miércoles, junio 30, 2010

Tworki (El manicomio), Marek Bieńczyk

Trad. Maila Lema Quintana. Acatilado, Barcelona, 2010. 224 pp. 19 €

José Morella

Al principio esta novela no me resultó fácil de leer, tal vez por su desbocado aunque voluntario uso de la elipsis, o por cierta cursilería que tiene que ver con la juventud y las ansias de gloria literaria de Jurek, el personaje a través del que vemos lo que pasa. Jurek es un aspirante a poeta, un tipo que casi habla en rima, cuya ingenuidad compensa su pedantería. Cosas, en resumen, que me hacían entrar en el libro con desconfianza y con miedo al aburrimiento. Pero una vez que el lector algo puñetero que llevo dentro se calló y dejó de darme la lata, empecé a disfrutar. Tworki se disfruta mucho y muy intensamente porque es un caudal de pasos falsos, extrañamientos, enigmas, pistas, elementos no dichos pero presentes, cosas que se esperan pero que no aparecen... He oído a comentaristas de fútbol que dicen que hay jugadores que juegan muy bien sin balón. Marek Bieńczyk es de esos: es tan buen escritor cuando no escribe algo como cuando lo hace.
En el manicomio de Tworki —en Polonia se dice que alguien está “para Tworki” cuando está loco— trabajan una serie de jóvenes que enseguida forman un grupo de amigos. Es ese momento de la vida en el que los amigos lo serán para siempre, o al menos quedarán grabados en la mente como tus amigos por mucho que luego no les veas más. Salen, juegan, hablan, se enamoran. Un día una de las chicas, sin que parezca venir a cuento, le pregunta a Jurek: «El sentido de la vida, ¿cuál es?... El ser humano, ¿a qué aspira?», con el tono de un profesor de filosofía de secundaria intentando explicar -mal- los presocráticos. Si no supiéramos lo que pasó en Polonia durante ese tiempo, esta cita serviría para criticar la novela. Pero no sirve. Lo que parece fácil esconde lo difícil. El texto tiene la capacidad, rara y valiosa, de hacer que las cosas sean lo contrario de lo que parecen: ironía dulce y no lesiva, ironía contra el mal y contra la crueldad. Hay una capa muy sencilla, una historia de amor que no acaba de cerrarse, el enamoramiento como una fruta madura que cae y que no hace falta explicar demasiado. Es una novela tierna. Te encariñas de personajes de los que apenas sabes nada, que son esqueletos narrativos.
Basculando entre fondo y superficie está la otra historia, los nazis que aparecen en segmentos muy cortos, a veces de una sola palabra: alguien hace una broma en la que se usa la palabra Heil, o se alude a un canje con prisioneros alemanes. Se usa de un modo sutil y valiente el hecho de que todos nos sabemos ya la historia. Cuando algunos de los personajes desaparecen, o luchan en la resistencia, o cometen errores suicidas, el lector tiene la sensación de que estas cosas son puntos de lectura, referencias, postes para no perder el camino. El centro de la historia es tratado como si no lo fuera. La muerte es lo cotidiano, lo que está al otro lado de los muros de Tworki, y aquí sí se puede entender mejor que una persona cualquiera hable desde una vena metafísica inesperada. La locura y la cordura no se pueden distinguir en la Polonia de Tworki. Da igual si eres un interno o un funcionario. La muerte te vive en el cogote de la mañana a la noche. El texto está lleno de tuercas a las que se han dado muchas vueltas, y uno intuye que los lectores polacos le estarán encontrando muchas más vueltas que nosotros. La de la ocupación nazi es una historia contada tantas veces que parece que no se podría contar ya más, pero el valor de esta novela es demostrar que eso no es cierto ni deseable.
La dureza, si es que la hay, está a cuentagotas, en pequeños fragmentos que funcionan como botones de una camisa. Parecen puestos al final. Por ejemplo cuando Anna y Marcel, una pareja que acabará cayendo en la trampa del hotel Polski, hablan sobre su futuro: «...la verdad, esposa mía, dicha sin adornos, es que en lugar de Suiza nos está esperando el horno». Las alusiones a la miseria de la guerra también son marcas no connotadas, notas objetivas que recorren la novela y que se reducen a la comida: se enumera lo que comen ahora y lo que comían antes. Tazas de achicoria, pan con mermelada, sopas muy líquidas donde se escarban trozos pequeños de zanahoria y remolacha, filietes que son siempre pequeños y recuerdan levemente en consistencia y textura a lo que antes llamaban filetes...
Alguien, hacia el final de la novela, pero también el final de la guerra, pregunta qué va a pasar: «Nada más», dice Jurek. «Hemos sobrevivido a la guerra y ya no pasará nada más». Gente que se obligó a seguir viviendo, a forzarse a sí mismos a que la locura de la guerra, por un tiempo, les pareciera normal. Cosas que pasan, cosas que dejan de pasar.

martes, junio 29, 2010

Los amantes tristes, Eugenia Rico

Baladí, Madrid, 2010. 121 pp. 15.50 €

María Ruisánchez Ortega

La primera novela de Eugenia Rico se reedita con ilustraciones de Santiago Siqueiros, de la mano de Ediciones Baladí, una joven editorial que se ha lanzado a la aventura de publicar eligiendo esta novela para estrenar la colección Caleidoscopias. Una colección que en palabras de los editores pretende publicar «obras en las que para conocer a sus protagonistas a veces hay que buscar más allá de lo que nuestra vista alcanza. En definitiva obras a las que, como en las grandes pinturas, no les sobra ni un solo brochazo y aportan al espectador muchos más colores que simplemente los primarios.»
Preciosamente en Los amantes tristes, el espejo se sitúa reflejando otros espejos, creando un prisma triangular, en el que tres personajes reflectan y descomponen la luz, al igual que sus vidas. Esa luz, viene a ser un poderoso vínculo que los une y los encadena, condenándolos una y otra vez a reflejarse.
A través de la narración de Antonio, un músico inmigrante en París, iremos conociendo a Jean Charles, su mejor amigo, y a Ofélie, su ex amante. Eugenia Rico nos mete de lleno en un historia que ya había comenzado hace tiempo. Así, sobresaltados por una llamada telefónica, vamos en busca de Jean Charles, ese, su mejor amigo, que pide ayuda antes de colgar. Se pone entonces en marcha una historia en la que el lector irá descubriendo lo qué pasó entre aquellos tres personajes que arrastran una carga, una culpa tan grande que tambalea toda su existencia, alejándolos y acercándolos como polos de imanes, con tremenda fuerza.
La historia se hilvana con un lenguaje sencillo, preciso, cargado de sentido, de posibilidades, que nos ofrece en definitiva una revisión de lo cotidiano, que nos sitúa en un plano distinto, nos ofrece otros ojos para mirar la misma realidad: «Antes de abrir los ojos, tiendo la mano como un puente hacia las cosas concretas que suelen estar ahí, que tiene que estar ahí para que yo siga siendo yo y esta casa, mi casa. Pero esa mañana los dedos me devolvieron un montón de preguntas, porque las cosas no estaban todo lo ahí que deberían».
Destacar la carta de Jean Charles, que rompe y desgarra la narración en primera persona de Antonio y que nos sitúa en otro plano de esa realidad. Un personaje el de Jean Chales hipnótico, brillante, que hace alarde de una lucidez digna de un genio. Son sus cartas a Antonio un juego filosófico en el que Eugenia Rico nos plantea la delgada línea entre la locura y lo demás, otras formas de locura, me permito añadir.
Una mujer, Ofélie, a la que vemos por ojos de ellos, como un holograma temido, amado y repudiado a partes iguales. Con un magnetismo que centraliza el conflicto de esta novela y que logra cautivar también al lector. Y un escenario, París, en el que Antonio se siente desarraigado, al igual que Jean Chales y Ofélie, que aunque nacidos allí, están fuera del mundo. Los tres vagan en una dimensión que se compone y descompone en sus cabezas, a través de las consecuencias de sus palabras y sus hechos.
En definitiva, una novela sólida, de personajes poderosos, de prosa precisa y trama imperecedera.

