lunes, mayo 31, 2010

Bucanero, Tim Severin

Trad. Juan José Llanos. Editorial La Factoría de Ideas, Madrid, 2010. 345 pp. 20.95 €

Amadeo Cobas

Recupera Tim Severin varios de los personajes participantes en su novela Corsario, transcurriendo esta acción dos años después de ser secuestrados por corsarios argelinos. En efecto, el principal de aquéllos, Hector Lynch, vuelve a convertirse en dueño y señor de esta continuación de la saga, y nuevamente nos encontramos con una acción trepidante, sin apenas respiro para el lector, aventura en diversos planos, con un recorrido de vértigo por las costas americanas en ambos océanos, Atlántico y Pacífico, sorteando los peligros incesantes que amenazan en diversas ocasiones con dar al traste a la recién iniciada carrera de bucanero del osado Lynch.
Hay personajes muy arquetípicos, como el protagonista bondadoso al que la fortuna semeja serle esquiva, el indio que sabe hacer de todo, entiende de todo y dispone de unos exacerbados sentidos, el fortachón que impone a los malos con su simple y colosal presencia; a la vera contraria, malos muy malos, es ocioso comentarlo, como el pirata capitán Coxon y sus secuaces…
Nos toparemos con amplios conocimientos de historia, vistiendo la narración del ornato justo para no volverla pesada ni dejarla desnuda, siendo en ocasiones muy conciso el autor y en otras explayándose para explicar conceptos inmersos en el diálogo, de forma que no enturbien las aguas de la ilación narrativa. Mansas, con la interrupción provocada por alguna tormenta tropical o unos bajíos que arañan el casco de la nave…
A la luz sale el día a día del bucanero, un ser definido como «un depredador hambriento en busca de tesoros que saquear». Pero que nadie se asuste porque no hay pasajes desentrañados de forma escabrosa, y los que indefectiblemente han de figurar lo hacen de forma velada, sin hacer sangre con descripciones brutales. Y es que «en medio de tanta barbarie, de los saqueos inclementes, de las horribles represalias que toman los bucaneros si el botín no satisface sus expectativas, hay tiempo para los actos de honor, inclusive entre enemigos, respetando la letra no impresa firmada en un pacto verbal, salvando la tropelía del pirata que no respeta nada, ni tiene palabra ni más conciencia que la de obtener el rédito mayor». Hay que ver, hasta los pérfidos más abyectos tienen su corazoncito…
Y aún un espacio queda para ser rellenado por el escritor, y lo hace, aunque quizá de una forma poco lograda, con un soslayo que puede alejar a un cierto extracto de los posibles lectores: el amor. Se anuncia aquí como una instancia secundaria, un imposible que luego se transforma y vuelca… no diremos cómo para despertar interés sin desvelar nada, aguántense, caramba, no sean ansiosos.
En resumen, literatura de aventuras en general bien construida, con generosos aportes históricos (el pirata Henry Morgan, ahora vicegobernador, incluido) para pasar el rato este verano que ya casi se anuncia…

viernes, mayo 28, 2010

Soy un gato, Natsume Soseki

Trad. Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Impedimenta, Madrid, 2010. 646 pps. 28 €

Amadeo Cobas

Impedimenta reedita esta obra satírica firmada por Natsume Soseki, uno de los autores japoneses más importantes del siglo XX, maestro del sarcasmo y la autocrítica.
En esta prosopopeya gatuna domina el absoluto protagonismo de un minino con capacidad de raciocinio. Y no pequeña, permitiéndose el lujo de emitir juicios muy críticos respecto de su dueño y demás humanos: «¡La verdad, por cruda que suene, es que los hombres son todos unos ladrones!». Es un gato descarado, haciendo honor a la característica principal de su modo de ser, del rol que se le supone en su estado de mascota; además, se concede el beneficio de interactuar con el lector, reconvenirlo e inclusive marcarle las pautas para mejor entender el significado de ser gato, silabeando las cuatro ocupaciones principales de los de su raza, «a saber, caminar, sentarnos, permanecer en pie o tumbarnos»… No es mala vida, no.
Este felino hace gala de un conocimiento importante del acervo popular, no en vano esgrime dichos y refranes humanos con desparpajo y soltura. A la sazón que en lo suyo resulta «un inútil». ¿Por qué? Porque no caza ratones, y ni siquiera sirve para avisar a los dueños si es que entran ladrones a robar en casa…
«No hay mejor modo de matar el tiempo que chinchar al prójimo», dice este gato sin nombre. Y lo pone en práctica, porque trae a la luz las intimidades de su dueño, maestro de profesión, al que desprecia y vitupera llegando a tildarlo de loco. Eso no impide que, como él es un presumido, algo vergonzoso, se sonroje si alguien cuenta sus intimidades.
Ay, pero lo que es este gato es un romántico. Su lirismo descriptivo va cargado de detalles: «Las hojas de otoño, arremolinadas en dos o tres pisos de color escarlata entre los pinos, han caído como sueños antiguos». ¿Será porque los gatos, como van más pegados al suelo en su andar, perciben los matices con mayor claridad?
Hay escenas en la novela de verdad hilarantes, siempre obtenidas bajo el prisma de este narrador omnisciente de cuatro patas; hay diversas conversaciones disparatadas que pintan una sonrisa en el rostro del lector. Y aporta información bien interesante, sirva de muestra que en el transcurso de las páginas se hace un repaso por la gastronomía japonesa: pasteles de arroz rellenos de mermelada de judías, arroz de serpiente; pero no sólo nos llena el estómago este repaso, sino que se visitan muchos más aspectos del modo de vida nipón allá por los tiempos de la etapa Meiji, como su cultura, su tradición e inclusive su historia. Siempre con una mirada de reojo hacia las costumbres de Occidente, ya entonces referente en Asia.
Se marca este gato alguna que otra digresión pseudofilosófica (por cuya irrupción y consecuente interrupción en el hilo narrativo llega a pedir disculpas al lector), concluyendo de forma nada peregrina. Es la voz de la conciencia, sacando los colores a la raza humana al hacer aflorar sus imperfecciones, inquinas, defectos, envidias, etcétera.
Empecemos con las pegas: la lectura es demorada, lenta, este gato usa un lenguaje culto, a veces en exceso, volviendo plúmbea y poco creíble su forma de narrar cada vez que se vuelve metafísico. Es como si una persona marisabidilla le estuviera “soplando” las palabras correctas a utilizar… Y se regodea, además, volviéndose pedante al explicarnos su cometido: «continuar recopilando material para este libro, una monografía sobre ese animal de extrañas costumbres llamado ser humano». Y ese tono que se gasta el peludo narrador en su hablar a lo largo de la novela, tan recargado, pertinaz, en ocasiones engolado, resabiado siempre, vuelve barroco hasta la incomodidad el contenido. En definitiva, no sabe uno si el cariñoso acercamiento con el que inició este periplo no acabará transpuesto hacia la antipatía. De simpático va el gato trasladándose a borde. O cansino.
Lo más terrible, y esto va para la editorial, son las excesivas faltas ortográficas y tipográficas que deterioran una edición por otra parte lograda. Es una lástima que Impedimenta se haya comido alguna revisión de la maqueta antes de llevarla a la imprenta y afee el resultado desluciendo la novela con este descuido. Conste este leve tirón de orejas.

jueves, mayo 27, 2010

Cartas a Ophélia, Fernando Pessoa

Trad. A. García Schnetzer. Ilust. Antonio Seguí. Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2010. 170 pp. 20,95 €

