Artezblai, Bilbao, 2008. 127 pp. 9 €
Juan Pablo Heras
Conocemos poco la dramaturgia chilena. Y eso que hay algunos nombres que apenas resuenan pero que han fertilizado durante años los viveros de los autores teatrales más conocidos hoy en España. Pienso, por ejemplo, en los maestros Jorge Díaz y Marco Antonio de la Parra. A una nueva generación, esperemos que no menos fructífera, pertenece Guillermo Calderón (1971), que ya se ha dado a conocer en el prestigioso Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz y en muchos otros escenarios internacionales.
Para los que no hemos tenido el gusto de presenciar sus montajes, tenemos a nuestro alcance dos de sus textos más recientes, Diciembre y Clase. El primero nos propone una distopía que recuerda levemente a la que planteó De la Parra en su Madrid/Sarajevo: si éste nos situaba en una Guerra Civil española contemporánea a las guerras que despedazaron Yugoslavia en los 90, Calderón nos lleva al futuro inmediato, al año 2014, a un Santiago de Chile en cuyas calles sólo hay mujeres porque los hombres están combatiendo contra Perú y Bolivia en una guerra tan incomprensible como encarnizada, mientras los mapuches se han rebelado en el sur y han creado un estado propio, Mapu. La cronología fantástica de estas distopías es tan cercana que el dramaturgo no necesita crear nuevos referentes. Se trata de nuestro mundo, pero dislocado de repente por la guerra; se trata de nosotros mismos puestos frente al espejo de la destrucción inminente, y por lo tanto desnudos por primera vez. Diciembre se articula en varios diciembres: cenas familiares, navideñas, en las que tres hermanos, Jorge, Trinidad y Paula, triangulan un combate dialéctico en torno al mundo desvelado por la guerra. Actitudes contrapuestas pero defendidas con buenas armas, entre las dos mujeres que disfrutan del estado de excepción que supone vivir en la retaguardia mientras su hermano, que desertó de la deserción, goza de un paraíso artificial creado por hombres en el límite del desfiladero. Progresivamente, los referentes de las cuidadas líneas que dicen los personajes de Diciembre se van desdibujando y adquieren un carácter casi onírico, como si los armazones falsos que sujetaban la identidad inicial de los personajes entrara en una metamorfosis de resultados imprevisibles. Diciembre es irresistible: está escrita con exquisitez admirable y con un fino sentido del humor que agrava más que alivia.
Clase reduce la acción a dos personajes y un espacio: un profesor y una alumna que se quedan solos en clase mientras los demás protestan en una manifestación. Ella ha preparado una disertación sobre Buda y por nada del mundo quiere dejar de presentársela a su profesor. Éste, en cambio, decide darle una clase, una clase sobre “la tragedia”, es decir, sobre sí mismo. Se trata de un hombre desgastado por la vida, de vuelta de todas las cosas y ahogado en una mediocridad que sólo se contradice con lo inquieto de su mirada. Sus enseñanzas son advertencias, avisos de una decepción que es inevitable porque es el tiempo mismo. En la respuesta de la alumna, la virgen (pero avisada) esperanza de la juventud. Es decir, el eterno conflicto entre el sueño revolucionario y la iluminación paralizadora de lo real; nada nuevo, pero presentado con el temblor de lo inquietante. El texto se resuelve en una sucesión de enumeraciones versificadas, de imágenes lanzadas como flechas desde todas partes, en ese modo tan querido por el teatro posdramático y que da lugar a textos con aspecto alucinatorio cuyo mayor potencial está en la sugerencia y en la pluralidad de significados.
Diciembre y Clase son dos textos son de una riqueza extraordinaria, y Guillermo Calderón un nombre que no deberíamos dejar pasar. Ojalá llegue pronto a nuestros escenarios. Mientras tanto tenemos los libros, para llevarnos el teatro en el bolsillo.
