Trad. Daniel Meléndez Delgado. Vía Magna, Barcelona, 2009. 248 pp. 14,95 €
Julián Díez
Jack Taylor ni siquiera es un detective. Más que investigar casos, le persiguen. Pero siempre, siempre, para conseguir llevarle algo más al fondo del pozo en el que su vida se sumergió mucho antes de que comenzara su historia novelada en Maderos, proseguida en La matanza de los gitanos y que ahora cambia de editorial en España con este El dramaturgo.
Taylor tiene algo más de 50 años, fue policía y, como dicen en Alcohólicos Anónimos, será por siempre adicto a casi todo. Vive en Galway, en una Irlanda que cambia ante sus ojos para peor rumbo a convertirse en un parque temático del progreso sin sentido. Y es duro, pero duro de verdad, aunque no haya nada en su cuerpo ni en su vida capaz de sostener su bravuconería.
No creo que nadie pueda resistirse al encanto de esta serie de novelas del irlandés Bruen. Su estilo es realmente cortante, brusco, directo. En su verbo rápido, en los diálogos contundentes, se percibe la misma autenticidad desencantada y cruda de las mejores canciones de Tom Waits. Aunque por debajo haya una trama criminal, lo importante es asistir al relato en primera persona de la supervivencia de Taylor a su desastre cotidiano. Ver cómo afronta nuevas batallas, cosecha una derrota tras otra, y consigue pese a todo seguir adelante. Nunca, eso jamás, con la cabeza alta: aquí hay no existe épica del perdedor, sólo descripción de cada revés y del esfuerzo resignado por sobrellevarlo.
En medio, la exhibición de cultura de Bruen; porque Taylor es un lector ávido, tanto como conocedor de cada bebida alcohólica destilada por el hombre. Y, como buen irlandés, amante de la música, del deporte, o del cine. Todo ello con el panorama de fondo de una isla ya echada a perder, sombra turística del perdido lugar en el que las costumbres tenían un sentido más profundo que el de resultar pintorescas para observadores ignorantes.
En esta ocasión, Jack Taylor debe investigar un par de asesinatos de jóvenes por encargo de su antiguo camello encarcelado. También un amigo le pide que proteja a un conocido que finalmente es salvajemente agredido por unos vigilantes ciudadanos. Y hay un par de romances muy, muy tristes, en los que ni siquiera es capaz de dar una buena medida como amante.
En la trayectoria del libro, conciso y exacto, Taylor se resiste a sus adicciones agarrándose a sucesivas tablas de salvamento, todas fallidas. Encuentra pálidos consuelos en amistades desgastadas, y en algunas nuevas pero amenazadoras. Nunca se nos oculta que aguarda al final un nuevo desastre, un mazazo seco y tal vez excesivo en el afán de Bruen de no dejarnos respiro.
En la senda de un Horace McCoy, un James M. Cain o un Jim Thompson moderno y aún con menos escrúpulos, la obra de Bruen lleva sendero de clásico maldito. Imprescindible para los amantes del género negro, aunque sea aconsejable buscar los dos títulos previos a esta tercera novela —editados por la salmantina Tropismos— a causa de la continuidad existente en la trama del protagonista.
Julián Díez
Jack Taylor ni siquiera es un detective. Más que investigar casos, le persiguen. Pero siempre, siempre, para conseguir llevarle algo más al fondo del pozo en el que su vida se sumergió mucho antes de que comenzara su historia novelada en Maderos, proseguida en La matanza de los gitanos y que ahora cambia de editorial en España con este El dramaturgo.
Taylor tiene algo más de 50 años, fue policía y, como dicen en Alcohólicos Anónimos, será por siempre adicto a casi todo. Vive en Galway, en una Irlanda que cambia ante sus ojos para peor rumbo a convertirse en un parque temático del progreso sin sentido. Y es duro, pero duro de verdad, aunque no haya nada en su cuerpo ni en su vida capaz de sostener su bravuconería.
No creo que nadie pueda resistirse al encanto de esta serie de novelas del irlandés Bruen. Su estilo es realmente cortante, brusco, directo. En su verbo rápido, en los diálogos contundentes, se percibe la misma autenticidad desencantada y cruda de las mejores canciones de Tom Waits. Aunque por debajo haya una trama criminal, lo importante es asistir al relato en primera persona de la supervivencia de Taylor a su desastre cotidiano. Ver cómo afronta nuevas batallas, cosecha una derrota tras otra, y consigue pese a todo seguir adelante. Nunca, eso jamás, con la cabeza alta: aquí hay no existe épica del perdedor, sólo descripción de cada revés y del esfuerzo resignado por sobrellevarlo.
En medio, la exhibición de cultura de Bruen; porque Taylor es un lector ávido, tanto como conocedor de cada bebida alcohólica destilada por el hombre. Y, como buen irlandés, amante de la música, del deporte, o del cine. Todo ello con el panorama de fondo de una isla ya echada a perder, sombra turística del perdido lugar en el que las costumbres tenían un sentido más profundo que el de resultar pintorescas para observadores ignorantes.
En esta ocasión, Jack Taylor debe investigar un par de asesinatos de jóvenes por encargo de su antiguo camello encarcelado. También un amigo le pide que proteja a un conocido que finalmente es salvajemente agredido por unos vigilantes ciudadanos. Y hay un par de romances muy, muy tristes, en los que ni siquiera es capaz de dar una buena medida como amante.
En la trayectoria del libro, conciso y exacto, Taylor se resiste a sus adicciones agarrándose a sucesivas tablas de salvamento, todas fallidas. Encuentra pálidos consuelos en amistades desgastadas, y en algunas nuevas pero amenazadoras. Nunca se nos oculta que aguarda al final un nuevo desastre, un mazazo seco y tal vez excesivo en el afán de Bruen de no dejarnos respiro.
En la senda de un Horace McCoy, un James M. Cain o un Jim Thompson moderno y aún con menos escrúpulos, la obra de Bruen lleva sendero de clásico maldito. Imprescindible para los amantes del género negro, aunque sea aconsejable buscar los dos títulos previos a esta tercera novela —editados por la salmantina Tropismos— a causa de la continuidad existente en la trama del protagonista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario