lunes, marzo 26, 2012

Una forma de vida, Amélie Nothomb

Traducción de Sergi Pàmies. Anagrama, Barcelona, 2012.  146 pp. 15,90 €

Care Santos

En esta novela son importantes las cartas. Acabo de darme cuenta que cada año, cuando cae en mis manos el nuevo libro de Amélie Nothomb, me siento como si recibiera carta de una amiga lejana, encantadora y excéntrica. Una amiga que me escribe de tarde en tarde, sólo para impresionarme con sus últimas peripecias. Las novelas de Amélie Nothomb siempre dan la sensación de tratar sobre Amélie Nothomb. Suelen estar escritas al hilo de la contemporaneidad y contar cosas que al lector le recuerdan a su propia realidad y algún acontecimiento reciente. En ellas siempre se reencuentra una con ese personaje encantador, sincero, mundano, que tanto puede parecer pretencioso como confundirnos con su sencillez -Nothomb, claro- pero que siempre nos deja con ganas de más, entre otras cosas porque sus novelas suelen ser muy breves.
Aunque las obsesiones de la belga distan mucho de quedarse sólo en ella misma. En sus libros, además de la reflexión sobre el mundo que padecemos, siempre germinan algunas de sus más viejas obsesiones. Y creo que no exagero si afirmo que esta novela es la más nothombiana de todas, ya que en ella se dan cita un gran número de esas obsesiones que se han vuelto ya recurrentes asuntos de su obra. A saber: la reflexión sobre los límites de lo físico, del propio cuerpo, en relación al mundo exterior; la relación entre la escritora y ese mismo mundo exterior; la amistad como forma de amor pero también como perversión; las fronteras entre las relaciones humanas y, por descontado, el mismo hecho de escribir. Añadiría una más, que para mí es uno de los mayores alicientes de su obra: los chispeantes diálogos. Nothomb es una maestra en el difícil arte de dialogar, y sus personajes desquiciados, a menudo al límite de lo verosímil, le dan una ocasión magnífico de demostrarlo. 
Una forma de vida arranca con la llegada de una carta. La escritora misma recibe una breve misiva de un soldado norteamericano de misión en Irak. Le contesta de inmediato, fiel a su costumbre -ignoro si real, aunque me da lo mismo- de responder toda la correspondencia que recibe. El soldado confiesa que sufre obesidad y que la comida ha sido su único modo de soportar el infierno de la guerra. Esa será la primera confesión de las muchas que se irán sucediendo, algunas de las cuales servirán para dar un vuelco inesperado al argumento. El sinsentido de la guerra, la obesidad como patología y la amistad como remedio son asuntos que sirven de alma a la trama. Sin embargo, más importante que todo ello es la conclusión acerca del sentido de la obra literaria, la razón que lleva a alguien a empeñarse día a día en hacer algo. Como siempre, al final la escritora belga sabe sorprender con un final contundente y dejar a su lector meditando acerca de las muchas cosas que ha dicho en tan poco espacio. 
Ya espero la siguiente.

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