáticas simplificaciones de la filosofía de Bergson incitan a contemplar la inteligencia como un mero instrumento para la acción, y a revolucionar el concepto de “tiempo”. La física de Einstein ha renovado la idea del universo. El psicoanálisis de Freud otorga al inconsciente, y al instinto sexual, un papel fundamental en la volición humana, esto es: en su destino. Junto a la voz del espíritu, ahora se empieza a escuchar el rugido del instinto. La vida sexual de las personas empieza a ser descrita en algunos países con una crudeza inédita, y las “anomalías” y “perversiones” comienzan a ser descritas con verdadera fascinación, cuando no con abiertas simpatía y estima.
Sin embargo, también el pragmatismo de William James y del propio Bergson, la filosofía católica y neotomista de algunos contemporáneos, y un sutil pero imparable renacimiento religioso, propicia la vuelta a la religión de algunos escritores incrédulos, y en las naciones protestantes varios autores célebres se convierten al catolicismo. Los problemas morales ocupan, así, el espacio de la literatura y cierto pesimismo sombrío comienza a empapar el retrato que ésta hace de la sociedad y las costumbres.
En los Estados Unidos, la corriente realista coincidió con los inicios de la literatura en el centro y el oeste de la Unión, una vez finalizada la Guerra de Secesión. La novela se instaló en un territorio virgen y, en el este, libre de convenciones morales y religiosas, hundió sus raíces hasta crecer como una planta sana y briosa, reflejo de una sociedad nueva, en contraste con la decadencia europea.
Este es el panorama en el que podemos inscribir a Lovecraft, el personaje, junto con su obra: un producto atípicamente americano, aunque sea asimismo profundamente americano. Discípulo de Poe, es un poeta del temblor que captó como nadie el horror “cósmico” que produce estar vivos.
A propósito de su narrativa dijo el autor que «la causa por la que escribo relatos fantásticos es porque me producen una satisfacción personal y me acercan a la sensación vaga, escurridiza y fragmentaria de lo maravilloso, de lo bello y de las visiones que me llenan con ciertas perspectivas (…) Elijo los cuentos sobrenaturales (weird stories) porque coinciden con mis inclinaciones personales: uno de mis anhelos más fuertes es el de lograr la suspensión o violación momentánea de las irritantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales que nos aprisionan y frustran nuestra curiosidad de indagar en las infinitas regiones del cosmos, lejos de nuestro análisis y más allá de nuestra visión. Estos cuentos enfatizan el elemento del horror, porque el miedo es nuestra emoción más fuerte y profunda, y aquella que mejor se presta a desafiar los cánones de las leyes naturales. El horror, lo desconocido y lo extraño, están siempre estrechamente conectados y tan íntimamente unidos que es difícil crear una imagen convincente de la destrucción de las leyes naturales, de la alienación cósmica y de lo llegado del exterior sin basarla en el sentimiento de miedo y terror. La razón por la cual el factor tiempo tiene un papel tan importante en muchos de mis relatos se debe a que este elemento se destaca en mi mente como la cosa más profunda, dramática, espantosa y terrible del Universo. Siento que el conflicto con el tiempo es el tema más poderoso y prolífico de toda expresión humana». (Notes On Writing Weird Fiction; texto publicado póstumamente en 1937; traducción de Pablo Morlans; puede encontrarse en un “dossier Lovecraft” bastante completo e interesante publicado por Malacandra, revista on-line de literatura fantástica).
Sólo cabe saludar con entusiasmo el proyecto de la editorial Valdemar de publicar la Narrativa Completa de H. P. Lovecraft, cuyo primer volumen —en una edición del exquisito Juan Antonio Molina Foix, con esmeradísimas traducciones de él mismo y de Francisco Torres Oliver y José María Nebreda— festejamos aquí como no podía ser de otro modo.
Salud y buena lectura, amigos.

viernes, septiembre 08, 2006

Solo con invitación: José María Latorre

La noche de Cagliostro y otros relatos de terror
Valdemar, Madrid, 2006. 301 pp. 8 €

