miércoles, diciembre 31, 2008

Historia de la resurrección del papagayo, Eduardo Galeano

Ilust. Antonio Santos. Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2008. 24 pp. 12,50 €

Ignacio Sanz

El papagayo es un ave de plumaje exuberante y multicolor. La historia en la que se apoya Galeano para construir este cuento está basada en una leyenda popular brasileña de carácter simple, como la mayoría de las leyendas. El papagayo, empujado por la curiosidad se asoma a una olla, le da un vahído y cae y muere. Ahí veréis, queridos niños, a todos los elementos del entorno, atribulados por el dolor y dispuestos a perder alguno de sus atributos para mostrar su dolor. La naranja se desprende de su cáscara, la pared de una piedra, el árbol de sus hojas, el fuego de sus llamas... Al enterarse de tanta desolación el hombre que quedó sin palabras y el alfarero de Ceará quiso saber que pasaba y entonces el hombre recuperó por fin su palabra y le contó al alfarero que, con todos los materiales desprendidos, como un dios antiguo, pudo reconstruir al papagayo y darle de nuevo vida. De ahí surgió el nuevo papagayo con toda esa exhuberancia que ahora tiene, con un pico duro como la piedra, con un plumaje verde como las hojas, etc, etc, etc.
Hasta aquí la parte literaria, simple e ingenua como he dicho. Y sin embargo estamos ante un libro imantado por unas ilustraciones excepcionales que supongo que harán pasearse a los niños una y otra vez por sus páginas. ¿Quién es el autor de tamaño milagro? Se llama Antonio Santos, un ilustrador nada convencional, pues lo que hace es construir con delicadas esculturas cada uno de los personajes, incluidas las ráfagas de viento, pintarlas y fotografiarlas después para que los lectores, tanto los menudos como los maduros, paseen su vista encandilada por estas páginas coloristas, llenas de vida y de ternura.
Estos juguetes-esculturas están tocadas por una gracia ingenua, por un extraordinario aliento poético que convierten el libro en objeto codiciable. Esta es la maravilla del papagayo resucitado y de tantos otros libros que, que a través de sus ilustraciones cautivan a los padres a la par que a los hijos y convierten la lectura en un gozo colectivo y familiar.

martes, diciembre 30, 2008

Ya sólo habla de amor, Ray Loriga

Alfaguara, Madrid, 2008. 184 pp. 18 €.



Carmen Fernández Etreros

Comenzar a leer este libro de Ray Loriga es colar un pie sin querer en una burbuja, en una habitación insonorizada, en un mundo sin sonido. Sin quererlo ni esperarlo. No impacta ya a estas alturas quizás su estilo tan personal, ya que el escritor Ray Loriga vuelve con otro personaje perdedor, solitario, difícil, traumático... Personajes que podemos encontrar en Tokio ya no nos quiere, Lo peor de todo y en otras de sus novelas. Personajes a la vez excéntricos, líricos y tiernos, capaces de perder la vida por amor. Pero en Ya sólo habla de amor sorprende el cambio de registro, tan lejos de ese estilo Loriga a base de pinceladas diversas, de vidas marcadas por el alcohol, la mala suerte, las drogas y su incondicional rock. Nada de eso van a encontrar los lectores de este libro.
Los lectores tendrán que sumergirse página tras página en el interminable monólogo interior del personaje protagonista. Y Loriga no hace concesiones a lo externo, se entrega en cuerpo y alma a rebuscar en la mente del protagonista. Que no esperen otra cosa los lectores. Y aunque sorprende en Loriga, con este cambio se acerca a otras fuentes y movimientos imprescindibles de la literatura del XX y XXI, la vanguardia y el romanticismo, la epifanía de Joyce, al estilo Murakami, al monólogo interior como forma de expresar el vacío vital del hombre actual, el tedio.
Sebastián, un hombre de cuarenta años y traductor obsesivo de Blake, es un personaje abatido que sufre un fracaso sentimental. Confundido, abatido y sin fuerzas. Un hombre que se siente derrotado, y condenado a un estado de bloqueo que le impide cualquier tipo de acción. Y eso es lo que sorprende de Ya sólo habla de amor, la falta de acción constante. La novela se nutre de la ida y venida de los pensamientos de Sebastián, de sus indecisiones y dudas, del interior del personaje. Un narrador omnisciente se sitúa frente a Ya sólo habla de amor y domina la novela, lo conoce todo, los pensamientos de Sebastián, su estado de abatimiento, sus sentimientos ante los comentarios de las personas que le rodean, la portera, su hermana, el apuesto suizo que quiere bailar con su acompañante,...
Sebastián no sabe como salir del espejo, de ese lugar en el que se encuentra, paralizado, solo,... Paralizado en un espacio concreto en el que comienza y acaba la novela, en el interior de una embajada suiza, donde Sebastián puede cambiar su vida con un simple movimiento hacia una mujer, Mónica. Y el narrador se queda también parado en la lentitud del tiempo, del baile, de las palabras y de los pensamientos. «Se diría que Sebastián no tenía manos. Que no era capaz de agarrar lo que tenía delante sino después de haberlo perdido, o antes siquiera de acercarse a las cosas que de verdad le importaban. Era, en suma, un muerto ejemplar y un enterrador perfecto» (pág. 77).
La reflexión sobre el amor y su importancia en la vida del personaje se convierte quizás en la base de la novela como bien señala el título elegido por Loriga. ¿Qué importancia tiene el amor en una vida humana? ¿Es el motor de todo? La novela se puebla de imágenes y metáforas, gracias al talento de Loriga para jugar con las palabras entre sus dedos, que logran que lector sienta las consecuencias fatales de esa falta de amor: «Y así su ejército, que fue grande y devastador en su día, había sido diezmado por el cuerpo a cuerpo musculoso de las cosas, como esos insensatos polacos que enfrentaron sus lanzas y sus caballos contra los tanques alemanes» (pág. 56). El amor como batalla, como lucha en la que sólo quedan vencedores y vencidos, ganadores y perdedores.
Además para que no quede ninguna duda Ray Loriga, quizás como escudo protector, intenta trazar una línea imaginaria que separa con fuerza la novela y la realidad, el escritor y el personaje, la novela y la autobiografía en Ya sólo habla de amor «Una novela es una novela. No tiene nada que ver con la vida» (pág. 119). Y quizás es eso lo que le falta al personaje y a un escritor que suele conformarse con sólo sorprender e impactar, pero cuya destreza literaria queda patente en pequeños destellos en esta novela, a pesar de las repeticiones constantes, y que no lo sé pero esa experimentalidad puede que sea la punta del iceberg de una escritura insólita en un futuro.
En suma la lentitud, la inactividad y la falta de decisión del personaje son las claves de esta novela, y sorprenderá con seguridad a los seguidores incondicionales de Loriga no acostumbrados a este registro, pero hay que reconocer que gracias a la maestría de sus palabras construye un universo interior del personaje irrepetible. Sin duda alguna.

lunes, diciembre 29, 2008

Génesis (El ritual rosacruz), Patrick Ericson

Nowtilus, Madrid, 2008. 391 pp. 19 €

Rubén Castillo Gallego

En el otoño de 1874, una descomunal tormenta estaba azotando las calles de París, pero eso no impidió que una mujer huyera a toda velocidad sobre los adoquines, portando a un bebé en sus brazos. Unos hombres la perseguían con la intención de dar muerte al bebé. La atribulada mujer era la doncella del marqués de Saint-Foix, el bebé era la hija recién nacida del marqués, y los perseguidores eran criados al servicio de ese mismo noble. Por fortuna, antes de ser alcanzada y asesinada sin piedad, la pobre doncella consiguió depositar a la criatura en manos de dos singulares personajes: un gigantón fortísimo aquejado de un grave retraso mental (Totó) y un enano gruñón y de gran inteligencia (Petit Ours). Ellos tendrían a partir de entonces la misión de proteger a la criatura.
Éste es el punto de arranque de la novela Génesis (El ritual rosacruz), que el alhameño Patrick Ericson acaba de publicar en la editorial madrileña Nowtilus y que, aderezada con mil peripecias, se prolonga durante casi cuatrocientas páginas. En ella encontramos a personajes históricos, como el enciclopedista Diderot o el ocultista Alessandro di Cagliostro; a seres tan emblemáticos y misteriosos como el conde de Saint-Germain; y, en fin, a un extenso cúmulo de prostitutas, agentes de policía, miembros de la nobleza, criados, matronas, herreros y campesinos, que se van mezclando en una trama compleja, rica y llena de meandros de la que, sin embargo, el novelista no pierde nunca el control. Y es que la obra (conviene decirlo cuanto antes) no es la típica historia llena de fuegos de artificio, en la cual se sumerge a los lectores en un marasmo de sandeces, persecuciones absurdas o rituales sin pies ni cabeza, sino una narración excelente, bien concebida, bien trabada y donde todos sus elementos contribuyen a convertirla en un volumen memorable: un argumento ingenioso (y que se completa al final con un colofón inaudito, donde el famoso secreto de Rennes-le-Château adquiere dimensiones sorprendentes); unos personajes sólidamente construidos (la dulzura de Papilión, el aura magnética de Saint-Germain, la ira creciente de Gustave Marais, los matices sentimentales y aun físicos de Beaumont); una documentación histórica realmente fascinante (que le permite describirnos calles, tabernas, palacios y prostíbulos con la densidad de un fotógrafo); un vocabulario extenso y lleno de matices (que hará las delicias de todo aquel que no haya renunciado a la dimensión estética del lenguaje, tan vapuleada por buena parte de los novelistas de hoy en día); y, en fin, una gran capacidad para descubrir siempre la mejor música de la frase, que adquiere cadencias finísimas en muchos capítulos de la obra.
El único elemento negativo (pues no sería justo dejar de anotarlo) es la tendencia que se observa en la obra a colocar la tilde a la palabra “aun” cuando desempeña funciones conjuntivas, y no adverbiales. Esta utilización desafortunada puede observarse (y la enumeración no será exhaustiva, ya lo advierto) en las páginas 19, 26, 39, 51, 109, 151, 226, 230, 235, 252, 277, 332, 348 y 372. El detalle de referirse a las “pupilas azul turquesa” de Papilión (página 186) también incurre en la inepcia (las pupilas siempre son negras), pero tiene la disculpa romántica de ser heredero de Gustavo Adolfo Bécquer, inductor de esa prolongada equivocación cromática.
Génesis (El ritual rosacruz) es, por encima de todo, una novela de acción, pero que incluye reflexiones muy sugerentes sobre la condición humana y un buen caudal de páginas que podrían figurar en más de una antología, sobre todo en sus tramos descriptivos. Patrick Ericson demuestra con esta obra que atesora un buen dominio de la intriga y de la narración. Es probable que aún nos reserve sorpresas para los próximos años. Las esperaremos con auténtico interés.

viernes, diciembre 26, 2008

God & Gun, Rafael Sánchez Ferlosio

Destino, Barcelona, 2008, 325 pp, 21€.