lunes, junio 28, 2010

El fantástico hombre bala, Antonio Luis Ginés

El Páramo, Córdoba, 2010. 124 pp. 15 €

Pedro M. Domene

En la narrativa breve existe, desde siempre, la posibilidad de conseguir la primacía de la sugerencia, porque los cuentos operan con un doble sentido, con esa cierta ambigüedad que les otorga el lenguaje, con eso que podríamos denominar intertexto; es decir, la alusión directa e indirecta a situaciones previas y conocidas, singularidades extensibles en este caso a los cuentos de Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967), capaz de preparar al lector para que, una vez leídas las historias que contiene, El fantástico hombre bala (2010), desarrolle algunas de sus intuiciones sin que el propio autor se vea obligado a contarlo todo. Sus textos surgen de ese elaborado proceso de una singular experimentación creadora que bien puede brotar de lo cotidiano, esa extraña cercanía que nos resulta exultantemente real, pero donde se supone que existe, paralelamente, una ambiciosa pretensión de encerrar, con el lenguaje, una permanente visión trascendente de nuestro mundo.
Antonio Luis Ginés nos permite imaginar momentos deliciosos, esbozar un placentero paréntesis con la lectura de su primera entrega narrativa, un volumen de cuentos de una variada extensión, tras haber entregado a la imprenta cuatro poemarios hasta el momento, Cuando duermen los vecinos (1995), Rutas exteriores (1998), Animales perdidos (2005) y Picados suaves sobre el agua (2009). Hesse afirmaba que «no había que hacer a este cómico mundo el honor de tomarlo en serio» y algo así se desprende de muchos de los relatos incluidos en El fantástico hombre bala, una colección que su autor divide en dos amplios apartados, «Profesionales», que reúne los primeros diez cuentos, y «Bajo la carpa», el resto, diecisiete más, que completan el libro. Una singularidad caracteriza a la mayoría de estas historias, algunas se centran en obsesivas actitudes ante la vida y el narrador concluye muchas de ellas con una ácida visión absurda de la misma, además de un profundo sentido del humor, y, tal vez, por eso, sus mejores relatos se sustentan con tipos extravagantes que, de alguna manera, bajo la extensa carpa de un circo y su mundo, se disponen a vivir una vida que, en este caso, sea fundamento de una singular escritura. El talento de Antonio Luis Ginés se muestra en el planteamiento de las situaciones y en la agilidad de muchos de sus diálogos. Sus mejores relatos evocan situaciones disparatadas, como ocurre en «Kamikaze», una pasión amorosa de pretensiones insospechadas, sino fuera porque sus protagonistas están muy lejos de ese furor juvenil; o el reto de una cita a ciegas en «La cicatriz», y ese final en «La última copa», la sorpresa, con la explicación de la protagonista, que cierra el relato y de alguna manera la sección que Antonio Luis Ginés titula, Profesionales. La concisión y, sobre todo, la plasticidad caracteriza a este grupo de relatos, cuya brevedad en algunos, se acerca y asimila al microrrelato, con sus acertadas posibilidades expresivas porque, entre otras muchas similitudes, el género ofrece una relación inversamente proporcional entre la extensión y la intensidad y, por supuesto, muestra el reverso insospechado de lo que cualquiera pudiera aceptar como una realidad.
En el siguiente bloque, Bajo la carpa, las actividades de los protagonistas contrastan con la vida cotidiana, resultan peripecias personales, seres anónimos de unas no menos profesiones casi perdidas, en un hipotético circo Tinglin: «Domador», «La mujer barbuda», «Mago», «Contorsionista», un extraordinario, «El fantástico hombre bala», donde mezcla la cruda realidad, una obsesiva premonición, el adulterio, con la fantasía con que singulariza a este personaje instantes antes de ser lanzado al vacío en mitad de la arena del circo. Muchos de los protagonistas de esta sección son individuos solitarios, condenados a la incomunicación por su condición de vivir unas profesiones extraordinarias o fantásticas. El humor que nos proporcionan algunos de estos relatos, el contraste entre sus personajes, «El forzudo», «La mujer pantera», «El ilusionista», «Trapecista», la ironía y la agilidad verbal corroboran, de alguna manera, el talento del escritor Antonio Luis Ginés para desarrollar argumentos policíacos, amorosos, políticos, eróticos, cotidianos, hechos en mitad de un circo como la vida misma, mezclados con una atmósfera densa que alterna con la perplejidad con que el lector queda en muchos de estos cuentos. En el mundo del narrador cordobés domina lo exagerado, lo raro, en ocasiones, la falta de proporción que expresa a través de un prosa que se despliega, que resulta directa, poco enfática y retórica como corresponde a un buen relato. En suma, los cuentos de Antonio Luis Ginés, provocan una ruptura de la realidad con la aparición de algunos hechos extraordinarios porque su mundo, aun siendo real, analiza el desorden, la inconsistencia y el sinsentido de lo contemporáneo, provocando que el lector vea desde otro ángulo.
La editorial El Páramo acierta con su colección, Relatacuentos, entrega una estupenda edición ilustrada, con mucho acierto, por Alicia Gómez Molina, cuya aportación al volumen del narrador cordobés, complementa un magnífico libro para disfrutar de una mejor lectura.

viernes, junio 25, 2010

Londres es de cartón, Unai Elorriaga

Alfaguara, Madrid, 2010. 208 pp. 17€

Sofía Castañón

Joseph Conrad se pasó la vida desapareciendo. El número de veces en que algo, una persona, una idea, puede desaparecer es una de esas operaciones que por lo general no nos ocupa la cabeza, a riesgo de encontrar el existir tan frágil que comiencen los mareos correspondientes a tal vértigo. Lo sobrecogedor.
La mención a Conrad no es propia, claro. Unai Elorriaga la pone en labios (la transcripción de unas las cinco y muy buscadas grabaciones de Londres) del doctor Tizman. Y sobre el hecho de desaparecer, y su condición sino reversible sí reincidente, trata Londres es de cartón, última novela del autor de Un tranvía en SP o El pelo de Van´t Hoff.
Una ambientación absolutamente atemporal, imprecisa, ensombrecida todavía por el anterior régimen dictatorial, un régimen que podría ser cualquiera de los que la Historia ha sufrido, y al mismo tiempo no es ninguno. Éste es el marco de una foto que sucede en los tejados. Con escasas concesiones al cambio de localización, la primera parte transcurre como si fuera un obra de teatro, casi con una sola unidad de espacio. Ahí, en esos tejados, unos personajes se reúnen y esperan. Sora, la hermana de uno de ellos, quizás vuelva ese verano. Y cuando alguien desaparece durante mucho tiempo se le ha de recibir con manzanas asadas y un esfuerzo, si no sorpresa, de sonrisa.
Durante la espera se habla de otros desaparecidos en la época denominada del Libro de Barda, un sistema que prohibía las reuniones o transmitir el conocimiento de mayores a jóvenes mediante grabaciones de audio. Durante la espera se proyectan las sombras de un pasado doloroso, cruel, reciente: el temor de que aquello no haya cambiado todavía, no del todo.
La narración, en la segunda parte, da un giro que despista, pero fundamental para conformar y para contar lo que Elorriaga quiere. Tomando el género policiaco como herramienta, construye una trama paralela al relato de los tejados que acaba por relacionarse de un modo que inquieta y genera esa angustia de quien por fin entiende que “siempre había sido aquello” de lo que estaba hablando.
Lejos de ese tono inocente, casi ingenuo o infantil, que se le achaca, Elorriaga teje hábilmente una red, como las que teje la verdadera memoria, y cuenta la historia de los desaparecidos, y al mismo tiempo la historia de cómo se desaparece. Incluso de cómo uno se deja desaparecer, se va poco a poco perdiendo. La memoria colectiva y la memoria como músculo con el que descifrar o codificar el mundo. Busca, en definitiva y por más que en estos tiempos moleste a muchos —el gusto de echar tierra por encima—, deshacer los nudos del olvido.

jueves, junio 24, 2010

Las batallas en el desierto, José Emilio Pacheco

Tusquets, Barcelona, 2010. 77 pp. 10 €

Ignacio Sanz

Una verdadera delicia esta preciosa novelita. Y lo escribo así, en diminutivo, por la brevedad de sus 77 páginas compuestas con tipografía generosa y porque se hacen tan leves para el lector como el vuelo de una calandria. El narrador y protagonista se llama Carlos y uno tiene el barrunto de que detrás de Carlos se esconde la sombra de José Emilio, el laureado poeta al que se acaba de conceder el premio Cervantes y que ha dado un discurso sobre la condición mendicante de los escritores.
También en Las batallas en el desierto Carlitos se conmueve con la pobreza radical de algunos de sus condiscípulos. La novela rememora los años cuarenta, aquellos años en los que discurrió su infancia en la ciudad de México en la Colonia Roma, una colonia que en alguna época gozó de cierto esplendor, en una escuela de medio pelo, en una familia venida a menos en la que convergen muchos de los conflictos y contradicciones de un país convulso sometido a cambios y tensiones, a violencias y desgarros.
Pero en medio de todos esos vaivenes, tanto familiares como sociales, aparece un episodio central que recorre e ilumina estas páginas intensísimas. Es el amor. No se trata de un amor convencional. Aunque ningún amor lo sea. Todos los amores son febriles y volcánicos, excepcionales y delirantes, todos los amores arrasan el corazón. Y este que se cuenta aquí lo es en grado sumo porque resulta imposible a todas luces. Pero ahí está el fulgor amoroso atravesando estas páginas con la fuerza arrolladora y desconcertante de toda experiencia iniciática.
Lejos de cualquier preciosismo poético, la novela está escrita con un estilo ágil, pero con la intensidad de un poema.
No se me ocurre mucho más, pese a la brevedad de lo dicho. Tan sólo querría acentuar el buen sabor de boca que deja como esos licores jerezanos en los que el sol ha dejado su impronta. Y ese retrogusto tan grato que queda flotando en el recuerdo. Como en un poema aquilatado. Si pueden, no se la pierdan.