Hilario J. Rodríguez

La obra de José María Latorre evidencia un tipo de perfección que hoy en día ya sólo puede detectarse en la arquitectura y en la pintura figurativa. Sus virtudes son más obvias que las del arte abstracto, cuyos principios y reglas no son fáciles de desentrañar, con lo cual evaluarlo es cualquier cosa menos una tarea sencilla (¿cómo se sabe si es mejor un cuadro de Jackson Pollock que uno de Mark Rothko?, ¿cuáles son las reglas que hacen que una novela de Menchu Gutiérrez sea superior a una de Ray Loriga?). Aunque las historias propuestas por el escritor zaragozano no carecen de elementos especulativos, ante todo se imponen como modelos de construcción narrativa, en los que ciertas rimas y reiteraciones remiten no sólo a la música sino también a un tipo de poesía sin miedo a la sordidez (como la de Charles Baudelaire o el conde de Lautréamont). De algún modo, podría decirse que José María Latorre evidencia al mismo tiempo una extrema delicadeza compositiva y una absoluta desinhibición con respecto a los temas que aborda (sean la muerte, la decadencia, el sexo, el ocultismo, la violencia o la degradación moral), tratados siempre con una naturalidad similar a la que Balthus o Paula Rego utilizan en sus retratos de niñas de complicados temperamentos, cuyas posturas suelen ser bastante provocativas. Algo así obliga al lector a dejar la comodidad de lado, y abre las perspectivas de cada historia más allá de los márgenes en los que suele moverse la literatura comercial, demasiado preocupada por agradar como para arriesgarse a plantear retos que puedan confundir o incluso molestar, poner en duda nuestra atribulada identidad. Resulta un reto. Nos cuestiona. Hace una llamada de atención para evitar el conformismo que a medio plazo nos convierte en seres inseguros e intransigentes. En ese sentido, podría decirse que estamos ante una de esas voces que mantienen con vida una tradición cultural exhausta y, hasta cierto punto, demodé; y que en ella podemos seguir escuchando buena parte de las cosas que se han ido silenciando en Europa en los últimos años.
José María Latorre nació en 1945, en un momento clave para Occidente, que estaba a punto de cambiar de forma radical pero que todavía mantuvo sus antiguas constantes durante un tiempo. De algún modo, su carácter se forjó en la intersección entre dos visiones contrapuestas de la ficción, en las que el presente se debatía entre una necesaria mirada al pasado, para cimentar con él una base humanista en todas las sociedades, y un futuro lleno de incertidumbre, en el que casi nadie era capaz de encontrar signos de esperanza. Su obra se puede considerar una especie de bisagra, con puntos de contacto con la modernidad y el clasicismo. Eso explica su capacidad para moverse con semejante facilidad por el siglo XVIII, la época victoriana, el periodo de entreguerras o la actualidad. También nos aclara la falta de elementos regionalistas de sus relatos, que pueden suceder en cualquier lugar, en cualquier país… Su mapa personal carece de fronteras, en la medida en que tampoco existen líneas divisorias en los universos de escritores como Álvaro Cunqueiro, Jorge Luis Borges, Claudio Magris o W.G. Sebald. Además, su manera de entender la literatura es abierta, como lo era a principios del siglo XX, para que de ese modo en ella tengan cabida las restantes artes, estableciendo un diálogo entre sí y proporcionándose elementos unas a otras.
La noche de Cagliostro y otros relatos de terror puede entenderse como un conjunto de piezas musicales (sonatas, cuartetos, tríos, motetes) o como una sinfonía. Es a la vez una summa y una actualización de temas, una revisión y una reescritura. Sus páginas describen extrañas enfermedades, calles solitarias, habitaciones de hotel, viejos muebles, lienzos enigmáticos, fiestas infantiles, un siniestro fotomatón… Imágenes que no aspiran a probar nada por sí mismas, porque detrás de todas hay un código que las organiza y les da sentido, aunque a menudo éste se nos escape o prefiramos fingir que no nos incumbe. Provocan visiones que nos conducen a una parte de la realidad que mantenemos en los márgenes para evitar su fealdad, que desestabiliza nuestras inestables seguridades. A lo largo del libro, se atraviesan muchas ciudades italianas en las que los antiguos palacios renacentistas se confunden con restos del Imperio Romano, dando forma a un extraño paisaje en el que el presente resulta un anacronismo. La realidad entonces adquiere rasgos propios de la fantasía. Y los fantasmas incorpóreos (como los de los relatos “Silencio” o “El lecho vacío”) se confunden con amenazas más humanas (como las que aparecen en “Una historia paduana” o “Seguridad ciudadana”). Hay puertas que conectan los cuentos con antiguas novelas del autor. Se repiten escenarios, profesiones, miedos… Los personajes viajan en tren, se alojan en pensiones, observan desde una ventana… Las redes intertextuales se abren y se cierran. El protagonista de “Por amor a Antonella” no sólo protagoniza una historia de amor extemporánea, sino que también escribe el relato “Tren de cercanías”, que ya habíamos leído al comienzo del libro…
Las páginas de La noche de Cagliostro y otros relatos de terror nos sirven para reparar en los escenarios que algún día forjaron los mitos que hoy asociamos a las ruinas, a los vestigios del pasado, a las casas abandonadas. Se trata de mitos que tienen que ver con un tipo de literatura llena de efectos de sonido, ópticos, olfativos e incluso táctiles, no porque José María Latorre crea que el mundo en que vivimos es el mismo que escuchamos, vemos, olemos o tocamos, sino precisamente por todo lo contrario: porque intenta ir más allá de lo que podemos percibir con facilidad, para adentrarse en los vastos territorios de lo desconocido. Sus cuentos y novelas se mueven al mismo tiempo entre lo real y lo onírico, y tienen un poder de extrañamiento muy parecido a los mejores cuadros de Giorgio de Chirico o Paul Delvaux, a novelas sonámbulas como algunas de Leo Perutz o como Las ventanas cegadas, de Alexandre Bona. Y en un universo como el nuestro, en el que reinan las imágenes digitales y el ciberespacio (que producen la sensación de que tenemos acceso a todo), apenas quedan autores como José María Latorre, capaz de seguir guiándonos hacia esas lejanas regiones donde, si no vencemos nuestros miedos más íntimos, nuestra razón deja de ser operativa.

