Guillermo Ruiz Villagordo
Hace algunos años asistí en mi ciudad a un encuentro de poetas hispanoamericanos, todos ellos desconocidos para mí. Entre ellos destacaba una mujer colombiana recia y delicada a la vez, que revelaba en su pose y su manera de hablar a una intelectual habitada por un espíritu extraordinariamente sensible. Es curioso, porque no recuerdo de qué habló, no recuerdo qué poemas recitó, pero sí tengo viva en la memoria su imagen física. Y es por eso, porque lo que tengo presente es a ella misma y no a su obra, por lo que ahora que estoy leyendo este libro suyo me parece mentira, igual que se lo parecería a ella, que haya existido una vida en que su hijo aún no había saltado al vacío desde la azotea de un edificio de apartamentos en New York.
Éste es el tema de Lo que no tiene nombre: la muerte de un hijo y la esquizofrenia que condujo a su suicidio, y una madre atisbando el desastre irremediable.
Mientras leo vuelvo a pensar lo que pensé cuando leía El año del pensamiento mágico: ¿por qué escribir este libro? Cuando Didion concibió tras la fulminante muerte de su marido su ahora clásica obra, su intención era aparentemente tratar de entender el proceso del duelo que sufría en carne propia, lo que significa afrontar la muerte de un ser querido, pero sobrevolaba la impresión de que el proceso de escritura era también un modo de evasión. Sabía, o intuía, que quien profundiza tanto en algo acaba perdiendo la perspectiva pura y simple sobre ese algo, que es desde la que se estrangula el corazón.
Piedad también lo sabe, pero en su caso hay algo más. Piedad escribe porque su profesión, porque su vida consiste en eso, y cuando algo forma parte indisoluble de uno mismo tanto como lo es el vínculo eterno con el hijo que tuviste, un mecanismo indefinible obliga a coger un bolígrafo o teclear y formar frase tras frase y organizarlas en párrafos. De ahí que no haya ningún tipo de consuelo en este libro, porque no se trata de mostrar la consecución de un aprendizaje del dolor que sirva de ejemplo para nadie. Es tan sólo, es nada más que, una descripción cruda y sin embargo poética de lo que acontece a una madre cuando uno de sus hijos muere de forma violenta por su propia mano. No, no hay nada más. Nada más aparte de una belleza culpable e irrenunciable.
Mientras su reconstrucción del desarrollo de la enfermedad, desde el estupor de su posible origen a la asunción del final anunciado, inevitable, nos produce un pavor inusitado, una petición muda de compañía transita en cada línea. Puede que se trate de una cuestión de puro egoísmo provocado por la desolación, pero ¿no es esto sino lo que provoca que alguien decida dejar algo por escrito para otra persona? Lo cierto es que cuando se lee un libro como éste, uno se siente un privilegiado por asistir a reflexiones imborrables y sobrecogedoras por la verdad, la precisión y la hermosura de sus enunciados. Iluminaciones como: «Pero la verdadera vida es física, y lo que la muerte se lleva es un cuerpo y un rostro irrepetibles: el alma que es el cuerpo». O en el adiós organizado por compañeros, profesores y amigos en la universidad en que estudió: «Y yo no sé, oyendo todas estas palabras, qué me duele más, si el mundo sin Daniel o Daniel sin el mundo». O cuando descubre en su labor como poeta el reflejo de la devastación a la que asiste su hijo: «Y me duelo del horrible parloteo del universo en los oídos de mi hijo y de saber que lo que para mí ha sido siempre un gozoso ejercicio de inmersión en la realidad, al agigantarse en su cabeza era para él tortura infernal, fuente de miedo».
Si algo demuestra este relato pormenorizado y atento de un lamento es que la literatura, al contrario de lo que tantas veces se dice, sí tiene límites. Que siempre quedará algo que la escritura nunca podrá transmitir, algo inaprensible, algo que no tiene ni tendrá nombre porque no se deja contener ni expresar, algo que las palabras sólo pueden rondar, algo que el lector sólo podrá conocer en su verdadera entidad cuando, como anuncia la cita de Auster que precede al texto, una por una le pasen todas esas cosas que sólo le suceden al resto de personas. Y eso no puede comunicarse, sólo vivirse. Como dejó escrito Piedad mucho antes, lo demás es silencio.
Termino de leer. He tomado las notas necesarias para componer una reseña con un nudo en la garganta. Hace unas páginas Piedad mencionaba un blog que abrieron en su memoria sus hermanas, y no puedo menos que teclear: Daniel Segura Bonnett. Entre los enlaces al blog y otras webs aparecen varias fotos e inunda la pantalla la expresión serena y contenida de Piedad, en la que reconozco a aquella mujer que por puro azar, como siempre sucede, se cruzó conmigo sin cruzarse. Y, junto a fotos de la portada del libro, veo un par de imágenes de quien fue Daniel: un joven de cara bonachona que sonríe de una manera que me coge de improviso. Entonces mis ojos se posan al azar en uno de los titulares: «Ahora mi hijo vivirá en la conciencia de otros». Y, ahora sí, como si por fin hubiera entendido, lloro.
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