Julián Díez
La extensión de la novela negra nos ha llevado a una progresiva especialización en la que encontramos detectives con todo tipo de aficiones, personalidades o taras físicas, delincuentes de crueldad o refinamiento extremos y personajes colaterales que consiguen tomar protagonismo ofreciendo un punto de vista diferente de una trama criminal. El personaje sin nombre propuesto por Roger Hobbs en está novela de debut pertenece a esta última categoría.
Como indica el título —que fácilmente podría haberse traducido como "fantasma", simplemente—, es un ghostman: un tipo que no deja ningún rastro. Lleva a cabo atracos a gran escala, de los de escenarios exóticos y alta tecnología fardona, y desaparece como llegó. Ni siquiera presume de riqueza o la disfruta con nadie; a veces uno piensa que, total, para andar así igual le valdría más la pena ser funcionario de correos, aunque Hobbs consigue dar una explicación válida a su continuidad en este oficio. Además en esta novela comienza su labor en lo que parece que será el denominador común de la serie de novelas que nace aquí: se encarga de apañar operaciones que salieron mal, usando sus propios conocimientos exhaustivos del negocio.
Su labor es similar a la de un fixer, ese profesional que conocimos por primera vez con el Señor Lobo de Pulp Fiction y que aparece desde entonces por doquier en la ficción criminal americana; el último ejemplo es Ray Donovan, protagonista de una serie televisiva homónima que ha pasado menos advertida en su primera temporada de lo que merecería su calidad. El fixer es el tipo que lava los trapos sucios de los famosos o criminales, que deja todo más o menos apañado para cuando llega la policía. El protagonista de Ghostman recibe el encargo de evitar que las consecuencias de un chapucero golpe a un furgón blindado en un casino de Atlantic City lleguen hasta su responsable, el “maquinador”. Y que, de paso, el dinero robado, que lleva explosivos con tinta que se activan al cabo de 48 horas del atraco, sirva para implicar a un narcotraficante local.
Dado su carácter de obvia presentación de un escenario y unos personajes que desarrollará en el futuro, Ghostman va dejando miguitas de pan para ir construyendo esa misteriosa personalidad de su protagonista. Conoceremos un golpe fracasado del pasado en el que estaban implicados su mentora y el maquinador que ahora vuelve a contratar sus servicios. Aparecerá una agente del FBI brillante y pertinaz con la que a buen seguro mantendrá duelos en el futuro. También sabremos algunas cosas del propio fantasma: le gusta traducir clásicos latinos para relajarse, su madre murió por una sobredosis de heroína y el mismo es claramente un adicto. A la adrenalina, concretamente: a la sensación de poder y triunfo que le proporcionan sus éxitos criminales, y que justifica que siga en activo pese al dinero ganado o a la falta de posibilidades de un futuro con esa tensión nerviosa continua.
Lo que más llama la atención a la postre en Ghostman, más que la intriga en sí, es la descripción de un mundo criminal tremendamente sofisticado en todos los sentidos —desde sofisticación tecnológica hasta sofisticación en la extrema crueldad de los implicados—, que Hobbs consigue presentar como más o menos verosímil. La sensación de secretismo, de universo siniestro que se desarrolla en paralelo al nuestro que consigue la novela me recuerda mucho a las truculentísimas novelas de la serie Burke, de Andrew Vachss, a las que en algún momento supera tanto en paranoia como en crudeza.
Ghostman es una lectura dinámica e inquietante, que anuncia la llegada al género de un nuevo nombre prometedor. Esperemos que Hobbs sepa controlar su tendencia al jamesbondismo —cinematográfico— con ciertas exageraciones que sacan del relato al lector, porque las cualidades mostradas en esta novela de presentación prometen muchas historias absorbentes.
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