José Gutiérrez Román

Como siempre, hay varias formas de adentrarse en un libro. Propongo que nos olvidemos de la relevancia que Fernando Pessoa tiene hoy en la historia de la literatura y veamos sólo al que era en 1920: un hombre de 31 años, y con una vida aparentemente trivial (oficinista y traductor de la correspondencia en la compañía lisboeta «Félix Valladas & Freitas»), que un día conoce a Ophélia Queiroz, una joven de 19 años contratada por la misma empresa, y de la que queda prendado. Comienza entonces una curiosa relación de amor entre ambos, cuyo pilar fundamental son las cartas que se envían. Ophélia pasa a otra oficina en Lisboa, sus encuentros se reducen a breves paseos desde el trabajo a casa y a fulminantes apariciones de Pessoa bajo su ventana. Nadie sabe nada, todo permanece en secreto. Y todo es casto, pueril incluso y, a la vez, o quizá por ello, delicioso. Hay cajitas de caramelos con pequeñas notas en su interior que aparecen en el escritorio de Ophélia, y hay diminutivos y mimos impúdicos: «mi Bebé pequeño, almohadita de color de rosa para clavarle besos (¡qué gran disparate!)». Se fantasea con la idea del matrimonio, los amantes se piden pruebas de amor, aparecen reproches: nada que no sea habitual. Pero la vida de Fernando Pessoa no parece dispuesta a dejarse llevar por ese camino. Se queja, sufre a menudo amigdalitis, está cansado y reclama ser querido; sin embargo, él no es capaz de dejarse amar ni tampoco de entregarse. Como dice Tabucchi en su acertado prólogo, «Pessoa escogió la literatura simplemente porque no podía escoger el amor». Vive en muchas vidas al mismo tiempo, y ella no acaba de entenderlo, o lo entiende pero cree poder cambiarlo. El caso es que ese oficinista finalmente se rinde ante sí mismo y en una esclarecedora y brillante carta (la número 36) decide poner a fin al noviazgo: «Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ophelinha desconoce, y está cada vez más subordinado a la obediencia a Maestros que no consienten ni perdonan». Es noviembre de 1920 y han pasado nueve meses desde la primera carta.
Sin embargo, la cosa no queda ahí. Nueve años más tarde, en septiembre de 1929, retoman la correspondencia y la relación gracias a una foto que Fernando le regala al sobrino de Ophélia, el poeta Carlos Queiroz. Surgen de nuevo las dudas esperanzadoras, la posibilidad de amar, pero todo se resuelve del mismo modo para Pessoa: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo». En el inicio de 1930 Fernando Pessoa envía su última misiva a Ophélia Queiroz. Fin. Y habremos disfrutado de una hermosa novelita epistolar marcada por la interesante y desconcertante personalidad del protagonista, ese tal Fernando Pessoa.
La otra forma de leer esta recopilación de las cartas que el poeta portugués mandó a Ophélia es igualmente apasionante, pues quizá este sea uno de los documentos más personales del artista (un heterónimo más pero que firma con su mismo nombre). Para superfans de Pessoa accedemos aquí a datos de su vida cotidiana: los lugares que frecuentaba, sus rituales bebedores, sus horarios. También podemos valorar la influencia (aparentemente perniciosa) de su heterónimo Álvaro de Campos en esta relación («¡Hoy tienes de tu parte a mi viejo amigo Álvaro de Campos, quien por lo general siempre ha estado sólo en contra tuya!») y que incluso llega a firmar una de las cartas. Para los más avezados queda la elucubración sobre si el infantilismo de estos textos pudiera esconder detrás cierta perversidad. Quién sabe.
Además de las 48 cartas escritas por Fernando Pessoa, la edición incluye en su parte final una selección bilingüe de 16 poemas: los que envió a Ophélia, así como otros del autor relacionados con la temática amatoria. Quizá hubiera sido interesante incluir también el relato de Ophélia Queiroz sobre su relación con Pessoa, que sí se encuentra en la edición portuguesa. Con todo, insisto en que el libro es un interesante documento biográfico a la vez que una lograda historia de amor-soledad o como queramos llamar a ese híbrido.
En sus últimos días de vida Fernando Pessoa, a través de la pluma de Álvaro de Campos, reflexionó sobre todo esto en uno de sus poemas más conocidos. Es inevitable, pues, repetir esos versos mientras leemos estas cartas: «Todas las cartas de amor son/ ridículas» (…) «Pero, al final,/ sólo las criaturas que nunca escribieron/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas».

miércoles, mayo 26, 2010

Los mecanismos de la ficción. Cómo se escribe una novela, James Wood

Trad. Ana Herrera. Editorial Gredos, Madrid, 2009. 200 pp. 23 €

Elvira Navarro

El realismo (entiéndase aquí su variante tradicional, que es con la que usualmente se le identifica) lleva más de un siglo recibiendo palos y certificados de defunción, y desde esta muerte perpetua, pareja a la de la forma que lo encarna por antonomasia, la novela de estirpe decimonónica, su potencia se renueva. Aunque la repetición lleva al agotamiento y al lugar común, el sagaz crítico literario y novelista James Wood (1965) sostiene que el hecho de que algunas metáforas se gasten no quiere decir que la metáfora, como mecanismo, haya muerto. Sustituyamos “metáfora” por “convención”: eso es lo que se hace en Los mecanismos de la ficción, y no desde la mera teoría literaria, que tantas tentaciones tiene de convertirse en platonismo escolástico cuando se empeña en no ver más que lo que ella misma genera, sino dando ejemplos de la potencia de los narradores realistas a día de hoy. Wood se sitúa en la línea contraria a los opositores de la ficción convencional, que tienen a Roland Barthes (de quien Wood aprovecha ciertas ideas para ponerlas, precisamente, a favor de lo que el autor francés criticaba) como referente. Citando un texto del finado («La función de la narrativa no es “representar”, es constituir un espectáculo todavía muy enigmático para nosotros, pero en cualquier caso, no de orden mimético […] “Lo que tiene lugar” en la narrativa es, desde el punto de vista referencial (realidad), literalmente, nada, “lo que ocurre” es sólo un lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante celebración de su llegada»), Wood desarticula los argumentos que tradicionalmente se esgrimen en contra del realismo, a saber:
a) Que el realismo es una ingenuidad por suponer que el texto “representa” literalmente la “realidad”. Sin entrar en el estatuto problemático de esta última, así como del concepto de “representación”, cuestiones ambas que la filosofía lleva siglos discutiendo, Wood nos dice que ya con Flaubert esa creencia se desactiva, por lo que resulta absurdo acusar al realismo de seguir instalado ahí. El realismo no es más que un código, tan ficticio como la ciencia ficción.
b) Que el realismo es convencional. Cierto es que, por repetidas, las convenciones decimonónicas (trama, desarrollo lineal, personajes fuertes, narrador omnisciente) sobre las que se asienta la praxis más habitual del realismo acusan el desgaste; ahora bien, y en palabras de Wood: «Toda la ficción es convencional de una manera o de otra, y si se rechaza un cierto tipo de realismo por ser convencional, entonces habrá que rechazar por el mismo motivo el surrealismo, la ciencia ficción, el postmodernismo autorreflexivo, las novelas con cuatro finales distintos y así sucesivamente. La convención está en todas partes, y triunfa como la vejez: una vez se ha llegado a cierta madurez, o bien mueres de ella o con ella». Puesto que todas las convenciones huelen a podrido, la única manera de sortear el hedor es procurar el hallazgo, no (o no necesariamente) en lo grande (maneras de articular los discursos), sino en lo pequeño, en el detalle: el diálogo, la metáfora o el estilo indirecto libre, entre otros elementos. Es ahí donde, según Wood, sigue jugándose la potencia y la pertinencia de un texto literario.
A pesar de lo dicho, para el crítico el realismo no es un modo más de hacer ficción, sino su aspiración fundamental, pues, aunque el vínculo entre las palabras y las cosas esté roto desde la perspectiva de la referencia directa o literal, de lo que las ficciones nos hablan, utilicen el realismo, el surrealismo o el realismo histérico, es de un exterior: la “vida”. Y es que Wood, obviamente, rechaza la postura de que el texto sólo refiere al propio texto. Se le podría objetar, desde un punto de vista epistemológico, lo problemático que resulta eso de la “vida”, aunque desde luego no lo es más que la afirmación de que “todo es texto”. En ambos casos se acaba haciendo metafísica.

