miércoles, abril 30, 2008

Al pie de la letra, Miguel Calatayud

Kalandraka, Pontevedra, 2007. 75 pp. 17 €

Marta Zafrilla

Cuando olvidamos mirar a las nubes y adivinar en su forma dragones y koalas o cuando desaprovechamos las manchas de los mármoles y las formas del gotelé para inventar rostros y cuevas de la fantasía, olvidamos también la magia de interpretar el silencio de las cosas. Cuando niños, creímos en el misterio y en el susurro narrativo de la vida, abríamos los ojos a lo posible a través de lo imposible y participábamos del juego del invento. Al pie de la letra muestra narraciones calladas en nubes de acuarela, gotelés de tinta y manchas de colores con la boca abierta. Y quien quiera ver verá más allá de sus trazos entrelazados, de sus volúmenes de agua y de sus personajes en cursiva. Y encontrará puertas abiertas a la imaginación y llaves a otros libros. Y así los niños que andan de presentaciones con el alfabeto reconocerán una caperucita con forma de erre, cactus que son bes y sillas que parecen eles y adivinarán sus siluetas a través del juego que propone Miguel Calatayud con este «festival de garabatos». Y el adulto que conozca que en el vientre de las letras duermen amaneceres y sueños podrá despertar la curiosidad de sus niños jugando a encontrar letras en las ilustraciones, adivinar historias de personajes de tinta y adentrarse en sus bosques de mayúsculas. El lector adulto encontrará en este libro una metáfora de la imaginación, mostrando la capacidad de los caracteres para crear mundos y construir historias. Con esta misma magia deberá enseñarle al pequeño lector a imaginar relatos en los dibujos como quien escribe poemas sobre un cuadro o descubre una novela latiendo en una fotografía. Será ésta sin duda una buena forma de mirar/leer este libro, aunque quizá pueda el padre, tío o maestro narrar él mismo lo que le sugieren sus fieros piratas, sus sirenas escamadas o sus peces voladores. La puerta está abierta. Quien quiera trepar por la fantasía aquí tiene una buena oportunidad de la mano de Kalandraka y su colección Alfabetos.

martes, abril 29, 2008

Percy Gloom, Kathy Malkasian

La Cúpula, Barcelona, 2008. 176 pp. 20 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Percy Gloom es un hombrecillo bajito y cabezón, tímido y simpático, con cierto aire a Mister Magoo. Su mayor sueño es formar parte del equipo de «A salvo», una empresa dedicada a la confección de escritos preventivos, que no son otra cosa que las listas de advertencias que acompañan a cualquier producto con el objeto de evitar accidentes domésticos. Cuando por fin le es concedida una entrevista de trabajo emprende camino hacia la ciudad, donde se topa con sus extraños habitantes: dos niños que buscan la piedra mágica que la sostiene para que al arrancarla se desmorone y no tengan que ir al colegio; cabras tristes que cantan canciones italianas de estilo renacentista (el estilo musical se puede comprobar escuchando la canción colgada en la página oficial del comic); un entregado y desquiciado escritor preventivo que sólo aspira a ser el que más riesgos corra al investigar sobre los impensables peligros de los objetos más cotidianos y demostrar así un amor inconfesado; y, sobre todo, Tammy, la histérica fundadora de una secta nada pacífica, que le recordará a Lila, su antigua novia, arrastrada por un fanático embaucador. Poco a poco irá descubriendo lo que esconde tanto entramado de miedos mientras se pregunta si tal vez no existe alguna opción para escapar de la insólita tradición familiar que siguen los varones Gloom al llegar a determinada edad.
Ahora tengo que hacer un alto y confesar algo: acabo de descubrir que las primeras líneas de esta crítica son prácticamente idénticas a las que usa la propia editorial para presentar el libro. En un principio pienso que debo cambiarlas para que no se me acuse de plagio más o menos encubierto, pero inmediatamente después me pregunto por qué de entre todos los comienzos posibles hemos coincidido en éste en particular. Entonces me percato de que esto confirma la impresión que tenía: que es el propio libro el que invita, casi obliga, a presentarse así, ya que son las típicas palabras que utilizaríamos como introducción de un cuento. Y es que sí, de eso se trata, de un cuento, y podría añadir que del mismo tipo de los que nos contaban en la infancia, con similares ingredientes de fantasía y tragicomedia, sólo que los elementos y temas que maneja —la burocracia, la muerte, el destino, el sentido de lo real— pertenecen a la más dura y gris vida adulta. El gran mérito de Malkasian es la manera en que juega con ellos, cómo los replantea, les da la vuelta completamente y consigue componer una historia que transcurre en un mundo onírico que, aunque en principio aparente ser una sucesión de escenas surrealistas desubicadas, tiene sus propias reglas y es un reflejo imaginativo y nada condescendiente del nuestro, como iremos comprendiendo conforme avancemos en la lectura y nos reencontrernos con sus memorables protagonistas. Yendo más allá, y simplificando mucho a la vez, es una versión dibujada más dulce de El castillo de Kafka.
Según la nota biográfica de la solapa, Cathy Malkasian ha colaborado en diversos proyectos de animación, como la película de Los Thornberrys y algunos capítulos de Jumanji y Rugrats. Y efectivamente uno de los aspectos más interesantes de este su primer comic es la semejanza de su peculiar dibujo en sepia con los bocetos de una película de animación, que de hecho parecen adquirir movimiento inadvertidamente ante nuestros ojos, tan llenos de vida, de ansiedad, temor, humor y esperanza están sus personajes.
Leo lo que he escrito y sospecho que tanto éste como cualquier otro intento de aproximación resultará fallido por insuficiente. Encuentro otras impresiones de lecturas en la red y compruebo que todos los que lo hemos leido hemos quedado fascinados y atrapados por la melancolía (que no otra es la traducción de “gloom”) de este cómic. Ahora es el turno de los que aún no lo han hecho.

lunes, abril 28, 2008

Los amantes de silicona, Javier Tomeo

Anagrama, Barcelona, 2008. 144 pp. 15 €

Pedro M. Domene

Tener entre las manos un nuevo libro de Javier Tomeo (Quicena, Huesca, 1932) produce esa extraña y reconfortante sensación de saber que te dispones a entrar en una historia donde aspectos como lo onírico o lo simbólico y el humor o la ironía facilitan el buen rato empleado. Las historias de Tomeo son tan «mínimas» como los medios manifiestamente reducidos que conjuran al lector a trasladarse a un mundo en el que él mismo encontrará las preguntas y las respuestas, sin que nombres y lugares aludan a una realidad concreta e identificable. Tomeo se desliga de referencias concretas para poder tratar con toda libertad temas que atañen a la naturaleza humana en su «estado más puro», por eso la lectura de sus textos no resulta menos crítica, o tan fascinante como desenfadada, cargada de una acidez extrema, acumulada con el paso de los años en sus acertados juicios de valor, desmitificando, en la mayoría de sus propuestas, aquellos temas que aún importan en nuestra sociedad: el amor, la amistad, el sexo, la homosexualidad o la senectud.
Como siempre, Tomeo, no deja de sorprender a sus lectores y con Los amantes de silicona (2008) ocurre algo semejante porque, Lupercia y Basilio, los protagonistas de esta farsa costumbrista, son una pareja que convive con el paso de los años en un estado de aburrida incomunicación, e incluye una insatisfacción sexual. Así deciden, de mutuo acuerdo, comprar sendos muñecos de silicona para atender a esas necesidades que ya no pueden cubrir. Los muñecos, Marilyn y Big John, pertenecen a una nueva generación tecnológica con características casi humanas, como una voluntad propia. Un buen día, ambos muñecos, deciden escaparse de sus respectivos armarios donde sus dueños los tienen encerrados y deslumbrados. El uno por el otro, hacen el amor por su cuenta y, además, desacreditan a sus amos y sus artes amatorias. La ambigüedad con que el narrador trata el tema, incluso esa técnica de manifestar que la ocurrencia se debe a un amigo, a quien promete leer los primeros diecisiete folios enviados para darle su opinión, y entrar, a lo largo del relato, en una divertida disquisición sobre aspectos crítico-literarios, hacen de su desenlace lo más imaginativo. Toda la mojiganga inventada por Tomeo no deja de producir alguna que otra sonrisa, cierta angustia, mucha insatisfacción y, sobre todo, perplejidad a la hora de constatar que los muñecos de goma están, en esta nueva historia, por encima de los humanos.
Lo mejor, como siempre, la frase breve y un léxico sencillo que no produce problemas de comprensión y cuyo efecto lector es ejemplar, también en Los amantes de silicona; la broma con que trata las situaciones, ese humorismo fino e inteligente sobre una realidad común, aunque la propuesta sea de lo más disparatado, sin que la verosimilitud pueda parecerse a nuestra cotidianidad y cada lector proponga su propia solución al problema. La agilidad narrativa de Tomeo, favorecida por situaciones casi escénicas, consigue que el grado de entretenimiento esté garantizado y en esto, el escritor aragonés, es más que un verdadero maestro.