José Manuel de la Huerga

God & Gun es un título sintético y atinado (como un tiro) para un ensayo denso sobre la constitución del Estado (a partir de guerras entre partes y guerras santas), de su Historia (marcada por la fuerza del destino) y de su Dios (que garantiza el pacto con los vencedores: nosotros). Sería llamativo que Sánchez Ferlosio hubiera elegido un título tan yankee para un tema tan Occidental (Europa es el resultado de la decantación del mundo grecorromano y judío) si no llegáramos literalmente hasta las últimas líneas del Libro VIII del tratado. Allí terminamos leyendo las palabras del último Presidente de los EE.UU. George W. Bush en 2005: «De alguna manera, Dios dirige las decisiones políticas adoptadas en la Casa Blanca» respecto a la guerra de Afganistán.
Para llegar a hacer esta afirmación sin que la conciencia del emisor se sonroje, una nación tiene que haber sufrido una serie de cambios en su mentalidad de tiempo atrás. Esta afirmación donde Estado y divinidad van aliadas como pueblo escogido por un dios que le reconoce como «los nuestros vencedores», se ha venido fraguando desde que Polibio y Hegel por un lado, y Abraham y su alianza con Dios por otro, firmaron sus respectivos tratados con la Historia y la Providencia.
Sanchez Ferlosio ha rebautizado su libro como Apuntes de polemología. En otras palabras, somos gente reunida en torno a un agón o centro común donde nuestros dirigentes soldados luchan y pactan con pueblos vecinos, consigo mismos y con su Dios. Bien está tenerlo claro, y mejor saber a qué carta quedarse.
Es un placer, pocas veces alcanzable, leer un libro donde semiótica, semántica, etimologías, historia, filosofía, literatura, teología, sociología e incluso biografía personal terminan reuniéndose en un ensayo que tranquiliza tanto como incomoda. A cualquier lector medio no especializado en ninguna de las disciplinas antes dichas, le tranquiliza que le expliquen el punto de partida de la constitución de nuestro pacto social, aunque sea a partir de la guerra, del destino excelso y falso que nos hemos encomendado y de un Dios garante de toda la pantomima. A este respecto escribe magistralmente Ferlosio: «Las generaciones que la historia va inmolando una tras otra en el ara de la patria, a todo lo largo de una secular carrera de relevos, han aprendido a reconocer y acatar el sentido y el premio de su sacrificio en la propia llama perdurable de la antorcha que pasando de mano en mano se mantiene encendida y luminosa.» (Todo por la patria). De ahí a decir que hemos montado un chiringuito atonta conciencias, la gran engañifa universal revestida de Historia, no va nada. Es lo que sospechaban unos pocos y otros menos se atreven a escribir con el prestigio que da una vida de lectura y reflexión al margen. Y esto, claro, tranquiliza e incomoda a partes iguales.
Para Ferlosio en el 98 (los Unamuno, Azorín, Machado y Baroja) tiene lugar «la fatídica y mortal resurrección de la conciencia histórica y de los valores eternos». Ahí dimos carta de soberanía al «gigantesco estrago sufrido por los hombres cuando se avinieron a desprenderse de los bienes de la vida para trocarlos en valores invertidos en el mercado de futuros de la “gengiskhanesca” empresa de la historia universal».
Lo que creo que pretende Ferlosio es una empresa sencilla y faraónica: desmontar el tinglado semántico e ideológico de nuestra cultura occidental. A partir de la deconstrucción y análisis de expresiones cotidianas («sana alegría» y «honesto esparcimiento» para el «ocio», el cruce de caminos, o «subir» a la red en tenis ) y de la relectura de los grandes, Polibio, Hegel, Max Weber, Benjamin y, por supuesto, la Biblia, Sanchez Ferlosio nos desnuda y nos coloca delante de nuestras obsesiones colectivas alimentadas por las mentiras que nos hemos ido dando unos a otros, mientras mirábamos luego para otro lado. Especialmente, la divinidad: «Un Dios que crea el mundo y el hombre mediante la palabra y un hombre que crea a Dios mediante la escritura
El texto es denso y en algunos casos oscuro para quien no esté acostumbrado a este nivel de profundización. Ferlosio hila fino como nadie. Pero a cada tramo nos sorprende con elementos narrativos de su historia personal, con los juegos de su infancia, el patinaje y la danza, asuntos esclarecedores y a la par oxigenantes que sirven de aliento lector tanto como de focos de reflexión.
Y lo que el autor quiere que tengamos claro al final es ni más ni menos que una frase de Humpty Dumpty, de Alicia en el país de los maravillas: «No importa el significado de las palabras, lo que importa es saber quién manda Desde luego que el lector saldrá de esta lectura con argumentos y reflexiones que no había atinado a ordenar, aunque supiera que flotaban por ahí.
Después de leer este tratado entiendo que todo el mundo intelectual esté siempre pendiente de lo último que saca Ferlosio, supongo también que porque se prodiga bastante poco. En una entrevista televisiva, rara avis concedida por el autor recientemente, anunció su trabajo sobre la belleza, otro referente ideológico que le dará para mucho y bueno, aunque tendremos que esperar un tiempo.

jueves, diciembre 25, 2008

Solo con invitación: El manuscrito de piedra, Luis García Jambrina

Alfaguara, Madrid, 2008. 316 pp. 18,50 €

Care Santos

Si la Salamanca del siglo XV es el escenario de diversos crímenes y Fernando de Rojas el investigador que trata de esclarecerlos, ¿quién es el asesino?
Esta es la ecuación que bien podría resumir esta novela, la primera de Luis García Jambrina, después de dos libros de cuentos estupendos, Oposiciones a la Morgue y otros ajustes de cuentas (Valdemar, 1995) y Muertos S. A. (El Gaviero, 2005). Me detengo brevemente de este último, no sólo porque es uno de los mejores libros de cuentos publicados en nuestro país en los últimos años, sino porque en él se apuntaban la mayoría de los temas que han fraguado ahora en este El manuscrito de piedra: uno de los relatos —«Un extraño legado»— está basado en las teorías de la profesora Rosa Navarro Durán acerca de la autoría del Lazarillo de Tormes; otro —«La verdadera historia de El Quijote»— recrea a la perfección el Toledo de los moriscos a la par que "desmiente" que Cervantes fuera autor de las aventuras del caballero de La Mancha; también se recrean aspectos de una Salamanca que el autor conoce bien, o ciertos ambientes que le son igualmente familiares, como el académico. Tampoco faltan las criaturas sobrenaturales, felices protagonistas de un buen número de aquellos cuentos. Leyendo Muertos S.A. es fácil adivinar la fascinación de su autor por los interrogantes sin respuesta de la historia de la literatura, a algunos de los cuales trató ya de contestar en no pocos de sus relatos, del mismo modo que El manuscrito de piedra fantasea con responder a las muchas dudas aún existentes sobre la figura de Fernando de Rojas y la naturaleza de su autoría de La Celestina.

García Jambrina forma parte, desde hace mucho, de ese grupo de autores que aborda sin rubor —pero con ambición y con buen gusto— temáticas que durante décadas han pertenecido al feudo de la literatura llamada «popular» o que la crítica, digamos (pero entrecomillemos), «seria» sigue considerando de segunda categoría. Así pues, tal vez estemos en primer lugar ante una novela negra, de estructura clásica: un cadáver en el primer capítulo, un investigador y sus particulares motivos, una investigación jalonada de sorpresas —incluídos, claro está, inocentes que parecen sospechosos y sospechosos que parecen inocentes— y una solución final con gato encerrado. Sin embargo, sólo hace falta recordar que el investigador protagonista es Fernando de Rojas, el judío converso que con apenas 25 años dicen que escribió La Celestina, para que cualquiera se dé cuenta de que García Jambrina nos está invitando a algo más que a un festín de buenos y malos. La suya es una invitación a saltarnos los prejuicios de los llamados géneros y a dejarnos llevar por una historia que cautiva de principio a fin. Por supuesto, satisfará plenamente a los lectores de novela histórica, que se sentirán fascinados —con razón— por la misteriosa figura de Fernando de Rojas y por las lagunas históricas que García Jambrina ha llenado hábilmente con ficción novelesca, en la más pura clave del género. Hay que decir, además, que al profundo conocimiento de la época abordada suma el autor su habilidad para no rebasar en ningún momento esa delgada línea en la que el novelista se convierte sólo en el disfraz del estudioso. No es el profesor quien nos habla en estas páginas, sino el narrador que cree en su historia y la transmite con entusiasmo y pasión. Dos sentimientos que su prosa transmite con la eficacia con que el cobre conduce la electricidad. Sin embargo, el profesor está ahí, agazapado, y seducirá a otro tipo de lector: el que busca el idioma depurado, los personajes de calado filosófico y la novela más intelectual.

A algunos de esos lectores entusiasmará el final, con atrevida licencia argumental incluída, aunque algunos puede que se lo tomen muy en serio y otros puede que sonrían pensando que no podía ser de otra manera, conociendo a su autor y conociendo un poco de la historia verdadera. Y no creo que ni uno solo deje de celebrar la existencia de una novela que participa de varios géneros y asuntos sin rebajar ninguno de ellos ni rebajarse a sí misma.

En ese y otros sentidos, esta novela es un festín. Por desgracia, se publican pocos libros como éste. Porque, también por desgracia, hay pocos profesores de la Universidad de Salamanca que se atrevan a no tomarse la Literatura tan en serio y escriban novelas negras sobre asesinos en serie del siglo XV. El Manuscrito de piedra es un manjar difícil de encontrar, una delicatessen. Por eso es tan coherente estar hablando de ella el día de Navidad.