martes, mayo 25, 2010

Historias de Nueva York, Stephen Crane

Trad. David Cruz. El Olivo Azul, Córdoba, 2010. 104 pp. 15 €

Coradino Vega

Stephen Crane (1871-1900) fue reportero en los barrios más populares de Nueva York, corresponsal de guerra en Grecia y Cuba, amigo de Joseph Conrad y Henry James, náufrago, tuberculoso y, para muchos, uno de los puntales originarios del realismo norteamericano. Precursor del “nuevo periodismo”, autor de la primera novela naturalista en Estados Unidos (Maggie: una chica de la calle) y de La roja insignia del valor (sobre la Guerra de Secesión), fue reconocido como maestro por Ford Madox Ford y Ernest Hemingway.
Por sus relatos fue llamado también “el Chéjov americano”, calificativo que parece apropiado para John Cheever pero quizás un poco excesivo para Stephen Crane. Porque en estas Historias de Nueva York ―que enriquecen la buena labor editorial de El Olivo Azul―, aun escribiendo de las insignificantes cosas de la vida, más que en el alma humana, Crane penetra en el alma de una ciudad por la que deambulan niños dickensianos, coritas arrestadas, homeless de pensión a cinco centavos y millonarios ajenos al mundanal ruido: en resumen, toda la cimarrona gama de lo que fue el Nueva York de entre siglos ―en comparación con la exquisitez del 'fin de siècle' europeo― y que oscila entre dos museos actuales muy ilustrativos: la Morgan Library de Madison Avenue y el Tenement del Lower East Side.
El estilo de Crane es preciso, de un lirismo contenido, descriptivo, realista, veraz. A él no le interesaba la fantasía ni la imaginación, sino sólo servir de testimonio de lo acontecido. Por eso estos once relatos, más que cuentos con argumento, nombres y apellidos, parecen retratos al natural, “estampas cazadas al vuelo por alguien que pasaba por allí”, como dice Juan Bonilla en su inmejorable prólogo. La mirada es aparentemente objetiva, distanciada, pero lo que parece un salto atrás del autor, encierra una sutil y aguda crítica social y la toma de partido por los olvidados.
En Estados Unidos, Crane es toda una referencia para entender mucho de lo que vino luego: los bajos fondos de Chandler, el coloquialismo de Hemingway, el Manhattan de Dos Passos, la 'non fiction' de Capote, la poética de Carver o de Tobias Wolff. Sin embargo, deja también una doble enseñanza que trasciende la tradición de un país y de un idioma (ese inglés “americano” reivindicado por Emerson y literaturizado por Whitman y Twain): de un lado, que a veces la realidad es tan fascinante, tremebunda y poética que, en lugar de inventar, sólo hace falta pararse a mirar y escribir lo observado; y de otro, que para atrapar el latido de un país, o de esa capital del mundo que aún es Nueva York, no hay por qué escribir una novela grandilocuente, sino que basta con reflejarlo, como dice también Bonilla, en un espejo roto en muchos pequeños pedazos.

lunes, mayo 24, 2010

A la intemperie. Exilio y cultura en España, Jordi Gracia

Anagrama, Barcelona, 2010. 247 pp. 16,50 €

Juan Pablo Heras

Jordi Gracia ha escrito una Historia secreta de los vencidos. Ha tomado un pincel de arqueólogo y ha limpiado nuestra memoria de los insidiosos prejuicios que oponían artificialmente a los intelectuales del exilio con aquellos que se quedaron y siguieron trabajando bajo las condiciones que impuso el franquismo. Y lo que ha encontrado es un espejo, es decir, dos imágenes a la vez idénticas e invertidas. A través de un detenido estudio de correspondencias y pequeñas publicaciones olvidadas, Gracia hace notar que, ya desde la primera posguerra, algunos de los que se fueron advirtieron con lucidez que solazarse en la melancolía era un insulto a la libertad de la que gozaban en los países que les dieron refugio, y que, en cambio, los que no pudieron salir no sólo estaban lejos de ser traidores o colaboracionistas, sino que eran la única esperanza verosímil de vencer al franquismo, y a la vez una ventana abierta hacia una España que ya nunca iba a ser la misma. Por eso algunos se apresuraron a retomar el contacto, no sólo con los viejos compañeros de los círculos que constelaron la Edad de Plata, sino también con aquellos del bando vencedor, que, como Dionisio Ridruejo, se sumaron insospechadamente a la resistencia intelectual contra el yermo de la cultura oficial del franquismo. Desde los 50 hasta el final de la dictadura, este intercambio no hará sino aumentar.
Gracia recuerda un agudo artículo de Claudio Guillén que dibuja dos formas de estar en el exilio: por un lado, la tradición de Ovidio, es decir, la que se encarna en una eterna elegía nostálgica por lo que quedó atrás. Por otro, la tradición de Plutarco, la que asume con mirada alta y orgullo mal disimulado el consuelo que supone haber adquirido, aun por vías desgraciadas, una suerte de cosmopolitismo veraz, de mirada apátrida liberada de toda niebla nacionalista. Gracia encuentra esta actitud en personalidades tan vibrantes como las de Francisco Ayala, Pedro Salinas o Josep Ferrater Mora, y nota, en cambio, cómo genios como Max Aub o Rosa Chacel no emergieron jamás de la añoranza de un futuro que les robó la guerra, como si la herida del exilio les impidiera ver que, como decía Tadeusz Kantor, nadie —no sólo ellos— vuelve vivo al país de su juventud.
La interpretación que este ensayo hace del exilio intelectual español, a la luz de su participación en los movimientos de resistencia del interior, está expuesta con suma brillantez y una prosa persuasiva e iluminadora, aunque con frecuencia se ensortija en un bucle de conceptos reiterativos y enredados en un hilo discursivo que no avanza. No obstante, es de agradecer el rigor con el que el autor se ciñe a sus fuentes, a los hechos constatados, y desestima elucubraciones tentadoras que alguien más descuidado no dudaría en recorrer.
Lo más significativo de este ensayo, lo que generará más discusión por lo que tiene de toma de postura, es la generosa apertura de su perspectiva. Jordi Gracia escribe con un sosiego medido desde el que reivindica la memoria de la resistencia democrática al mismo tiempo que trata de juzgar a cada cual en el torbellino de sus circunstancias. Son muchas las ideas preconcebidas que había que romper. Pese a lo que se tendía a pensar, aquellos que sufrieron lo que Miguel Salabert bautizó como “exilio interior” y trataron de abrirse paso en los puntos ciegos a donde no llegaban las zarpas del franquismo, jamás olvidaron el legado leal de los desterrados. Por otro lado, los que no quisieron volver no superan en integridad moral o política a los que decidieron regresar o incluso quedarse, todavía en tiempos de Franco: las de unos y otros fueron sólo distintas maneras de construir una cultura valiosa, veraz y productiva, en lucha contra la censura del interior o las distancias atlánticas. Cuando llegan los 80 y lo que el autor llama “democracia caníbal” se desinteresa por la obra de los exiliados no sería tanto en obediencia a un inexistente pacto por el olvido, sino a la necesidad natural de forjar un país nuevo con nuevos mimbres. Por eso, Gracia encuentra lógico que haya que esperar a la primera década del siglo XXI para que se produzca un “boom” en el interés de la sociedad española por todo aquello que conmemore o reconstruya el ciclo de la República, la Guerra Civil y el franquismo. Gracia considera que este proceso, en el que aún nos encontramos, se inaugura con el éxito de Soldados de Salamina en 2001, y admite que hasta el revisionismo más zafio y descaradamente neofranquista ocupa un lugar útil, aunque sea como revulsivo e impulso para otro tipo de propuestas más rigurosas. Para el autor de este ensayo, es sólo en este espacio mítico, hoy continuamente revisitado, donde el legado de la cultura exiliada, descartada en la Transición, ha encontrado al fin su lugar, un terreno feraz en el que al fin echar raíces y engendrar los frutos de un mañana insospechado.
Si esta visión comprensiva de las múltiples lecturas que el exilio hizo de sí mismo y de la manera en que su obra fue asumida por la sociedad española pudiera pecar de indulgente, no es tanto porque el autor considere que el mundo está bien hecho, como diría el otro Guillén, el padre, sino porque apuesta decididamente por abarcar la complejidad de lo humano y eludir la inanidad de los planteamientos rígidos y maximalistas que tanto abundan en los relatos que se hacen de esta época. A la intemperie es un valioso intento de superar la miopía histórica y atender por fin a las razones interiores que movieron —o paralizaron— a tantos de nuestros mejores intelectuales.

viernes, mayo 21, 2010

Premios Tormenta 2009: ganadores

Premio Tormenta al mejor libro publicado en castellano en 2009

El viajero del siglo, Andrés Neuman.
Alfaguara, Madrid, 2009.
531 pp. 22 €

«Hay territorios en los que no se puede entrar, por más que se pretenda (Kafka nos lo demostró con la historia de su agrimensor); y también espacios que, de una forma invisible pero inquebrantable, aherrojan a quienes en ellos penetran y no les permiten la huida. Hans, el protagonista de esta novela, lo notará pronto: una vez que pone sus pies en Wanbernburgo ya no hay forma de que pueda salir de allí. Y serán dos los motivos principales para esta poderosa adherencia emocional: el organillero (un misterioso anciano de extraña sabiduría, que se gana la vida tocando su instrumento junto a un perro llamado Franz y que habita en una cueva misérrima) y Sophie (una chica de la buena sociedad wandernburguesa, aficionada a la lectura, políglota, de ideas feministas bastante adelantadas a su tiempo y mantenedora de un salón donde los viernes se discuten ideas políticas, culturales y sociales). (...) Andrés Neuman no sólo ha demostrado en El viajero del siglo su fortaleza en la extensión, sino también en la intensión. Un poderoso reto narrativo y literario del que sale notoriamente musculado.»

