Trad. Belmonte Traductores. HarperCollins Ibérica S.A., Barcelona, 2015. 272 pp. 19,90 €
Victoria R. Gil
Ocurre con Ve y pon un centinela que no se trata una novela, sino de dos. Y además, de un premio Pulitzer; de un icono de la honestidad y la coherencia personal; del paradigma de la lucha por los derechos civiles; de una película con tres Oscars, y de un Gregory Peck que encarna como nadie el código de honor que tanto adoran los norteamericanos, aunque no siempre lo acaten. Ser la continuación de Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1960) es lo que tiene: una herencia tan pesada que nadie puede acercarse a esta obra sin tener muy presente la imagen de un Atticus Finch casi perfecto al que todos quisiéramos haber tenido como padre, como profesor o como amigo.
El anuncio de su publicación fue la noticia literaria del año, tras el hasta entonces único libro de Harper Lee, que no necesitó nada más para convertirlo en un clásico de la literatura norteamericana y en el más citado en su país, al parecer, tras la Biblia. No desvelo ningún secreto, porque ha sido lo más comentado tras su aparición, si digo que la metamorfosis que sufre Atticus Finch en esta segunda parte ha sacudido como un terremoto de fuerza diez a cuantos amantes de Matar a un ruiseñor hay en el mundo, y somos millones.
Si la pérdida de la inocencia era uno de los temas principales de aquella novela, ésta nos ha hecho perderla a todos sus lectores. Seguramente el Atticus Finch del primer borrador que escribió su autora ya era como el que nos sorprende en Ve y pon un centinela: un anciano clasista, aliado con sus vecinos para mantener a cada cual en su sitio, sobre todo, a los negros. La habilidad de su editora quiso que, tras recomendarle a Harper Lee que renunciara a la Scout adulta, se centrara en los pasajes de su niñez y olvidara los descartes en un cajón, el resultado fuera esa novela que tiene, como pocas, la capacidad de llegarte al corazón y hacerte creer que algunas batallas hay que pelearlas, aun cuando sepas que es imposible ganar.
Si es duro matar al padre, como aprende la joven Scout, convertida en una profesional neoyorquina, cuando regresa a Maycomb, descubrir el auténtico fondo de Atticus Finch resulta un cataclismo para el devoto de Matar a un ruiseñor de una intensidad similar, qué sé yo, a descubrir que Alonso Quijano no leyó una novela de caballerías en su vida y que le dio por creerse un caballero andante como podría haberse creído un recaudador de impuestos.
Pero es necesario leer Ve y pon un centinela porque quizás aún tengamos pendiente la asignatura de matar al padre. Acaso necesitamos aceptar que nadie es perfecto; que se puede vivir con las contradicciones y, a pesar de ellas, el sentido de la justicia se sobreponga a sentimientos menos generosos y altruistas, y que todos, seguramente, tenemos algo que nos redime. Y es necesario leer este libro porque junto con Matar a un ruiseñor da forma a la auténtica novela que quiso escribir Harper Lee hace más de cincuenta años, tal vez no tan perfecta, pero sí más real.
Ve y pon un centinela no le resta nada a Matar a un ruiseñor, ese libro estará siempre ahí para quienes deseen conocer o recuperar al padre abnegado, al vecino juicioso y al abogado comprometido con la verdad. Pero quien desee ir más lejos y saber cómo aquella joven de treinta años que peregrinaba por las editoriales con su manuscrito bajo el brazo retrató realmente Monrovilley, el pueblo del sur de los Estados Unidos inmerso en plena segregación racial en el que creció, Ve y pon un centinela es una lectura obligada. Aunque duela: «—Me has engañado de una manera que no se puede expresar con palabras, pero descuida: la que va a pagar el pato soy yo. Creo que eres la única persona en la que he confiado por completo en toda mi vida, y ahora estoy acabada.
—Te he matado Scout. He tenido que hacerlo».
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