viernes, abril 25, 2008

El alba la tarde o la noche, Yasmina Reza

Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2008. 184 pp. 16 €

Pablo Gutiérrez

Yasmina Reza anota en El alba la tarde o la noche sus impresiones sobre Nicolás Sarkozy, al que sigue durante la larga campaña electoral que lo lleva al poder. No es una crónica. No es un retrato literario. Tampoco un relato de no ficción, ni un ensayo, ni un reportaje.
El alba la tarde o la noche: sí, falta una coma. Yasmina Reza dice que así «quería explicar que en la vida de un político no hay tiempo ni para poner una coma, no hay pausa, no hay posibilidad de respiro.» No es que falte, entonces: es que ha sido suprimida, tachada. No es lo mismo que falte o que la supriman. Como no es lo mismo que se te caigan los dientes o que te los quiten. Pues igual. En cualquier caso, El alba la tarde o la noche tiene buenos dientes. Feroces caninos, tiene. A veces muerde carne blanca y arranca lonchas. Otras veces, en cambio, lanza bocados al aire.
Muy raro resulta al principio El alba la tarde o la noche. Uno no entiende la rareza, no sabe qué le pasa al texto, o a uno. Luego descubres que son las pastas amarillas de Anagrama lo que no encaja. El entomólogo se pone delante de un bicho extraño que un niño le trae del jardín: tiene alas, tiene púas, tiene antenas y patitas que se agitan, y le parece ver en el abdomen una pelusa parecida al plumaje de un ave diminuta. El entomólogo se pregunta: ¿qué diablos es esto, una mariposa, un ciempiés, un ciempiesposa, una mariposapiés? Le pasa al entomólogo como al lector de El alba la tarde o la noche, lo mismo. Y son las pastas, es culpa de las pastas amarillas entre las que está acostumbrado a leer, qué sé yo, a Amis o a Kureishi o a McEwan, relatores de la vieja escuela, de los que toman aire antes de decir las cosas, o de los que tosen y lo desordenan todo, y tal como caen las frases sobre la mesa las disponen en la caja de las páginas. Pero El alba la tarde o la noche no tiene nada que ver. Ah, no.
El alba la tarde o la noche debería estar publicado en hojas de cuadros o de doble raya: es un bloc, un cuaderno de notas expuesto del mismo modo (parece) que se compuso: notas ligeras, antisintácticas, notas nominales muy poéticas algunas, desganadas otras: notas en un cuaderno de notas con pastas amarillas.
Yasmina Reza quiere retratar de cerca a un malo; mejor, retratar de cerca cómo nace y se forma la figura de un malo. Un malo corriente (hay cientos de ellos) que tiene la oportunidad mágica de dirigir un país. Al final resulta —lo sabemos— que el malo gana, que se eleva convenciendo sobre la honestidad y la sinceridad. El malo es querido y aclamado porque conoce el modo de elevar su flequillo en medio de los calvos y los mediocres.
Mediocres, palabra tan cruel.
Pero Reza también pretende que el lector piense en Reza antes que en Sarko, que los ojos se dirijan hacia las palabras de ella antes que hacia los gestos de él. Que el libro de pastas amarillas sea un libro de Reza en el que aparece —pintorescamente— un tipo que va a gobernar Francia. Por eso dice muy pronto, en las primeras diez páginas:
«Los poetas tienen el privilegio de obedecer a leyes intempestivas que no requieren lógica ni continuación aparente. Estas leyes sirven a una verdad que toda explicación traicionaría.
De esta libertad me sirvo aquí.»
De esa libertad.
Esa libertad hace que Sarkozy se vuelva invisible en un libro escrito sobre Sarkozy. Por otra parte, qué afrenta tan grande para quien quisiera ser ultravisible en cada momento, trasvisible, presente en cada sopa. Reza no deja que le veamos la cara, un alivio, por otra parte, y se demora en el estilo roto, en divagaciones («barreras, faros, carretera ciega, aeropuerto, ¿enumeraciones que traducen qué?», «ser adulto es estar solo»), en personajes gigantes y ensombrecidos, como la mayúscula G (no dirá jamás su nombre, y es la clave), o en otros pequeños como la intérprete “elegante” que interviene en una conversación entre dos ministros; o en un pajarito que pasa. Cualquier cosa para evitar a Sarkozy.
Lo sorprendente es que, como si quisiera reflejar el curso de un río deteniéndose no en el río sino en las piedras que el río mueve, Reza consigue que Sarkozy se desvele él solito en medio el desdén de la autora. Le tuvo que fastidiar.
Justo al principio lo dice: «los escritores tienen en común con los tiranos que someten el mundo a su deseo.» Reza somete la imagen de Sarkozy a sus deseos, pero los suyos no son tan distintos de los nuestros. Quiero decir, nosotros queremos verlo ambicioso, severísimo, oportunista, engañabobos. Y ella nos ofrece la figura del perfecto neocon, bien peinadito y atento sobre sus alzas a cada cámara que le guiña una lente. Por otra parte, es el Sarkozy que imaginábamos, justo.
El malo. Qué bueno que el malo tuviera cara de malo y las uñas largas, que fuera fácil decir cosas feas sobre él, que cuando caminase pateara a posta a unos gatitos pequeñines que lloran desconsolados. Pero no. Los malos son hábiles y educados, caen bien dentro de sus trajes, se mueven bien, seducen. Reza siente que no puede decir cosas muy graves. ¿Acaso no es amable, acaso no hace su trabajo con dedicación, no tiene coherentes ideas dentro de su conservadora cabeza, no sabe agradar a quien le pide atención? Y entonces, ¿cómo desmontarlo en piezas, cómo hacer que se revele su verdadera, siniestra, oculta identidad? Reza dice: no hay ninguna identidad oculta. Sarkozy es justo lo que vemos, no más que lo vemos.
Qué afrenta, ¿eh?, qué terrible el ataque: pegarse a los talones de un gran tipo durante meses para descubrir que es exactamente lo que se ve, que por mucho que metas la nariz no encontrarás nada distinto de lo que todos ya conocen. ¿Os parecía soberbio? Es que es soberbio. ¿Su ambición os resultaba desmedida? Es que no tiene medida su ambición. ¿Pensabais que le obsesionaba su imagen? Su imagen, y nada más, es su única preocupación real.
Reza compone a un Sarkozy que actúa como un mimo de Sarkozy como camino para exhibir un estilo que erizaría la piel si la carne sobre la que mordiera tuviera más proteína.
Apuesta: si cuando propuso (¿le propusieron?) este libro, Reza hubiera sabido que detrás de Sarkozy sólo encontraría a Sarkozy, seguro que se habría negado a seguir. O bien habría cambiado a Sarko por Frank Ribéry, que tiene cara de malo de veras, con cicatrices, escupitajos y malas pulgas. Por eso, quizá, se olvida muy pronto de S para buscar en G la medida del hombre que gasta su tiempo en busca de otro tiempo.
Porque el tiempo que circula entre el alba y la noche es la trama y la espiral de alambre que une las hojas del bloc.