(de la reseña de Rubén Castillo Gallego)


Andrés Neuman nació en 1977 en Buenos Aires, donde pasó su infancia. Hijo de músicos emigrados, terminó de crecer en Granada en cuya universidad estudió y fue profesor de literatura hispanoamericana. Ganó el Premio Alfaguara 2009 con su novela El viajero del siglo, votada entre las cinco mejores del año en lengua española por los críticos de El País y El Mundo, que recientemente obtuvo el Premio de la Crítica y, ahora, el galardón que concede La Tormenta en un Vaso. Próximamente será publicada en Gran Bretaña, Francia, Italia, Brasil, Holanda y Portugal. Es además autor de las novelas Bariloche, La vida en las ventanas y Una vez Argentina; los libros de cuentos El que espera, El último minuto y Alumbramiento; la colección de aforismos El equilibrista; y el volumen Década, que reúne sus libros de poemas publicados hasta hoy. Ha recibido el Premio Hiperión y resultado finalista del Premio Herralde. Mediante una votación que convocó el Hay Festival, fue incluido en la lista Bogotá-39 entre los más destacados jóvenes autores nacidos en Latinoamérica.
(foto: Daniel Mordzinski)



Premio Tormenta al mejor nuevo autor en castellano

La ciudad feliz, Elvira Navarro.
Mondadori, Barcelona, 2009.
192 pp. 16,90 €

«Lo que nos hace temblar en las historias que Elvira Navarro nos cuenta se esconde en la lógica aplastante que rige la moral de los niños: quiero esto, no quiero aquello. Cambia de estación entre su anterior novela (La ciudad en invierno) y ésta (La ciudad feliz), pero no de estilo ni mirada (si es que acaso no fueran la misma cosa). De nuevo nos encontramos con protagonistas en los últimos coletazos de la infancia, y uno quiere pensar que no hay tanto un gusto especial por esa edad cuanto la búsqueda de un terreno que le permita a la autora indagar en temas como la inadaptación o el terrible descubrimiento del vacío vital. (...) Navarro disfruta limpiando su prosa de todo lo que pueda ser innecesario. Su economía narrativa da lugar a una frialdad descriptiva que (sabiamente) nos incomoda aún más ante sus historias: uno llega a sentir que se enfrenta a la historia desnuda. Ni siquiera la primera persona del relato de Sara tiene el peso de una narración unidireccional. Los devotos de la novela corta sabemos que es posible esconder la falta de contenido en la brevedad, pero nada tiene que ver esto con el texto que nos ocupa. En Navarro es tensión la brevedad, intensidad y compromiso con un estilo narrativo.»

(de la reseña de Emilio Ruiz Mateo)


Elvira Navarro nació en Huelva en 1978, y es licenciada en Filosofía. En 2004 ganó el Certamen de Jóvenes Creadores del Ayuntamiento de Madrid, y entre 2005 y 2008 disfrutó de una beca de creación en la Residencia de Estudiantes. En 2007 apareció su primer libro, La ciudad en invierno (Caballo de Troya), que fue acogido calurosamente por la crítica y distinguido como Nuevo Talento Fnac. Su segunda novela, La ciudad feliz (Mondadori, 2009), obtuvo el XXV Premio Jaén de Novela y fue elegida por los críticos del diario Público como uno de los libros revelación del año. Artículos y cuentos suyos han aparecido en las revistas Ínsula, Turia, Calle 20, El Duende de Madrid, CríticaEl Perro, y en los diarios PúblicoEl País. Ejerce la crítica literaria en la revista Qué Leer, y es profesora de escritura creativa.
Desde La tormenta en un vaso creamos en la pasada edición esta nueva categoría, con el objetivo de resaltar la obra de un autor o autora, con un máximo de dos libros publicados, y que suponga ya una apuesta no de futuro, sino de presente. La ciudad feliz ha sido el título que, cumpliendo estos requisitos (se trata del segundo título que se edita de Elvira Navarro), ha obtenido más votos en la categoría absoluta de mejor libro en castellano, resultando al mismo tiempo uno de los cinco libros más votados.



Premio Tormenta al mejor libro traducido al castellano en 2009

Un país mundano, John Ashbery.
Traducción y prólogo de Daniel Aguirre.
Lumen, Barcelona, 2009.
192 pp. 16,90 €

«El octogenario John Ashbery (Nueva York, 1927) es no sólo uno de los grandes nombres de la poesía norteamericana, sino asimismo una referencia ineludible en la lírica actual, que sigue encontrando nuevos lectores (y no pocos discípulos) entre los jóvenes (no resulta, por ejemplo, nada difícil detectar una veta claramente ashberiana en la última poesía española). (...) El fragmentarismo de la escritura ashberiana se alia aquí con el fragmentarismo de la memoria, en un continuo movimiento entre el presente y el pasado. El yo descansa así en una precaria conciencia de sí mismo, en la necesidad de construir una y otra vez su propio relato, sabedor siempre de que se le hurtan importantes partes de esa historia que es su propia realidad. El autorretrato se refleja ahora en un espejo roto, ante el cual caben pocas complacencias: «Yo imaginaba hermanas, cómo domina una puerta/ la larga vida de uno, que solo al final llega/ a una "insensata coherencia",/ y para entonces ya ha pasado todas/ las objeciones razonables,/ y está solo». En algún momento, la experiencia del tiempo recuerda al Eliot de los Cuatro Cuartetos pero sin el consuelo, siquiera precario, de un horizonte de trascendencia: «una academia/ por donde desfilan perdedores, y el presente es irredento,/ y todas las frutas son de temporada». Nada es gratis en el mercado del mundo y por toda elección hay que pagar un precio que a menudo ignoramos ("y había un impuesto oculto en todo esto"). Con todo, si la memoria ofrece un largo inventario de pérdidas y de enigmas, el vigor de la escritura de Ashbery se impone: «¿Con hambre aún? Sigue leyendo». Hambre de poesía y de vida, que siguen despertando y saciando sus poemas.»

(de la reseña de José Luis Gómez Toré)


John Ashbery (Rochester, Nueva York, 1927) es la voz más relevante de la poesía actual norteamericana, y uno de los poetas más destacados de la actualidad, permanente candidato al Nobel, e influencia más que firme para las nuevas generaciones. Residente entre Nueva York y Hudson, profesor de literatura en Bard College, es autor de más de una veintena de libros de poesía, ha sido distinguido con numerosos premios y reconocimientos, entre los que se cuentan el Premio Pulitzer en 1976, por Autorretrato en espejo convexo, el Premio Nacional del Libro, la medalla Bollingen y el reconocimiento de la academia de los miembros del dei Lincei de Italia. Ha sido el primer poeta de lengua inglesa en ganar el Gran Premio de las Bienales Internacionales de Poesía de Bruselas y, en 1992, obtuvo el premio de Feltrinelli de Italia para poesía internacional. Ampliamente traducido en España (sus títulos se reparten en los catálogos de DVD, Lumen y Visor), entre sus títulos más destacados no podemos dejar de mencionar The Ice Storm, Can You Hear, Bird?, Chinese Whispers, Where Shall I Wander o A Worldly Country.

jueves, mayo 20, 2010

Premios Tormenta 2009: finalistas (mejor libro en castellano)