Y ya que hoy es hoy, me atrevo a proponer un brindis a la salud de todos los autores que, como García Jambrina, se atreven a saltarse los convencionalismos y escribir pensando en el lector. En un lector que sea, además, un ser pensante y más o menos leído, al que no se pretenda engatusar con cualquier cosa pero sí hacerle soñar, invitarle al juego de espejos y probabilidades que simpre ha sido la Literatura. Brindo por la larga vida de esa familia de escritores que para mí componen nombres como Félix J. Palma, Javier Azpeitia, Luis Manuel Ruiz, César Mallorquí, Elia Barceló o Pilar Pedraza, entre otros. Y por los lectores entusiastas que les estaremos esperando, a veces en mitad de la Tormenta.




Luis García Jambrina: «Las letras pueden ser un buen asidero en tiempos de crisis»

–Convertir a Fernando de Rojas, el autor de La Celestina, en un investigador de crímenes en serie es, cuanto menos, osado. ¿Es la familiaridad con los clásicos lo que ampara tanta osadía o hay otras razones, que pueda confesarnos?


–La novela nació de una fascinación por la figura de Fernando de Rojas. Casi todo lo que rodea a La Celestina y a su autor –o autores– es un misterio, y eso me interesaba mucho. Naturalmente, he incorporado a su biografía lo poco que sabemos de él y algunos rasgos que se le atribuyen, como su condición de converso, que es un aspecto fundamental en la novela. A partir de ahí, he intentado crear un personaje verosímil y atractivo. Yo lo convierto, desde la admiración, en una especie de detective que por obligación tiene que investigar una serie de crímenes. Eso crea conflicto a su alrededor y me permite hacer que se mueva por todos los lugares y estamentos de la ciudad de Salamanca en ese momento. Se trata, naturalmente, de un personaje muy complejo, con sus virtudes y sus debilidades. Es un hombre ya del Renacimiento, un humanista, con una gran inteligencia, una mente deductiva y una curiosidad infinita, pero también algo ingenuo. Desde muy joven, ha vivido consagrado al estudio, y muy pronto se da cuenta de que no todo está en los libros y de que estos no bastan para conocer la verdad. Es también un antihéroe heroico. Al final, ese proceso de investigación será también un proceso de búsqueda de la verdad y de transformación personal. Es uno de esos personajes a los que les coges cariño y luego te cuesta mucho despedirte de ellos.

Para leer la entrevista completa, haz click AQUI

miércoles, diciembre 24, 2008

Postales de invierno, Ann Beattie

Traducción de Marta Alcaraz Burgueño. Prólogo de Rodrigo Fresán. Libros del Asteroide, Madrid, 2008. 384 pp. 18,95 €

Mercedes Cebrián

Si se pudiera medir la intensidad de ciertos personajes de novela, Charles, el protagonista de Postales de invierno, daría unos niveles tan altos que harían saltar las alarmas. Todo en esta novela se ve a través de su mirada, la de un hombre de veintiocho años —ojo: veintiocho años de los de mediados de los 70— enamorado o más bien obsesionado con Laura, una mujer casada con la que salió durante un tiempo cuando ella no estaba aún comprometida.
Las vidas de Charles y de sus familiares y conocidos (su madre, Clara, y su padrastro, Pete; su inseparable amigote Sam; su hermana Susan; su compañera de trabajo Betty…) son entre anodinas e insostenibles, por razones relacionadas con el entorno socioeconómico en el que viven y con el funcionamiento poco funcional de sus cerebros. En este paisaje vital y geográfico (un crudo invierno de 1975 en Washigton) sitúa Ann Beattie a sus personajes y nos narra durante 362 páginas su día a día, centrándose en la cotidianidad del obsesivo y apocado Charles.
El lector enseguida se dará cuenta de que la cabeza de Charles es una máquina de pensar en Laura: de recordar buenos y malos momentos (entre los buenos destaca el rico suflé de naranjas y Brandy que Laura hacía), de fantasear con otros que probablemente nunca tendrán lugar y de tratar de reparar sin solución los errores cometidos por ambos y que les posibilitarían ser felices juntos (“la realidad invade sus fantasías, es un problema que siempre ha tenido”, nos dice el narrador sobre Charles en una tercera persona muy cercana a aquel). Este mecanismo obsesivo, hiperrealista y excelentemente fabricado, impide, como no podía ser de otra manera, el avance de la acción. Pero, ¿de qué acción estamos hablando? Tampoco nos perderíamos grandes acontecimientos vitales si ésta avanzase más rápidamente, como mucho un paseo en coche hasta el supermercado o hasta la pizzería para comprar la comida que ninguno de los personajes quiere cocinar por pura desidia. Como Charles y su inseparable Sam son un par de tipos sin muchas aspiraciones vitales, fácilmente considerables niñatos, sus acciones son mucho menos interesantes que esa verborrea silenciosa que pasa por la cabeza del primero. Ese es el motor y a la vez el combustible de esta novela: las gafas que Charles lleva puestas para observar el mundo y la galería de personajes que tras ellas se nos muestra: todos son tristes y disfuncionales porque quien los mira también lo es.

Postales de invierno está emparentado con Vía Revolucionaria de Richard Yates por ser ambos crónicas del desencanto ante el estilo de vida estadounidense. Yates centra su novela en los sesenta y Beattie en los setenta: las bandas sonoras son distintas —en Postales, Bob Dylan acaba de sacar disco nuevo—, pero el vacío del que nos hablan es similar, y fácilmente trasladable a nuestra década.

martes, diciembre 23, 2008

Soldado de Sidón, Gene Wolfe

Trad. Ana María Nieda Calvo. La Factoría de Ideas, Madrid, 2008. 352 pp. 19.95 €

Luis Manuel Ruiz

Desde su origen, inspirada por las sagas de Tolkien y los excesos vikingos de Robert E. Howard, la fantasía heroica se ha inclinado por los escenarios nórdicos y la mitología heredada de las antiguas fábulas escandinavas: trasgos, elfos, hadas y enanos son figurantes habituales de esa tradición literaria que tiene su puesto entre nieves ásperas y bosques de coníferas. Sólo muy tardíamente se ha aventurado el género a asomarse al filón que ofrecían otro tipo de geografías, como la griega; a pesar de su prodigalidad en materia de monstruos, héroes y lances épicos, los mitos griegos acaban de llegar, como si dijéramos, al predio de las aventuras fantásticas. De fecha más o menos reciente son la recreación de la guerra de Troya en las novelas de Dan Simmons (Ilión, Olympo) o la muy meritoria epopeya con que Javier Negrete obtuvo el Premio Minotauro un par de años atrás, Señores del Olimpo. Como no podía ser de otro modo, este tipo de relatos explota la prolija vena maravillosa de las crónicas de Homero y Hesíodo y pone nueva voz o añade nuevas peripecias a las añejas ya corridas por Aquiles, Héctor o Zeus y su excéntrica familia de inmortales. No sé si atreverme a consignar aquí que esta variante del género tuvo su origen en un título publicado en 1986 por Gene Wolfe, prócer de la ciencia ficción en lengua inglesa, y que en castellano editó Martínez Roca (edición naturalmente descatalogada) con el rótulo Soldado de la niebla. En él, Wolfe ofrecía un producto ciertamente singular y colmado de atractivos. A medias pastiche histórico y a medias novela fantástica, el argumento seguía los pasos de Heródoto para narrar las vicisitudes de un mercenario romano en las postrimerías de las Guerras Médicas, durante el segundo cuarto del siglo V antes de Cristo. Latro, el protagonista, era enviado por el mismísimo Apolo en busca de un santuario oculto, y en su periplo, que le llevaría desde Tebas hasta la ciudad sitiada de Sestos, conocería al poeta Píndaro y recabaría la ayuda de la esclava adolescente Ío, que no tardaría, según es predecible, en quedar prendada de él. Los avatares de Latro continúan en la segunda entrega de la serie, Soldado de Areté, donde la acción se traslada a Tracia y entran en juego las célebres amazonas. El atractivo de la saga, que sería reunida en un ómnibus por la editorial inglesa Orb Books bajo el encabezamiento Latro in the mist, consiste en primer lugar en su acertada combinación de rigor documental y ribetes de cuento de hadas, por no decir excentricidades mitológicas: personajes históricos contrastados y monstruos de alegoría conviven alegremente a lo largo de sus páginas, y esa yuxtaposición del rey Leónidas y la esfinge o el centauro prestan un colorido muy peculiar a la obra que la individualiza y la vuelve fácilmente reconocible frente a otros intentos de ficción histórica de cuño similar. El atractivo del que pretendo hablar en segundo lugar, last but not least, lo reservo para el comentario de Soldado de Sidón, la última parte de la (hasta ahora) trilogía, aparecida en inglés en 2007.
Agotada la veta de la imaginación griega, Wolfe pone rumbo ahora al antiguo Egipto, cuyos dioses y leyendas se dispone a saquear para presentarnos un trabajo que no difiere ni en atmósfera ni en resultado de sus predecesores. Presunta realidad histórica y fantasía mitológica vuelven a darse la mano en la descripción del viaje de Latro hacia las fuentes del Nilo, adonde le conduce la misión encomendada por el sátrapa Achaemenus, y para el cumplimiento de la cual contará con el apoyo de una caterva de soldados, sacerdotes y escribas encabezada por el muy honorable Qanju, docto en el arte de leer las estrellas. A su lado se hallarán también Myt-ser’eu, prostituta sagrada al servicio de Hathor, y el siniestro hechicero Sahuset, que guarda en la bodega del navío que les conduce río arriba la figura de cera de una mujer que cobra vida al caer la noche. La sucesión de acontecimientos prodigiosos, así como las refriegas y el contacto con las entidades de otro mundo, están servidos: Latro será patrocinado por Osiris, matará bandidos en cementerios abandonados, se enfrentará a tribus aberrantes de esas fronteras de Nubia que la civilización no se atreve a desbrozar, sostendrá duelos con un demonio en forma de pantera cuyo pelaje comparte la opacidad de la muerte. Las andanzas del protagonista, algunas de ejecución más afortunada que otras, no se alejan excesivamente de las que pueblan cualquier otro ejemplo de fantasía épica, con sus mandobles, bestias preternaturales y nubarrones de magia; sin embargo, Wolfe sabe dar a su creación un sesgo distinto, que sin duda le aporta originalidad y empuje, y ese sesgo está en la forma. Porque Latro olvida todo cada vez que se echa a dormir.
El recurso, que era ya uno de los motores más poderosos de Soldado de la niebla y continúa animando Soldado de Areté, conserva todo su poder de fascinación en esta secuela última. Según se nos relata en el primer volumen, el personaje principal ha recibido una herida en el cráneo durante el curso de una batalla que le ha dañado ese compartimento del cerebro donde se atesoran los recuerdos. Así, queda condenado a uno de los destinos más atroces que pueden afligir a un mortal, el de no ser, el de perderse cada día en la corriente de las cosas, el de carecer de pasado reconocible, el de saber que el futuro ha de pudrirse forzosamente en el mismo estercolero de los días que pasaron y no existen. El único vínculo de Latro consigo mismo es un rollo de pergamino que está obligado a ir rellenando constantemente con sus fugaces impresiones y las sombras de esa memoria que están a punto de huir y que se esfumarán con el primer sueño: el texto de la novela no sólo es, por tanto, la descripción pormenorizada de sus combates y amoríos, sino también el desesperado intento, en forma de diario, de salvar su precaria identidad del flujo del devenir, que reinventa el universo a cada amanecer. Ese rasgo dota al héroe de Wolfe de una inesperada grandeza y justifica ya de por sí, si careciera de otros méritos, su obra: no cabe defensa más apasionada de la literatura que la que la convierte en el último reducto de lo que somos, de lo que pretendemos ser, de lo que no podemos olvidar que somos.