jueves, abril 24, 2008

Nocilla experience, Agustín Fernández Mallo

Alfaguara, Madrid, 2008. 208 pp. 16 €

José Morella

Hace unos meses un amigo me pasó el dato de un sitio web que se localiza a sí mismo «en algún lugar entre los antiguos medios de comunicación y los nuevos». El visitante puede «pasar sus páginas como si fuera una revista tradicional». Hay un cuadro en el que haces clic hacia adelante o hacia atrás y vas pasando páginas populares en Internet, seleccionadas por un sistema de ranking de los usuarios que no acabo de entender. Encuentras de todo: cotilleos, noticias sobre ciencia, curiosidades, política, videos sobre absolutamente cualquier cosa, noticias autoreferenciales del mundo de la informática, (cosas sobre sistemas operativos, gadgets, software), tendencias arquitectónicas, culinarias, artísticas, literarias... Lo que sea. Sólo por nombrar algunas historias que recuerdo: un niño de 11 años que se ha casado con su prima de 10; los freegans, gente que deja sus trabajos para vivir de la comida que recoge de la basura; la existencia de una página web donde es posible prestarle dinero sin intermediarios a alguien de un país subdesarrollado. Una fumadora que ha muerto a los 117 años. Una web donde pagas para que planten un árbol con tu nombre en algún sitio del mundo y te lo enseñen en google earth o google maps o yo qué sé donde.
Lo fascinante y a la vez inquietante del sistema es la manera de seleccionar las historias, la ideología y las relaciones de poder que laten bajo la red. El inconsciente de la masa de internautas. ¿Se trata de la verdadera democracia, o por el contrario es el pan y circo contemporáneo? Si fuera lo segundo, estaríamos ante una idea desasosegante: el poder ya no tiene que ocuparse ni siquiera de pensar con qué atontarnos: se lo decimos nosotros.
Nocilla Experience, la segunda novela del Proyecto Nocilla de Agustín Fernández Mallo, es lo más parecido posible a esa revista cibernética de la que hablo, pero tridimensional y de papel —papel de verdad, esa cosa que huele y a la que le salen manchas de culos de vasos de café con leche. Por ejemplo, el tipo de arquitecto que aparece en la novela recuerda muchísimo a ciertas tendencias que aparecen en Internet: casas en árboles, o casas enanas que se compran en Nueva York y se transportan a Boston mediante helicópteros y tras usarlas se desechan o se reciclan. La historia del novelista que decide no escribir y poner toda su energía en la promoción publicitaria de su propia no-obra también recuerda mucho al ciertas historias inverosímiles pero reales que recorren la Red, como la del chico que se está pagando sus estudios —de sobra— a base de poner los píxeles de su página web a disposición de los anunciantes al módico precio de dólar por píxel. Hay un millón de píxeles, así que ha ganado un millón de dólares. Todo tiene ese tono de verdad inverosímil. Ese es el tono del experimento nocilla, y ahí está su novedad: una aceptación de la nueva verosimilitud del mundo, que ha cambiado y se acerca a lo que podríamos llamar leyendaurbanismo. Todo huele a leyenda urbana, a esa narración que oscila entre dos polos: lo que no es cierto pero es contado como si lo fuera, y lo que es cierto y no lo parece. A la gente le encanta ese estilo porque permite no cerrar, no comprometerse. Permite flotar en la no responsabilidad del lector, en un camuflaje del compromiso ciudadano típico de lo virtual (con honrosas excepciones, claro). Para hacer la prueba, solo bastaría irse con los amigos a un bar y, después de unas cervezas, contar una de las historias de Nocilla Experience sin decir que es de Nocilla Experience: «oye, he visto en al tele una historia increíble; resulta que hay unos niños en Kazajstán o Uzbekistán o no sé dónde que se tragan unas bolas con plutonio o coltán o no sé qué, y viajan bajo tierra por unos gasoductos a través de cientos de kilómetros, caminando, atravesando fronteras de países, y al final algunos llegan y otros se mueren, pero los que llegan cagan el plutonio y se lo pasan a los traficantes». Nuestros amigos oscilarán, seguramente, entre dos actitudes: los que entren en la historia y se dejen llevar por ella, flirteando con su veracidad, y los cínicos que nos acusen de mitómanos y nos recomienden dejar de tomar sustancias sospechosas. Ambos disfrutarán de la historia.
Hace muy poco entrevistaron a Phillip Roth en El País. Dijo que en Estados Unidos no quedan lectores. Que ahora están «mirando las pantallas de sus ordenadores, las pantallas de televisión, de los cines, de los DVD. Distraídos por formatos más divertidos. Las pantallas nos han derrotado». Pues bien, yo creo que lo que hace Fernández Mallo, independientemente del juicio literario que merece (a mí me parece fascinante, una narrativa de pulso firme que me ayuda a entender el mundo y me divierte al mismo tiempo) es aceptar lo que dice Roth hasta sus últimas consecuencias. Si los lectores están en las pantallas, ¿qué es eso tan atractivo que hay en ellas? Y, sobre todo, ¿quién ha dicho que el libro no puede ofrecerlo? Fernández Mallo lo hace dinámico, ágil, brillante, adjetivos todos aplicables a las pantallas. Pero también lo hace poético, y aquí es donde las cosas ya no son tan parecidas. ¿Cuántas veces, después de horas de tele u ordenador, la gente no se siente vacía? Lo que hace que se sienta así, aunque no lo sepa, es la falta de “chicha” poética en su vida. Fernández Mallo engaña al lector perezoso y no comprometido. Le hace volver a pensar en los valores perdidos sin que se dé cuenta, como la mamá que le hace el avión a su niño con las verduras para que se las coma. Además, nos confirma algo que ya sabemos: que un libro es el soporte en el que se da la máxima profundidad posible en el mínimo espacio, como un pozo que nos conduce al centro de la tierra, mientras que Internet es lo contrario: el soporte donde caben infinitas palabras pero solo ofrecen superficie.
Fernández Mallo ha dicho en algún sitio que siempre se está a tiempo de escribir como en el siglo XX, dando a entender que sus novelas son la narrativa del futuro. Que ya no se trata del conocimiento, sino de la información. Yo no me lo creo. Sus palabras sobre su obra me convencen mucho menos que su obra. Yo diría que Nocilla Experience es lo contrario de lo que Fernández Mallo dice que es: una novela del XX por antonomasia. No es la novela del futuro, sino un fruto muy acabado de la digestión del pasado. Persigue encontrar al lector que el siglo pasado fue haciendo de nosotros, y lo consigue perfectamente. Es una genial novela finisecular, aunque esté escrita un poco después del fin de siglo. Nadie le pide al autor que descubra la pólvora. Tal vez él crea que es un inventor, pero en realidad es un espeleólogo, o mejor, un gramático descriptivo. Describe a la perfección nuestra sintaxis de lectores, adónde hemos llegado con el paso del tiempo. Capta el espíritu de nuestra era. Permite explicar el siguiente cambio: durante el siglo XX la realidad lo aceptaba todo, pero la ficción no. La verosimilitud funcionaba como una autocensura. Ahora, en el siglo XXI, todo, verdaderamente todo, es posible dentro de la ficción, porque esta ha sido invadida por la realidad. El lector lo sabe. Lo ve en youtube. Flota en un mar de historias que parecen mentiras que parecen verdades que parecen mentiras. No hay límite, y eso es un límite. El lector ya no quiere ilustrarse sino oír historias alucinantes sin preguntarse demasiado si son o no verídicas. A quién le importa ya la veracidad. Quién puede certificarla. Como la historia del museo del parchís de Nocilla Experience. O como la del artista de los chicles. Internet está llena de artistas de los chicles. Hay unos, por ejemplo, que decoran el mobiliario urbano con tejidos de punto (http://www.knittaplease.com/). Le hacen abrigos a los postes de la luz.
¿Qué vale la pena creer? Al fin y al cabo, ¿dónde está Bin Laden? ¿Por qué las torres gemelas cayeron como demoliciones controladas de toda la vida? ¿Es verdad que hay una generación entera de japoneses (los hikikomori) que no sale de sus habitaciones nunca? ¿Es verdad que las mujeres chinas se hacen operaciones para hacerse más altas que consisten en que les partan las espinillas y se las estiren durante meses en una cama de hospital? Quién sabe. ¿Nos importa, en realidad? A lo mejor hay que contárselo todo a Fernández Mallo para que le extraiga la poesía y nos espabile un poco. Para que haga nocilla.

miércoles, abril 23, 2008

Premios Tormenta 2007: ganadores

Premio Tormenta al mejor libro publicado en castellano en 2007

El padre de Blancanieves, Belén Gopegui.
Anagrama, Barcelona, 2007.
337 pp. 19,50 €

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«(...) Necesitamos, hemos dicho a veces, informes sobre el mundo, sobre lo que ocurre en los institutos, hospitales, fábricas, comisarías, en cada empresa. Pero quizá necesitemos también informes de las habitaciones.
El otro día pasó algo en mi casa. Mi madre había llamado al supermercado quejándose por un pedido que no le habían traído a tiempo. Al día siguiente tocaron el timbre, era el repartidor del supermercado, un ecuatoriano. Le dijo que por culpa de su llamada le habían despedido y que si no lograba que le readmitieran, mi madre sería para siempre responsable de lo que le pasara a él y a su familia. Él se encargaría de recordarle esa responsabilidad. (...)»

(Primeras líneas de El padre de Blancanieves)


Belén Gopegui nació en Madrid en 1963. El padre de Blancanieves es su sexta novela: antes publicó La escala de los mapas (1993, Premio Tigre Juan y Premio Iberoamericano de Primeras Novelas Santiago del Nuevo Extremo), Tocarnos la cara (1995), La conquista del aire (1998), Lo real (2001) y El lado frío de la almohada (2004), todas editadas por Anagrama.
Es también autora de los guiones de cine La suerte dormida (2003; en coautoría con la directora del filme, Ángeles González-Sinde), El principio de Arquímedes (2004; dirigida por Gerardo Herrero) y Una mujer invisible (2007; dirigida por Gerardo Herrero), así como de la reflexión en torno a política y novela Un pistoletazo en medio de un concierto (Complutense, 2008).
En una reflexión a propósito de Lo real, el crítico Ignacio Echevarría definió con exactitud la obra de la novelista: «Belén Gopegui es quien hace un empleo más afortunado y cabal de la novela como instrumento de indagación, reflexión e interpelación políticas, entendido este término en su más amplio sentido: el relativo a las cuestiones de la polis».



Premio Tormenta al mejor libro traducido al castellano en 2007

La carretera, Cormac McCarthy.
Traducción de Luis Murillo Fort.
Mondadori, Barcelona, 2007.
210 pp. 18,90 €

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«Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. (...)»