miércoles, junio 23, 2010

Mi vida es un cuento, Janet Tashjian

Macmillan, Madrid, 2010. 207 pp. 14,90 €

Care Santos

Ay, ¿recordáis las vacaciones escolares? Los días laaaaaargos, la playa inmensa, los malditos cuadernos de vacaciones... Cada vez estoy más convencida de que uno de los secretos para disfrutar la literatura para jóvenes es conservar intacta la memoria. La autora de este libro, la estadounidense Janet Tashjian (Providence, Estados Unidos, 1956), dice que a veces se siente como una joven de catorce años atrapada en un cuerpo de señora. Ajá, eso es. Y acaso resulte saludable, no sólo para escribir, que así sea.
A partir de esa frase deduzco que Tashjian tiene mucho en común con el personaje principal de esta estupenda novela, Derek. También él está atrapado en un verano que no desea vivir y en unas circunstancias que le son hostiles y muy desagradables. A saber: unos padres sin sentido del humor que no entienden nada de lo que hace y sólo se empeñan en que lea y repase; un horripilante campamento de repaso donde se ve obligado a convivir con la empollona de la clase; la obligación de leer libros que no soporta y hacer un resumen de cada uno de ellos; una ciudad que sin su mejor amigo -de vacaciones en la playa- le parece un desierto...
Aunque Derek no es un chico corriente. Se le ocurren las cosas más peregrinas, como estrellar aguacates contra el coche de su padre, o ponerle espuma de afeitar en la boca al perro de la familia. Es aficionado al dibujo y amante de las historietas de Calvin y Hobbes -la autora dedica significativamente el libro al creador de esas tiras cómicas, Bill Waterson- y curioso por naturaleza. Será su curiosidad la que le lleve a un descubrimiento inquietante relacionado con el pasado familiar y con la muerte de una niñera que nadie le ha explicado. Sus ganas de conocer lo ocurrido le animarán a comenzar una investigación cuyos resultados serán agridulces: la verdad no siempre es agradable de conocer, pero a veces puede cambiar las cosas, incluso a mejor.
En definitiva, Derek cumple con la principal obligación de un preadolescente: crecer. Llevado por la curiosidad y por el afán de conocer sus orígenes, de saber más de sí mismo. El verano le servirá para demoler algunas ideas preconcebidas y para comprender un poco más el mundo adulto. Y todo ello sin perder la sonrisa.
Una novela para lectores jóvenes de cualquier edad. O para señoras -y señores- que conserven la memoria de sus vacaciones infatiles. Ay.

martes, junio 22, 2010

De sótanos y azoteas, Juan Carlos Fernández León

Premio Tiflos de Relatos 2009. Castalia, Madrid, 2010. 224 pp. 12.5 €

Fernando Sánchez Calvo

Si tu infancia y adolescencia, es decir, tu vida, transcurrieron en la humilde y obrera Hortaleza de los años 70/80, lo peor que te puede pasar es convertirte en un escritor y, dado el caso, convertirte en un escritor que ha contraído deudas simultáneamente con el realismo, por un lado, y con la lírica, con el minucioso cuidado de la palabra, por otro.
Si tu herencia cultural la forman nombres como Hipólito García Navarro, Jorge Luis Borges, Eloy Tizón, Julio Cortázar, Félix Palma o Juan Rulfo y, si además de adoptar esos nombres los admiras sabiendo que antes o al mismo tiempo que tú hubo o hay otros señores que ya dominaban el arte de narrar, lo peor que te puede pasar es que tú también escribas bastante bien.
Si después tienes suficiente voluntad para pasar tres o cuatro horas diarias delante de un ordenador, componer un libro de relatos en un espacio de tiempo más o menos indeterminado y por casualidad (o no) te presentas al XX Premio Tiflos que publica cada año la Editorial Castalia en su colección Albatros, puede surgir lo que ha surgido: De sótanos y azoteas, nueve relatos espectaculares y dolorosamente honestos del madrileño Juan Carlos Fernández León.
El contexto, espacio o germen: el Madrid de la joven democracia, los periféricos barrios, los eternos solares en la periferia de los periféricos barrios, los últimos ilusionados que aún seguían llegando de los pueblos y cuatro hijos de media por familia. Eso como escenario. Como decorado, jeringuillas, coches robados, reventados o simplemente cambiados de sitio, balones de fútbol, mucha gente en la calle, bastantes sótanos y alguna que otra azotea desde la que se podía intentar comprender qué movidas pasaban allá en el centro de la capital y por qué en el barrio no pasaba nada.
Porque eso es este libro de relatos: un tributo doloroso y honesto a los orígenes y a aquellos “miserables” que lo eran aún más si cabía por estar tan cerca del glamour sin tocarlo, un homenaje a los excedentes o expulsados de lo que se consideraba un grupo o un estilo de vida guay en los ochenta. El propio narrador del relato homónimo al título del libro lo reconoce: «Éramos la pulpa que le sobra a una naranja, la que descansa sobre los bordes del exprimidor». Ni Almodóvar, ni cultura para todos, ni Rock-Ola, ni conciertos hasta debajo de una piedra. A cambio: campos de fútbol improvisados donde un payo y una gitana reinventan a Romeo y Julieta (Se van a ver las navajas), conversaciones de alto nivel entre filósofos disfrazados de vigilantes de seguridad (Los antagónicos) o el regreso del hijo pródigo que vuelve al barrio para recordar entre antiguas tascas, vecinos y amigos ya desaparecidos, el temprano despertar sexual donde “contar hazañas era más importante que vivirlas” (Los imperdibles de la memoria).
Cuentos viscerales, cuentos-poliedro donde hay varias caras (tristes, cínicas, arrogantes), pero siempre con el poso de la amargura del que se sabe y quiere estar atado por sus orígenes. Qué se le va hacer si la decisión más importante que tuvieron que tomar de niños los protagonistas de Juan Carlos Fernández León fue optar por seguir jugando al fútbol o empezar a fumar.
Eso en la primera mitad del libro. En la segunda el lenguaje y, sobre todo, las situaciones, bajan su nivel de agresividad para adquirir bien un estilo más clásico, en la línea de la narrativa norteamericana de los años 40 y 50, o bien unos desenlaces si no más amables, al menos sí más prometedores para el futuro de los personajes. Relatos como La alquería, Diario de la operación masacre o Soneto (el cuento más experimental de todos) aparte de trasladar la acción al siglo XXI, pueblan de un prudente optimismo las frustraciones amorosas, familiares o vecinales. Y curiosamente es el extranjero, el que viene de fuera, el encargado de levantar el ánimo de los desheredados nacionales. Aquí, más que nunca, renace el valor de la amistad, quizás el tema más recurrente del autor. Dentro del lodazal, y con la ayuda de los otros, es posible seguir nadando.
Si tu tradición es la realista pero aprendiste que ser realista no es ser real, habrás perdido ese estúpido vicio por contarlo todo, esa ingrata manía de agotar el mundo con la palabra, y podrás escribir cuentos como los de De Sótanos y azoteas, cuentos donde la información sobre los personajes se dosifica a la perfección para aparecer en el momento justo, cuentos donde el sexo, una sobredosis, la muerte u otras acciones no son descritas hasta la extenuación. A esta virtud se le llama elipsis y suele dar buenos resultados. Decía Óscar Wilde que a todo aquel que en literatura llamase a una azada “azada”, deberían darle inmediatamente una para que se pusiese a cavar con ella. Justo castigo a los que utilizan la palabra para ahogar y no para liberar la mente del lector. El realismo (o al menos este libro) es otra cosa, es hallar poesía dentro de la cotidianeidad (incluso dentro de la vulgaridad) de nuestras vidas. Algo parecido a lo que hizo Fernando León con obras maestras como Familia, Barrio o Los lunes al sol, aunque cambiando de herramienta: la imagen por la palabra. Somos deudores de nuestro pasado, pero se pueden contar muchas cosas sin decirlo todo.

lunes, junio 21, 2010

Las tres balas de Boris Bardin, Milo J. Krmpotic’

