Trad. Jesús Isaías Gómez López
Visor, Madrid, 2017. 184 pp. 14 €
Ariadna G. García
Cuando una editorial de renombre publica las obras completas de un autor, una espera que la obra lírica del escritor seleccionado sea de muy buena calidad, o cuanto menos –en el caso de que el autor sea un novelista excepcional, de prestigio consolidado a lo largo de décadas– que sus versos expliquen o complementen su universo literario, que den claves de lectura, que ahonden en los temas del resto de sus libros. En 2013, Salto de Página sacó a la luz la única antología poética autorizada por Ray Bradbury, Vivo en lo invisible, que tuve el honor de traducir junto a Ruth Guajardo González. Los poemas del mítico autor de Fahrenheit 451 se defienden por sí mismos, vuelan a gran altura, y además, nos descubren nuevos perfiles y matices de los grandes asuntos que aborda el californiano en sus textos narrativos. Su edición está perfectamente justificada. Ocurre lo mismo con otro insigne autor distópico: Aldous Huxley (autor de un Un mundo feliz), cuya Poesía completa corrió a cargo de Cátedra (2011). En cuanto supe que Visor editaba los versos de George Orwell, siendo como soy una entusiasta de 1984 y Rebelión en la granja, quise hacerme con él. Comparte traductor con Huxley. Sin embargo, mi decepción ha sido mayúscula. El volumen lo componen treinta textos, a los que hay que añadir algunos más sacados de sus novelas. De esos treinta poemas, quince los escribió entre los 11 y los 19 años, durante su etapa estudiantil. Es decir, la mitad del presente volumen nos ofrece una serie de poemas de un autor en busca todavía de su voz, donde no faltan las influencias –aunque sea para parodiarlas– de poetas como Coleridge o Kipling. Si Orwell, con el tiempo, se hubiese convertido en un poeta relevante, la lectura de estos versos quizás tuviese algún interés para estudiosos ávidos de fuentes y de huellas, pero me temo que Orwell no consta entre los elegidos del Parnaso. Este puñado de textos tienen la gracia de mostrarnos a un adolescente enamoradizo, crítico con las costumbres deportivas de su College, y ya comprometido con las causas políticas. No obstante, la traducción incurre en fórmulas agramaticales que menoscaban la relativa calidad de los poemas: «Venid, venid dulces olas/a lavar la fresca arena del mar./La tierra donde yo vivo venid a besar/pues vosotras venid de otro lugar» (p.55). Este último verso habría de haberse traducido en presente –y mejor con un heptasílabo–: pues venís de otra tierra. Otro ejemplo: «Alegres olas que cabalgáis en libertad/sin conocer ni el miedo ni la tempestad,/mientras yo deba quedar para veros saltar,/pues preso soy de las parcas». El penúltimo verso exige claramente el presente de indicativo, y no de subjuntivo –y con un alejandrino es mucho más eufónico–: yo debo estar aquí para veros saltar). Otro factor que devalúa las traducciones del volumen son los ripios y las rimas internas: “Y entonces, sube por el tronco con pata firme y lustroso como un ratón,/a encaramarse y exponerse al sol; todo el cuerpo y el cerebro/exaltados en la súbita luz solar, gozoso al creer/que el frío se fue y el verano aquí está otra vez./Pero veo yo las ocres nubes que se dirigen al sol/y una angustia que trasciende la razón/atraviesa mi corazón…” (p.121). Si bien es cierto que, a menudo, George Orwell recurre a estructuras estróficas fijas y a la rima consonante, el traductor no tiene porqué seguir dichos patrones si carece de tiempo para entregar al editor unas traducciones de calidad en su lengua materna. Un traductor debe ofrecer a los lectores poemas que funcionen en español, textos con alma, versos cuidados que respeten el original pero que no se encadenen a él. Si para ello hay que prescindir de la rima, se hace. Lo contrario, y a las pruebas me remito, es publicar poemas que nos sonrojan a algunos o que ahuyentan de los libros de poemas a otros. Con todo, hay en el volumen al menos tres composiciones que merecen la pena, pese a que tampoco se salvan de las críticas anteriores: «En una granja en ruinas junto a la fábrica de gramófonos de La voz de su amo», «Cuando los francos hayan perdido su poder» (escrito durante su etapa en Birmania, siendo miembro de la Policía Imperial) y, sobre todo, «De un no combate a otro». En el primero vislumbramos a un Orwell preocupado por el ecocidio; en el segundo, a un hombre que encuentra consuelo a su extinción pensando en el fin del mundo; y en el tercero, a un escritor involucrado con su tiempo que se ensaña contra aquellos otros literatos que no toman parte: «Pues mientras tú escribes los buques de guerra te van cercando/y escuadrillas de bombarderos espantan a los ruiseñores,/y cada bomba caída es una libra para ti/y los que como tú engordáis vuestras ventas con los rivales/mudos o muertos» (p. 145). En mi opinión, habría sido preferible seleccionar unos pocos poemas, pulir las versiones, revisarlas, cuidar más el ritmo de las mismas y presentar a los amantes de Orwell una antología breve pero intachable, que quieran conservar en las estanterías de su casa.
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