(Primeras líneas de La carretera)


Cormac McCarthy nació en Providence, Rhode Island, en 1933. El crítico literario Harold Bloom le considera (junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo y Philip Roth) uno de los cuatro mayores novelistas de su tiempo. La carretera (The road, 2006, 2007 en España), la décima de sus novelas, logró el Premio Pulitzer a la mejor obra de ficción.
De igual forma, es autor de El guardián del vergel (The orchard keeper, 1965), La oscuridad exterior (Outer Dark, 1968), Hijo de Dios (Child of God, 1974), Suttree (1979), Meridiano de sangre (Blood Meridian, Or the Evening Redness in the West, 1985), Todos los caballos bonitos (All the Pretty Horses, 1992), En la frontera (The Crossing, 1994), Ciudades en la llanura (Cities of the Plain, 1998) y No es país para viejos (No Country for Old Men, 2005), además de diversas obras de teatro.
Su obra ha sido ampliamente traducida al castellano, y también adaptada al cine: Billy Bob Thornton dirigió en 2000 All the pretty horses, y la versión que de No country for old men han preparado los hermanos Coen fue la ganadora absoluta de la última edición de los Oscar. Como dato para los curiosos, en estos momentos se filma The Road, dirigida por John Hillcoat y con Viggo Mortensen y Charlize Teron como protagonistas.

martes, abril 22, 2008

Premios Tormenta 2007: finalistas (mejor libro traducido al castellano)


Arthur & George, Julian Barnes.
Traducción de Jaime Zulaika.
Anagrama, Barcelona, 2007.
523 pp. 23 €






Hombres en sus horas libres, Anne Carson.
Traducción de Jordi Doce.
Pre-Textos, Valencia, 2007.
392 pp. 26 €






Diario de un mal año, J.M. Coetzee.
Traducción de Jordi Fibla.
Mondadori, Barcelona, 2007.
240 pp. 18,90 €





La carretera, Cormac McCarthy.
Traducción de Luis Murillo Fort.
Mondadori, Barcelona, 2007.
210 pp. 18,90 €





Cementerio de pianos, José Luís Peixoto.
Traducción de Carlos Acevedo.
El Aleph, Barcelona, 2007.
312 pp. 19 €





Dos puntos, Wislawa Szymborska.
Traducción de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano.
Igitur, Montblanc, 2007.
79 pp. 10 €

lunes, abril 21, 2008

Premios Tormenta 2007: finalistas (mejor libro en castellano)


El padre de Blancanieves, Belén Gopegui.
Anagrama, Barcelona, 2007.
337 pp. 19,50 €


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El corazón helado, Almudena Grandes.
Tusquets, Barcelona, 2007.
933 pp. 25 €


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La ofensa, Ricardo Menéndez Salmón.
Seix Barral, Barcelona, 2007.
142 pp. 17,50 €


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Los príncipes valientes, Javier Pérez Andújar.
Tusquets, Barcelona, 2007.
233 pp. 17 €


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Exploradores del abismo, Enrique Vila-Matas.
Anagrama, Barcelona, 2007.
296 pp. 18 €


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viernes, abril 18, 2008

La virgen y el gitano, D. H. Lawrence

Traducción de Laura Calvo Valdivielso. Impedimenta, Madrid, 2008. 171 pp. 17,60 €

Marta Sanz

«Leo era un muchacho bastante vulgar, pero tenía buen corazón y mucho dinero. A Yvette le resultaba simpático. Pero ¡comprometerse! ¡Qué idea tan absurda! Sintió impulsos de regalarle un juego de sus bragas de seda, para que se comprometiese con ellas.»
Este pensamiento de Yvette, la virgen, sería en un libro de hoy una manifestación de manierismo pseudofeminista, una simpática salida de pata de banco; pero a la altura de 1926, no lo era en absoluto. Cuando se habla de Lawrence siempre se saca a colación su forma de acercarse al sexo, al escándalo, a la diferencia de clase y de género. Posiblemente la palabra diferencia no sea más que un eufemismo de lucha, igual que la expresión visión del mundo para hablar de literatura no suele ser más que un eufemismo para encubrir la ideología, y la prevenida posición del escritor que se interroga en los libros es un modo de curarse en salud ante la incorrectísima postura del que arriesga respuestas –a menudo equivocadas- y se expone a ser acusado de aleccionador o de dogmático, a colocarse en las antípodas de un verdadero espíritu de la literatura que, paradójica y ortodoxamente, se identifica con la ambigüedad, con el decir sin decir, con el no pillarse los dedos, con el cartel de no molestar. Es confortable —hipócritamente poco autoritaria— la efigie del escritor dubitativo que nos invita a compartir su duda. Sin embargo, hay escritores que reivindican la aseveración como función comunicativa y no son despreciables. La aseveración también deja huecos, estimula la respuesta, implica preguntas, no es mineral. En ese lado percibo las narraciones de Lawrence.
En El amante de Lady Chatterley, en Mujeres enamoradas o en Sol, la pulsión erótica recorre las páginas como tema explícito y también como metáfora para dibujar un contexto en el que el sexo, consumado o no consumado, se esgrime como arma de rebelión y pegamento para reconstruir los cristales rotos de la identidad. Existe una sintonía, en este sentido, entre Lawrence y García Lorca. En La virgen y el gitano asistimos a una marea erótica, a un desbordamiento, que va dejando sus marcas a lo largo de la novela a través de las palabras con las que Yvette da forma a sus reflexiones —Yvette también piensa con su vagina y con su piel arrebujada en carne de pollo ante un estímulo— y que al final se recogen en una respuesta alegórica de la naturaleza: se rompe un dique y se lleva por delante el símbolo estentóreo de la represión contra Yvette, contra el sexo, contra el derecho de crecer y de ser, contra la madre en fuga de Yvette, «aquella que fue Cynthia», una mujer escindida por culpa de la mirada falsaria, perversamente idólatra, de su esposo, el abandonado rector. Lawrence define unos personajes antipáticos por sus aristas, por su sequedad, por su amabilidad siempre falsa; el rector se conforma a sí mismo como hombre generoso, comprensivo y capaz de perdonar, conservando en formol la imagen de pureza de su esposa antes de lo que abandonase: se queda con la idea, no con la mujer, y con esa elección cree haber edificado su bondad. Sus hijas son fruto del resentimiento y de una sospecha: la reproducción de la conducta de una madre infiel, de una serpiente. El amor filial es imposible, y el lector siente el frío de la rectoría, la caricatura del contacto, el forzadísimo desplazamiento de la mano al apoyarse sobre un hombro ajeno. Lawrence perfila personajes que son como esquemas desollados de un manual de anatomía: los tendones psicológicos quedan al aire, las tuercas oxidadas de los corazones, que a su vez son la reproducción a escala moral de los mecanismos de un mundo minúsculo y belicoso. Profundamente obsceno. Lawrence se arriesga a que sus criaturas repelan al lector en un universo de letras, músicas y campiñas complacientes.
Una presa se rompe y ahoga a la Abuela, animalizada como sapo. Dos modelos de mujer —la reprimida y castradora, y la rebelde— se contraponen dentro de la castigada psicología de Yvette, una muchacha que con un racionalismo doloroso se pregunta qué debería pensar o sentir: un deber ser que se desbarata ante la aparición de un gitano en el que percibe la mirada copulatoria que la construye y la libera. La modernidad de Lawrence reside tanto en la no pasividad de la virgen, como en no confundir el sexo con el enamoramiento: el sexo es una corriente que vincula al ser humano con su propia naturaleza y le hace freudianamente libre.
El gitano es lo que podría denominarse, activando un tópico, un personaje magnético, electrizante, un nómada que atesora en su biografía algún acto heroico, un hombre que, contraviniendo las normas sociales y viviendo según las leyes de su etnia —no lo olvidemos—, es al fin y al cabo un patriota. El gitano —como el guardabosques, como los obreros que trabajan al sol mientras una dama los contempla chupándose el dedo índice— es el otro, lo masculino, y para subrayar la trasgresión de las chatterleys y de las yvettes del mundo, pertenece a una clase y a una etnia consideradas socialmente inferiores. En la vulneración de los límites que separan a los amantes surgen el morbo y la trascendencia política de la pasión en la literatura, la magnitud sobredimensionada de un deseo que es como la presa rota que se lleva por delante la rectoría, los sapos, a las abuelas. Yvette y su gitano luchan por sobrevivir a una catástrofe húmeda —la destrucción como epifanía de purificación— que es imagen de la cópula. En su mutuo deseo no hay intereses ni predisposición social; para subrayarlo, Lawrence coloca como contrapunto la relación, también mal vista, entre «la pequeña judía», rica y divorciada —una antena capta un toque antisemita en el tratamiento de este personaje—, y su joven y diletante compañero quien entiende las pulsiones de Yvette y sabe diferenciar el deseo del mero apetito: hay algo más refinado, más nuclear, más agudo, en el deseo.
Al final nos damos cuenta de que hemos estado leyendo una novela de formación y a la vez un cuento de hadas tan sexuales como aquella de Piel de asno en la adaptación cinematográfica de Jacques Demy, una parábola sobre la que se mueven arquetipos: la virgen, el gitano, la madre huida, la abuela, el rector. La naturaleza restaura el orden haciéndonos ver que las únicas leyes que los seres humanos debemos respetar son la suyas. También al final el autor de esta parábola muestra su magnanimidad hacia el gitano —el sujeto del que emana el deseo, el despertador de la libido de Yvette...— y, condescendientemente, en la última línea de la novela lo humaniza, le da la palabra, le pone nombre.

jueves, abril 17, 2008

El cuarto purgatorio/ El árbol paraíso/ El libro infierno, Carlo Frabetti

Lengua de Trapo, Madrid, 2006, 2008 y 2008. 128 pp. y 14,95 € c.u.