Caballo de Troya, Barcelona, 2010. 149 pp. 11,90 €

Elvira Navarro

José Hamad, editor de 451, me dijo en una ocasión que hay una categoría que funciona con total normalidad en ferias como la de Frankfurt, y que sin embargo, a diferencia de otras como Chick Lit, Noir, Thriller, Commercial o Literary, no es utilizada por la crítica, a saber, la male fiction, cuya traducción más justa sería la de “literatura masculina” en un sentido amplio, englobando tanto a la ficción como a la no ficción. La razón de que en un campo que vive en buena medida del prestigio la denominación no circule es obvia; basta con pensar un poco por qué sí funciona, y muy bien –incluso comercialmente, aunque ojo, nunca de manera prestigiosa-, su par, la “literatura femenina”. Si traigo a colación el término no es para iniciar aquí un debate, sino porque Las tres balas de Boris Bardin, segunda novela de Milo J. Krmpotic’ (Barcelona, 1974), se alza sobre un muy consciente uso del tono y los temas que la cultura occidental endosa a los machotes. Es decir, que ésta es una novela sobre, entre otras cosas, la forma en que estos machotes ejercen la violencia contra sí mismos.
Estamos en una Argentina donde la revolución digital aún no existe, y en la que los hermanos Bardin, con modales de clan, arrastran un malfacer cuyo origen el autor se encarga bien de señalar: “Nunca salí de este país, lo que me dispensó el privilegio de verlo hundirse una y otra vez en la mierda. Y de hundirme a su lado, que las grandes fidelidades están para eso, para hacerte la ilusión de que hay alguien en condiciones de salvarte y acabar ahogándote de todos modos, sí, pero en compañía. Es la gran virtud de Argentina, que jamás te deja solo. Las miserias son compartidas o no son”. Si la trama de este libro se contara en una contracubierta sonaría a cine negro y a serie de televisión policiaca; sin embargo, en Caballo de Troya las contracubiertas las escribe Constantino Bértolo, lo que lleva a que, a pesar de que en Las tres balas de Boris Bardin haya un robo a un furgón blindado, una pareja yéndose a pique y un agente enviado desde Buenos Aires (la acción no transcurre en la capital, sino en una ciudad pequeña), el engaño no se produzca. La trama podría haber sido cualquier otra, y el ritmo se aleja de calificaciones trepidantes sin que por eso el libro deje de deberle mucho a la pantalla. Mi impresión es que Krmpotic’ ha pasado lo noir y lo male por Ingmar Bergman, a tenor de la demora en los instantes previos a la acción y de los silencios. Es por ello que lo que se nos cuenta se parece más a nuestra cotidianidad que a cualquier thriller. Aquí nos instalamos en los intersticios: una parrilla familiar, conversaciones que desembocan en lo importante como por descuido (y eso a pesar de que el drama adensa hasta el límite el ambiente), el tedio matrimonial, cuartos de baño, interiores de coches no implicados en persecuciones de quitar el aliento, esperas y micciones. Llama la atención el detenimiento del autor en este último asunto, y no he podido evitar la interpretación más habitual, no sé si buscada por Krmpotic’: el orín que marca un territorio, el falo a la base de la ficción que configura lo real o la ideología, que retratado así de cerca delata, cuanto menos, su fragilidad.
La acción se alterna con un monólogo que, en general, deja pocos resquicios a la libre interpretación, pues apuntala una y otra vez el sentido de la anterior cita. La novela está escrita en argentino (incluye un glosario de argentinismos), si bien por momentos la construcción de la frase, que gusta aquí de la subordinación y la largura, es muy ibérica. Milo J. Krmpotic’ sabe perfectamente que la literatura se juega en primer término en lo textual, y en Las tres balas de Boris Bardin brilla con especial fuerza el gusto por el lenguaje, por la urdimbre, lo que no quiere decir que se apueste por lo barroco ni que se estén disparando metáforas epatantes cada tres líneas. Se trata de un necesario sentido del ritmo, de que cada palabra tenga el peso adecuado, de que el texto sea rico en resonancias. En resumen, de que en el significante resuene el significado. Esto, que parece obvio para todo el que quiera dedicarse a escribir con cierto tino, empieza a ser una rareza.
En definitiva, Krmpotic’ ha escrito un buen segundo libro que nos recuerda lo que ya se puso en evidencia en Sorbed mi sexo. Un trayecto a las vidas de Paul Boissel (Caballo de Troya, 2005), novela con la que debutó: que aquí hay un escritor. Merece la pena que se asomen.

viernes, junio 18, 2010

Escenario de Guerra, Andrea Jeftanovic

Baladí, Madrid, 2010. 207 pp. 19 €

María Ruisánchez Ortega

No es casual que la novela de Andrea Jeftanovic lleve por título Escenario de Guerra ni que se estructure en actos, ni que algunos de sus capítulos tengan títulos con claras referencias al mundo teatral: Función a solas, En gira permanente, Ensayo general, Tras bambalinas o Puesta en escena. No es casual porque estamos ante la representación, y entendamos por representación, la mímesis de la propia vida o el propio yo. Es curioso, esta es una sensación a posteriori, objetiva, post lectura: un análisis, ya que mientras estás sumergida entre las páginas de la novela, no tienes la sensación de que haya un escenario, más bien esa voz, esa niña, esa mujer, ni siquiera podría decir personaje, porque es mucho más real, llena toda la escena. Su parlamento, su prosa, sus recuerdos se graban en nuestras almas, los sentimos como propios, sin tiempo para boquear, sin darnos tregua… Como un grito que en la noche que nos susurrara en sueños. Así, esta novela desviste capa a capa, las viejas rémoras acumuladas por años, con polvo que cubre en secreto las líneas de las manos, que pocos se atreven a leer. Echar la vista atrás, desmigar la infancia, sopesar a los padres, descubrir, si se estaba o no equivocada.
«El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional» leo en el último ensayo de Haruki Murakami, y pienso en el personaje del padre, que ha elegido ese sufrimiento condenatorio, del que no ha podido escapar desde su propia infancia. Anclado en un recuerdo, en la esfera de un reloj, en el tic, tac que marca la línea entre la inocencia y la pérdida para siempre de la identidad. En esa jungla de la memoria, este hombre construye un mundo limitado en el que el miedo cerca todo lo conocido. Su hija, mientras, intenta escapar, comprender el ser que le correspondería por herencia, y que su padre trata de enterrar sin conseguirlo del todo. Ella, también, al igual que su padre, rememora, rumia cada uno de los trocitos de espejo de su propia infancia. Intenta lograrlo, intenta salir adelante con las cargas de la sangre, para dejar de sufrir por propia voluntad.
La sangre ajena y propia como hilo conductor de una novela tan dolorosa como evocadora. Una historia dura, esculpida en cada página por un cincel hecho a base de poderosas imágenes, tan hermosas, como tristes, certeras e hirientes, que van rasgando las páginas, una a una, línea a línea, para inventar un código de huída, para salir de uno mismo y lograr encontrarse frente a frente en el escenario de la vida, de la guerra, cara a cara con los personajes que nos han marcado, los que importan, aquellos a los que amamos y odiamos. Aquellos que nos han preñado de nosotros mismos, y de los que, desembarazarse es francamente difícil. Dejarlos ir, parirlos o no, para sacarlos de dentro, para mirar la vida, por fin, con otros ojos, con los propios, aunque la experiencia nos haya trastocado tanto, que quizá eso sea prácticamente imposible, una ilusión óptica. Un parpadeo, y uno descubre que no es quien creía ser, pero entiende por qué…
En definitiva, una novela viva, que mira hacia atrás para poder mirar hacia adelante, que se pierde en las miradas congeladas de los rostros del recuerdo. Poesías entre las páginas, sonora voz que emerge de lo más profundo del sufrimiento que se quiere abandonar. La terapia de la melancolía que trenza la historia que se quiere ordenar y contar, pero que escapa a lo temporal como un animal herido corre a refugiarse en las profundidades de la tierra.
Palabras contra el dolor, dolorosas palabras.

jueves, junio 17, 2010

Homer y Langley, E. L. Doctorow

Trad. Isabel Ferrer y Carlos Milla. Miscelánea, Barcelona, 2010. 208 pp. 18 €

Jorge Díaz

Doctorow es de esos autores que sabes que son importantes, de los que publican mucho en Estados Unidos y además desde hace casi cincuenta años. Eres capaz hasta de decir el nombre de un par de novelas suyas, en mi caso Ciudad de dios y Ragtime, pero nunca le has leído.
Llegué a Homer y Langley por recomendación de un librero amigo. Ya no son tantos los libreros que recomiendan lecturas a sus clientes, conocen sus gustos, leen lo que sale para ver a quién le puede gustar… Los autores nos quejamos del futuro, no sé si el de ellos será mejor o peor, ya veremos. Sería una pena que desaparecieran del todo.
La novela cuenta una historia basada en un caso real, el de los hermanos Collier, dos excéntricos que vivieron en Nueva York en la primera mitad del siglo XX. Su casa era un palacete de la calle ciento veintiocho con la Quinta Avenida, una dirección lujosa en la época pero que años después queda situada en pleno Harlem. El palacete estaba completamente lleno de periódicos, objetos recogidos de la basura, pianos, un Ford T en el comedor… Creía que se trataba de una enfermedad psiquiátrica conocida como síndrome de Diógenes. Al parecer, el caso de los hermanos Collier es tan especial que tiene su propio nombre, síndrome de Collier.
Doctorow cuenta que leyó la historia de los dos hermanos durante su juventud, cuando apareció en los periódicos: uno de los hermanos muere por el derrumbamiento de los periódicos, el otro solo, ciego y atrapado, moriría de hambre días después; los bomberos tardaron casi una semana en dar con los cuerpos, tal era el estado de la casa. En aquel momento, según el autor, supo que escribiría esa historia. Ha pasado más de medio siglo desde entonces, tiempo suficiente para que la sociedad olvidara a los famosos Collier y sólo el autor recordara los detalles.
Doctorow hace una magnífica labor de reconstrucción. Cambia la historia para que podamos entenderla: la resitúa en el tiempo y les hace vivir hasta entrados los setenta para que su falta de sintonía con el mundo externo sea aún mayor; la resitúa también en el espacio, del Harlem traslada el palacete hasta el Upper East Side, frente al Central Park, la zona más lujosa de la ciudad, para que su presencia sea aún más incómoda.
El mundo ha perdido la elegancia de cuando los Collier se encerraron en sí mismos. La etiqueta, los modales y las apariencias se pierden a un ritmo muy similar al que ellos sufren. De repente, durante una década, están de moda, son hippies, no tan distintos de los de fuera. Pero la sociedad no es tan coherente como los dos hermanos y, en lugar de evolucionar, involuciona. Pocos años después, vuelven a ser extravagantes y la ciudad, sus servicios, sus ejércitos de abogados, los acosa.
El mayor acierto, de los muchos de la novela, es darle la narración al hermano ciego: nada más hermoso que su visión y su clarividencia.
Homer se da cuenta de la pendiente por la que Langley se desliza y en la que le lleva a él. Se percata de que se embalan, de que poco a poco se va haciendo imposible parar. Sin embargo, lo acepta.
No se opone a la locura, la relativiza, la acompaña e incluso colabora en alguno de los experimentos del hermano, por ejemplo, la de darle de comer decenas de naranjas diarias para que recupere la vista.
Se ve obligado también Doctorow a justificar la presencia de los periódicos: todos los ejemplares de diarios matutinos y vespertinos de la ciudad de Nueva York, posiblemente una de las que más diarios publica. Langley busca en ellos la lógica de la vida, la forma de hacer un diario universal que sirva para todos los días y todas las épocas: un número determinado de muertes violentas, una cadencia natural de catástrofes, unas guerras periódicas, unas victorias y derrotas deportivas programadas…
Una vez leído, dan ganas de buscar todas esas novelas de Doctorow que se dejaron pasar por pereza. A ver si me pongo con ellas.