lunes, diciembre 22, 2008

Cuatro veces fuego, Lara Moreno

Tropo, Zaragoza, 2008. 249 pp. 15 €

Recaredo Veredas

El lector que se adentre en las páginas de este libro hallará seres humanos arrastrados hasta sus límites, hacia fronteras difíciles de trazar, que no son siempre las suyas o las de sus semejantes pero que, gracias al talento de su autora, percibe como irremediables. Aunque el destino de los personajes, emplazados casi siempre —lo sepan o no— en situaciones epifánicas, se encuentre muy lejos del suyo e incluso sus decisiones le parezcan fruto de la insanía, finalmente comprenderá que siguen una lógica —definida por criterios alejados de lo habitualmente marcado como razón— casi inapelable.
Cuatro veces fuego ha sido escrito por la narradora y poeta Lara Moreno. Está en dividido en cuatro partes, tituladas “Los pequeños fuegos”, “La búsqueda”, “Criaturas” y “Cortafuegos”, metáforas nítidas, aunque no manifiestas, de su contenido. Lara Moreno no es una autora novel: ha ejercido de editora en la recopilación poética Aquí y ahora (Igriega Movimiento Cultural, 2008) y ha escrito el poemario La herida costumbre (Puerta del Mar, 2008) y el libro de relatos Casi todas las tijeras (Quorum, 2004).
No es fácil hallar en la literatura española autores —jóvenes o maduros— que combinen con tanto desparpajo atrevimiento formal, historias verosímiles y personajes creíbles. El registro que predomina en estos relatos es lírico, sumamente apoyado en recursos expresivos que recuerdan el pasado poético de su creadora. Lara Moreno sabe endurecer o suavizar el tono cuando es necesario, sin recurrir a rupturas demasiado bruscas o excesos informativos. Además, como toda buena escritora, controla la descripción de espacios, que resultan absolutamente significativos e influyen con determinación en la conducta de los personajes, a veces con el vigor de un protagonista más. Sobre todo el mar, un espacio que atrae, fascina y condena a los personajes al mismo tiempo.
Narrar sentimientos y situaciones extremas no es fácil y menos en primera persona. Lara Moreno toma, sin que el lector apenas lo perciba salvo por la claridad de lo contado, la distancia necesaria, aquélla que le permite moldear sus relatos y ayuda a que su estructura y su forma encajen a la perfección con lo que desea transmitir. Es la suya una actitud que implica un riesgo desmesurado: se emplaza en la frontera de un caos en el que nunca cae.
Sus mejores textos son los escritos en primera persona, los más subjetivos, en los que se introduce plenamente bajo la piel de los personajes para mostrarnos su verdad, ajena a lo común, pero no por ello menos cierta, gracias a su capacidad para adentrarse en el alma humana. Aparecen en estas páginas temas actuales y clásicos, incluso añejos, realzados por la inmarcesibilidad de los sentimientos. No es una literatura fácil, como tampoco es simple el encuentro con las zonas más remotas, menos exhibidas, de nosotros mismos.

viernes, diciembre 19, 2008

Adiós, hasta mañana, William Maxwell

Trad. Gabriela Bustelo. Libros del Asteroide, Madrid, 2008. 176 pp. 15,95 €

Pepe Cervera

Adiós, hasta mañana es una novela tierna, exquisita y hermosa que perfectamente podríamos deber en semejante proporción a William Maxwell y a quien fue su amigo durante una breve etapa de su infancia, Cletus Smith, aunque éste no es su verdadero nombre. Adiós, hasta mañana es la última novela publicada por William Maxwell y por la que se le concedió el American Book Award en 1980. Adiós, hasta mañana está considerada la mejor novela de su autor.
Qué cosas tan extrañas e improbables lleva la marea a las costas del tiempo, he leído. Y es cierto. Es cierto que la extrañeza es uno de los sentimientos que experimento siempre que he querido sondear mi pasado, porque es cierto que el tiempo impide reconocerme en alguien que no sea yo ahora mismo, a mis cuarenta y tres años, reconocerme en todo aquello tan remoto que desaparece sin dejar rastro. La vida es en sí misma y siempre un naufragio, he leído. Pero también es cierto que William Maxwell me ha prestado durante un par de días esa mirada suya —tan tierna y nostálgica, tan acertada, tan envidiable— con la que he podido observar uno de los momentos más decisivos de su existencia, uno de los acontecimientos que condicionaron todo lo que habría de suceder y lo orientaron hacia el hombre en el que acabó por convertirse.
Adiós, hasta mañana es un libro de ritmo apacible y sugestivo y es también un conjuro cadencioso que ha conseguido embelesarme. Es además una historia escasa en detalles, prosa limpia, envolvente, de una sencillez estremecedora. De las dos historias que cuenta, una podría calificarla como la autobiografía de William Maxwell, en la que aparecen los mismos elementos que éste ya trabajó en Vinieron como golondrinas, publicada cuarenta años antes —el hermano mayor con una pierna amputada, la madre fallecida a causa de la gripe española, el padre destrozado por esa tragedia—; la otra historia, la que relata lo que precedió y prosiguió al asesinato de Lloyd Wilson, cometido por su vecino y amigo Clarence Smith, es producto de la imaginación del autor —El lector, por su parte, también deberá estar dispuesto a usar la imaginación. Tendrá que imaginar una baraja de cartas puestas boca abajo sobre una mesa y mirar una de ellas, sólo que no verá el ocho de corazones ni la jota de diamantes, sino quince minutos normales y corrientes del pasado de Cletus Smith—. Ninguna de las dos historias descuella sobre la otra, las dos mantienen la tensión y se complementan, las dos confluyen en un momento determinado cuando Cletus, hijo del asesino, y Maxwell, narrador en primera persona, traban una amistad rota a las pocas semanas por el tiro que Clarence descerraja a Lloyd a la altura del corazón. Corresponde al narrador reordenar los sentimientos para que la vida nos resulte aceptable, he leído. Y eso es precisamente lo que Maxwell consigue en Adiós, hasta mañana: un viaje hasta su infancia con la intención de exorcizar el momento exacto en que la vida empezó a ser otra cosa, el momento en que la vida se convirtió en un error que lo acompañaría siempre, una equivocación con la que tendría que cargar de manera dolorosa. El detonante, lo más doloroso e incomprensible es esto: el hecho de que año y medio más tarde ambos amigos coincidan en el pasillo de un instituto de Chicago y se ignoren. Vi a Cletus Smith caminando hacia mí. Me parecía estar viendo a un resucitado. Él no dijo nada. Yo no dije nada. Los dos seguimos andando hasta que nos cruzamos. A partir de ese momento, la cosa ya no tuvo arreglo: Ahí se encuentra uno de los remordimientos que Maxwell me ha trasladado, esa es la culpa que él revive una y otra vez, el sentimiento pernicioso del que no consigue escapar. He tenido momentos felices en la lectura de Adiós, hasta mañana en los que yo también he observado la misma inquietud, la misma necesidad de averiguar si Cletus Smith consiguió salir adelante, vivir una vida propia, libre de los estragos de un drama ajeno a su voluntad. No lo se. Jamás podré averiguar lo que pudo sucederle, si al cabo él y su madre fueron capaces de mirarse sin pasar vergüenza. No lo sé, ya digo. Lo que sí me permito afirmar es que aquel muchacho, —adusto, solitario, indefenso, de manos y pies grandes para un niño de trece años—, aportó lo suyo para que hoy pueda deleitarme con la lectura de esta tierna, exquisita y hermosa novela que es Adiós, hasta mañana.

jueves, diciembre 18, 2008

Todos los cuentos, Cristina Fernández Cubas

Prol. Fernando Valls. Tusquets, Barcelona, 2008. 507 pp. 24.00 €.

Óscar Esquivias

El título no puede ser más conciso y (en este caso) más sugerente: ¡todos los cuentos de Cristina Fernández Cubas! ¡Qué tesoro! Uno piensa en el universo literario de la autora catalana e inmediatamente imagina casas aisladas en el campo, habitaciones en las que no se puede entrar, internados de niñas, reuniones nocturnas donde se cuentan historias, jóvenes aislados, mentiras, secretos, sospechas, miedo, suplantaciones, gritos ahogados, crías de gato estranguladas... Cristina Fernández Cubas parece pertenecer a otra tradición que no es la española, tan apegada desde hace siglos al realismo y tan remisa a lo fantástico. En este libro sucede todo lo contrario: no hay un solo cuento sobre el que no sobrevuele el misterio o lo sobrenatural, incluso en los más cotidianos. Los nombres de Poe, Ghelderode, Stoker, Mary Shelley o Cortázar surgen en la mente del lector cuando recorre estas historias, en las que es tan importante la creación de atmósferas como la propia narración, siempre llena de ideas poderosísimas, de ambigüedad y misterio. Se nota amor por el lenguaje: la autora posee un estilo suntuoso y sus propios personajes se recrean en la sonoridad de ciertas palabras, como esa profesora en un país nórdico que exclama «¡Qué contratiempo!» y reflexiona sobre lo novelero de tal expresión, o la superiora de un convento, con sus diccionarios siempre a mano, que repite fascinada la palabra «mundo» referida al sinónimo de «baúl». Los cuentos de Fernández Cubas son también «mundos», en ese doble sentido: son a la vez universos fantásticos, con sus reglas peculiares e incluso sus idiomas propios (como el de la casa del joven Tomás/Olla), y también son una suerte de baúles, a veces procedentes de lugares misteriosos o lejanos (hay cuentos ambientados en México, Estambul o África), llenos de compartimentos secretos en los que puede aparecer cualquier cosa. El volumen se abre con un prólogo de Fernando Valls en el que comenta cada uno de los cuentos y añade información muy pertinente. Un gran libro.

miércoles, diciembre 17, 2008

La estepa infinita, Esther Hautzig

Trad. Santiago del Rey Farrés. Salamandra, Barcelona, 2008. 252 pp. 16,00 €.