Sofía Rhei

Siguiendo la trayectoria y el esquema narrativo de La divina comedia, del poeta italiano Dante Alighieri (en la cual un personaje muy parecido al propio Dante recorre, de la mano del poeta latino Virgilio las nueve divisiones del infierno, las siete del purgatorio, y las nueve del cielo, narrando todo lo que encuentra en ellos), Carlo Frabetti escribe tres libros en los que describe su particular versión de estos tres lugares, compuestos de las mismas partes y distribución de contenidos que su modelo.
Además de la vertebración dantesca, los libros comparten una compartimentación similar de sus contenidos: están encabezados por un poema (traducción-versión libérrima del canto inicial de cada uno de los libros de Dante), al que siguen tres relatos que pueden leerse como «variaciones sobre un tema» previas a la reflexión inicial acerca de la naturaleza de cada uno de los espacios, un cuerpo de la narración segmentado según su configuración geográfica, y un apéndice que recoge las lecciones aprendidas. Fuera de los textos, el autor explica extensamente la procedencia de algunos fragmentos, ideas o hallazgos.
El narrador comparte muchísimas características con el propio Carlo Frabetti, pero para llegar a esta constatación es necesario ir recaudando pequeñas pistas a lo largo de la trilogía, especialmente del segundo volumen. No sería arriesgado aventurar que este libro triple es una forma de autobiografía literaria, una confesión a la vez que una declaración de intenciones, un recuento del pasado y un manojo de propuestas que se tienden hacia el futuro. El tono de los tres volúmenes está basado en una intensa exploración del método dialéctico: en el primero, el interlocutor del narrador es el demonio, en el segundo, diversas apariciones de su memoria (entre las cuales, su propia sombra y el carrolliano conejo blanco), y en el tercero, como no podría ser de otro modo, la guía es la mujer amada. La ambientación de los tres libros deja en la boca un saborcillo como de El Bosco.
El infierno de Frabetti, como se hace patente desde el título, es «una biblioteca» (aunque también hay lugar para la literatura en los otros lugares, puesto que «las buenas ediciones van al cielo»), el purgatorio es una casa infinita, poblada por todos los fantasmas de la vida, y el paraíso, como le corresponde etimológicamente, sucede en un jardín. Tanto la premisa del primer libro como la del segundo darían para una trilogía entera cada una (esos libros deberían estar en la «sala de los libros no escritos» por el autor que se encuentra en su purgatorio). Quizá precisamente eso, que los dos primeros volúmenes tengan detrás una idea global más potente, hace que sean superiores en lo literario. Probablemente el tercero lo es en tanto que vehículo de ideas metafísico-espirituales.
En su conjunto, la trilogía se plantea el objetivo matemático-filosófico de búsqueda de verdades, pero es también un canto a la potencialidad; un mecanismo de introspección que puede conducir a un mejor conocimiento del mundo; un carnaval matemático en el que las reflexiones matemáticas tienen un valor metafórico, y por tanto, filosófico; un catálogo de obstáculos a través de los cuales, como sucedía en El misterio de la isla de Tokland, de Joan Manuel Gisbert, puede alcanzarse la totalidad.
«No me sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Tener acceso a las palabras y no a lo que designan es la más refinada versión del suplicio de Tántalo».
«No me sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Subir la piedra de la ignorancia por una montaña de libros, sin alcanzar nunca la cima del conocimiento, es la más refinada versión del suplicio de Sísifo».
«No me sorprendió que el infierno fuera una biblioteca. Ver convertido en palabras todo lo tocado es la más refinada versión del suplicio de Midas».
El recorrido a través del infierno "biblioteca" sirve al autor para ir desgranando su catálogo de antipatías (siempre justificadas) y afinidades (aún más justificadas, si cabe), a veces no sólo en lo tocante a lo literario, sino a propósito de temas de carácter general, como el nacionalismo, la misoginia, el romanticismo, el amor. En este sentido, tiene cierta vocación de selecto cuaderno de apuntes, como los Pequeños tratados de Pascal Quignard. Dice Frabetti en el posfacio aclaratorio:
«Este libro es, en buena medida, un compendio temático e ideológico de mis libros anteriores […]. El propio planteamiento del libro me ha obligado a volver sobre mis temas más recurrentes (por no decir obsesivos), y en un principio pensé en incluir íntegros e inalterados algunos textos […].»
De los tres, el infierno es el libro con más sentido del humor. El más inquietante, por el contrario, es el Purgatorio:
«Me indigna que el purgatorio sea una casa sin fin, el angustioso escenario de mis peores pesadillas infantiles.»
«Me sorprende que el purgatorio sea una casa. Una casa es lo contrario de un castigo.»
«Me sorprende que el purgatorio sea mi propia casa.»
Los territorios del purgatorio son, efectivamente, los del reconocimiento de uno mismo, la memoria, el territorio de los afectos y las pérdidas. Vapuleándose emocionalmente a sí mismo, Frabetti escribe sobre los errores que ha sentido como tales a lo largo de la vida, e hilvana sucesivas anécdotas (las suponemos fuertemente autobiográficas) que sirven como fábulas acerca de diferentes temas: la pereza como fuente de todos los vicios, la soberbia como motor del impulso literario, etc. El tratamiento de este material también es más onírico que en el caso del infierno.
En cuanto al paraíso, probablemente el más "pastiche" y menos homogéneo de los tres (se intuye cierta obligación del autor a sí mismo para acabar la trilogía), es un jardín o parque dentro del cual caben un cine, un museo, una casa, una biblioteca, un Luna Park. Los temas tratados desembocan en la felicidad y el amor, en sus muy diversas variantes. He de reconocer que me emocionó más de lo que el pudor aconseja la aparición de un «ángel crespo» «de rostro rubicundo», como pertinente homenaje al gran poeta y traductor Ángel Crespo.
Las apariciones de este tipo, citas, referencias y "cameos" (hasta del propio Dante) son inacabables, así como los juegos de palabras. Frabetti se cita incluso a sí mismo como autor infantil y como poeta, incluyendo alguno de sus versos. A este respecto, me gustaría recordar que la poesía de Carlo Frabetti es una de las obras lúdico lingüísticas de sabor oulipiano más estimulantes de la lírica reciente.
Esta trilogía, de libros tan delgados que parecería más sensato publicar el conjunto en un solo volumen, tiene para mi gusto el defecto de la brevedad. Lo potencial es uno de los temas de la obra, pero acaso la obra se ha vuelto demasiado potencial: sus premisas darían para una verdadera «opera magna», que igualara en volumen a su antecesor, o al menos en sus 33 cantos-capítulos por tomo. Le perdonamos a Frabetti que tenga la soberbia de escribir, pero no que su pereza le impida hacer que estos volúmenes crezcan hasta llegar a ser todo lo que pueden ser.

miércoles, abril 16, 2008

Rosas, restos de alas, Pablo Gutiérrez

La Fábrica, Madrid, 2008. 103 pp. 14 €

Mercedes Cebrián

La primera frase que a uno se le viene a la cabeza al leer las tres primeras páginas de Rosas, restos de alas es «¡por fin un narrador interesado por el lenguaje!», es decir: por las palabras en tanto que palabras, por la sintaxis, por darles vueltas y patadas a las frases, por desarmarlas como si fuesen construcciones hechas con Lego —más bien con Tente Combi, si tenemos en cuenta al protagonista de la historia que nos ocupa: español casi treintañero de clase media-baja—. A lo largo de todo el libro Pablo Gutiérrez desenvuelve eternamente un bombón exquisito como prometiéndonos que, una vez sin papel, la golosina será para nosotros, cuando en verdad el verdadero bombón es el propio libro. Parece como si Joyce, las vanguardias históricas y gran parte de la poesía universal del XX hubieran pasado por encima de este libro, o, empleando otra imagen más vegetal: parece que el autor de Rosas, restos de alas, hubiese recorrido todos esos textos y, por el camino, se le hubiesen quedando pegadas hojas, matojos, pétalos de todos ellos. ¿Podemos calificar entonces de “lírica” y “experimental” esta novela que narra el presente de un tipo del que su mujer decide separarse, y es a la vez un paseo por su infancia y adolescencia? Si esos dos adjetivos tienen para nosotros connotaciones positivas, adelante, pues, con ellos.
Y es que Pablo Gutiérrez podría habernos contado esta o cualquier otra historia a través de su narrador en primera persona: habría dado igual, la habríamos leido en cualquier caso de un tirón, tal es su capacidad para generar imágenes a bocajarro mediante la plasticidad de su lenguaje. Pero ha decidido construir la novela de aprendizaje de un tipo que vive en la España contemporánea, que se entretuvo en la infancia jugando con el Telesketch y viendo Sesión de Tarde y que, si ha de autodefinirse lo hace así: «vivo de mi trabajo, gano lo justo para poder tener deudas, me educaron con tibios valores, ayudaría a una anciana pero no si la anciana, además de cruzar la calle, quisiera tomarse un café con leche y hablar conmigo de todo lo que echa de menos».
Bienvenidos a su sinceridad de tercer milenio, a su crueldad moderada, a su testosterona canalizada convenientemente pasados los dieciocho, a sus toques de personaje houellebecquiano aquí y allá, que es lo mismo que darle la bienvenida a un representante claro de este siglo XXI, a uno de los frutos que ha producido la España inmediatamente postfranquista. ¿Pero cómo puedo encontrar frío y desolador a un personaje al que le sale poesía por la boca y que sufre cuando repara en que ha perdido a su mujer? ¿No estaré exagerando un poco? La sensación de pesadumbre y la desconfianza hacia la especie humana, especialmente representada por el varón, que me queda tras la lectura de Rosas, restos de alas me hace pensar que no, al igual que me ayuda a darme cuenta de que quizá sea esa una de las principales virtudes de esta excelente primera novela. Comprobad vosotros mismos si exagero.