Juan Pablo Heras
Conocemos poco la dramaturgia chilena. Y eso que hay algunos nombres que apenas resuenan pero que han fertilizado durante años los viveros de los autores teatrales más conocidos hoy en España. Pienso, por ejemplo, en los maestros Jorge Díaz y Marco Antonio de la Parra. A una nueva generación, esperemos que no menos fructífera, pertenece Guillermo Calderón (1971), que ya se ha dado a conocer en el prestigioso Festival Iberoamericano de Teatro de Cádiz y en muchos otros escenarios internacionales.
Para los que no hemos tenido el gusto de presenciar sus montajes, tenemos a nuestro alcance dos de sus textos más recientes, Diciembre y Clase. El primero nos propone una distopía que recuerda levemente a la que planteó De la Parra en su Madrid/Sarajevo: si éste nos situaba en una Guerra Civil española contemporánea a las guerras que despedazaron Yugoslavia en los 90, Calderón nos lleva al futuro inmediato, al año 2014, a un Santiago de Chile en cuyas calles sólo hay mujeres porque los hombres están combatiendo contra Perú y Bolivia en una guerra tan incomprensible como encarnizada, mientras los mapuches se han rebelado en el sur y han creado un estado propio, Mapu. La cronología fantástica de estas distopías es tan cercana que el dramaturgo no necesita crear nuevos referentes. Se trata de nuestro mundo, pero dislocado de repente por la guerra; se trata de nosotros mismos puestos frente al espejo de la destrucción inminente, y por lo tanto desnudos por primera vez. Diciembre se articula en varios diciembres: cenas familiares, navideñas, en las que tres hermanos, Jorge, Trinidad y Paula, triangulan un combate dialéctico en torno al mundo desvelado por la guerra. Actitudes contrapuestas pero defendidas con buenas armas, entre las dos mujeres que disfrutan del estado de excepción que supone vivir en la retaguardia mientras su hermano, que desertó de la deserción, goza de un paraíso artificial creado por hombres en el límite del desfiladero. Progresivamente, los referentes de las cuidadas líneas que dicen los personajes de Diciembre se van desdibujando y adquieren un carácter casi onírico, como si los armazones falsos que sujetaban la identidad inicial de los personajes entrara en una metamorfosis de resultados imprevisibles. Diciembre es irresistible: está escrita con exquisitez admirable y con un fino sentido del humor que agrava más que alivia.
Clase reduce la acción a dos personajes y un espacio: un profesor y una alumna que se quedan solos en clase mientras los demás protestan en una manifestación. Ella ha preparado una disertación sobre Buda y por nada del mundo quiere dejar de presentársela a su profesor. Éste, en cambio, decide darle una clase, una clase sobre “la tragedia”, es decir, sobre sí mismo. Se trata de un hombre desgastado por la vida, de vuelta de todas las cosas y ahogado en una mediocridad que sólo se contradice con lo inquieto de su mirada. Sus enseñanzas son advertencias, avisos de una decepción que es inevitable porque es el tiempo mismo. En la respuesta de la alumna, la virgen (pero avisada) esperanza de la juventud. Es decir, el eterno conflicto entre el sueño revolucionario y la iluminación paralizadora de lo real; nada nuevo, pero presentado con el temblor de lo inquietante. El texto se resuelve en una sucesión de enumeraciones versificadas, de imágenes lanzadas como flechas desde todas partes, en ese modo tan querido por el teatro posdramático y que da lugar a textos con aspecto alucinatorio cuyo mayor potencial está en la sugerencia y en la pluralidad de significados.
Diciembre y Clase son dos textos son de una riqueza extraordinaria, y Guillermo Calderón un nombre que no deberíamos dejar pasar. Ojalá llegue pronto a nuestros escenarios. Mientras tanto tenemos los libros, para llevarnos el teatro en el bolsillo.
1 comentario:
Dos cosas.
La primera: le invito a darse un paseo por mi blog.
La segunda: ¿podría ponerme en contacto con usted para enviarle mi primer libro "El tipo que escucha"?
Un saludo, Alberto.
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