Victoria R. Gil
Si para disfrutar de la lectura conviene elegir siempre un rincón mudo y sosegado, en el caso de esta novela resulta aún más necesario el retiro para acomodarnos al delicado paisaje que nos ofrecen José Ángel Cilleruelo y Juan Gonzalo Lerma, escritor e ilustrador respectivamente de este sugerente libro, donde tan importantes como las palabra son los dibujos realizados, cómo no, con técnicas, pinceles y tintas chinas, que se ajustan al texto con la precisión de un puzle bien ensamblado.
Cilleruelo, crítico, narrador y poeta, ganador, entre otros premios, del Málaga de Novela en 2009 con su obra Al oeste de Varsovia, nos traslada en esta historia a una China morosa y tradicional que sucumbe ante un mundo moderno, dispuesto a arrasarlo todo sin discriminación: las costumbres de siglos se olvidan, los oficios artesanos desaparecen y las viejas enseñanzas ya no tienen sentido.
Wu Guî, último miembro de una saga de afinadores de pianos que emigra a Pekín desde un pueblo en el que ya no encuentra sustento ni esperanza, se va a estrellar con esa nueva realidad del modo más contundente. «La dignidad ha de superar siempre al interés», le había inculcado su padre, que fijaba el pago que merecía su trabajo dividiendo sus necesidades económicas por el número de pianos que afinaba, de forma que cuantos más encargos recibía, menos dinero cobraba a sus satisfechos clientes. Pero esa máxima resultará «absolutamente inútil, cuando no contraproducente, para la vida que me quedaba por vivir», concluirá Wu Guî al final de un viaje del que sólo guarda un cuaderno de páginas en blanco.
Uno de los aciertos de esta obra es la sutileza con que José Ángel Cilleruelo nos va a revelar la intimidad de su protagonista, a la que sólo nos asomamos a través de esa libreta anotada de fracasos con la que, anciano ya, salda cuentas con el pasado. «¿Me ha engañado Song Shu? ¿Me engañó el joven Shâ Yú? ¿Me ha engañado la vida?» En ese viaje al recuerdo, que se corresponde con el regreso real a la aldea que abandonó en su juventud, el mundo de Wu Guî parece llenarse, como el título de la obra, de sombras chinescas. O de acuarelas diluidas en agua. Y el bálsamo del tiempo le permite, al fin, aceptar lo que fue «sin rencor».
De lectura breve, Una sombra en Pekín guarda para el final un guiño al lector, que encontrará en la nota y los dibujos que cierran la novela una invitación a interpretarla en clave de fábula. Como adelanta la contraportada del libro, el nombre de cada uno de los personajes se corresponde con el de un animal que describe su carácter, lo que convierte la historia de Wu Guî en la de una «tortuga, cuya fortuna arruinó un tiburón, que ama a una rana y desama a una paloma».
Este quiebro que propone el autor refuerza la atmosfera de leyenda antigua que acompaña toda la narración debido al misticismo de que están revestidos los animales en la cultura china, presentes en su mitología y hasta en su zodiaco. En este caso, la tortuga no sólo evoca la evolución espiritual que experimenta Wu Guî, sino que dirige nuestra mirada hacia ese cuaderno que ha permanecido treinta años sin usar, desperdiciado como la vida de su dueño, ya que fue sobre los caparazones de las tortugas donde la escritura china empezó a grabar hace miles de años sus primeros ideogramas.
Aun con hechuras de fábula, Wu Guî —como Cilleruelo— se guarda la moraleja para sí y decide no anotar la última frase de su libreta. «Mientras no la escriba, el cuaderno vivirá pendiente de ella, pues de todos es sabido que no se puede cerrar un relato sin rubricar su enseñanza».
Que cada cual, pues, encuentre la suya.
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