martes, abril 15, 2008

Cine y educación: el cine en el aula de primaria y secundaria, Alba Ambrós / Ramón Breu

Graó, Barcelona, 2007. 233 pp. 19,70 pp

Care Santos

No hace tanto hablaba con un profesor de secundaria de un IES sevillano, quien se escandalizaba de que la inmensa mayoría de los alumnos terminen la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria) sin saber quién fue Charles Chaplin. Impresionada por estas palabras, aquel mismo fin de semana compré en unos grandes almacenes Tiempos modernos y les propuse a mis dos hijos mayores (de 6 y 4 años) verla juntos. Fue un rato de portentosos descubrimientos, sobre todo para mí. Descubrí que mis hijos y el personaje creado por Chaplin sintonizan de maravilla. El humor absurdo, la filantropía y la visión idealista del mundo que ofrece la película nos dieron pie a un profundo debte. Cuando Chaplin se limpió las manos en unas lujosas cortinas, mis hijos se escandalizaron y le regañaron. Y cuando, en plena locura transitoria generada por el exceso de trabajo, después de haber sido engullido por una máquina, el personaje comenzó a atornillar la nariz de cuantos se le ponían por delante, incluido su jefe, mis hijos estallaron a reír a carcajadas. La sesión fue un éxito, a pesar de lo arriesgado del asunto.
Desde esa tarde, me he tomado por costumbre ver películas clásicas con ellos. Ya hemos visto algo de los Hermanos Marx, todas las canciones de Cantando bajo la lluvia —el famoso número de Gene Kelly enamorado saltando de charco en charco despierta pasiones entre ellos—, los momentos más familiares de Sonrisas y lágrimas y todo El mago de Oz. Tenemos pendiente El maquinista de la general, de Buster Keaton, que será una de mis próximas compras cinéfilas. Y cuando prefiramos el cine más reciente y la edad de los aprendices de espectador lo permita, seguiremos la estela que ya han iniciado Mary Poppins, Volando libre o La niñera mágica, y veremos Billy Elliot, Philadelphia o la muy reciente —y estupenda— Juno.
Precisamente de todo esto habla este manual de editorial Graó, un sello independiente catalán especializado en educación. Sólo basta echar un vistazo a su extenso catálogo para comprender por qué motivo su trabajo es tan preciado por los educadores: proporcionan herramientas para el profesorado y al mismo tiempo ponen sobre la mesa cuestiones de enorme calado, sin olvidarse de los asuntos polémicos y actuales. Este manual pertenece a la primera línea, la de las herramientas, y está pensado para aquellos profesores que deseen profundizar en la utilización de los lenguajes audiovisuales —y particularmente del cine— como herramienta educativa.
En la introducción, los autores nos dejan bien claros los motivos de esta preocupación: el mundo de la imagen es tan omnipresente que su inclusión en los currículos debería tomarse como una prioridad. Desmienten, por supuesto, los tópicos que apuntan a que el cine "deseduca" en lugar de educar o sólo enseña violencia y malos hábitos, e inician un alegato hacia el papel generador de debate y reflexión que es el séptimo arte, siempre y cuando se utilice debidamente.
Pero hay más. En lenguaje cinematográfico, dejan bien claro los autores, somos todos analfabetos: no basta con estar hartos de pasar horas frente a la caja tonta, ni siquiera con estar al tanto de los estrenos de la cartelera: es necesario no sólo ver, sino aprender a interpretar, conseguir que aquello que conocemos tenga calado en nosotros, en los alumnos. Es en este sentido que este manual será una excelente herramienta: no sólo ofrece base teórica —incluyendo un interesante capítulos sobre técnicas cinematográficas— y crítica, sino que propone una buena serie de títulos entre los que no resultará difícil encontrar alguno con el que comenzar a introducir el cine en las escuelas a institutos.

lunes, abril 14, 2008

Doble mirada: Exploradores del abismo, Enrique Vila-Matas

Anagrama, Barcelona, 2007. 296 pp. 18 €

1.
Hilario J. Rodríguez


Siempre que acabo de leer un libro de Enrique Vila-Matas tengo un sueño agitado. Al llegar a la última página de Exploradores del abismo soñé lo siguiente:
Mi padre acababa de morir. Lo habían amortajado y permanecía inmóvil sobre una cama, en una habitación enorme. Yo estaba allí, mirándolo desde una silla. Solo. Lo más inquietante de la situación comenzó al ver una araña moviendo sus enormes patas por encima del cuerpo de mi padre, en dirección a su cara. Me daba miedo que pudiese despertarlo. Por eso iba corriendo hacia la cama, que estaba demasiado lejos. Fue entonces cuando pedí auxilio.
Al despertarme, llamé a mi madre.
—Acabo de soñar que papá se moría.
—Hijo mío, tu padre murió hace mucho tiempo.
Para entender el sueño quizás debería tumbarme en el diván de un psicólogo y esperar que, pacientemente, me diera explicaciones al respecto, pero también podría pensar que el significado del sueño está oculto entre las páginas del último libro de Vila-Matas. Después de todo, la literatura tiene la capacidad de hacernos soñar, al menos cuando produce un efecto en nosotros. La cuestión ahora consiste en saber qué efecto produjo en mí Exploradores del abismo. ¿Me hizo ponerme en plan freudiano? ¿Agitó mi memoria, convirtiéndola en un pozo lleno de enigmas? ¿O me invitó a recordar esa frase de Vila-Matas en la que medito desde la primera vez que la leí y de la que no he podido liberarme aunque lo intento a diario para no obsesionar demasiado con ella: «Hasta no hace mucho yo creía que escribir equivalía a empezar a conocerse a sí mismo; pero a medida que va pasando el tiempo me doy cuenta de que, por culpa de escribir, nunca sabré quién soy»?
Si acudiese a Sigmund Freud en busca de explicaciones, me entraría sueño porque de lo contrario me vería obligado a aceptar que tengo algún problema con mi padre, por muy muerto que esté. Un complejo o algo así. Y, la verdad, me entra pereza sólo de pensarlo. Los psicólogos me resultan molestos. No hay nada peor que escuchar a los demás diciéndonos cómo somos, es casi tan cansino como escucharles decir cómo tendríamos que ser. Sin embargo, aceptar que Exploradores del abismo hizo un enorme batiburrillo con mi memoria me parece una opción todavía peor. A estas alturas ya me he dado cuenta de que si hay algo inconsistente en mí es mi memoria. Tampoco la memoria de los demás me parece demasiado fiable. Conste que esto último no lo he descubierto después de leer el último libro de Vila-Matas, lo descubrí cuando comencé a inventar recuerdos en las conversaciones familiares (tengo mala memoria), y mi madre y mis hermanos no me corregían mientras les daba datos o les contaba viejas anécdotas de infancia, todo ello inventado sobre la marcha para no perder hilo y meter un poco de baza. Por supuesto, podría pensar que mi madre y mis hermanos tienen una memoria inconsistente y prefieren fiarse de la mía. Si no, podría pensar que la memoria, en general, mezcla verdades y mentiras con total naturalidad, y nadie se queja. Otra posibilidad que se me ocurre es que, ante la posibilidad de enfrentarnos a verdades excesivamente tristes y deslucidas, preferimos construir nuestra memoria a base de mentiras. Leemos, vemos películas, perseguimos conversaciones ajenas en un autobús o deambulamos por las calles desiertas de Praga, en busca de Franz Kafka. Qué sé yo. Recordar, en cualquier caso, suele precipitarme en un pozo oscuro. Me sucede lo mismo al enfrentarme al tema del «yo», tan presente en Exploradores del abismo y en los demás libros de Vila-Matas.
Librémonos del «yo» de Vila-Matas e imaginemos a alguien que se para en mitad de la calle, sorprendido por un recuerdo o una sensación que le asalta de pronto. Lo llamaremos Bob. Está oyendo en el interior de su cabeza la narración de su anodina y rutinaria existencia. Tiene a una escritora metida en su cabeza que le está contando su vida, para la que ya tiene previsto un final: Bob va a morir, algo con lo que él no está muy de acuerdo. Los planteamientos que la ficción intenta imponer en su destino le resultan abusivos. Quiere que alguien le dé explicaciones. ¿Es realmente necesario hacerle morir? Según la escritora, sí porque sólo de ese modo ella conseguirá escribir una obra maestra. Como no quiero desvelar el desenlace, me conformaré con sugerir que veáis Más extraño que la ficción (Stranger than Fiction, 2006, Marc Forster), una película que bien podría haber sido una novela de Vila-Matas y detrás de la cual se esconde una incómoda verdad: la reputación de la tragedia como elemento de peso para tomar más o menos en serio una película o un libro. Contra ésa y cualquier otra reputación escribe Vila-Matas, a quien se puede admirar más o menos pero es imposible negarle su condición de aventurero, en mitad de tantas crónicas generacionales, mujeres liberadas, inmigración, deterioro medioambiental, frío en las ciudades de provincias, rollos conceptuales y cuentos asombrosos.
Como no estamos aquí para hablar sobre el desproporcionado prestigio de la tragedia, quedémonos con el acto de rebeldía que se produce en Más extraño que la ficción y Exploradores del abismo cuando sus respectivos personajes intentan cambiar los guiones de sus vidas y, en lugar de comportarse como corderillos en manos de un omnipotente creador o de un destino cruel, quieren recordarnos el cansancio que están experimentando ciertas fórmulas narrativas y de paso quienes las sufren, que comienzan a estar hartos de tener que morir para de ese modo ganarse un lugar en el panteón de la cultura. Lo que la película de Marc Forster y el libro de Vila-Matas ponen de manifiesto es que quizás haya una conspiración a gran escala detrás de buena parte del cine que vemos y de la literatura que leemos, que consisten en segundas y terceras partes, secuelas, precuelas, remakes, series, sagas, versiones libres… o sea, en cualquier cosa menos en productos originales.
Como si fuesen parte de una novela de Italo Calvino o David Foster Wallace, los cuentos de Exploradores del abismo huyen de la literatura fácil, que uno puede consumir en el metro -camino del trabajo- porque apenas requiere concentración por nuestra parte. Los escenarios que despliega Vila-Matas podrían adecuarse tan fácilmente a sueños como a pesadillas similares a la que tuve yo al terminar la lectura del libro. Nos acercan a los universos descritos por Laurence Sterne en Vida y opiniones de Tristram Shandy, donde la inteligencia y la paranoia se confunden; o por Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas, donde la crueldad de la lógica y los juegos infantiles se dan la mano. La característica común de ese tipo de literatura es que sus personajes suelen ser neuróticos o solitarios o ambas cosas al mismo tiempo, gente con una visión muy peculiar del mundo.
La obra de Vila-Matas, en general, nos hace pensar que posiblemente las historias muestran signos de cansancio porque ya nadie es capaz de mantener los géneros en los mismos márgenes de hace unas décadas. Eso explicaría que ahora sea necesario hacer mezclas, para ver cuál es el resultado. Frente a una realidad saturada por los medios de comunicación, Internet, el sonido de los teléfonos móviles o la omnipresencia de la publicidad, escritores como él no quieren conformarse con argumentos insignificantes y con recursos humildes, por temor a acabar haciendo trabajos efímeros.
Mientras leemos cada uno de los cuentos de Exploradores del abismo, casi todos nos hacemos la misma pregunta: ¿de qué va la cosa? Gracias a Dios, acabamos concluyendo que lo más importante no es lo que se nos cuenta sino más bien cómo se nos cuenta. Al fin y al cabo, en un período de crisis narrativa, en el que las historias navegan a la deriva en busca de nuevos horizontes, es lógico que haya quienes desmonten los mecanismos de las ficciones, adoptando a veces una actitud lúdica aunque sin olvidar jamás las palabras de Thomas Pynchon cuando, en su novela V, decía: «Diviértete pero no te despistes».
La metaficción —si ése es de verdad el terreno donde escribe Vila-Matas— tiene varios objetivos, entre ellos el de reconciliar nuestra relación con el placer y el aprendizaje, que todavía hay quienes creen que son conceptos antitéticos; aunque su objetivo principal posiblemente consiste en destapar los procesos creativos de la ficción, por si en su caótico mecanismo podemos aprender algo sobre el funcionamiento del mundo y sobre el papel que nos toca jugar a cada uno antes de morir por un capricho del destino o porque la mitad de las ficciones ya no consiguen sacarnos de la rutina.