Alba González Sanz

Hay historias que nos siguen conmoviendo. La de Esther Hautzig (Vilna, 1930) cuenta la deportación a Siberia de su familia (padre, madre, abuela, ella misma) en el contexto de laa Segunda Guerra Mundial y con su hogar enclavado, en principio, en la parte de la entonces Polonia que quedó del lado de la Unión Soviética. En calidad de capitalistas –como se cuenta en el libro- son enviados a Siberia donde transcurren varios años (cambian las tornas: Alemania se vuelve contra la URSS y la estepa resulta el lugar más protegido de la tierra) para regresar tiempo más tarde a una Europa devastada en la que el resto de su familia –para completar el cuadro, son judíos- ha sido aniquilada.
Tenemos muchos clichés y un ejercicio de memoria, el libro por todo ello invitaría a la cautela. La pequeña Esther es la narradora de un texto que surgió precisamente con la intención de rememorar, ya desde la madurez y con una carrera de escritora a sus espaldas, la experiencia siberiana. Los tópicos no por serlo impactan menos: un tren que recorre durante semanas Europa en dirección Asia, hasta la estepa. Camaradas que disfrutan haciendo sufrir, camaradas que sufren haciendo trabajar de sol a sol y en las peores condiciones (tenemos la nieve, tenemos el sol extremo) a los deportados. Ancianos, mujeres, hombres y niños tienen su ocupación en los barracones a los que son llevados. Tiempo después, pueden incorporarse a la vida del pueblo con oficios duros y en chozas donde varias familias se apelotonan. El padre es llamado a filas, previamente ha sufrido interesantes interrogatorios de la policía secreta comunista…
Y entre todo un armazón de la historia que nos es familiar de puro narrado, la niña Esther pasa su adolescencia ocupándose de cuidar los recintos que peor o mejor les sirven de casa, de robar carbón de las vías para calentarse, de tejer con pobres lanas para sacarse unos rublos… y de ir a la escuela. Porque cada vez que habla de la escuela en esa estepa infinita el discurso cambia: a pesar de encontrarse en la otra punta del mundo conocido, a ese lugar inhóspito llegan maestros que han sido profesores de literatura comparada en la Universidad de Moscú, cerrada por la guerra. Llegan las lecturas –y parece que se echa en falta una mayor censura a tenor de lo leído- y llega también, en contadas ocasiones, el teatro.
Las memorias son peligrosas porque no hay nada más ficcional que nuestra forma de mirar el propio pasado. Con todo, ese peligro se corre aquí con un puñado de diálogos naif e inverosímiles (como cuando la pequeña Esther amonesta a su amigo Shurik por la intención de éste de hacerse militar, siendo las guerras tan malas, tan atroces, habiendo traído tanto dolor a sus familias), pero nada más. Ni siquiera la Rusia comunista se convierte en esa fuente de todo mal en la que realidad y ficción se funden y se magnifican, impidiendo una buena visión de conjunto.
Hay algo curioso en estas memorias y es cómo el personaje, en un punto romántico, se asimila al espacio y a su complejísima climatología. Cuando Esther, su madre y su abuela pueden salir de Siberia y regresar a Polonia (no a su ciudad natal, pero qué hacer en un lugar del que se han perdido los álbumes de fotos familiares), la niña/adulta –la voz que se funde en ocasiones- confiesa el amor por esa tierra fría y desértica durante todo el año, en dos estaciones que no conocen medias tintas. La escuela, la posibilidad de salir a campo abierto para estar con uno mismo y con ningún ser humano en kilómetros a la redonda… todo eso configura la educación sentimental de esta pequeña judía capitalista apartada de su mundo de gasas y charol de una forma violenta y, como en una broma gigante, salvada de una muerte segura por el mismo hecho de estar lejos del foco de la ira antisemita del régimen nazi.

martes, diciembre 16, 2008

Orikata, Carlos Contreras Elvira

XI Premio Arte Joven de Teatro de la Comunidad de Madrid. Ñaque Editora, Madrid, 2008. 117 pp. 8 €

José Gutiérrez Román

Uno suele mostrarse reacio a leer obras de teatro. Lo ideal es verlas representadas, parece decir la opinión general de los lectores-espectadores. Sin embargo, en algunas obras dramáticas el poder de su texto es tal que logra seducirnos sin necesidad de haber visualizado su puesta en escena. Este es el caso de Orikata, primera pieza teatral publicada por el joven y polifacético escritor Carlos Contreras Elvira, en la que compone un reflejo de nuestros días que nos aproxima al cercano y lejano mundo de la inmigración. Y para ello qué mejor escenario que un locutorio. Es aquí donde transcurre toda la acción de la obra, en el locutorio de una pequeña ciudad de provincias regentado por Félix, un hombre que se debate entre su apariencia gruñona y sus impulsos bondadosos. Por allí desfilan hasta veinticinco personajes, inmigrantes en su mayoría (ecuatorianos, un marroquí, un paquistaní…), pero también podemos ver a jóvenes del lugar o a una pintoresca señora que se pasa los días tejiendo mientras aguarda una llamada, y que suele actuar como molesta conciencia de los otros. Seguramente hoy Max Estrella y don Latino visitarían también algún locutorio en sus paseos.
En el local de Félix asistimos a los empeños de estas personas, que en sus conversaciones con el dueño van desvelando sus historias, con sus sombras y sus luces. Entre medias se van tejiendo pequeñas intrigas, como la de los misteriosos sobres que dos personajes se hacen llegar a través de los buzones de alquiler del local. Hay un halo de tragedia en el ambiente que, conjugada con finos toques de humor y agudas reflexiones, logra que el lector no despegue la vista de la historia. Da la impresión de que uno está enfrascado en una novela (dicho esto como elogio) gracias al eficaz estilo literario con que está escrita y a sus acertados golpes de efecto. También hay que reseñar la credibilidad que les da a los personajes extranjeros la naturalidad de su habla, usando sus propios modismos en el caso de los latinoamericanos, por ejemplo, o con las dificultades propias de expresión en otros casos.
Entre las sorpresas que nos depara Orikata destaca el juego que el autor se trae entre manos al dejarnos entrever cuál es su papel en la ficción (o quizá deberíamos decir en la realidad), lo cual aumenta el atractivo de la obra. Pero esto es algo que no puedo desvelar por completo si no quiero destripar la obra.
Parece que próximamente se procederá a su estreno en los teatros, pero ello, como decía al inicio, no debe impedir el disfrute de su lectura, al contrario. Ah, por cierto, Orikata, como nos informa uno de los personajes, «es uno de los nombres que se le dio al arte de doblar papeles». Ahí está la clave, en lo que está doblado. Y como diría la ínclita Mayra, hasta aquí puedo leer.

lunes, diciembre 15, 2008

La sabiduría de las brujas, John Giorno

Trad. Martín Rodríguez Gaona. DVD, Barcelona, 2008. 158 pp. 12 €

Martí Sales

Hay quien cree que el más allá está más aquí y que aún existen casas encantadas. Y no hace falta que sea una mansión victoriana perdida por la vieja Inglaterra. En el Bowery de Nueva York, nido de sabandijas y buscavidas durante muchos años –antes de que todo fuera impoluto, antes de la tolerancia cero de Giuliani–, habita desde hace cuarenta años John Giorno. Fue en su apartamento –conocido con el nombre de “El Bunker”– donde vivió sus últimos años su amigo Burroughs y su fantasma aún deambula por las noches: me lo contó mi amigo Eduard Escoffet, que pasó una temporada allí y notó claramente su presencia. La –buena– literatura es conocimiento y sus mejores escritores, brujos o brujas buscando nuevas vías o recuperando la tradición de antiguas sabidurías, renovando los vínculos entre lo sagrado y lo profano, saltando del tren en marcha para enseñar, con el ejemplo, que no existen tales fronteras. En esto está Giorno, cuya vida y trayectoria artística, si cabe diferenciarlas, lo avalan. En el ajo de los sesenta en NYC –el círculo de Warhol: Giorno protagonizó Sleep–, vivió a fondo y sacó todo el jugo que pudo a las noches, a los amantes, a la poesía. Catapultado por la explosión de tanta energía junta, se dedicó en cuerpo y alma a reinventar y reconsiderar el papel de la poesía como arte escénico, es decir, como arte efímero, en directo. Afortunadamente para la posteridad y para los que no lo han visto en directo, aparte de sus actuaciones filmadas también escribió libros.
El material que presenta esta primera edición en castellano de su obra es una buena muestra de la manera en la que trabaja Giorno –y una bastante mala muestra del quehacer del traductor, así que mejor leed directamente la parte inglesa, nada difícil de entender–. La poesía de John Giorno es espiritual, exactamente en el mismo sentido que lo es la poesía de San Juan de la Cruz: palabra que desvela, desde la más profunda disidencia. Y ya se sabe que la disidencia pide altura. Desde Just say no to family values, pasando por Everyone gets lighter o The death of William Burroughs, en todos ellos se habla de la amplificación o alteración de la conciencia, de la experiencia de lo inefable. Lo bueno y particular de Giorno es que lo hace desde una óptica desacomplejada y alejada de cualquier dogmatismo o trascendencia. Habla de qué significa estar aquí en este mundo dando tumbos. Habla desde la calle, o más bien desde el callejón, desde la alcantarilla, como diciendo: no hace falta irse a la India para iluminarse, hazlo delante de tu propio vómito. Equivócate cada día y llegarás lejos, o sea, a ninguna parte, que es la mejor de las partes para estar vacío: vacíate, llena, vacíate –“I lay my head / on your chest / and feel free, / filling what is empty, / emptying / what is full”–. La gente, al acabar sus recitales, se acerca a él, no para pedirle un autógrafo, sino para abrazarlo, para abrazar al chamán. “Free your mind and your ass will follow”, como rezaba el segundo disco de Funkadelic. Lo suyo tiene mucho de koan, de enseñanza zen, y también de eslógan a lo Deleuze, como los poemas-grabado que se incluyen al final de este libro –“It’s not what happens, it’s how you handle it”–. Es poesía que llega rápido para quedarse bien en el fondo y desbarajustar tus mecanismos amuermados. Arena para el engranaje babilónico, aceite para la fuga.