miércoles, junio 16, 2010

Un dibujo en el viento, Alejandro López Andrada

El Páramo, Córdoba, 2010. 317 pp. 20 €

Pedro M. Domene

El niño y el adolescente o, por razones sociológicas, los muchachos y las muchachas de una época, a excepción del niño-pícaro, y en determinados períodos de nuestra literatura, son algunos de los protagonistas más frecuentes en la narrativa del siglo XIX y XX. La realidad del mundo infantil y juvenil se muestra en su esplendor no solo en las renombradas obras de Miguel Delibes, El camino (1950) o Las ratas (1962), sino en toda una amplia tradición anterior y posterior que oscila entre los huérfanos de ¡Adiós, Cordera! (1891), el niño Pepe Garcés de Crónica del alba (1942), los suburbios descritos en Cabeza rapada (1958), los adolescentes que protagonizan Balada de gamberros (1965), el entrañable Santi, el mejor ejemplo del exilio infantil en El otro árbol de Guernica (1967), los recuerdos del niño de Conversación sobre la guerra (1978), o el nieto, a quien va dirigida la historia, de La sonrisa etrusca (1985), por citar algunos de los muchos ejemplos recogidos por Eduardo Godoy Gallardo en, La infancia en la narrativa española de posguerra (1979).
Alejandro López Andrada realiza, desde sus comienzos, una auténtica mitificación épica de la memoria, con esa fuerte presencia e influencia de la tierra en muchos de sus textos más variados, un espacio rural que conoció durante su infancia, su posterior adolescencia y que ahora, en su madurez literaria, recrea como esa marca de identidad de un lugar y de una época que, en buena parte de su literatura, ha derivado en una exquisita expresión lírica, una fuerza narrativa y una profunda visión ensayística. Quizá por eso, López Andrada se ha convertido en la conciencia de esa agigantada destrucción de algunas profesiones y bastantes costumbres, recuerda la desaparición de algunos personajes singulares que vivieron la difícil posguerra, identificados como perdedores y, aún más, solitarios porque siempre han luchado por una supervivencia, como bien apuntaba en su espléndida trilogía, El viento derruido (2004), Los años de la niebla (2005) y El óxido del cielo (2009), auténtico manual de antropología social.
La nueva novela de Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957), Un dibujo en el viento (2010), formaría parte de esta singular tradición del niño-adolescente que sobrevive triste y atormentado en una época concreta: la agonía de unos años que incluyen esa extraña sensación de orfandad y desarraigo que supone una situación donde, para los mayores, la memoria aún es algo por lo que luchar. Cristino, el protagonista, es un adolescente que vive las contradicciones de una singular época histórica, la de una España franquista, en sus últimas bocanadas, aunque con la misma fuerza represiva ejercida de las décadas posteriores a la guerra civil, hecho que el niño percibe en su propio entorno: Veredas Blancas, el espacio geográfico creado por López Andrada, un lugar que durante muchos años le ha servido para dejar constancia de una particular cosmogonía. Un posible territorio literario donde desarrollar buena parte del sufrimiento, del desarraigo y de la pérdida de identidad en una región, fácilmente identificable con Los Pedroches, cuyos habitantes sobrevivían a ese enfrentamiento silencioso entre dos Españas: la de los gloriosos vencedores y la de los sufridos vencidos, todos arrastrados a un silencio solo recuperado por una literatura valiente. López Andrada se convierte en ese notario que con su prosa levanta acta del derrumbe de toda una identidad, la de los orgullosos habitantes de una tierra como la sierra cordobesa, la desaparición de muchas de sus oficios, de su sabiduría ancestral en torno al campo y al paisaje que los caracteriza y, sobre todo, a ese espectro que supone el paso del tiempo y de la conciencia colectiva. Pero, en esta ocasión, el narrador cordobés, ha optado por la ficción, con ligeros tintes de connotaciones políticas al hilo de la represión ejercida aún durante los años en que se sitúa la acción, la segunda mitad del 68, cuando el joven Cristino empieza a despertar a una adolescencia en la que percibe los cambios que se producen a su alrededor, cuando empieza a ser consciente de lo que hasta ese momento nunca había percibido: un gran secreto de familia que incluye rencor, dolor, muerte. La suya es esa imagen idílica con que se identifica la infancia: la de los juegos, las gamberradas junto a Bernardino, el Gordo Fatum o el chache Ismael, esa etapa de las eternas preguntas de un joven, que años después aún conserva lo relacionado con su vida pasada y la supervivencia impuesta, motivo de esa conciencia real que posibilita un relato como Un dibujo en el viento, cuando entonces la felicidad no era una sensación posible, y no fue así porque Cristino vivió la separación de una madre, ausente de la casa familiar durante meses para cuidar a una abuela enferma, el distanciamiento de un padre, sus anodinas travesuras, el estigma de una educación sesgada, sus primeros amores, incluso esa dura violencia sostenida en un ambiente no menos hostil, con continuos temores a lo desconocido y al miedo, sobre todo, a un suceso singular, ese secreto inconfesable que se refiere a su familia, relacionado con el abuelo, el tío Nicolás, con su propio padre, además de conocidos vecinos como Floro, el taxidermista, el guardia Jimeno, el Pastor de las Nieblas que, para él y para otros muchos, en una angustiosa sociedad, hicieron algo heroico aquel 15 de diciembre 1968, un hecho que, muchos años después, en la intimidad del pensamiento de un Cristino adulto, cuando se encara con esa realidad sombría que supone la soledad, el largo silencio y el paso del tiempo y su memoria recupera la imagen de unos muertos, cuyo espíritu, sigue vivo, mientras se siente rodeado por las sombras de una confidencia tan extrema, su evocación ya se convierte en palabra escrita

martes, junio 15, 2010

Voces disidentes. Cuentos de la generación de medio siglo, VV.AA.

Menoscuarto, Palencia, 2010. 280 pp. 16,50 €

Ignacio Sanz

Qué triste fue el franquismo. La literatura no hace más que corroborarlo. Y qué primarios éramos los españoles; la sombra de tanto fraticidio se cuela en estos relatos hiperrealistas. Incluso en aquellos casos en los que los escritores buscan alegorías y metáforas, el peso de la guerra y la pobreza que arrastró consigo fue tan grande, que se coló por los intersticios de la vida.
Este libro de cuentos agrupados por la profesora Ana Casas es una radiografía espléndida de esa época gris. Voces disidentes recoge cuentos de Ignacio Aldecoa, Josefina Aldecoa, Juan Benet, Enrique Cerdán Tato, Ricardo Doménech, Jesús Fernández Santos, Jorge Ferrer-Vidal, Medardo Fraile, Juan García Hortelano, Juan Goytisolo, Alfonso Grosso, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Lauro Olmo, José María de Quinto, Fernando Quiñónez, Rafael Sánchez Ferlosio, Alfonso Sastre, Daniel Suerio y Juan Eduardo Zúñiga. Veinte en total.
Por supuesto, se trata de cuentos impecables. No en vano habrán sido elegidos por la profesora Casas tras ser sometidos a un riguroso escrutinio. Lo que sorprende es la cerrazón ambiental y la pobreza que campea. También el peso de la realidad. Ni siquiera los autores que dieron luego muestras de una imaginación viva y fecunda, como Goytisolo o Sánchez Ferlosio, se libran de esa realidad asfixiante. Y es que, como diejra en una ocasión Mario Onaindía, antes que hija de unos autores, la literatura es hija de una época. Por eso, precisamente por eso, resulta sorprendente que Álvaro Cunquiero fuera capaz de escaparse y escribir en esa misma época una obra una obra tan imaginativa y disparatada.
Por supuesto que entre los autores hay matices. Cómo no. El cuento de Ana María Matute, tan realista, más que de pobreza, que también, habla de la miseria moral y de la crueldad de unos niños. La inocencia siempre tuvo un punto perverso. Y lo hace de tal modo que la lectura de su cuento nos hiere. También nos hiere el cuento de Carmen Martín Gaite que deja patente la diferencia entre clases sociales y cómo la alta burguesía sometía, y de qué modo, a los sirvientes. Como ahora, podría decir alguien. Pero no, como ahora, no. Por suerte.
Cada autor aporta matices en ese mosaico dominando por el gris que componen las diferentes estelas.
Como lector me he vuelto a estremecer con la lectura de Cabeza rapada, de Jesús Fernández-Santos, una pieza breve y contundente que podría servir como resumen de aquella época triste de posguerra.
Tarde de sábado, de José María de Quinto o Metamorfosis de un abogado, de Alfonso Sastre, a la vez que cuento marcadamente sociales abordan de manera directa la implicación política y la actitud colaboracionista con el régimen, si bien el de Sastre lo hace desde planteamiento fantásticos que recuerdan a Kafka. Posiblemente lo hiciera así para escapar de la censura.
También se sirve de la alegoría Zúñiga en El festín y la lluvia, escrito con una prosa tensa y elegante, con voluntad manifiesta de estilo, que se decía.
En conjunto es un magnífico friso de una época triste. Yo se lo recomendaría a los nostálgicos. Pero también se lo recomendaría a los buenos catadores de literatura con la misma pasión que les podría invitar a ver el neorrealismo italiano o el Plácido de Berlanga. Está muy bien leer estos cuentos en esta época en la que hay cierta desorientación, para, al menos, saber de dónde venimos. En estos cuentos late una verdad triste y ramplona que nos hiere. Y los escritores, una vez más, supieron captarlo como nadie.