Elevación, elegancia y entusiasmo, Francisco Casavella.
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2009.
1020 pp. 35 €


El viajero del siglo, Andrés Neuman.
Alfaguara, Madrid, 2009.
531 pp. 22 €










La ciudad feliz, Elvira Navarro.
Mondadori, Barcelona, 2009.
192 pp. 16,90 €











Las primas, Aurora Venturini.
Caballo de Troya, Madrid, 2009.
190 pp. 12,90 €









Los que rugen, Care Santos.
Páginas de Espuma, Madrid, 2009.
168 pp. 14,99 €









miércoles, mayo 19, 2010

Premios Tormenta 2009: finalistas (mejor libro traducido al castellano)




Ayer, Agota Kristof.
Traducción de Ana Herrera Ferrer.
El Aleph, Barcelona, 2009.
112 pp. 14,95 €






El Agrio, Valérie Mréjen.
Traducción de Sonia Hernández Ortega.
Periférica, Cáceres, 2009.
88 pp. 12 €






Indignación, Philip Roth.
Traducción de Jordi Fibla.
Mondadori, Madrid, 2009.
165 pp. 18 €






Ni de Eva ni de Adán, Amélie Nothomb.
Traducción de Sergi Pàmies.
Anagrama, Barcelona, 2009.
173 pp. 15 €






Un país mundano, John Ashbery.
Traducción y prólogo de Daniel Aguirre.
Lumen, Barcelona, 2009.
192 pp. 16,90 €

martes, mayo 18, 2010

La cicatriz, Empar Fernández

Premio Rejadorada de Novela Breve. Multiversa, , 2009. 86 pp.

José Manuel de la Huerga

Cuando la curiosidad se vuelve obsesión y se asoma al abismo de la desconfianza, se avecina la debacle. El editor Andrés quiere saber a toda costa el origen de la cicatriz de su chica, de la preciosa Ronda, una joven ilustradora que le ha caído del cielo del amor. La percusión sobre el tema de la cicatriz, durante los dos primeros capítulos de esta novela breve, intensa y bien urdida, anuncia el monotema: a pesar de los riesgos de asomarse donde no le llaman, a pesar de que Ronda se niega a contarle la historia de su cicatriz, Andrés quiere escribir la novela de su perdición. He aquí uno de los aciertos de la novela de Empar Fernández, autora que se mueve como pez en el agua en el registro policiaco y de intriga, y que sabe muy bien pulsar el botón de la curiosidad enfermiza también en el lector, mi hipócrita lector, mi semejante, como nos describiera magistralmente Baudelaire.
Pero hay más en las pocas páginas de este Premio Rejadorada que edita Multiversa. Describir minuciosamente el doble costurón que como banda impuesta por el destino adverso luce Nora desnuda ante el boquiabierto Andrés, nos golpea desde un principio y es garantía de zambullida del lector en la trama falsamente policiaca, inteligentemente muñida, por la escritora barcelonesa.
La novela funciona por la intensidad del claroscuro. La oscuridad del pasado en la que Andrés bucea a toda costa, opuesta a la hermosa luminosidad del presente de la enigmática Nora. De cuerpo delgadísimo, entregada al sexo con Andrés como una liberación de los tormentos del pasado, presidiendo cada instante de piel y de saliva esa cicatriz como camino de perdición… Pero también, la Nora poderosa, la que advierte a Andrés de que no indague, la que toma la decisión final, fulminante.
Nora es un personaje que imanta. No puedo por menos que recordarla como ilustradora de cuentos infantiles, capaz de todo el color y de la luz, de los mundos maravillosos, pero silenciosa, secreta. Desde luego esta combinación de personajes es la que más me ha interesado. Son personajes memorables, y que un personaje se recuerde, quede en la memoria del lector habituado es realmente difícil.
Al pobre insensato de Andrés, perseguido y perseguidor de una obsesión, no le queda más que buscar entre informes médicos y pasado en colegio de monjas, para saber la verdad de Nora. Una verdad que le va a costar carísima.
Por si fuera poco Empar Fernández nos deja una novela valiente. Los de su generación sabemos de educación sentimental castradora, y también de los peligros de las obsesiones que pasan factura a partir de los cuarenta. Es el bajo continuo que suena potente de la primera página a la última.

lunes, mayo 17, 2010

El daño oculto (Un viaje a la Alemania de posguerra junto a W H. Auden), James Stern

Trad. Ariel Dilon. Lengua de Trapo, Madrid, 2010. 464 pp. 24,80 €

Miguel Baquero

Por norma general, las novelas y películas sobre la Segunda Guerra Mundial suelen terminar con la imagen de las calles destrozadas de Berlín, el cadáver humeante del Fuhrer o la bandera roja izada en el tejado del Reichstag. Para el lector o el espectador, aquello supone el punto final y definitivo de la historia, la conclusión, el colofón del mayor conflicto bélico que ha vivido la Humanidad.
Pero el 8 de mayo de 1945, al día siguiente de la rendición del Ejército, la vida debía continuar en Alemania. El daño oculto es la crónica sobre ese tiempo de un escritor irlandés, James Stern, enrolado en esos días últimos de la Guerra, con la paz ya firmada, en el Ejército Estadounidense como “analista de bombardeos”. Su misión iba a consistir en trasladarse a la Alemania en ruinas y hacer encuestas entre la población para establecer el estado de su moral, la naturaleza de sus necesidades, el calado que la propaganda nazi había tenido en sus conciencias y establecer lo que había ocurrido exactamente durante esos seis años en que el Reich había permanecido aislado bajo un manto de fuego. Paralelamente a la persecución por los militares de los altos mandos del nacionalsocialismo, que buscaban huir o sustraerse de la justicia de los vencedores, y como paso previo a la desnazificación del país, estos “analistas de bombardeos” —personal civil aunque integrado en el Ejército— se dedicarán a hacer encuestas aleatorias entre la población a todo lo largo del país, entre todos los segmentos de población y entre una horquilla muy amplia de edades.
El daño oculto supone un testimonio de primera mano, directo, real y cierto, sobre la posguerra en Alemania, y en general en Europa occidental, antes de que comiencen a circular los tópicos, los mitos o las visiones deformadas que enseguida suelen acuñarse al término de una guerra. Podría decirse que Stern se encuentra con los edificios derruidos, todavía humeantes, y con carros llenos de gente sin hogar en las cunetas de las carreteras que le ofrecen una visión sin tergiversar.
Así, leemos testimonios sorprendentes, que hoy, influenciados por toda la literatura surgida en torno al conflicto, nos cuesta imaginar. Como el de la joven sirviente en una hospedería alemana que parece sentir una ligera decepción porque a ella ni la ascensión del nazismo ni la guerra la han cambiado, en absoluto, su forma de vida, y lleva quince años haciendo la misma labor, sin mayor novedad. Encontramos referencias, luego poco difundidas, a la resistencia que existió al nazismo en el interior del país, como la revuelta de los estudiantes de Munich en 1943, o la noticia de que algún dirigente nazi fue apedreado en algún pueblo, ya en plena guerra, por gente disconforme.
Nos quedamos algo estupefactos ante el modo cómo la gente opina que, pese a todo, el nacionalsocialismo no era mal sistema, y si perdieron la guerra fue porque los mandos engañaron y desobedecieron las órdenes del honrado y abstemio Adolf. Inolvidable esa enfermera de la Cruz Roja de la que, apenas rascando un poco, surge la fanática nazi que sostiene que fue Inglaterra quien desencadenó el conflicto. O ese otro personaje convencido de que a los judíos, según eran capturados, se les deportaba a América.
Por medio de los ojos de Stern, asistimos, sin embargo, a como el fantasma de la culpa y de la enormidad de la tragedia va alzándose ante los ojos de los alemanes, alimentado por cárteles que, en la zona de ocupación estadounidense, muestran fotos de campos de concentración bajo el lema: “¡Usted es culpable!”. En la zona soviética, sin embargo, no se cuelgan esos carteles, no se aviva ese sentimiento, pese a lo cual los vencidos tienen un miedo cerval tanto a los soviéticos como a los franceses… pero todo eso es nada comparado con los asesinatos que se producen por la posesión de una bicicleta.
A medio camino entre la novela y el reportaje, El daño oculto es un libro esencial para quien quiera explorar no sólo en el nacimiento y el desarrollo del nazismo, sobre lo cual hay una bibliografía extensísima, sino en otro aspecto no menos fundamental que es entender hasta qué punto la sevicia se abrió paso y consiguió alcanzar el corazón de una sociedad, y los rescoldos que dejó tras de sí.