José María Latorre: «Intento buscar la hermosura que convive con la sordidez»

—La noche de Cagliostro y otros relatos es una buena carta de presentación para quien todavía no conozca tu obra.
—Supongo que lo dices sobre todo por las variaciones temáticas. Es cierto, en este libro confluyen muchos de mis temas, y aunque todos los relatos que aparecen en él tienen en común el gusto por lo extraño, por lo insólito, por lo anómalo, cada uno posee una atmósfera diferente, si bien creo que cualquiera que conozca mi obra podrá identificarme sin dificultad. Aquí he pasado de la atmósfera sofocante del carnaval veneciano al mundo de los sueños, del amor prolongado más allá de las barreras del tiempo hasta la convivencia con fantasmas, pasando por monstruos humanos, fruto de la terrible sociedad en que vivimos. Me gusta que en un libro de relatos haya variedad temática.

—El carnaval, las máscaras, la decadencia, la muerte, escenarios italianos, fantasmas... No son los asuntos que marcan las modas, pero son muy literarios.
—Son temas y figuras recurrentes en toda mi obra, desde el carnaval de Osario hasta El año de la celebración de la carne, pasando por la Italia renacentista de Los jardines de Beatriz o por la Bolonia de una novela que aún no ha sido publicada, Fragmentos de eternidad. Cuando escribo, procuro no acordarme de que existen modas, e incluso me alejaría de ellas si me diera cuenta de que me estaba aproximando: procuro dar un cuerpo literario a lo que se agita dentro de mí en cada momento. La noche de Cagliostro y otros relatos de terror es un paseo por mi obra anterior desde una perspectiva más actual.

