Marta Sanz
Florence Marryat (1833-1899) debió de ser una mujer emprendedora y excéntrica. Escritora, actriz, dos veces casada y divorciada, madre de ocho hijos, no parecieron importarle demasiado las normas de conducta de la férrea sociedad victoriana y, haciendo gala de su intrepidez y de su modernidad, en el tramo final de su vida se interesó por el asunto del espiritismo. Precisamente, El mensaje del muerto (1894) podría considerarse un acto literario de proselitismo en favor de la causa espiritista o espiritualista. Desde luego, Florence Marryat responde bien a ese perfil de Rara Avis que busca esta nueva colección de la que es responsable el modernísimo —no sabemos si también espiritista— Luis Magrinyà.
Esa buena intención y ese afán didáctico o divulgativo, que no se puede identificar sin matices con lo moralizante, son los que colocan a Florence Marryat, tal como reza en la contraportada del volumen, en un punto intermedio entre el Cuento de Navidad de Dickens y esa película de Frank Capra que vemos todos los años y que se titula ¡Qué bello es vivir! James Stewart, gracias a su generoso ángel custodio, tiene la oportunidad de echarle un vistazo a las consecuencias que tendría para el mundo su desaparición. Parecemos insignificantes, pero no lo somos. Una especie de efecto mariposa moral amputa de raíz las fantasías de suicidio de James Stewart que vuelve a casa para abrazar a su mujer, a sus hijos, a sus amigos y vecinos. Todos los años acabamos con la lágrima a punto de rebasar el hueco del ojo y derramarse por la mejilla. Algo similar le sucede al profesor Henry Aldwyn, un hombre egoísta y despótico, que, al morir y empezar a ver las cosas desde otro punto de vista digamos más elevado, puede tomar conciencia de sus errores y de cómo esos errores son ramificaciones e injertos que afectan a las vidas ajenas de un modo irreparable. Porque nuestra vida no es solo nuestra vida sino un tejido. Nuestra vida son los otros. El profesor Aldwyn acaba siendo otra Alicia: su tránsito de la vida a la muerte le lleva a formularse esa pregunta fundamental que la oruga fumadora plantea a la niña en el relato de Carroll ¿Quién eres tú? Lo sobrenatural, lo onírico y lo fantástico se ponen al servicio de la reflexión sobre las acciones cotidianas porque, en último término, los seres humanos somos nuestros actos.
Algunos aspectos de este relato resultan encantadores en su inconsistencia, en su ingenuidad, incluso en su inverosimilitud, como cuando Gillie, el hijo del difunto Aldwyn, yace con los ojos cegados por el jugo de la pimienta verde y puede ver el espectro de su padre a los pies de la cama: el lector supone que ha de verlo con los ojos del corazón y entre la bruma del delirio. El pacto de verosimilitud se suspende en varios momentos de la narración —cómo es posible que la familia soporte lo que soporta al despótico Aldwyn, la velocidad a la que se manifiestan los espíritus en la sesión con la médium, el lazo romántico del destino de Ethel, incluso la redención de Aldwyn…— y, sin embargo, el texto se sigue leyendo con ese agrado que se experimenta ante la sencillez y la buena voluntad. Como si los lectores al forzar su credulidad narrativa, su voluntad de creer, se hiciesen buenos en la misma proporción. Los lectores desempeñan un papel similar al de los personajes de la novela: pasan del escepticismo malhumorado a la profesión de un credo espiritual donde las fantasmagorías y la religión no son incompatibles.
El sentido del humor es otra nota constante en la novela. Resulta cómicala vanidad de Aldwyn y el comportamiento de esos amigos, que en vida lo adulaban y que en realidad persiguen fines tan espurios comorapiñar su biblioteca o hacerle proposiciones de matrimonio a su joven y bella viuda. Pero si hay un elemento sobresaliente en El mensaje del muerto es la superposición de planos y de focos narrativos; la maestría con que la autora compatibiliza las dimensiones visibles e invisibles de la realidad, presente, pasado y porvenir, el protagonismo de los personajes que ocupan la escena en cada momento del relato… El lector tiene siempre la sensación —y así ha de ser— de que Aldwyn y su ángel de la guarda lo están observando todo desde arriba. Aunque no se manifiesten o lo hagan solo en esos momentos estratégicos que permeabilizan la narración consiguiendo un permanente efecto de presencia fantasmagórica.
Al volver la última página de El mensaje del muerto, al lector le queda la duda de si existe la posibilidad de que los letraheridos, los cienciaheridos, los workaholic, los fanáticos de cualquier disciplina que ensimisme y conduzca a sus practicantes a vivir en un constante plano imaginario —vivir dentro de las metáforas y de los algoritmos sin poner jamás los pies en la tierra— pueden llegar a ser alguna vez buenas personas. Hay un cuestionamiento a priori por parte de Marryat respecto a los efectos morales de la lectura y del estudio. La duda es, como poco, inquietante.
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