2.
Inés Matute

Tal vez me equivocara al pedir a la editorial, convencida de que me iba a gustar, un ejemplar de Exploradores del abismo con ánimo de ponerlo bajo la lupa. Y no lo digo desde la decepción, sino desde la certeza de la responsabilidad que supone reseñar al más logrado Vila-Matas, al más maduro, al más sorprendente. V-M es un escritor que se adora o que no se entiende, que fascina o deja frío. Por ese motivo, sus incondicionales encontrarán que esta reseña se queda corta, y los otros, los que aún no han sido seducidos por su maestría, pensarán que mis elogios son gratuitos; una manera de dar jabón a un escritor tan reconocido que poco o nada necesita de mis loas.
Tras una enfermedad que colapsó sus riñones y que le obligó, en primera persona y no desde la ficción, precisamente, a explorar su propio abismo —aceptemos el chascarrillo: meses antes de empezar a escribir esta obra, V-M estuvo a punto de morir por un fallo renal que casi le condujo al coma— el escritor regresó al género cuento tras un paréntesis de doce años, años en los cuales escribió «la trilogía de la catedral metaliteraria», tal y como la bautizó Jorge Herralde, su editor; trilogía formada por los títulos Bartleby y compañía, El mal de Montano y Doctor Pasavento. En ellos, el autor nos introducía en la exploración del oficio de escritor valiéndose de distintos registros e historias, pero jugando siempre con la realidad y la ficción; unos parámetros que en él se confunden, se machihembran, se solapan.
En los 19 magníficos textos de Exploradores del abismo Vilas-Matas sorprende a sus seguidores, que, a pesar de seguir viendo al fantasma del Doctor Pasavento en todos sus textos, sólo pueden admirarse del torrente de imaginación que el escritor despliega en relatos como “Amé a Bo”, un insólito viaje de ciencia ficción con aires surrealistas, imágenes extraídas del mismísimo Kubrick y contrastes plásticos que nos recuerdan a la inquietante obra de De Chirico. Sin ánimo de exagerar, creo que este relato de corte futurista —conmovedor, profundo, raro— en el que el ocupante de una nave espacial atraviesa el infinito hasta llegar a un planeta en el que las cosas se rigen por su propia lógica, es el mejor cuento que he leído en los últimos cinco años. “Amé a Bo” es la frase que el protagonista repite sin cesar, su personal seña de identidad, la llave hacia la salvación o la locura. ¿Y qué decir de “Porque ella no lo pidió”, una de las historias más logradas del libro? En ella, Vila-Matas retuerce la metanarratividad y nos ofrece, partiendo de un hecho real, un juego infinito en torno al extraño encargo de la artista Sophie Calle, incluyendo lo que escribe para ella y sobre ella: una historia a la que Sophie, partiendo de la literatura e interpretando una acción artística a su manera, se someterá sin rechistar. De la literatura a la vida: ¡invirtamos el tradicional proceso creativo!. Me explicaré: si el narrador escribe que Sophie acosa a un desconocido, ella lo hará sin el menor reparo. Si el escritor decide que Sophie ha de enfrentarse al fantasma del propio Vila-Matas en una casona semiabandonada en las Azores... ¿Irá a su encuentro? Y, lo que es aún más angustioso, ¿se verán cara a cara? No, no sabemos si nosotros formamos parte de la charada, si, con Sophie o sin ella, somos un personaje más de la historia, si podremos perfilar un final alternativo o si el autor, dueño y manipulador de todas las identidades, juega desde el principio con las cartas marcadas. Sólo por estas dos historias, ya merece la pena leer el libro...
Pero aún hay más, pues la gente de la calle, usted y yo misma, también tenemos cabida en el libro. Hay quien busca la infancia perdida, «ese desierto», en un banco de la Travesera de Gracia. Hay quien espía y anota —¿para qué?— todo lo que escucha en el autobús cada mañana. Hay quien oye un grito y se despierta al nuevo día sin percatarse de que está «viviendo» el despertar de un muerto. Hay quien reflexiona sobre el sentido de la obra de arte mientras contempla un barranco en el pueblo de Ronda... ¿Y qué pensar de las hijas gemelas del fiscal, devotas de las preguntas sin respuesta?
No desvelaré aquí todos los secretos de Exploradores del abismo, esa brillante galería de guiños y sugerencias. Me limitaré a decir que los exploradores de Vila-Matas son una metáfora de la condición humana en su cara más amable. Son personas-personajes casi corrientes, equilibristas que, al verse al borde del precipicio, y manteniendo siempre una relación desinhibida con el vacío, se cuestionan qué hay más allá del horizonte. Otros espacios. Otras formas de vida. Otros interrogantes. ¿La nada? En algunos casos, ese vacío es el centro mismo del relato, en otros, el abismo sólo es parte del decorado, un pretexto, un truco. Supongo que estos cuentos, muchos de ellos extremadamente cortos, funcionan como puentes sobre ese abismo en el que todos nos reconocemos y que sólo unos pocos son capaces de llenar con palabras. Inclasificable. Deslumbrante. El mejor Vila-Matas.

viernes, abril 11, 2008

Dos puntos, Wislawa Szymborska

Trad. Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia Soriano. Igitur, Montblanc, 2007. 79 pp. 10 €