viernes, mayo 14, 2010

Magnitud imaginaria, Stanislaw Lem

Trad. Jadwiga Maurizio. Madrid, Impedimenta, 2010. 140 pp. 16 €

Luis Manuel Ruiz

Ciencia ficción es el título que se le dio a mediados del siglo XX a un incómodo género de literatura, y por extensión de cine, centrado en cohetes de papel de aluminio y la posibilidad de invasión de los Estados Unidos por fuerzas totalitarias, preferentemente procedentes de mundos alternativos. La mayor parte de la ciencia ficción literaria, aceptando los postulados presentes en esas obras pioneras de H. G. Wells que fueron La guerra de los mundos, El hombre invisible o La máquina del tiempo, ha jugueteado con imágenes de un futuro más o menos lejano en que la industria del hombre, gracias al avance progresivo del que ya dio indicios a finales del siglo XIX, convertía la vida, alternativamente, en un paraíso o una escombrera: tanto al presentarnos un mundo donde el poderío tecnológico era capaz de suplir todas las necesidades de la población (Puerta al verano, de Robert Heinlein), como al alertarnos de las consecuencias siniestras que de ese poder cabían derivarse (el dominio de las máquinas en, por ejemplo, RUR, de Karel Čapek), la ciencia ficción, dando razón a su etiqueta, se ocupó sobre todo de explorar los límites del conocimiento y la técnica humanos y de hacerlos coincidir con los límites de la imaginación. Y llegó la dispensa continua de cohetes, computadoras, casas inteligentes, píldoras que garantizaban la longevidad, medios de comunicación que permitían detectar los remotos balbuceos de las estrellas. En medio de ese despliegue de chatarra, claro, el hombre terminaba por cruzarse con razas alienígenas y se enemistaba o se daba abrazos con ellas, como niños en el patio del recreo. En 1976, Stanislaw Lem fue expulsado sumariamente de la Science Fiction Writers of America Society por haberse hartado de todo esto. Por denunciar, de manera pública y notoria, que la ciencia ficción, al menos en su vertiente yanqui, se había extraviado en una pueril invención de aparatos imposibles y había dejado de lado lo que él consideraba su auténtica, profunda razón de ser: imaginar otros mundos. Y al decir esto no estaba pensando sólo en paisajes distintos a los de nuestro planeta, sino a una manera distinta de presenciarlos, de formar conceptos sobre ellos, de existir.
Más de un especialista de la cosa ha afirmado que, de poder aislarse uno, el alcaloide que caracteriza a la ciencia ficción en confrontación con el resto de géneros, literarios o no, es el encuentro con la alteridad. Lo otro, lo extraño, lo inclasificable, lo que no es como nosotros: por lo general una inteligencia extraterrestre o una civilización desconocida, o un cerebro artificial, o un dios. Creo poder afirmar que el único autor que ha llevado esa petitio principii hasta sus últimas consecuencias es Stanislaw Lem: sólo él se ha atrevido a atisbar no un universo diferente, sino un método diferente de pensar en él. A ese respecto, si bien conviene observar con atención la obra más visible de Lem, puesto que en ella encontramos ejemplos acabados y correctos de ciencia ficción canónica (lo que suele llenar los catálogos de las editoriales mayoritarias: Relatos de las estrellas, Ciberíada, Edén, y sobre todo, Solaris), sus títulos estelares serían los aparecidos en las últimas décadas de su vida, cuando las viejas naves espaciales habían ido dejando lugar paulatinamente a ingenios de menor tonelaje pero más altos vuelos, y concibió esa extraordinaria trilogía que es la Biblioteca del siglo XXI. Compuesta por tres tomos independientes pero íntimamente ligados (Vacío perfecto, Magnitud imaginaria y Golem XIV), la Biblioteca recoge el legado de las grandes fantasías filosóficas de la tradición occidental y se lanza a recorrer los bordes del pensamiento humando recalando en cada una de sus fisuras y sus huecos. El resultado es espectacular: creemos estar seguros de qué es el universo (creemos, ay, que existe un universo), pero todo nuestro saber, nuestras certezas y nuestra anticipación no constituyen más que prejuicios fundados en largas barbas académicas y libros de fórmulas de aspecto muy serio. Como también nos enseñaron Borges y Calvino, compañeros de Lem en este tipo de singladuras extremas, todo lo que sabemos o confiamos en saber flota sobre el abismo negro de la ignorancia, que es la nada.
Poco conocida y menos frecuentada por el lector en castellano, la Biblioteca del siglo XXI tuvo una tímida edición por parte de Bruguera en los años ochenta del siglo que se fue. La editorial Impedimenta, embarcada ahora en una de esas escasas cruzadas por las que merece la pena arriar las velas, está rescatando las traducciones correspondientes, debidas a Jadwiga Maurizio, y presentando estas joyas en un formato lleno de delicadeza que hace pensar en viejos atlas y bibliotecas con jardín. Magnitud imaginaria, la segunda entrega de la serie, amplía el espíritu y las formas de su directa antecesora, Vacío perfecto. Si en el primer volumen Lem se escudaba, a la hora de presentar sus ficciones, en reseñas de libros imaginarios, ahora emprende la tarea de dotar de prólogos a otros que tampoco han sido escritos y que presumiblemente (y por desgracia, todo hay que decirlo) nunca lo serán. La excusa del prólogo, como ya sucedía en el caso previo con la recensión, permite al autor esbozar una breve sinopsis del argumento de cada título y de exponer sus fortalezas y sus puntos flacos. El banquete de ironía y vértigo metafísico está servido: a lo largo de cuatro secciones encabezadas por nombres de lo más granado de la sátira moderna (los supuestos autores de los libros que se prologan son señores como Reginald Gulliver o Juan Rambellais), Lem consigue ese raro prodigio que en él y sólo en él se vuelve doméstico, el de conjugar la amenidad con el humor y con una fina capacidad de análisis que convierte al lector en algo más, en mucho más, que un pasivo receptor de alimentos precocinados.
El primer prólogo, “Necrobias”, presenta la colección de fotografías de Cezary Strzbisz, conocido sobre todo por sus series pornográficas. Aquí Strzbisz (dice el prologuista) ha llevado su morbosidad a sus últimos límites; porque nos brinda no instantáneas de los pliegues más indigestos de la piel humana, sino de su esqueleto: se trata de un conjunto de láminas tomadas a través de rayos X, donde calaveras y fémures se entrelazan en un macabro remedo del acto sexual. “La Erúntica”, el segundo apartado, narra la proeza del doctor R. Gulliver, “filósofo-diletante y bacteriólogo amateur que un buen día, hace dieciocho años, tomó la decisión de enseñar a las bacterias la lengua inglesa”. Y que logró que ciertas cepas mutantes bautizadas como Gulliveriana coli bibliographica y telecognitiva predijeran aspectos del futuro (porque las bacterias disponen de un grado de presciencia que les permite reaccionar ante eventuales amenazas), justo antes de morir enseñando a leer a los bacilos del cólera. Obviando el último texto, una enciclopedia loca del futuro llamada “Extelopedia Vestrand” y que contiene venenosas pullas contra la oscuridad de los tecnicismos científicos, quizá el más logrado sea el tercero, “Historia de la literatura bítica”. Aquí nos encontramos con que ciertas computadoras, sirviéndose de programas diseñados al efecto, son capaces de redactar obras literarias. En un primer momento, dichas obras se asemejan candorosamente a las que podría componer un ser humano (o las rebasan, como en el caso de La niña, del Pseudo-Dostoievski); pero una vez cumplida esa primera fase, las máquinas elaboran novelas, ensayos y dramas que se alejan de la problemática de los hombres y su visión de la realidad y que parecen adoptar un punto de vista propio de almas cibernéticas, si es que cabe dicha entelequia: porque una de las interrogantes que queda en el aire, y en cuyo contexto se citan naturalmente las famosas leyes de Turing, es si estas obras literarias son el resultado de vivencias psicológicas reales o si sólo fingen serlo… Es decir, si, igual que un Tamagotchi finge tener hambre, un novelista mecánico puede fingir a Madame Bovary sin creérsela.
En la mayoría de nuestros escritores humanos, por cierto, el problema corre por cauces parejos: pero a ver, ¿hay inteligencia debajo de esos signos?