lunes, junio 14, 2010

Entrega de los IV Premios Tormenta

Las fotos son de Aroa Moreno y de Deni Olmedo.
Las estatuillas, obra de Mateo Sanz, como cada año, y listas para ser entregadas.


El pez Hipólito nos presidía desde el techo de la librería Tres Rosas Amarillas, de Madrid, que nos acogió (¡gracias, José Luis, gracias Antonio!).


Elena Medel, Care Santos, maestras de ceremonias.


Elvira Navarro y Andrés Neuman, ganadores, en primera fila.




José Luis Gómez Toré leyó un poema de John Ashbery, ganador de la categoría de mejor libro traducido al castellano.




Elvira Navarro al recoger su Premio Tormenta al mejor joven autor 2010.




Andrés Neuman recoge su Premio Tormenta a mejor libro en castellano 2010.

Los dos ganadores, observan su estatuilla. Enhorabuena.

viernes, junio 11, 2010

Black, black, black, Marta Sanz

Anagrama, Barcelona, 2010. 336 pp. 19,50 €

Miguel Sanfeliu

Black, black, black es el acercamiento de Marta Sanz al género policíaco, una experiencia narrativa más que interesante. La novela negra es el género que mejor retrata los rincones oscuros de nuestra sociedad, sus querencias y defectos, de ahí que ese sea el ropaje elegido por la autora. Pero también nos encontramos ante un laberinto estructural y una indagación sobre la perspectiva. Una novela cuya trama nos intriga y cuyos personajes están marcadamente caracterizados.
Hay un crimen, y un detective encargado de la investigación, Arturo Zarco, que es gay, aunque estuvo casado con Paula, con la que mantiene una particular relación, a medio camino entre la amistad y el resentimiento. Comenta con ella los detalles de su trabajo. Zarco es impulsivo, propenso a la distracción, mientras que Paula es más práctica y cerebral, así que, en este sentido, se complementan a la perfección. El matrimonio Esquivel contrata al detective para que investigue el asesinato de su hija Cristina, convencidos de que el culpable fue el marido de ésta, Yalal, un hombre de origen marroquí. Con este encargo, Zarco se interna en la comunidad de vecinos en la que reside Yalal y entra en contacto con quienes habitan ese microcosmos.
Tres blacks, tres cambios, tres giros que se complementan, tres voces narrativas con diferentes interlocutores. Primero es el propio detective, aunque pronto nos damos cuenta de que no se dirige a nosotros, sino a su exmujer, a Paula, y que ésta de vez en cuando apostilla, corrige e incluso recrimina algunas de sus expresiones. Luego se produce una ruptura, un elemento de distorsión que nos sorprende, nos interrumpe y parece contarnos otra historia. Ahora la narradora es una de las vecinas, Luz, a través de las páginas de su diario, del que ella misma nos dice: «Un diario, además, es como una caja. Dentro de ella pueden pasar cosas que no suceden en ninguna otra parte. O cosas escondidas». Ajá, se dice el lector entonces, no hay duda, la autora está jugando conmigo, intenta despistarme, desorientarme. Por último, será Paula Quiñones quien tome las riendas del asunto. Realiza su propia investigación. Contrasta los datos narrados por su ex marido y los pasajes del diario de Luz. Ahora será Arturo Zarco quien la interrumpirá, quien le recriminara el ritmo de su narración y la precisión de los detalles. Pero ella dice: «No decir nada, no afirmar ni negar nada y, con la omisión o la elipsis, conseguir que Zarco se enrede, que tal vez sufra...» Y, claro, en ese momento Zarco somos nosotros, los lectores, quienes intentamos esquivar las trampas, seguir las pistas de la investigación, anticiparnos a la resolución del caso y sortear los escollos que las voces narradoras nos van tendiendo por el camino.
Black, black, black es una profunda exploración sobre el punto de vista, sobre la distorsión de la realidad. Un libro narrado con una prosa cuidada, que requiere la atención del lector. También es la historia de un crimen y de su resolución. La radiografía de una comunidad de vecinos que actúa como un mundo cerrado en el que se intentan disimular las propias mezquindades. Y, por ende, una novela en la que se tratan temas muy dispares. Nos encontramos pues, ante una propuesta literaria que ha sido cuidadosamente planificada y que apunta hacia nuevos planteamientos narrativos, de un modo ameno y no exento de humor.

jueves, junio 10, 2010

Anna Karénina, Lev N. Tolstói

Trad. Víctor Gallego Ballestero. Alba, Barcelona, 2010. 1002 pp. 44 €

Pilar Adón

En Anna Karénina se encuentran todas las pasiones del alma: los celos, los remordimientos, la vergüenza, el deseo, la envidia, la locura, la indecisión, los desarreglos nerviosos, la incertidumbre. Dice Levin en la página 549 de esta magnífica edición de Alba, traducida y prologada por Víctor Gallego Ballestero: «Mi principal pecado es la duda. Dudo de todo. Apenas hay momentos en que no me asalten las dudas». Y terrible es también la aprensión de Anna acerca de si el amor que dice profesarle Vronski será duradero o no: «Había momentos en que ya no sabía lo que temía ni lo que deseaba. ¿Temía o deseaba lo que había sucedido, lo que iba a suceder? Y, en realidad, ¿qué deseaba?» Los personajes pretenden ser sinceros consigo mismos y con los demás. Buscan la simplicidad, la tranquilidad y la belleza. Disfrutan de sus desayunos en el jardín, debajo de un castaño. Viajan en tren desde Moscú a San Petersburgo, y se concentran intensamente en la lectura de sus libros, como Anna, que se identifica tanto con los héroes de una novela inglesa que va leyendo en uno de esos viajes, que querría hacer lo que ellos hacen. Beben vodka, charlan animados durante la celebración de fastuosos bailes, tienen aspiraciones profesionales y esperan medrar en su carrera. Pero, sobre todo, por encima de cualquier otra ambición, desean ser felices. Porque, tal y como apunta Gallego Ballestero en su detallada introducción, Anna Karénina «no es la historia de un adulterio […] sino una fábula sobre la búsqueda de la felicidad».
Lo cierto es que de vez en cuando los personajes sí disfrutan de ciertos encuentros fugaces con esa codiciada felicidad. Con la descripción de breves anécdotas que adornan de realidad cualquier escena, Tolstói permite que, por ejemplo, su siempre torturado y obsesivo Levin descubra auténticos retazos de belleza que hacen de él un hombre feliz en el instante en que, momentos antes de pedir la mano de su adorada Kitty, observa «unas palomas azules que bajaban volando de los tejados a la acera, los bollos espolvoreados de harina que una mano invisible había puesto en un escaparate…». No obstante, casi todos los personajes comparten la mala costumbre, tan propia, por otra parte, de la naturaleza humana, de dejar que la solidez de su dicha repose en manos de los demás, de los que tanto dependen y que tanto daño pueden llegar a hacer, a veces sin ser conscientes de ello, cuando sus actos o palabras no responden a las expectativas. Por tanto, por más empeño que pongan en la consecución de sus deseos, la suya es una aspiración condenada al fracaso. Tolstói, además, no vacila a la hora de atormentar a sus personajes y así, volviendo a Levin (cuyo pensamiento es el que más se identifica con el del propio autor), hace que éste se arrepienta de todo: de lo que ha hecho, de lo que no ha hecho e incluso de lo que ha podido simplemente pensar. E idéntica pauta sigue con los otros: tanto con los personajes míticos (Dolly y Oblonski; Anna y Vronski; Kitty y Levin) como con los no tan conocidos, como Mademoiselle Várenka, ese personaje perfecto, “con esa calma y esa dignidad tan envidiables”, a quien Kitty conoce en el pequeño balneario alemán al que va a tomar las aguas con la esperanza de recuperar la salud y la alegría perdidas tras comprender que su amado Vronski ama en realidad a Anna, y rechazar (antes de comprender la situación anterior) la oferta matrimonial de Levin.
Anna Karénina es un libro que todos los lectores deberían visitar. En pocas ocasiones se puede disfrutar de una tan genuina Gran Literatura. Las descripciones con las que cada personaje queda caracterizado, el prodigioso uso del lenguaje, y la universalidad de los temas planteados (los problemas de conciencia, el concepto de lo que está bien y lo que no, la preocupación por la dignidad personal y social) hacen que siga siendo una novela total. Resulta muy significativa la parte en que Levin decide que necesita hacer «ejercicio físico; de otro modo se me agriará el carácter», y se entrega a la siega del heno en compañía de los campesinos que trabajan para él, incluso durante las horas de más calor. En lo que constituye un canto a las bondades del esfuerzo físico que, de una manera idealizada, se plantea como alternativa al sufrimiento que resulta del conocimiento reflexivo de las cosas, Levin huye del pensamiento y del análisis mental que hace que todo sea excesiva y dolorosamente real, y se concentra en no concentrarse, con el fin de olvidarse de todo. Ésa es su manera de calmarse.
Anna, por su parte, toma morfina por las noches.