—Te gustan las atmósferas inquietantes.
—Ha sido así desde mi primer cuento y mi primera novela. Intento buscar la belleza oculta en las atmósferas sucias, la hermosura que convive con la sordidez. Es mi forma personal de expresar estados de angustia existencial, la cual pasa por todas las etapas de la vida. Además, creo firmemente que la novela o el cuento de ideas no tienen por qué estar enmarcados siempre, como por decreto, en la literatura realista. Los grandes autores han sabido verlo y entenderlo bien; lo que sucede es que en la actualidad los propios escritores parecen haber aceptado autolimitarse, autocensurarse, quizá por miedo al mercado editorial o por temor a la reacción de la crítica.

—Aunque en tus historias hay descripciones muy minuciosas, siempre aparecen elementos informes, extraños.
—Eso forma parte de mi gusto por crear escenarios irreales para insertarlos en eso que se ha dado en llamar realidad, y por mirar ésta de una forma diferente, más inquietante; turbadora y perturbadora. Cuando, por ejemplo, Dino Buzzati escribía sobre Milán en Un amor, la ciudad parecía otra muy distinta, impenetrable, casi fantasmagórica, sin dejar por ello de ser Milán. Esto aparece de forma bastante evidente en La noche de Cagliostro y otros relatos de terror.
—Tu visión de las cosas es bastante material. La muerte, por ejemplo, casi puede tocarse.
—Me interesa que la novela y el cuento sean un organismo completo, que lo físico se dé la mano con lo reflexivo. Una literatura con ideas y con una visión personal del mundo tiene que respirar, unir el pensamiento y la acción. No tengo una visión académica de la vida ni de la literatura. Detesto los discursos excluyentes, los caminos marcados (por otros) para los autores. La literatura es un arte, cosa que suele olvidarse, y un artista debe seguir su propio camino, a no ser que su objetivo sea convertirse en una figura mediática.

—Te gustan el pasado y las ruinas; a pesar de ello, tu obra ha tenido muy a menudo tintes proféticos.
—Trato de ver el pasado con una sensibilidad contemporánea para extraer lo que sigue latente de él, lo que ha marcado el presente. Fue el objetivo de, por ejemplo, Las trece campanadas, Sangre es el nombre del amor y Osario. Así, del mismo modo, procuro tener en cuenta el pasado y el presente en que vivimos para hacer una prospección de futuro con cuerpo literario. Un literato no debe limitarse a ser un cronista. Anticipé el tema de la violencia de los niños en School Bus y El año de la celebración de la carne, y en ésta última también las filmaciones de la intimidad como espectáculo. Y el estado de guerra permanente en Los jardines de Beatriz... Sí, creo que no debería decir esto pero es verdad que en mi obra tiene algo de visionaria.

—Cuentos, novelas (juveniles y adultas), guiones, ensayos... Literatura, cine, música, pintura, arquitectura... Pareces capaz de abordar todos los géneros y todas las disciplinas.
—Ojalá... Se necesitarían varias vidas para leer y saber todo lo que es preciso, para poder cultivar con cierta intensidad todo lo que a uno le gusta. Dentro de esos límites naturales forjados por la brevedad de la existencia, procuro, eso sí, ser lo más abierto posible. Pero lo que más me interesa, lo que más me gusta, lo que más me hace disfrutar es la literatura, escribir novelas y relatos. Y, por supuesto, leer: cada día leo más.

jueves, septiembre 07, 2006

Encender la noche, Ray Bradbury

Ilustraciones de Noemí Villamuza. Trad. Esther Rubio. Kókinos, Madrid, 2006. 42 pp. 15 €