jueves, mayo 13, 2010

La familia Moskat, Isaac Bashevis Singer

Trad. Juan José Guillén. RBA, Barcelona, 2009. 793 pp. 29 €

Coradino Vega

Cuando decae la fe en la novela, cuando parece que importa más delimitarla que su realización, cuando pesa la sobredosis de inteligencia y de ficción y de formatos y nos invade una sensación de hastío o de empacho o de opresión, hay veces en las que surge el milagro: una de esas novelas que son en sí todo un monumento a la novela, un «tocho» que hace que recuperes la fe y te reconcilies con la vida y des gracias a su autor por producirnos esa clase de enajenación tan parecida a la felicidad que sólo provoca la gran literatura. Me pasó no hace mucho con Vida y destino, de Vasili Grossman. Y me ha vuelto a pasar con La familia Moskat, del escritor judío ―nacido en Polonia y emigrado a Estados Unidos― Isaac Bashevis Singer.
Se trata de una novela-novela que no funciona ni por acumulación ni por ‘amplificatio’ (los dos recursos más utilizados hoy día para escribir voluminosamente). Una novela que entrelaza decenas de historias y personajes sin que falte ni sobre una página, con un ritmo narrativo constante y alto, con diálogos de una vivacidad admirables, con un dominio primoroso sobre lo grande y lo pequeño como, sin renunciar a la totalidad de Tolstoi, se centrara también en lo concreto con el detallismo de Chéjov. ¿Que cómo logra ese milagro Singer? Pues de una manera que nos parece en su resultado muy sencilla y, sin embargo, quizá sea la más complicada. Cuando Singer escribió La familia Moskat, Faulkner, Virginia Woolf, Dos Passos, Joyce y compañía ya le habían dado la vuelta a la novela realista hasta situarla en un punto de no retorno. Sin embargo, parece que a Singer, un tipo que seguía escribiendo en yiddish en el turbulento Nueva York de mediados del siglo XX, la vanguardia se la trajo al pairo. Su receta era la de siempre, la más simple, la más difícil: no explicar, no describir, no representar, no reflexionar, no opinar; sólo mostrar, observar y mostrar, y así ofrecer una intensa impresión de vida narrando el bullicio de la ciudad o la guerra, las escenas más íntimas o las celebraciones familiares más ruidosas, el colorido de las relaciones humanas de distintas clases sociales ―jóvenes y viejos, ‘chassidim’ y «modernos», sionistas y comunistas―, con personalidades contradictorias y comportamientos ambiguos, o en resumen, siendo capaz ―con un talento entre genial y prometeico― de penetrar en el alma de los otros desde fuera y, de esta forma, contar el latido de toda una época: la Varsovia judía desde principios de siglo XX hasta la llegada del ejército nazi.
Es cierto que La familia Moskat es una novela atravesada por la conciencia de la Torah: uno no podría entender de dónde viene la pulsión y el humor de escritores como Saul Bellow o Philip Roth sin haber leído a Singer. Y sin embargo, La familia Moskat no es sólo una novela judía. Es verdad que constituye todo un homenaje a un pueblo que sería arrasado por el Holocausto, una suerte de Los Buddenbrook en clave hebraica, pero sus personajes alcanzan la compleja cualidad de resultar universales. Así, el depresivo existencialista Asa Heshel, el patriarca Reb Meshulam, el arribista Koppel, la dulce Hadassah, la comprensiva Adele o el hereje y disoluto tío Abram, alcanzan las resonancias de los Aliosha Karamazov, Settembrini, Julien Sorel, Frederic Moreau, Emma Bovary, Víctor Quintanar, Stavrogin, Pierre Bezukhov o Natasha Rostova.
Una novela, en definitiva, inolvidable, magistral, inmensa. Una obra maestra de uno de los escritores más grandes del siglo XX, el Premio Nobel de 1978, Isaac Bashevis Singer (cuya restante producción, por cierto, es actualmente muy difícil de encontrar en las librerías españolas). «Una revelación», como dijo de ella Claudio Magris, entre las muchas «revelaciones» semanales con pretensiones de serlo que acaban fagocitadas por el tiempo.

miércoles, mayo 12, 2010

Unas pocas palabras verdaderas y otros relatos falsos, José Antonio Abella

Isla del náufrago, Segovia, 2010. 348 pp. 14 €

Alma Grey

Bajo este título equívoco entre la verdad y la mentira se nos presentan 18 relatos. Espléndidos. Se trata del primer libro de relatos de su autor que, eso sí, había publicado algún relato suelto en libros de errática circulación. Hasta ahora Abella había escrito cuatro novelas. Nada puedo decir de las mismas, pero estos relatos dejan al lector sin aliento. En la solapa se presenta como médico, escultor y escritor. También se nos dice que tres de estos relatos habían obtenido alguno de los premios más importantes del panorama, entre ellos el Hucha de Oro. No me extraña. El lector que se embosque en este libro se va a encontrar con esas tres profesiones, la medicina, la escritura y la escultura, ocupando a los personajes o a los narradores de algunos de estos cuentos. Imagino que por simple afinidad, como si el autor nos abriera las puertas de su mundo íntimo y nos hiciera partícipes de sus experiencias o de sus ensoñaciones más recurrentes. Aunque otros relatos se pierden por derroteros que nada tienen que ver con esas tres profesiones.
Pero eso qué importa. Lo que importa aquí es el pulso, la tensión, la intriga y cierta ironía poética. Y, por supuesto, los personajes que se mueven por estas páginas y dan consistencia al conjunto. Cada cuento es independiente, quiero decir que no hay ni tema ni hilo conductor que los una. Tampoco hay cuentos desfallecidos, metidos para relleno. Yo diría que el conjunto de estos relatos se mueven entre el notable alto y el sobresaliente. Y los más curioso: no son los relatos premiados en esos prestigiosos certámenes los que más me han interesado. La subjetividad del lector. El contratiempo con el que se abre el libro resulta desconcertante. También lo es el que lo cierra La ciudad sumergida que tiene aliento de novela corta y nos presenta una situación límite y alucinante, una especie de diluvio que lleva el agua hasta las cotas más altas de los edificios de un barrio donde azarosamente se juntan para tratar de sobrevivir una serie de personajes cuando menos curiosos, unidos por el azar y la precariedad. La última lección de Germán Bueno recrea la vida de un profesor que podría ser una especie de don Antonio Machado sabio y bondadoso, con un desenlace final que mueve a la sonrisa melancólica. Porque la ironía es otro de los atributos de estos relatos.
Pero si yo tuviera que destacar uno entre todos, me quedaría con Piernas. Preciosa historia de amor y desamor con un desenlace desconcertante y poético, uno de esos cuentos inolvidables, propios de las antología más exigentes. Su lectura obliga a la relectura y deja en el ánimo una alargada estela de melancolía.
Hay que decir también que con este libro nace también una editorial que cuida las formas, que proclama su vocación minoritaria y que sólo vende por correo, sin costes añadidos, a través de Internet. Supongo que es una manera de luchar contra la tiranía que imponen las grandes editoriales. Aquí está ya, supongo, una parte del mercado que se nos avecina.
Los amantes de los relatos, cada vez más numerosos, no deberían olvidarse de este nombre: José Antonio Abella.