viernes, diciembre 12, 2008

La figura de la alfombra, Henry James

Trad. Enrique Murillo. Int. Antoni Marí. Impedimenta, Madrid, 2008. 120 pp. 15.30 €

Marta Sanz

¿Se acuerdan ustedes de Otra vuelta de tuerca?, ¿se acuerdan de Miles, el espejito mágico, quizá un masticador más de las perversas setas reductoras de Lewis Carroll, el reflejo en miniatura de ese amo frente al que la institutriz se erige en fanática heroína?, ¿recuerdan a Miles, ese niño seductor, del que no sabemos si produce más miedo su sexualidad o su inocencia, su destino de cordero sacrificado o su depravación?, ¿recuerdan esos momentos en los que parece que va a besar hasta el fondo a la institutriz para después abandonarla porque es inculta, poco refinada, pobre?, ¿recuerdan que Miles es expulsado del colegio por “contarles cosas a sus preferidos”? Henry James parece sugerirnos que cada relato es una manera de corromper al receptor. Todo lo dicho opera sobre el lector o el oyente un cambio en su sensibilidad, en su conciencia. Pero si lo desvelado deja en los lectores esa marca, ¿qué consecuencias tendrá sobre la vida lo no dicho, el secreto, lo que sólo unos pocos atesoran como monedas, una forma espirituosa y volátil de capital, lo que algunos privilegiados no quieren compartir con nosotros al no considerarnos dignos? Si el relato corrompe, la incapacidad para aprehender lo que un texto significa –o lo que nos dicen que significa-, el escamoteo del relato y el no-relato nos enferman: ése es precisamente el gusano que cava túneles y produce cicatrices en el narrador de La figura de la alfombra.
James idea una trama en la que un crítico es incapaz de encontrar el leitmotiv de la obra de un autor de culto, Hugh Vereker, y coloca a sus lectores al lado de ese crítico, de un narrador menos avispado que otros personajes de la novela y que, sin embargo, no es un narrador “torpe”; coloca al lector al lado de una voz en primera de la que no puede desconfiar por su maldad, aunque quizá sí por incapacidad de ver; nos pone en la tesitura de descifrar un misterio que el narrador no resuelve, es decir, en una posición halagadora que se parece a la que eligen los autores de la Nueva Narrativa para encandilar a su público. No es de extrañar que Enrique Murillo traduzca esta obra y sea responsable de algunas de sus páginas preliminares: ciertas novelas de James de las que sin duda se alimentan los narradores españoles que se hicieron populares en la década de los ochenta, fomentan cierta soberbia intelectual por parte del lector que, no obstante, en las páginas de La figura de la alfombra queda atenuada cuando el crítico teme al autor, hace un esfuerzo por “ponerse a la altura” y se pregunta con humildad “¿habré leído bien?”: el crítico de esta novela permanece al margen de una prepotencia interpretativa y de cierta pereza que marca la demagogia que, hoy por hoy, ejercen los lectores comunes y los lectores especializados del mercado cultural. Y es que, en todo caso, James como referente de los autores de la Nueva Narrativa no había pasado por la trituradora posmoderna y conservaba una visión trascendente del proceso de comunicación literaria.
La figura de la alfombra ofrece oportunidades para analizar la literatura y el mundo literario como dos nociones indisolubles: se adivina una crítica a la crítica en la obnubilación del narrador de la historia y además se señala que el discurso crítico, esa forma de la superposición, siempre se caracteriza por su futilidad frente al peso específico de la obra de arte; casi se rasga el velo que separa el elitismo del populismo cultural, o el abaratamiento espurio de los procesos de lectura por medio de la aplicación regocijante de “truquitos” del verdadero esfuerzo de interpretación. La conversación que mantienen el autor y el crítico sin nombre es reveladora: Vereker utiliza con el crítico un discurso de seducción que subraya la desventaja del narrador y pone de manifiesto la índole autoritaria, antidemocrática, de una forma de entender la literatura y de un mundo literario donde habitan personajes de primera y de segunda clase; por otra parte, el lector se cuestiona si la función del crítico consiste en detectar los “caprichos” que un autor esconde en sus textos, sorber el licor de sus bombones y embriagarse con él, o aquilatar la vanidad del creador, darle su calibre justo; el lector se pregunta qué tipo de dialéctica prevalece en esta peligrosa relación, en qué medida uno es amo y el otro, esclavo...
Los lectores de este libro nos empeñamos en ser más sagaces que el narrador y ver las hebras del dibujo de la alfombra, visualizar la fusión de las piezas dispersas de un puzzle frente a la turbiedad y la obcecación en el entendimiento del narrador sin nombre. El secreto está ahí , aunque James no lo saque a la luz, y el lector bracea para quedar por encima de este pobre crítico, no por casualidad, anónimo; de repente, reparamos en el hecho de que Corvick, un crítico con nombre, sí accede al secreto de Vereker y lo comparte con la mujer que ama quien, por su parte, sabe que ese secreto es lo mismo que su vida; nos damos cuenta de que Vereker apunta que quizá un matrimonio sea la mezcla ideal para acceder a su secreto; de que, en la novela, se identifica el leer mal con separar la forma del sentimiento en la lectura... A los lectores, en eso que Constantino Bértolo[1] llama atinadamente “nuestra urdimbre lectora”, se nos aparece otra de las piezas jamesianas sobre el arte y la literatura, La lección del maestro, un lugar desde el que nos arriesgamos a formular una hipótesis sobre el secreto de Vereker: a través de esta peripecia de letraheridos donde la mayor virtud de su personaje femenino Gwendolen consiste en ser “libresca”, James plantea una visión integradora de la vida y del arte en la que no caben vivisecciones, tecnicismos ni la separación, artificial y drástica, de lo que en la realidad se presenta amalgamado: la vida, la literatura, la literatura, la vida, sin consagraciones al altar de la una ni de la otra, la una dentro de la otra, matrioskas nutricias, en un encaje perfecto con las teorías de Wilde, de Proust o del propio James que Antoni Marí resume oportunamente en el prólogo de esta edición. Por último, otra sospecha: no es lo mismo recibir una lección que desvelar un secreto. Cada lector deberá decidir en cuál de las dos situaciones, James y otros literatos le están respetando más. Qué opción es la más arriesgada para el que escribe. Y es posible que, como siempre en James y como nunca en Wilde, las apariencias engañen.

[1] Toda esta reseña pretende ser una aplicación de algunos aspectos de la teoría sobre la lectura que Constantino Bértolo propone en La cena de los notables (Periférica, 2008). Creo que no hay mejor manera de mostrar el valor y la utilidad de un libro: ponerlo a caminar.

jueves, diciembre 11, 2008

Un hombre en la oscuridad, Paul Auster

Trad. Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2008. 208 pp. 17 €

Miguel Sanfeliu

Hay algunos autores cuyos libros necesito tener cerca, autores de prosa potente, capaces de hacerme revivir el placer de las lecturas de mi infancia, autores con un mundo propio, que no siguen las modas y son fieles a sí mismos, autores como Paul Auster. Pese a ello, observo que, de un tiempo a esta parte, está permitido vapulearle. Parece haberse abierto la veda para arremeter contra todo lo que escribe, quizá por culpa de Tombuctú y Viajes por el Scriptorium, que resultan claramente inferiores respecto al resto de su producción. Se dice que ha perdido aquello que lo hacía original, su magia, que parece haberse acomodado a las exigencias del mercado, que cada vez resulta menos exigente consigo mismo. Auster es un autor de gran importancia dentro del panorama narrativo de los últimos veinticinco años, con un mundo propio y reconocible. ¿Podemos pues decir que resulta menos autoexigente porque se mantiene fiel a sí mismo, a su universo? ¿Se puede exponer como un aspecto negativo el hecho de que Auster siga siendo Auster?
Leyendo su último libro, Un hombre en la oscuridad, se percibe que el autor está interesado en indagar en lo que significa el acto de escribir, el proceso de crear. Vi hace poco su película La vida interior de Martin Frost, y tiene mucho de esto. El escritor y su musa. Las formas que toma la ficción, unas dando vueltas, otras moviéndose en zig-zag.
Su último libro se encuentra en este contexto y, para ello, se vale de un viejo crítico jubilado, August Brill, que está viviendo con su hija Miriam y su nieta Katya, en la casa de la hija, donde se ha trasladado tras sufrir un accidente. Es un viejo un poco embaucador que se entretiene inventando historias.

Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias. Quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar. La concentración, sin embargo, puede darme problemas, y las más de las veces mis pensamientos acaban derivando de la historia que pretendo contar a las cosas en las cuales no quiero pensar. No hay nada que hacer. Fracaso una y otra vez, hay más chascos que aciertos, pero eso no quiere decir que no ponga todo mi empeño.