miércoles, junio 09, 2010

De qué hablo cuando hablo de correr, Haruki Murakami

Trad. Francisco Barberán. Tusquets, Barcelona, 2010. 232 pp. 16,35 €

Fernando Sánchez Calvo

La editorial Tusquets ha tenido a bien publicar a un nuevo Murakami que, lejos del fenómeno de masas a quien con más o menos asiduidad casi todo lector ha visitado, abandona momentáneamente la novela como producto para analizar el modus vivendi necesario de todo aquel que quiera trabajar con dicho producto. No es un estilo de vida a seguir, ideal, por supuesto. El japonés es lo suficientemente inteligente como para no aconsejar más allá de la propia experiencia personal, experiencia que sin embargo queda avalada por la brillante trayectoria de un obrero de la narrativa que delega y fundamenta su éxito en el trabajo, después en el trabajo y por último en el trabajo. Para ello, equipara oficio tan noble y sacrificado con otra tarea no menos absorbente: la del fondista. Ambas actividades, escribir y correr, articulan este diario donde fechas, espacios y anécdotas acaban siempre envueltas por el manto de la reflexión (grande le queda la etiqueta de “ensayo”) de manera que una actividad no se puede explicar sin la otra y viceversa, al menos en la vida de Murakami. En homenaje al ya clásico de Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor y traducido por Francisco Barberán, el libro también incluye un pequeño reportaje fotográfico de los principales retos deportivos (maratón, triatlón, etc) que el autor ha finalizado, acto que para él ya es sinónimo de triunfo.
No se puede decir que esta obra represente una obra menor dentro del conjunto, por tanto, puesto que no podemos comparar títulos de diferente género. Tampoco es un decálogo de consejos para escribir. Es, eso sí, una filosofía de vida para escritores que no han sido dotados de la genialidad sino para tipos que, con cierta dosis de talento, quieran dedicarse (en el sentido más amplio de la palabra) a contar historias de un modo decente y honesto. Sólo se necesitan dos virtudes o ingredientes: tiempo y voluntad. Arropados por este binomio (al que le sumamos el ya citado talento) cualquiera puede acabar una carrera y una novela dignamente: otra cosa es convertirse en el número uno. Con ello Murakami lucha contra el tópico del artista perezoso que no trabaja, que sólo espera a que llegue un buen momento de inspiración. Él mismo analiza irónicamente este lugar común de un modo bastante visual: «Por más que miro a mi alrededor, no encuentro el manantial por ninguna parte». Dicho de otro modo: que la inspiración me coja trabajando. Y es que, en ese sentido, este oficio está más lleno de presumidos que de vagos, de tipos que trabajan ocho horas seguidas durante dos años en una novela para luego afirmar delante de sus amistades que la escribieron en una semana y de un tirón. Parece un comportamiento infantil y lo es, y contra ello y ellos también apunta Murakami. No se intuye qué razón puede haber para que un escritor (reconocido o no) se avergüence de su trabajo. Cuando se actúa así, se es injusto con este noble oficio y se es injusto con uno mismo.
Centrándonos más en la propia ontología del oficio y sobre todo en la primera mitad del libro (en la segunda las reflexiones literarias decaen y dejan paso a las deportivas) Murakami hace hincapié en la concepción del acto de la escritura como una enfermedad en potencia que busca a un enfermo (el narrador) que la concrete. «Idéntico truco utilizo cuando escribo una novela larga: dejo de escribir en el preciso momento en que siento que podría seguir escribiendo. Si lo hago así, al día siguiente me resulta mucho más fácil reanudar la tarea». Recuperando un pensamiento ya centenario, escribir se concibe pues como una droga la cual puede acabar o relanzar al artista según los límites de saturación con los que se juegue. Sin embargo, para enfrentarse a esa actividad insana hay que estar muy sano y es ahí donde entra en acción el deporte. A ese delicioso veneno que es escribir sólo se le puede combatir con una gran forma física: esto nos lo da el ejercicio, correr en este caso.
Por otro lado, dicha pasión (si quiere crecer) debe ser alimentada por un arma de doble filo: la soledad; el escritor se ve obligado a convertirse durante un período extenso en un ser antisocial, puesto que su principal problema no es el dinero, sino el tiempo y la falta de concentración. Debe salir y entrar en la sociedad cuando lo necesite, puesto que sólo con ella y sin ella el novelista puede coger distanciamiento y rendir tributo después. Otro enfermo del oficio, Stephen King, ya lo dijo en su testamento teórico On Writing. «Hay que escribir para dentro y corregir para fuera». Dicho de otro modo y también por el mismo autor: «Cerrar la puerta de tu escritorio es la única manera de que los demás sepan que vas en serio y que no deben molestarte».
Afirma Murakami sobre el final del libro que su epitafio ideal sería «Al menos aguantó sin caminar hasta el final». Lo dice recordando una anécdota propia que le sucedió cuando fue a correr la originaria maratón a Grecia. Por lo visto un montón de artistas y famosos ya habían hecho lo mismo antes con el consiguiente reportaje fotográfico, pero de cara a la galería. Por lo visto es habitual correr unos cinco kilómetros en distintos puntos de la carrera, posar delante del objetivo y con ello ya se cumple. Cuando Murakami supo de esta práctica se indignó, obviamente. Nada más indigno para un fondista o un escritor que falsear la base. Por supuesto, el artista pasará la realidad por la pátina de la ficción, pero nunca la traicionará. No tiene sentido escribir un ensayo sobre el acto de correr si no has corrido. Aberrante también sería hablar de escribir sin haber escrito o de respirar sin haber respirado. Murakami corrió los 42 kilómetros y pico seguido del fotógrafo pero no para destacarse contra los que no acabaron, sino por puro homenaje a la experiencia, única fuente del arte, sea vital o libresca. Después de esto, el japonés ha continuado con su doble tarea, pues no se trata de correr una maratón sino de correr, del mismo modo que no se trata de escribir un libro, sino de escribir. Ya se dijo al principio que hablábamos de obreros, de narradores de fondo: no de velocistas.

martes, junio 08, 2010

Confabulario, Juan José Arreola

R.B.A., Barcelona, 2010. 157 pp. 17 €

Ignacio Sanz

Arreola se hacía querer. En invierno vestía con una capa española que de daba un aire algo extravagante, que él mismo acentuaba con sus amagos sempiternos, su pavor a las muchedumbres, sus desplantes y sus manías. Le daban miedo las gentes a las que él arrebataba con el calor alocado de su plática florida. Yo soy un impostor, decía, qué pueden esperar ustedes de mí. No me hagan caso. Y luego se dedicaba a exaltar a las clases populares que cantan y cuentan y tienen el dominio intuitivo de la lengua, de la música de la lengua, que él dominaba como un gran contorsionista verbal. O hablaba con cariño de las confidencias y complicidades que se traía con Borges en mesas redondas, seguidas por cientos de estudiantes fervorosos. Y no disimulaba un cierto desdén hacia la gramática enredosa que solo había servido para proporcionar trabajo a esos profesores que se engolfaban en las reglas y se olvidaban de trasmitir la pasión por la literatura que él había aprendido en las retahílas y en las cancioncillas infantiles que le había trasmitido su abuela. El pueblo es sabio y habla de espaldas a las normas gramaticales. Y lo hace bien, sostenía con énfasis.
Tuve la suerte de conocerle y no lo olvidaré mientras vida. Era apasionante porque era descreído de las pompas académicas. Ignoro qué asunto espinoso le habría llevado a mantener algunas diferencias con Rulfo, su paisano jalisqueño. Había ejercido veinte oficios manuales, pero su paso por una imprenta le cambió para siempre.
La sombra de Arreola es muy alargada. Como su vida. En De memoria y olvido, la semblanza con la que se abre este libro, el lector puede rastrear sus orígenes humildes, su amor a la lengua, que no a la gramática, y su pasión por la cultura popular, pero también su amor por los clásicos. «Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka... Vivo rodeado de sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente.»
Este es Juan José Arreola, un escritor cultísimo que se había formado en Francia y que, frente a la visión localista de Rulfo, creó un universo de personajes más cosmopolita o, si se quiere, menos pegados a la tierra. Tocado por el surrealismo, con ciertos toques absurdos, trabajaba el estilo con minuciosidad elegante y afilada.
Confabulario es su libro por excelencia, el que mejor le define, el que resume como ninguno su pasión creativa e innovadora, el que se edita y reedita. Los cuentos que lo forman andan por ahí salpicando todas las antologías. La suya es una obra provocadora que se multiplica y desconcierta.
Veamos como empieza su Parábola del trueque, uno de sus célebres cuentos:
«Al grito de “Cambio esposas viejas por nuevas”, el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.»
¿Quién, tras este comienzo, no se siente motivado a seguir leyendo? Eso es lo que tiene Arreola, que nos pone en la primera frase el caramelo en la boca, que nos sacude con su magia perturbadora.
A estas alturas, uno piensa que Arreola ya ha sido leído por delante y por detrás, que cualquier lector, a poco avisado que sea, se ha tropezado muchas veces con sus textos fragmentados, pero quien sabe, quizá los más jóvenes, abrumados por las reglas gramaticales que él odiaba, no han tenido ocasión de entrar en su obra. Y entonces, aquí está este libro esencial y vanguardista, editado y reeditado mil veces, que contiene piezas tan memorables como el propio Arreola, tan inteligente, tan corrosivo y tan libérrimo.