Villar Arellano

Ray Bradbury también fue niño y, como muchos pequeños, tenía miedo a la oscuridad. Después creció y descubrió que la noche es asombrosa y que está llena de vida. Lamentó todo lo que se había perdido en su particular mundo iluminado: todas las maravillas que habían estado esperándole allí mismo, a la distancia de un clic del interruptor. Bradbury envidiaba a los niños que, despreocupados, corrían felices en las noches de verano. Supongo que por eso cuando supo que iba a ser padre el famoso escritor quiso evitar a su hijo un miedo estéril y creó este cuento: una sana invitación a abrir la vida de par en par. Después de muchos años recluida, esta hermosa historia vuelve a nuestro idioma de la mano de Esther Rubio y de su exquisita editorial Kókinos, a través de un álbum ilustrado con ternura y gran expresividad por Noemí Villamuza. Esta artista, de impecable trayectoria dedicada al público infantil, tiene en el lápiz y en la creación de volúmenes redondeados sus principales señas de identidad. Con colores tenues, matizados por el juego de luces y sombras, compone un conjunto de escenas que recogen con fidelidad la esencia y el tono del relato de Bradbury. Entre los recursos utilizados, además de una especial destreza con el carbón, destaca el uso de sutiles elementos simbólicos, como el juego cromático que permite delimitar ambientes y sensaciones: amarillo sobre negro para el niño que se protege con la luz, verde sombreado para los niños felices que juegan en la oscuridad y violeta para el mundo de la noche, con su luz particular. No hay, pues, un gran despliegue de personajes, un potente colorido o unos sugerentes paisajes: sólo hay miradas que hablan de sentimientos, actitudes y gestos que acentúan las rutinas cotidianas y muchas, muchas sombras que guían con acierto la mirada y estimulan la imaginación del lector. Con tan austeros elementos Noemí Villamuza consigue dotar a sus ilustraciones de una singular calidez, un logradísimo clima de intimidad, especialmente adecuado para los grandes descubrimientos de la vida. Esta propuesta gráfica, sugerente y emotiva, no hace sino reforzar el valor de un magnífico texto, una historia poética y delicada que cumple con creces el propósito con que se escribió.

A partir de una presentación rotunda, que nos sitúa directamente frente al problema —«Había una vez un niño al que no le gustaba la noche»—, el autor presenta los sentimientos del protagonista sirviéndose de enumeraciones que marcan el ritmo del relato e intensifican el peso de las situaciones: «Él se quedaba arriba en su cuarto, con sus linternas y sus lámparas y sus farolas y sus velas y sus candelabros...» Como contrapunto, la descripción de los juegos de los demás niños es fugaz, una rápida impresión de lo que le está vedado. La aparición de Oscuridad marca una inflexión en el texto. Surgen los diálogos y, con ellos, el descubrimiento de una realidad inesperada: una vida más rica y compleja. No obstante, el mayor logro del relato está en la sencilla teoría elaborada, el argumento expuesto para reconciliarse con la oscuridad. Así, los miedos del protagonista —que pueden ser también los del lector— se resuelven con un ingenioso giro, una explicación que, pese a su chispa humorística, no suena a burla y resulta, por su aplastante lógica, convincente: los interruptores no apagan la luz, simplemente encienden la noche. No estamos acostumbrados a leer a Bradbury en este registro infantil y, sin embargo, este cuento recoge el germen de sus motivos habituales —la soledad, el miedo a lo desconocido, la nostalgia por la naturaleza...—, así como un tono lírico que caracterizará toda su obra. Ya la breve dedicatoria resulta elocuente y nos recuerda su fuerza para evocar fantasías: «a los portadores de luz». Un libro, pues, brillante en su conjunto, capaz de encender los sueños de los más pequeños, que nos muestra una nueva faceta de un escritor genial, siempre vigente.