Y de eso se trata, de ir adelante y atrás, de saltar de la historia imaginaria a la historia real, y de ahí a los recuerdos, tanto de cosas vividas como de historias oídas, y todo este trayecto, que parece tan complicado, lo realizamos en estado casi de trance, sumergidos en la prosa del autor, que fluye como si se tratase de un relato oral de esos que se escuchan con la boca abierta.
El viejo crítico crea un personaje ficticio, Owen Brick, y lo sitúa en un mundo paralelo en el que EE.UU. se encuentra en guerra civil. No hay guerra en Irak y siguen en pie las Torres Gemelas, pero EE.UU. está sumido en el caos. En esas circunstancias, le ordenan a Owen Brick que mate a un hombre.
Este libro nos habla de guerra y de muerte, pero sobre todo nos habla de la ficción, del hecho de inventar historias. Reflexiona sobre estos asuntos narrando acontecimientos, creando personajes, jugando en definitiva, pues así es como Auster concibe la literatura, como un juego.
Pueden diferenciarse dos partes en el libro. La primera, en la que la historia de Owen Brick se desarrolla en la mente del narrador, y éste nos hace partícipes de sus razonamientos para hacer avanzar la acción, incluso de sus dudas. La segunda parte también nos narra una historia, pero en esta ocasión lo hace en forma de conversación entre August Brill y su nieta, quien va alentando el desarrollo de la misma con sus preguntas. La primera parte nos cuenta una historia fantástica e imaginaria, la segunda una historia real, compuesta por los recuerdos del narrador. La primera sirve de evasión de la realidad, la segunda, por el contrario, le enfrenta a su pasado.
La realidad salpica la ficción. Lo real y lo imaginado son una misma cosa, nos dice Auster, un poco enigmáticamente. La guerra de Irak está muy presente en este texto, una guerra que pese a no desarrollarse en el mismo terreno, pese a la distancia, es capaz de mostrar toda su crueldad y horror. La ficción tiene difícil competir con la realidad, pero es lo único que nos queda. Y tumbados en la oscuridad, tan sólo podemos inventar historias e intentar huir lejos, hasta donde nos lleve la imaginación.

miércoles, diciembre 10, 2008

La casa de la llave, Mada Alderete Vincent

Ediciones Baile del Sol, Tenerife, 2007. 100 pp. 10 €

Inés Matute

Según dicen los expertos, el maltrato psicológico se basa en comportamientos intencionados, ejecutados desde una posición de poder y encaminados a desvalorizar, producir daño psíquico, destruir la autoestima y reducir la confianza personal de aquel que lo sufre. Su padecimiento lleva a la despersonalización, al mismo tiempo que genera dependencia de la persona que los inflige. El maltratador se vale para ello de insultos, acusaciones, amenazas, críticas destructivas, gritos, manipulaciones, silencios, indiferencias y desprecios. Las agresiones continuadas, tanto verbales como no verbales (el silencio, la indeferencia, los malos gestos, etc), crean una relación siniestra de dependencia entre el maltratador y la víctima. Ambos terminan necesitándose. La víctima porque sola siente que no es nadie y el miedo y la angustia la paralizan, y el maltratador porque se siente que es alguien a través de la dominación que ejerce. La situación de dependencia es tal que la víctima termina protegiendo y disculpando a quien la tortura. Recorre hasta ahí un proceso destructivo en el que va perdiendo la confianza en sí misma y la capacidad de respuesta, se va anulando y va interiorizando que de allí no se sale y abandona toda esperanza. Y todo esto lo sabe muy bien Mada Alderete, periodista, profesora, educadora social y sexóloga. Incluso sabe cómo arrancar un chispazo poético a situaciones que podrían inscribirse, perfectamente, dentro de los parámetros del drama.
Sus escritos, simples en apariencia, tienen mucho que ver con la vida cotidiana: gente que lava ropa, que hace camas, que da de comer a sus hijos mientras dirige la mirada a la pantalla de un móvil y se traga como puede la impaciencia, la angustia o el pánico. Pequeños cuadros costumbristas vinculados al amor, el erotismo y, más recientemente, los malos tratos. Desde un punto de vista honestamente feminista, la autora se echa al monte del sufrimiento con el poemario titulado La casa de la llave, cuyos textos se escribieron en una casa de acogida para mujeres víctimas de la violencia en la provincia de Madrid, entre el verano del 2002 y el otoño del 2006. Con una mirada extremadamente aguda, Mada parece tener un don especial para detectar las contradicciones del alma femenina más allá de donde el dolor se hace visible: Localizada la falla, la poeta dispara una Polaroid que, con pocas palabras, recoge todo un universo en el que víctima y verdugo se machihembran en un juego perverso. Así, quien ha estado a punto de morir por asfixia, justifica a su hombre y añora esas manos que en otro momento la colmaron de caricias. En La lista macabra, la violencia y la alienación llegan a asumirse como algo cotidiano a lo que no hay que dar mayor importancia. Y entre todos estos cuadros de indefensión y descalabro emocional, los hijos, víctimas desde antes de nacer, suelen quedar tarados de por vida, abocados a la repetición de unos roles de autodestrucción y violencia – no han conocido otras pautas de conducta- en el peor y más frecuente de los casos.
Sin sentirme especialmente feminista, ni combativa, y sin que la poesía social o comprometida se cuente entre mis géneros favoritos, admito que esta obra me ha impactado. Es más, recomendaría su lectura a cualquier mujer, haya sufrido o no la violencia en sus propias carnes. Ahí van tres poemas del libro:

El botiquín aquí es un macrobotiquín
algunas mujeres siempre están enfermas
es su forma de autosabotaje
de no afrontar los verdaderos deseos
hoy dudo mucho de cuánto pueda yo ayudarlas
la enfermedad sustituye al enfrentamiento
evita los conflictos internos, tan buenos para crecer
el cuerpo paga las facturas
estoy enferma…. Es fácil autocompadecerse
las mujeres se gastan luchando contra ellas mismas
.
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Hoy me dice que nunca volvería con él
y mañana está quedando a escondidas
desde fuera se ve fácil
pero yo recuerdo bien
esa enfermiza emoción
el placer de que el perverso te vuelva a mirar con deseo
el goce de recuperar los besos y el sexo del perverso
el triunfo mentiroso de que te pida perdón una vez más
y una vez más te diga bajito, al oído
esas cosas que ya sabéis que dicen,
bajito, al oído.

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Necesitas el dolor para vivir
si eres feliz te rompes un poco
te desorientas, no te reconoces
así que buscas una vez más
algo para quejarte
y demostrarte tu verdadera esencia:
la pena.

Te has acostumbrado ya a la destrucción
cambia de estrategia
no tomes las pastillas que te quitan la conciencia
ven, voy a cogerte
voy a mecerte durante años
hasta que te cures
no, espera, no me dejan tocarte tanto
te asombras de mi mirada, porque me he quedado en blanco
extiendes tu mano
te doy las pastillas
un vaso de agua
haces una broma
sobre tu suicidio
pero no te toco
en este trabajo se habla, se educa
pero no se toca.

Ya lo sabéis: La casa de la llave esconde muchos secretos.
Hasta que dejan de serlo y se vuelven noticia macabra en los telediarios.

martes, diciembre 09, 2008

Tokio ya no nos quiere, Ray Loriga

Alfaguara, Madrid, 2008. 1730 pp. 18 €

María Ruisánchez Ortega

Tokio ya no nos quiere es de esas pocas novelas que están escritas para la forma y no para la trama. Me explico, quizá a lo largo de sus páginas no ocurra nada que nos hile unas historias con otras o que transporte a nuestro protagonista de un lugar a otro, moviéndolo con un objetivo concreto. Pero es que sin duda, Ray Loriga no pretende eso. Este es un libro hecho a imagen y semejanza de la complicada mente de ese hombre que consume sin descanso todas las drogas que le caen en las manos. Hay repeticiones y redundancias, hay episodios que quedan colgando como un recuerdo que vuela entre el humo del tabaco. En ese sentido, Tokio ya no nos quiere es para la literatura, lo que Memento u Olvídate de mí para el cine. No sólo se narra algo, por nimio que sea, sino que la manera de contarlo está totalmente al servicio de la trama o viceversa. Es decir, Ray Loriga nos instala en la mente desquiciada de ese hombre, para que podamos ver con sus ojos, asumir sus reflexiones y sentarnos a esperar que pase la vida mientras la olvidamos. Así el lector se embarca en un viaje delirante y absurdo hasta los confines de ese hombre, sin saber ya que es real o no, que es vigilia, que es sueño. Sin saber siquiera si seguimos estando vivos.
Con una prosa tan lúcida en algunas ocasiones y tan soterrada en los adentros de la conciencia en otras, Ray Loriga consigue describirnos ese mundo de ciencia ficción real en el que es posible conservar a una madre muerta dentro de un televisor, o borrar legalmente de la faz de tu memoria tantas neuronas de contenido doloroso como sea posible, como quiera el cliente. Con una deuda contraída de por vida con los autores norteamericanos del siglo pasado, Bukowsky, Burroughs o Jack Kerouak, no olvidemos que el nombre artístico del autor es un homenaje a Ray Bradbury, Loriga consigue colocarnos en la cabeza de un hombre que no logra olvidar lo único que hubiese querido segar de su conciencia, a ella. Porque hay cosas que no pueden olvidarse: Pues sí, el miedo sí lo recuerdo, porque el miedo es como el frío. Una vez que se ha sentido nunca se va del todo. A la lista de cosas imborrables hay que añadir el amor (privilegio del que carecen todas los personajes esporádicos de este libro) y que el protagonista atesora en forma de mujer perdida de contornos difuminados. Auténtico e impreciso hilo argumental de la novela.
Describe como nadie Ray Loriga las ciudades, la calle, el ambiente, la sordidez de los hoteles en un viaje sin sentido hacia la nada, donde el tiempo no mueve las manecillas y se detiene, harto de perseguirle, ya sin conciencia. Los minutos son páginas centrales de un libro que está ardiendo por los dos costados al mismo tiempo, nos dice. Y es que en una dimensión temporal, el protagonista de este libro no es un camello extirpador de recuerdos, sino, más bien, un señor gris de los de Momo. Porque sin memoria, no hay tiempo, es infinito, y sin tiempo no somos viejos, ni jóvenes, ni tenemos conciencia de estar o si estaremos. Porque los personajes que en este libro borran sus conciencias por traumas concretos, en realidad tratan de extirparse la idea de la fatalidad, que es saber que morirán desde el mismo momento en el que nacen. Y por eso, la droga. Olvidar, olvidar que soy y que existo.
En un plano mucho más amplio esta novela es una crítica brutal a ese futuro cercano, tan y tan cuestionado en la época de la primera publicación (1999). Época en la que se miraba con resquemor al futuro, por miedo a que aquel famoso efecto 2000 tirara por el váter años y años de progreso tecnológico y de sociedad de la información. Con esta re-edición, Tokio ya no nos quiere tiene más vigencia que nunca. Encontramos una crítica evidente, que ahora cobra más y más sentido, a lo insustancial, a lo artificial, a la futilidad de vivir sin recordar lo que te hace ser como eres. Borrando el dolor, no hay nada, sólo una perdida de identidad que te lanza al abismo, que consigue hacer imposible distinguirte de otro en el reflejo de un espejo. La uniformidad para alcanzar la felicidad.