Nere Basabe

«Cuando la noche es serena observo el cielo. No deja de asombrarme cuántos puntos de vista hay ahí». Y es precisamente este asombro de un viejo profesor (“El viejo catedrático”), el asombro por la miríada de puntos de vista cósmicos en los que se despliega su escritura, ofreciendo una perspectiva siempre novedosa, lo que caracteriza la poesía de Wislawa Szymborska (Kórnik, Polonia, 1923), un despliegue de perspectivas que no sólo es cuestión de enfoque, sino que afecta al contenido y se convierte en toda una poética de tintes éticos, ilustrada en el poema “Falta de atención”: «Ayer me porté mal en el cosmos./ Viví todo el día sin preguntar por nada, sin sorprenderme por nada». (...) «El cósmico savoir-vivre/ aunque calla sobre nuestro asunto/ exige, sin embargo, algo de nosotros:/ una cierta atención, un par de frases de Pascal/ y una sorprendente participación en este juego de reglas desconocidas».
El último libro de poemas de Szymborska, Dos puntos, repite este motivo y otros muchos de los que ya poblaban su obra anterior (publicada en España en dos antologías, Paisaje con grano de arena de la editorial Lumen y El gran número, Fin y principio y otros poemas de la editorial Hiperión, aparecidas ambas con motivo del Premio Nobel otorgado a la poeta polaca en 1996): un tono materialista y desmitificador, anti-retórico y en ocasiones coloquial con una clara vocación dialéctica, su peculiar uso del lenguaje científico y la inspiración pascaliana (evocada aquí en varias ocasiones, así como el poema-divertimento “Consuelo”, acerca de la preferencia de Darwin por los finales felices), y todo poblado de una gran ironía, un racionalismo a veces poco lírico pero que no por ello deja de hacerse preguntas y emocionar (en la constatación de los interrogantes que sólo hallan como respuesta «dos puntos:»); la preferencia del instante que se presenta como una epifanía (explícitamente aquí en el poema “De hecho cualquier poema”: «De hecho cualquier poema/ podría titularse ‘Instante’» o en el poema “Acontecimiento”), y siempre ahondando en esos puntos de vista multiplicados (“Perspectiva”, o “La cortesía de los ciegos”), que dan testimonio de la experiencia de un sujeto que se asombra de su pequeñez en el cosmos, aportando una nueva luz sobre la condición humana e imprimiendo a su poesía toda su originalidad.
De la contingencia de la existencia y la pavorosa certitud de ser sólo un punto diminuto en el espacio, nos habla, en un tono coloquial, el poema que abre el libro, “Ausencia”. Una contingencia que toma forma de una incógnita sin respuesta, y que en el poema “ABC” —una reflexión metafórica sobre su relación con el poema—, se presenta como una poética a la inversa: qué significo yo para el lenguaje. El desconocimiento y la ausencia, la participación en unas reglas que nos son desconocidas, se repiten en los poemas “Accidente de tráfico” (descripción de una cotidianeidad anodina que nos escamotea la posibilidad de la mirada omnicomprensiva), “Perspectiva”, y “Mañana” —sin nosotros, donde haciendo un uso irónico del lenguaje científico (en este caso, un parte metereológico), acaba de esta manera burlona: «a los que siguen viviendo/ todavía les será de utilidad el paraguas». La burla iconoclasta aparece en otras muchas ocasiones, a través precisamente de esa puesta en cuestión que trastoca toda perspectiva: cómo leerle un poema que habla de imágenes, colores y arco iris a un grupo de ciegos: «Alguno de ellos incluso se acerca/ con un libro abierto al revés/ pidiendo un autógrafo invisible para él». (“La cortesía de los ciegos”).
Wislawa Szymborska presta especial atención también, como otra de sus constantes, a la Historia, pero alejada de toda aproximación historicista y confiada en el progreso. Estas reflexiones están íntimamente relacionadas con la experiencia de la II Guerra Mundial y las terribles noticias sobre los sucesos de esa época que empezaron a ver la luz en los años en que la poeta se estrenaba con sus primeros libros. La apología de la condición humana, pese a todo, de Llamando al Yeti (1957), cede aquí lugar a la reflexión sobre la responsabilidad y la culpa: una gacela tropieza en su huída y la leona le da alcance; «A la pregunta de quién es el culpable,/ nada, sólo silencio»; inocente es el cielo y la tierra, el tiempo en el que el hecho tiene lugar, tan inocente la leona como la gacela, e inocente también el observador que mira con los prismáticos, el irónicamente llamado «homo sapiens innocens» (“Acontecimiento”). La perspectiva del mundo animal como parábola se repite en “Monólogo de un perro enredado en la Historia”, donde la caída de un poderoso se nos describe a través de la mirada desconcertada de su perro, que no entiende la repentina pérdida de privilegios y cómo la Historia también se ensaña con él: «Qué lo detenía ahí, en los valles, no lo sé./ Adivino, sin embargo, que eran asuntos urgentes,/ cuando menos tan urgentes/ como para mí luchar con los gatos/ y con todo lo que innecesariamente se mueve». Y con ecos culturalistas que nunca faltan tampoco, cede la palabra a Átropos, de las tres Parcas la que con sus tijeras corta el hilo de la vida de los hombres, para que se explaye sobre su oficio, sin culpas y tan sólo como un esmerado hacer su trabajo.
Finalmente, en el “Horrible sueño de un poeta”, Szymborska juega con la posibilidad anti-poética de un mundo en el que el lenguaje no conoce más que su función denotativa, donde no hay más palabras que las necesarias y sólo se pregunta por aquello para lo que hay respuesta; la autora aprovecha esta hipótesis para reflexionar sobre su condición, puesto que no hay lugar en ese mundo para la poesía, ni la filosofía, ni la religión; es el reflejo de su contingencia, y la peor pesadilla del poeta:
«La vida en su punto —y punto. Y el zumbido de las galaxias».

jueves, abril 10, 2008

La glorieta de los fugitivos, José María Merino

Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 240 pp. 15 €

Recaredo Veredas

El Siglo XXI será difícil para la literatura pero, paradójicamente, beneficioso para el microrrelato. Leer una novela en pantalla es para una inmensa mayoría, por mucho que los gurús de la tecnología pretendan lo contrario, difícil e incómodo. Sin embargo, acercarse hasta un texto que no supere la página y media implica un esfuerzo asumible. El microrrelato moderno busca una utopía –alcanzar en apenas unas líneas la profundidad de sus hermanos narrativos- y coquetea con la humorada. Para superar la tentación del chiste –el dinosaurio de Monterrosso, pese a su indiscutible ingenio, ha hecho mucho daño al género- y mantener la contundencia en el desenlace el autor debe poseer una capacidad de focalización, de síntesis y, sobre todo, de apoyo en la realidad compartida, que sólo pertenece a unos pocos. Cito la realidad compartida porque el microrrelatista está obligado a trazar los cimientos del relato en una sola frase. No dispone de más palabras. Los maestros de la miniatura, como Merino, incluso construyen personajes con matices, lo que resulta auténticamente meritorio. Su logro no debe equipararse a una Torre Eiffel de palillos, ya que la precisión responde a una verdadera necesidad: el microrrelato de calidad, como antes he mencionado, es una de las trincheras de la literatura. Aunque la huida de la anécdota sea una obligación ineludible, resulta conveniente cierto acercamiento al peligro. Incluso podría afirmarse que todo microrrelatista que se precie debe moverse hasta la frontera del ridículo para, desde allí, elevarse hasta la complejidad. Así lo hace nuestro autor, por ejemplo, en "Falsas impresiones":

«En los primeros años de nuestro matrimonio, el Manolín que culminaba su entrega amorosa me llenaba de desolación. Ahora, cuando en esos mismos momentos me llama por mi nombre verdadero, siento la tristeza de haber dejado de recordarle los abrazos apasionados de aquel desconocido.»
José María Merino (Santander, 1941) es uno de nuestros narradores más completos. Domina todas las distancias, desde el relato ínfimo al novelón decimonónico. Y en todas ha logrado excelentes resultados. Lo ha conseguido porque conoce a la perfección las reglas de cada género. Merino cumple con minuciosidad las cláusulas del contrato del microrrelatista, ya que sabe acercarse con sutileza hasta las vivencias más cotidianas, mostrando una mirada suficientemente distinta, que no defrauda las expectativas del lector, y, cuando la variedad lo exige, vira hacia rupturas radicales, próximas incluso al terror. Lo hace con la templanza necesaria, sin insistir en la insólita verdad de lo narrado, consiguiendo así, aunque parezca extraño, la verosimilitud. Es un método que tiene su origen en la oscura lucidez de Kafka o Walser, maestros en la recreación de lo siniestro en entornos cotidianos.
En el microrrelato no puede sobrar ni una sola palabra. Merino lo conoce y también sabe que la importancia del título, como introductor al núcleo central del relato, es trascendental. Las tres vertientes –el apoyo en el título, la contundencia en la exposición de la oscuridad y el enganche inmediato con la realidad compartida- aparecen, por ejemplo, en el microrrelato titulado "Posdata, que comienza": «Otra cosa: al acostarte, no te olvides de cerrar bien las puertas de los armarios. De lo contrario, pueden salir los trajes y los vestidos en la oscuridad a pasear por la casa…».
El problema inevitable que presentan demasiados libros de relatos (la exposición de demasiadas historias, demasiados mundos, obliga al lector a un esfuerzo que en demasiadas ocasiones considera desmesurado) se multiplica en las narraciones ínfimas. Sin embargo la confusión no amenaza a La glorieta de los fugitivos: al tratarse de una antología de relatos que provienen de épocas separadas por años, el conjunto gana variedad y carácter, consigue una progresión narrativa paralela a la poseída por los propios microrrelatos, que aporta a la obra homogeneidad y carácter. El volumen se cierra con una serie de textos paródicos, de aprendizaje, que tal vez no posean un gran valor literario, pero sí cumplen una importante función divulgativa. La glorieta de los fugitivos es, concluyendo, un magnífico acercamiento a las virtudes de la narración más corta y una demostración de su espléndido futuro.