Santiago Pajares
Nadie vive para siempre, y los escritores no son una excepción. Quizá ellos nos dejan algo más detrás de ellos mismos, algo que les sobrepasa y que conecta con los lectores muchos años después de su muerte. Si son buenos. Si son verdaderos. Bukowski lo era, a mi parecer. Cuando murió en Los Ángeles en 1994 yo tenía quince años y no había leído aún nada suyo. Cuando leí la que era su primera novela, El cartero hace ya algunos años, sentí una conexión con ese escritor que ya no estaba, que había vivido una locura que yo sólo había atisbado. Él había estado ahí y me lo contaba. Y yo pasaba las páginas y escuchaba. Y buscaba sus libros en las librerías y encontraba poemas suyos en internet, sintiendo que aunque ya no estuviera seguía ahí, conmigo al menos. Pero como él mismo decía en uno de sus poemas (A la puta que se llevó mis poemas): «Yo no soy Shakespeare, pero puede que algún día ya no escriba más.» Y no lo hizo, porque se murió, como haremos todos en algún momento, la mayoría sin dejar atrás lo que dejó él, una impronta de todo lo que había vivido en las páginas de tantos libros. ¿Pero qué se hace el día que te acabas el último libro de Bukowski? Porque ahí sientes que sí se ha ido, que te ha contado todo lo que podía contar, todo lo que le dio tiempo. Y entonces te sientes un poco más solo. A mí me pasó, al menos.
Y un día cualquiera, sin una razón aparente, te enteras de que publican una colección de relatos inéditos de Charles Bukowski. Y tienes la sensación de que te dan unas pocas horas para charlar de nuevo con alguien que creías ya perdido. Pero Bukowski no habla, escupe, como en sus mejores tiempos. Y tú te sientas y dejas que la saliva caliente te empape. Con un cuaderno, tomando notas. Y se las mandas a amigos poetas, como esta cita: «La auténtica prueba de la poesía es que le sirve a cualquier hombre en cualquier parte.» Y tus amigos poetas te responden con un icono de sonrisa, porque no hace falta decir más.
Desde luego Ausencia del héroe no es el mejor de los libros de Bukowski. Pero es injusto pedirle a un amigo que esté siempre como en el mejor de sus días. Tan sólo le pides que sea él, que sea bueno y verdadero.
Muchos de los relatos que lees en este libro te suenan de otras historias de Bukowski, y piensas que sus temas (como los de casi todos los escritores) se repiten una y otra vez, cuando en realidad el propio escritor basaba libros en pequeños relatos que enviaba a revistas, un par a la semana, como un trabajo de oficina. Y como él mismo explica en uno de los relatos de este libro, les habla a los lectores de sexo y violencia para llamar su atención, para engañarles y aprovechar para contar cosas importantes. Porque sabía que para emocionar a alguien, este debía primero escucharte, y eso no es sencillo, hay que buscar la forma. Y Bukowski, debajo de ese aspecto de exboxeador alcohólico y pendenciero se revela (siempre lo ha hecho) como un escritor atormentado por la cruda realidad diaria, con una enorme sensibilidad para tratar los asuntos humanos, los miedos y las dudas.
Algunos de sus escritos, reseñas de otros escritores coetáneos como Ginsberg, no me interesan tanto, pero son cortos e incluso entre todos esos comentarios educados podemos encontrar perlas de esa verdad.
Así que si preguntáis si he disfrutado de este libro diré que sí, que para mí han sido unas pocas horas con un viejo amigo con el que nunca más creí hablar. Y puede que no las mejores que he pasado con él, pero qué coño, él es mi amigo, y en la soledad de mi sala de estar también me gusta pensar que yo lo soy suyo, aunque ya no esté. Porque puede que no pueda beber tanta cerveza como él (nadie puede), pero puedo leer sus libros y apuntar sus consejos para sobrevivir al horror diario de salir a la calle. Él lo hizo.
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