Seix Barral, Barcelona, 2016. 270 pp. 18 €
Miguel Baquero
Hace tres años, la editorial Seix Barral publicó una novela, Intemperie, opera prima del pacense, afincado en Sevilla, Jesús Carrasco (1972) que, si en España no existiera la sobre abundancia de publicaciones, muchas veces inútiles (e incluyo, cómo no, la parte que me pueda tocar), y que no hacen sino inflacionar el mercado a lo loco, hubiera supuesto un hito literario muy parecido al que en su día supuso la aparición de La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, novela a la que en tantos aspectos se asemeja.
Se parece, por ejemplo, en lo seco, adusto, tremendista también de la historia, con ese niño que ese fuga de casa, ignoramos por qué pero sin duda por algo grave, protegido y perseguido por personajes hoscos (inolvidable el personaje del tullido sin piernas que se arrastra sobre un carro). También se parece en la voz, en la energía y rotundidad con que se narra, en la explosión, en fin, se literatura propia y muy personal ajena a la moda del momento.
No es de extrañar que, ante un comienzo de tal calidad, la obra siguiente se aguarde con gran expectación. Quizás sea lo malo de estos arranques impresionantes: que lo que viene después siempre tenderá a decepcionar. Parece inevitable. En el caso de La tierra que pisamos, la segunda y esperada novela de Jesús Carrasco, quizás no quepa tanto hablar de decepción. Su planteamiento, por ejemplo, me parece extraordinario: nos hallamos en Extremadura, en esa tierra árida, desnuda y cruenta en que (creo que nunca se emplean topónimos en Intemperie, pero es de suponer) se desarrolló su primera novela. Estamos en torno a 1940 y parece ser que España y Extremadura han sido ocupadas por una difusa potencia centroeuropea (tampoco se dice, pero pongamos el Tercer Reich) que está llevando a cabo sobre el terreno una política de campos de concentración y tratando a la población nativa (o “aborigen”, en vista del desprecio con que aluden a ella) como mano de obra esclava y barata.
Sí, ya sabemos que no ocurrió así, que los alemanes no ocuparon nunca España durante la Guerra Mundial, que… pero qué importa. La literatura (y es muy de celebrar que Carrasco haya partido de este supuesto) está para narrar historias que parezcan verosímiles y despierten emociones. No tienen por qué ser veraces, ni demostrables, ni estar fundadas en una montaña de documentación. Eso queda para la crónica histórica; la novela es algo distinto; e insisto en que, nada más que porque Carrasco sostenga esta idea, sólo por eso la novela ya arranca con un plus de calidad.
En una granja extremeña en que viven los ocupantes germánicos, henchidos de su superioridad, se asienta de pronto (igual esa sea la mejor expresión, ya que se les sienta un día en el porche sin más explicaciones) un oriundo del lugar, taciturno y callado, que en la mujer que vive en la granja causa cierta conmoción. Debería denunciarlo al cónsul, que sabe cómo tratar a este tipo de impertinentes, pero por alguna turbia razón calla y se interesa por su estado. A partir de aquí se desarrolla el argumento, al fondo del cual se halla presente en todo momento el marido inválido de la protagonista, un tipo que, parece ser, solía emplearse contra ella y contra todos con una violencia excesiva.
Así planteada, la novela parece muy interesante, y en efecto arranca con una gran fuerza… Sin embargo, poco a poco esa fuerza se va diluyendo; quizás un poco frenada por la calidad y el aire inquietante que el autor quiere darle a su prosa. Sin llegar a resultar cargante, Carrasco, sin embargo, parece no terminar nunca de decirnos lo que quiera que sea que nos quiere decir, y hacia la mitad de la novela se advierte que la historia se está manteniendo tensa durante demasiado tiempo, demasiadas páginas, a causa seguramente de la exigencia del autor (no sé si autoimpuesta o exoimpuesta) por volver a acertar en la diana. Demasiado tiempo con la cuerda en tensión, lejos de esa espontaneidad y frescura inaugural que le hizo apuntar casi por instinto y dar en el blanco, ahora el tiro acaba saliendo bastante desviado… pero esperemos que en la próxima ocasión (aunque el mercado no acostumbra a dar segundas oportunidades) vuelva a recuperar ese descaro y atrevimiento de Intemperie y otra vez dé…¡zas!... con fuerza en todo el centro.
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