viernes, junio 04, 2010

Corona de flores, Javier Calvo

Mondadori, Barcelona, 2010. 308 pp. 20.81 €

Luis Manuel Ruiz

Que Javier Calvo, uno de los principales adalides de la posmodernidad en la literatura presente de este país, se descuelgue ahora con un relato rotundamente gótico, cuajado de apariciones, hemoglobina, sombras nocturnas y cadáveres escondidos, puede mover a muchos lectores al desconcierto o la sospecha. Pero quien conozca su obra un poco más de cerca, quien le haya mirado el envés o el forro, sabrá que dicho giro, mucho menos brusco de lo que aparenta a primera vista, no es casual. Ya los relatos finales de Los ríos perdidos de Londres insinuaban un viraje hacia una zona de la realidad menos oreada y rectilínea que la de sus libros iniciales, y la espléndida Mundo maravilloso (uno de los títulos clave de la última década para quien esto escribe) rozaba en algunos de sus capítulos oscuridades de mazmorra, biblioteca y laboratorio que sólo ahora, en esta Corona de flores, reciben la atención plena que merecen.
Fiel a su juego con las intertextualidades y los iconos de la cultura masiva, Calvo compone un artefacto en el que el deliberado efecto de dejà vu se escora, en ocasiones, hacia inquietantes conclusiones históricas o filosóficas. En su aspecto más obvio, Corona de flores es una novela gótica; quiero decir: un remedo de novela gótica, una novela gótica hinchada, atrofiada, hiperbólica, que explota y lleva al infinito todos los tópicos de ese género lleno de gusanos. Por tanto, sus páginas abundan en un tipo de cacharrería que hará las delicias de los adolescentes incomprendidos y las tribus urbanas de las medias rotas: cadáveres putrefactos, científicos locos, barrios por los que pululan sombras sin desembozar, catacumbas, calaveras, manicomios, tinieblas del cuerpo y del alma, vampiros y monstruos de Frankenstein. Calvo demuestra conocer a la perfección esta variante de literatura decimonónica que tiene entre sus principales referentes a Walpole, Anne Radcliffe y el Matthew G. Lewis de El Monje, y que en nuestro país siguen practicando, con acierto desigual, las plumas de Pilar Pedraza, José María Latorre y Santiago Eximeno. Pero huyendo instintivamente del polvo libresco, el autor de Corona de flores ha encauzado también a su criatura por otro tipo de afluentes adicionales. Uno desemboca en el cine de serie B, sobre todo el de los años treinta y cuarenta, pródigo en sabios desquiciados y experimentos que desafían el curso de la naturaleza; otro es la propia creación del mismísimo Calvo, con cuyo Mundo maravilloso esta novela guarda nebulosas simetrías; otro más, la literatura fantástica catalana, encarnada sobre todo en Juan Perucho y sus Historias naturales, con las que Corona de flores, ambientada también en la Barcelona de finales del siglo XIX, parece compartir decorado y figurantes.
En un plano más profundo, lo que a primera vista resulta un aparatoso divertimento gótico esconde, quizá, una reflexión llena de melancolía sobre el mundo actual y el sustrato moral (o amoral) que ocupa sus suelas. Una Barcelona que se cubre paulatinamente de polución y niebla, un reino de dioses y brujas que recula ante el avance del positivismo, artistas, autores de folletín y sabios fáusticos que certifican la defunción de la vieja moral de la caballerosidad y el asilo, apuntan en la dirección de un diagnóstico: hubo un momento en la historia en que este extraño universo nuestro surgió de las cenizas de otro universo distinto, no menos extraño y quizá tampoco apacible. Para retratar esa emersión, Calvo redacta una novela absorbente, negrísima y espléndida, como la autopsia de un bello cadáver.

jueves, junio 03, 2010

La clase muerta. Wielopole, Wielopole, Tadeusz Kantor

Trad. Fernando Bravo García. Alba, Barcelona, 2010. 332 pp. 22 €

Juan Pablo Heras

Para los que no pudimos ver en escena ninguno de los espectáculos que forman el ciclo de “Teatro de la muerte”, que presentó al mundo el dramaturgo polaco Tadeusz Kantor entre 1975 y 1984, tanto La clase muerta como Wielopole, Wielopole resuenan como mitos fundacionales de la obra de muchos de los grandes creadores escénicos del tiempo que nos ha tocado vivir. La presente edición de las “partituras” que Kantor dio a la imprenta no nos permitirán revivir unas experiencias que nos están vedadas por el paso del tiempo, y a las que tan sólo podemos aproximarnos mediante grabaciones inencontrables o fragmentos espectrales disponibles en Youtube. Los textos que acaba de reeditar Alba nos acercan más bien al esqueleto y los órganos interiores de aquellas creaciones. No se trata, desde luego, de textos dramáticos al uso, sino más bien de textos escénicos, que reproducen, por un lado, las muchas notas que Kantor proponía como punto de partida, y, por otro, las verbalizaciones e imágenes que surgieron del trabajo mismo de los actores.
La clase muerta se sustenta en la imagen de una clase escolar poblada por viejos que remedan grotescamente los niños que fueron, y por maniquíes de cera que les doblan. Renuente a toda trama reconocible, Kantor se impone a sí mismo como maestro de una letanía absurda que los patéticos escolares repiten u olvidan en una espiral infinita. Además, deconstruye un delirante texto de S. I. Witkiewicz titulado Tumor Mózgowicz (algo así como Tumor Cerebrález) cuyos personajes son asumidos ocasionalmente por los actores, solamente para desvelar la futilidad e intrascendencia de toda acción frente a la presencia palpable de la muerte. Los movimientos de los actores se asimilan a los de autómatas rudimentarios, hasta el punto de que las diferencias con respecto a los maniquíes se difuminan. Como dijo Kantor en otra ocasión, cuando contemplamos a un maniquí le atribuimos apariencia de vida al mismo tiempo que le negamos la posibilidad de conciencia, lo que de inmediato nos asoma, en una mezcla de atracción y repugnancia, al vacío opaco de la muerte. En este cortejo de fantasmas absolutamente carnales, la irrupción del humor y de leves notas emocionales en tanta oscuridad se constituye como una de las notas características del teatro de Kantor.
Si La clase muerta ha quedado como modelo de lo que Kantor representó para el teatro universal, es sin duda Wielopole, Wielopole el espectáculo que dejó una huella más profunda en nuestro país. Autores tan diferentes como Rodrigo García o José Luis Alonso de Santos han reconocido abiertamente el impacto que tuvo en su propia experiencia como espectadores y creadores. La acción se sitúa en la habitación infantil de Kantor, en su pueblo natal, Wielopole, donde él mismo se sitúa para evocar distintos personajes y situaciones de su pasado. Kantor siempre aparecía en sus propios espectáculos, a veces como personaje y otras como un espectador dentro de la propia escena. Alonso de Santos recogió esta idea en El álbum familiar, donde demostró que es posible escribir una obra de teatro en primera persona del singular. Wielopole, Wielopole recurre a las líneas fundamentales de los relatos evangélicos para proponer una serie de imágenes y acciones que aluden al pasado profundo de la familia de Kantor y al de la propia historia de Polonia. El interés de Kantor no es revivir el pasado sino hacernos conscientes de la irreversibilidad del tiempo. Si en La clase muerta, la Muerte era representada por una mujer de la limpieza armada con una guadaña en forma de cepillo, en Wielopole, Wielopole es una fotógrafa la que dispara con su cámara a familias y grupos de soldados, a los que separa así de su existencia real para convertirlos en recuerdo de la muerte.
Leer a Kantor nos hace partícipes de su mundo interior, pero a la vez nos vuelve todavía más conscientes de lo que perdimos por no contemplar su trabajo. Por suerte, todavía nos quedan los que, creo, son sus más dignos herederos: La Zaranda, esa impresionante compañía con sede en Jerez de la Frontera, con la diferencia de que ellos cuentan con uno de los mejores escritores secretos de nuestro país: Eusebio Calonge. Dicho queda.