lunes, diciembre 08, 2008

El fósforo astillado, Juan Andrés García Román

Premio de Poesía Hermanos Argensola. DVD, Barcelona, 2008. 114 pp. 9 €

José Luis Gómez Toré

Quien conozca libros anteriores de Juan Andrés García Román (Granada, 1979) como Las canciones de Lázaro o Launa y se acerque a los poemas de El fósforo astillado comprobará hasta qué punto nos encontramos ante una escritura en constante búsqueda, que explora siempre nuevos territorios, nuevas experiencias del lenguaje. El fósforo astillado es, en el más pleno sentido del término, un poemario y no una mera colección de poemas. Los textos pueden ser leídos aisladamente sin perder su temperatura poética (sirvan de ejemplo excelentes poemas como El cohetero de la nieve, Has soñado el poema (La lágrima centrifugada) o Por primera vez estás triste (Belisario envía tropas a los árboles). Sin embargo, sólo alcanzan su pleno significado en el conjunto. El poeta nos invita a leer los diferentes textos como parte de una estructura dramática, la del supuesto ensayo general de una ópera, lo que le permite introducir, a modo de intertextos, los retazos de un "Cuaderno del apuntador". El juego, sugerente y divertido a la vez, nos muestra la complejidad de la propuesta. El poeta sabe que vivimos en la era del comentario, de la cita, de la intertextualidad elevada a su máxima potencia ("Nuestra actitud respecto a la poesía podría definirse de este modo:/nos tocaba actuar después de un mago"). Algo que no resultaría tan inquietante si no nos asaltara una y otra vez la sospecha de que detrás de ese laberinto de espejos no hay nada a lo que agarrarnos: "No atravieses las imágenes -te dicen- detrás no hay nada, ningún tesoro tras la catarata". Por otra parte, la referencia operística resulta muy acertada en su doble vinculación con el teatro y la música. La música recrea la fascinación de ese juego de repeticiones y variaciones, de armonías y disonancias, que se le plantea al poeta moderno. Éste sabe que no escucha ya la secreta armonía del universo, sino, como decía irónicamente Enrique Lihn, en todo caso "la musiquilla de las pobres esferas". Asimismo, las referencias teatrales no resultan arbitrarias: desde el siglo XIX, una de los caminos que ha buscado la poesía para evitar el solipsismo ha sido el juego dramático entre distintas voces, desde la certeza de que en el lenguaje nunca, ni siquiera en el monólogo, hay un solo hablante. Esa pluralidad de voces responde asimismo a la certeza de la imposibilidad de una obra definitiva y de una verdad definitiva, sólo nos queda "Alcanzar el estado de "ensayo general". Y representarlo, representar el ensayo".
Como el norteamericano John Ashbery, uno de los poetas vivos más importantes y una evidente influencia en buena parte de la joven poesía española, García Román se atreve al difícil arte de jugar, sobre todo, en la superficie de las cosas. La literatura, pero también la historia, nos ha enseñado a desconfiar de quien pretende ser sublime en cada palabra, de quien quiere ser profundo sin haber conquistado el derecho a la hondura. Y es que "cuando estás/ a punto de decir, a las palabras que rodean la palabra/ les entra la risa floja". La distancia irónica tiene sus riesgos, entre ellos el de sumergirnos en esa trivialidad que parece amenazarnos por doquier en una sociedad donde todo parece destinado a convertirse en mercancía ("Eso es capitalismo: la risa de una nadadora de sincronizada"). Con todo, detrás de la superficie se esconde una insospechada profundidad que tiene que ver con la historia de amor que el poeta deja entrever. Hölderlin soñaba con que el lenguaje de los amantes fuera el lenguaje fraterno de la humanidad. En ese amor se deja ver el atisbo de fragil utopía que atraviesa el poemario: frente al lenguaje que cosifica, que nos borra, el astillado sueño de un lenguaje verdadero, la utopia que se parodia pero a la vez se encarna como una promesa necesaria, aunque tal vez siempre inconclusa, en la inteligente textura de este libro.

viernes, diciembre 05, 2008

El ladrón mago, Sarah Prineas

Trad. Matuca Fernández de Villavicencio. Montena, Barcelona, 2008. 304 pp. 18,95 €

Carmen Fernández Etreros

Sorprende en el panorama de la literatura para jóvenes este libro, El ladrón mago, y resulta un buen ejemplo de la lozanía de la literatura fantástica juvenil. Si bien se pueden encontrar ciertas coincidencias con el admirado mago internacional Harry Potter, el joven Conn, el protagonista de El ladrón mago, tiene una personalidad arrolladora y unas manos extremadamente ágiles. Ya avanzo que la aventura que cuenta la escritora Sarah Prineas es original y sorprende en un panorama colonizado por grises magos y magias “pseudopotter”.
El ladrón mago, que ha sido publicada en nuestro país por Montena y ya se encuentra en la lista de más vendidos de Gran Bretaña, cuenta la historia de un joven ladrón cuyo oficio es robar a los transeúntes despistados. La casualidad y la suerte hacen que Conn tropiece en su camino con un poderoso mago, Newery, y le robe una piedra que resulta ser su amuleto. En una situación normal el joven Conn debería haber muerto calcinado nada más tocar la piedra, pero milagrosamente la piedra brilla tranquila en su mano.
“¿Matarme había dicho? ¿La piedra locus iba a matarme? Me llevé la mano al bolsillo. Entonces me vi sacar la piedra. Sobre mi palma, parecía un trocito de noche con contornos suaves. Parpadeé y la piedra empezó a crecer, y de repente mi mano estaba cubierta por una masa oscura y pesada. El fuego de la chimenea tembló y se apagó” (pág. 15).
El huraño y solitario mago Newery, sorprendido por el prodigio, lo convence para que se convierta en su aprendiz, y desde ese momento comienza la poco creíble conversión del pillo ladrón en mago. El joven Conn tendrá que adquirir ciertos conocimientos como conjuros mágicos, pero además para ser un mago verdadero necesitará descubrir cuál es su piedra mágica, su “locus magicalis”. La búsqueda de la misteriosa piedra le llevará a descubrir un secreto mayor, con el que el joven aprendiz de mago podría salvar la ciudad.
Un libro curioso que se complementa con el original diario del mago Newery con el que termina cada capítulo, por el que el lector puede conocer los verdaderos pensamientos y dudas de Newery sobre su aprendiz. Además cuenta con las mágicas ilustraciones de Antonio Caparro que van registrando con destreza paso a paso las aventuras del joven Conn dotando la aventura de realismo y acción.En suma una nueva saga de novela juvenil prometedora, que destaca en este primer título por la agilidad y el ritmo que imprime la autora, con el que con seguridad disfrutarán los numerosos adictos al género de la literatura fantástica juvenil.

jueves, diciembre 04, 2008

Operación masacre, Rodolfo Walsh

451 Editores, Madrid, 2008. 230 pp. 17.50 €

José Morella

El 16 de septiembre de 1955 fue derrocado el presidente Juan Domingo Perón por un grupo de militares financiados por los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña. Resulta muy difícil, y no tendríamos el suficiente espacio ni la suficiente erudición para ello, hablar sobre el peronismo, y menos a este lado del charco. Como todo movimiento de masas (ahora se les llama populismos, aunque los que abusan de este vocablo se cuidan mucho de llamar populismo a otros ciertos movimientos de masas), se resiste a las definiciones y a los juicios precipitados. La variedad de sensibilidades, capas sociales y tendencias ideológicas que han querido estar al abrigo del Partido Justicialista a lo largo de decenios no nos deja la tarea fácil. Pero tal vez baste algún dato para sondear lo que aquellos milicos ultracatólicos que se llamaron a sí mismos la Revolución Libertadora pretendían al intentar acabar para siempre con el fenómeno peronista: en la consulta para la reforma constituyente de 1957, con los sindicatos totalmente intervenidos y el Partido Justicialista disuelto (se había prohibido incluso mencionar el nombre de Perón en público), el mayor número de votos fueron en blanco. Es decir, peronistas. Para ganar, Perón ni siquiera necesitaba estar presente.
Un año antes, en el 56, el gobierno militar había asesinado a varios miembros de la resistencia por un supuesto intento de levantamiento contra el régimen. El hecho no tuvo ningún tipo de repercusión en los medios. Varios meses después, el periodista Rodolfo Walsh se enteró de que uno de los fusilados había sobrevivido, y de ese modo comenzó su investigación. Nueve años antes de A Sangre Fría, de Truman Capote, Walsh rompe todas las barreras entre ficción y realidad y nos alcanza esta novela con la que, a diferencia de su colega norteamericano, se jugaba mucho más que un vago sentimiento de culpa. Se jugaba el pellejo. Walsh descubrió, después, que había más de un superviviente de aquella matanza, y fue contactando con ellos uno a uno. Lo fascinante de la lectura de Operación Masacre no está solo en el recuento de los hechos y la emoción de la reconstrucción de un crimen, sino en ver cómo Walsh va abriendo con sus palabras un boquete en la verdad, una pequeña puerta a la sala de los horrores de la historia de la Argentina contemporánea, y en cierta forma de toda América Latina. También impresiona el modo en que el autor va evolucionando políticamente a medida que escribe, cómo su propia investigación se vuelve aprendizaje, sabiduría viva que le va conformando como persona, que le va comprometiendo con la justicia social y con las clases desfavorecidas. Ese compromiso fue el mismo que le llevó a la muerte en 1977, en plena calle, a manos de hombres de la ESMA (Escuela Mecánica de la Armada), poco después de haber enviado su famosa y estremecedora Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar. Poco antes había perdido, en la misma lucha, a su hija Victoria y a su amigo Paco Urondo.
Yo leí Operación Masacre en Buenos Aires hace 11 años, en un ejemplar gastado que me prestó una compañera de la facultad, y el impacto que me llevé fue tremendo. Saber que 451 Editores nos la trae ahora a España me alegra porque nos ayudará a entender un poco más, desde este lado del mundo, las cosas que han ocurrido y que ocurren en el otro. Uno empieza a estar cansado de la manera en que desde Europa se encapsulan, mediante titulares simplificadores y breves crónicas en los medios de comunicación, fenómenos complejos que a veces se tardan en entender toda una vida. Y no hablo de una vida leyendo en tu sillón de orejas con la calefacción encendida. Me cansa leer explicaciones cerradas acerca de un Evo Morales o un López Obrador en 5000 caracteres Times New Roman. Uno no sabe nada, pero sabe, al menos, cómo de grande es esa nada.