miércoles, septiembre 06, 2006

El atlas de las nubes, David Mitchell

Trad. de Víctor V. Úbeda. Tropismos, Salamanca, 564 pp. 21,50 €

Julián Díez

¿Necesita la literatura evolucionar para responder a los atractivos de la inconmensurable oferta audiovisual a disposición del consumidor de cultura? Tal vez no se trate de una exigencia para estar a la altura de los tiempos, cuando la literatura siempre ha sido capaz de lanzar su mensaje por encima del tumulto, incluso en épocas aún más oscuras para el intelecto que la nuestra. Quizá se trate, simplemente, de aprovechar logros ajenos para explorar nuevos territorios. Conducir con mayor audacia la imaginación, aprovechando fronteras abiertas por otros creadores.
El atlas de las nubes es una hermosa novela, osada y escrita con un exquisito buen gusto por David Mitchell, que ya había demostrado a los lectores españoles avisados ser un narrador de una pasta muy especial con Escritos fantasma. La clave de ambos libros es el uso de una técnica que va más allá del fix-up —es decir, de la acumulación de relatos vagamente relacionados para formar un libro—, y que alcanza aquí casi su perfección. La estructura del libro es memorable: se comienza con un relato en las islas del Pacífico en el siglo XIX; se pasa a las cartas que un joven músico dirige a su antiguo amante desde una finca belga en la que ayuda a un viejo compositor a escribir sus obras postreras; luego llegamos a un relato policiaco, en la California de los años setenta, con una dinámica periodista que busca desvelar los manejos de una empresa de energía nuclear; conoceremos más tarde a un editor que ha conseguido su gran éxito por casualidad pero que se ve internado en un asilo en la Inglaterra actual; llegaremos a un futuro distópico, donde el capitalismo utiliza a humanos criados en probeta para mantener la economía; y acabaremos el recorrido con una futura humanidad en declive, de nuevo en el Pacífico. Salvo este último, todos los demás quedarán interrumpidos por la mitad para dar paso al siguiente, mientras que la historia crepuscular será la primera en cerrarse para dar paso de nuevo a la distópica, luego a la contemporánea, etcétera, para terminar el libro con el cierre del relato original.
Aunque existen ocasionales ejemplos literarios de estos tipos de estructura —y me dicen amigos informados que Haruki Murakami, al que apenas he leído en alguna ocasión, utiliza con frecuencia técnicas similares—, creo evidente que Mitchell es sobre todo deudor de Quentin Tarantino o Alejandro Rodríguez Iñarritu por la cualidad mestiza de su forma de narrar. Sin embargo, las obras de estos directores, con ser originales, no tienen la ambición y el acabado de El atlas de las nubes. Aún más, lo interesante en la obra de Mitchell es que esta estructura con un punto circense está sobradamente justificada y se cierra con un brillante éxito, porque todas las historias están entrelazadas, lo que ocurre en cada una de ellas se demostrará —siquiera parcialmente— originado en la previa, y cada una mantiene pese a todo una personalidad propia intensa e interesante. Es como una gigantesca y hermosa plasmación de la teoría del efecto mariposa a través de los kilómetros y los siglos.
Lo que hace de El atlas de las nubes es que, además, Mitchell no sólo se plantea un reto deliberadamente complicado y lo resuelve, sino que en cada ocasión, utiliza herramientas completamente diferentes–narrador, nivel léxico, registro…— para resolver las historias, en una demostración de versatilidad sorprendente. En particular, como experto en literatura de ciencia ficción, me cautiva cómo Mitchell utiliza recursos de este género con una liberalidad que pocas veces pueden verse en él, y que muy raramente ha sido empleada tampoco fuera —como si la gran literatura se hubiera hasta la fecha negado a aprovechar la exploración del territorio del futuro realizada por un género ninguneado, pero rico en obras de valor—. Mitchell recoge esa tradición para hacer con ello otra cosa, algo nuevo, que como en el caso de las propias historias contenidas en El atlas de las nubes puede considerarse como bastante más que la suma de sus partes: una tentativa de evolución temática en la literatura que, como decía al comienzo, no es tanto una necesidad como una respuesta a los estímulos que ofrece el mundo real al arte de narrar.
Mención aparte merece la valentía y el buen juicio de la editorial Tropismos, de Salamanca, a la hora de ofrecer la obra de Mitchell. La traducción, compleja, es resuelta con buena nota —con algunas posibles estridencias en el capítulo central, El cruce de Sloosha y toda la vaina, en el que Mitchell parece inventar una evolución del lenguaje y hay ciertas elecciones de vocabulario arcaizante que chirrían— y el libro resulta, en suma, una de las joyas novelísticas que hay que conocer este año.