martes, mayo 11, 2010

Conquista de lo inútil, Werner Herzog

Trad. Ariel Magnus. Blackie Books, Barcelona, 2010. 328 pp. 24 €

José Morella

Muchos nos pasamos la vida queriendo escribir, leyendo a otros para inspirarnos o imitarles, buscando trucos y consejos, corrigiendo nuestros propios textos... Esforzándonos mucho, en definitiva. Pero no Werner Herzog. Él, que usó la escritura como simple medio para dejar constancia de las dificultades del rodaje de Fitzcarraldo, escribe con un talento congénito. Sin esfuerzo. No se nubla con grandes aspiraciones literarias. Se limita a mostrar, a hacer fotos con palabras. Recoge lo que ve, lo que ocurre, lo que le dicen, como cuando un indígena le pregunta, por ejemplo, si el hecho de ser filmado puede destruir a una persona. Simples datos que son transformados por la densidad de la selva amazónica, derretidos por el calor atemporal del lugar, y que a veces devienen preocupaciones o recuerdos o transcripciones de pesadillas o sueños. La visión constante del proceso natural de depredación de los animales de la selva le hace pensar en la muerte, y recuerda, por ejemplo, un episodio de su infancia en el que un amigo suyo se electrocutó. La narración de este episodio real guarda una profundidad poética que cualquier escritor profesional querría para sí. Más: en la selva nadie lleva reloj. El tiempo se adensa y se difumina, se pudre. El mecanismo del reloj también; pero Herzog no lo dice plagiando de forma barata el realismo mágico tan en boga en los ochenta: el reloj se le para de verdad, y simplemente lo dice. En la selva peruana pasan cosas que nos resultan increíbles —aunque el universo extraño seguramente sea el nuestro— y Herzog sólo las transcribe con la mayor fidelidad que puede.
Que la selva es el personaje del libro es evidente desde la primera página, y si se ha visto la película esto resulta mucho más comprensible: en ella te das perfecta cuenta de que los indígenas quieren matar a Kinski de verdad, de que el barco de verdad está a punto de zozobrar con todos los tripulantes, y de que cuando hacen pasar el barco por encima de una montaña mediante poleas y cuerdas hay accidentes reales. Herzog se convierte en Fitzcarraldo. El sueño de construir una ópera en el Amazonas es tan loco y tan absurdo como el de filmar la película Fitzcarraldo. Para hablar del sueño de un loco, Herzog necesita llevarlo a cabo, repetirlo. No filma la historia de que un barco cruce una montaña: la cruza de veras, filmándolo.
Las dificultades con las que se enfrentó fueron impresionantes: Kinski era un egocéntrico que le gritaba a todo el mundo y montaba en cólera tres veces al día, y había que hacer maravillas para que el equilibrio de todo el equipo no se fuera al garete. Las autoridades peruanas eran hostiles. La prensa de Lima les acusaba de cosas inverosímiles e inexplicables. Los grupos indígenas trataban de utilizarlos contra el gobierno. Jason Robards, el actor que iba a ser Fitzcarraldo antes de que llegara Kinski, era un tipo lleno de miedo y desconfianza, muy temeroso de la selva e incapaz de hacer ese papel. Y luego estaba la naturaleza: las heridas, los mosquitos, la malaria, la lentitud, las dificultades técnicas... A veces parece que la única finalidad de la película es mostrar al mundo la infinita soledad de su autor: «Por un momento se apoderó de mí la sensación de que mi trabajo, mi visión, me destruirían, y durante un instante me permití una mirada sobre mí mismo que de otra forma, por instinto, por principio, por una cuestión de supervivencia, no consentiría jamás; una mirada nacida de la curiosidad más bien material sobre si mi visión no me habría destruido ya. Me tranquilizó saber que aún respiraba.»
El éxito de Herzog se basa, me parece, en la paradoja de saber filmarse a sí mismo fracasando. Ese estar constantemente al borde del fracaso se huele en sus películas, y acompañarlo por ese filo de precipicio se convierte para el espectador en una experiencia poética en sí misma. El fracaso se palpa en la sala. Otra cosa que me resulta irresistible es la honestidad de su voz. Me parece dueño de una sinceridad inquebrantable, algo que él tiene a su pesar, sin tener conscientemente nada que ver con ello. Yo le oigo y me lo creo. Las experiencias que me cuenta se revisten de una consistencia poética por el hecho mismo de que las cuente él. Tiene un ojo clínico para la vida. La observa, la conoce, y rara vez se equivoca. A Kinski, por ejemplo, le conoce tan bien que sabe predecir el día exacto en que enfermará. Cuando empieza la fase del rodaje en la que Kinski tiene menos peso en el guión, su egocentrismo no puede soportarlo y enferma para que todo el mundo tenga que cuidarlo, justo como Herzog había escrito que sucedería. Esa capacidad para entender a la gente y al mundo supura durante todo el libro. En la soledad de la naturaleza, en momentos en los que parece que el proyecto no vaya a avanzar nunca, Herzog tiene visiones muy nítidas, alejadas de toda mistificación: «La vida en el mar debe ser el más puro infierno, un infierno de peligro constante e inmediato, que no se acaba, a tal punto insoportable que, durante la evolución, algunas especies —el hombre incluido— se arrastraron, huyeron a algunos témpanos de tierra firme, que después serían los continentes». En otro momento, observando a los animales y su comportamiento en la selva, dice: «Si muriera, no haría más que morir». Herzog se reconoce como un animal más, y le da carácter poético a la muerte a fuerza de no mistificarla, de verla llana y objetivamente como lo que es.

lunes, mayo 10, 2010

El viajero del siglo, Andrés Neuman

Premio Alfaguara de Novela 2009. Alfaguara, Madrid, 2009. 531 pp. 22 €

Rubén Castillo Gallego

Hay territorios en los que no se puede entrar, por más que se pretenda (Kafka nos lo demostró con la historia de su agrimensor); y también espacios que, de una forma invisible pero inquebrantable, aherrojan a quienes en ellos penetran y no les permiten la huida. Hans, el protagonista de esta novela, lo notará pronto: una vez que pone sus pies en Wanbernburgo ya no hay forma de que pueda salir de allí. Y serán dos los motivos principales para esta poderosa adherencia emocional: el organillero (un misterioso anciano de extraña sabiduría, que se gana la vida tocando su instrumento junto a un perro llamado Franz y que habita en una cueva misérrima) y Sophie (una chica de la buena sociedad wandernburguesa, aficionada a la lectura, políglota, de ideas feministas bastante adelantadas a su tiempo y mantenedora de un salón donde los viernes se discuten ideas políticas, culturales y sociales). Sumemos a ese trío de protagonistas otros no menos interesantes, como el señor Gottlieb (padre de Sophie), Rudi Wilderhaus (el prometido de la muchacha), Álvaro (un español que ha preferido el exilio antes que la deleznable situación política de su país), el profesor Mietter (intelectual de gran peso en la localidad, que discute con Hans en el salón de los Gottlieb) y algunos otros que el lector va descubriendo durante la lectura... Andrés Neuman nos instala así en un espacio peculiar del siglo XIX, situado entre Sajonia y Prusia, que resulta descrito con una bellísima prosa, donde lirismo y narración se abrazan con eficacia. Destacar en ese torrente de aciertos unos pocos (esta o aquella virtud) se antoja un ejercicio de reduccionismo en modo alguno razonable, pero me gustaría llamar la atención especialmente sobre las escenas contrapuntísticas: así, por ejemplo, esa secuencia en que una oveja está a punto de ser esquilada, mientras una chica sufre una violación (pp. 261-263); o la forma delicada en que Hans y Sophie debaten sobre los matices de un poema de Keats, mientras se van desnudando para hacer el amor (pp. 309-310). Pero es que si nos detenemos en los primores puramente literarios de la pieza, la lista puede volverse interminable: a Hans «le corrían por la espalda anguilas de sudor» (p.245); «la luz saltó de golpe, como impulsada por una pértiga» (p.267); en una plaza brilla «un sol rectangular» (p.287); las mujeres «paseaban el color de sus vestidos» (p.311); al salir de una boda, los granos de arroz están «dispersos en la escalinata como un jeroglífico» (p.350). ¿Será necesario aducir más ejemplos? Los degustadores de lo puramente literario recibirán en estas páginas una elevada dosis de belleza; los interesados en la profundidad de pensamiento encontrarán también materiales sobrados en las charlas (quizá demasiado densas: es el único reproche relativo que se me ocurre formular) del salón de los Gottlieb; y los interesados en lo ‘novelesco’ se sentirán arrastrados por la historia del misterioso personaje que va violando mujeres por las calles de Wandernburgo, en escenas tan espeluznantes como bien descritas... Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) no sólo ha demostrado en El viajero del siglo su fortaleza en la extensión, sino también en la intensión. Un poderoso reto narrativo y literario del que sale notoriamente musculado. El premio Alfaguara vuelve a acertar eligiendo ganador.