Trad. Raquel Vázquez Ramil. Ediciones del Viento, A Coruña, 2009. 257 pp. 20 €
José Manuel de la Huerga
«Ahora estoy convencida de que las cosas siempre son como deben ser. Es más, si me ofreciesen de nuevo la posibilidad de revivir aquel breve periodo, la aceptaría sin dudarlo un instante, aunque supiera de antemano cuál sería su final.» Las memorias de una europea que vivió en la cima del mundo los dos años y medio más intensos de su vida no podían acabar de otra forma, con el dolor de la muerte del esposo en sordina. Es testimonio de largo aliento, no en vano las escribe (o rescribe, quién sabe) una apacible viejita de ochenta años en 1987, en Inglaterra: ni más ni menos que cincuenta años después de aquella aventura casi fundacional. Nos cuenta su juventud y matrimonio con el agregado político inglés Frederick Williamson en torno al 1933, en el reino de Sikkim, entre India y Bután, donde el Reino Unido había depositado los anhelos de control geoestratégico, como se dice ahora, de la zona.
Ese estilo, netamente británico, de dejar hacer de reojo y esperar con la mano tendida al protegido, historiadores y quien guste de asistir a la urdimbre de los hilos de las relaciones internacionales de colonias y protectorados heredados del siglo XIX, lo tienen estupendamente expuesto, para su disfrute. Margaret Williamson vivió de primera mano las tensiones entre chinos, tibetanos y británicos. Ahí estaba su esposo para ejercer las sutilezas del control colonial pareciendo una ONG sin ánimo de lucro.
Pero aparte de esto, visto desde luego con los ojos de alguien lejano, en el siglo XXI, las memorias son sustanciosas, ricas en experiencias.
Margaret era la cuarta europea que entraba en el territorio sagrado de los lamas. La descripción de Lhasa, la capital a dieciséis kilómetros de distancia, entre los techos del mundo es emocionante: «Lhasa parecía muy pequeña en la lejanía, pero la luz del sol matutino reflejándose en los tejados dorados del Potala me dejaron sin respiración.» Era la capital del budismo y su monasterio albergaba a más de siete mil monjes. Cuando el dalai les recibió en audiencia Margaret escribe: «Tuve la impresión de encontrarme ante alguien que desconocía el egoísmo. También tenía un carácter muy práctico… Había una atmósfera especial… Era un hombre profundamente espiritual. Me sentía extrañamente exaltada: cada percepción era tan nítida como una campana, y el mundo que me rodeaba me parecía radiante.» Menudo efecto el del este encuentro. Roza la transfiguración y la conversión directa al budismo.
No fue así. Margaret también estaba atenta a los fuertes contrastes en una sociedad muy espiritual pero también muy feudal, marcada por injusticias que saltaban a la vista de los ojos de una joven europea, a pesar de que mirara un poco por encima del hombro: «Las casas estaban sólidamente construidas en piedra y las calles principales eran amplias y limpias. Por desgracia no se podía decir lo mismo de los barrios. Había aguas residuales y basura por todas partes.» Al lector atento le llamarán la atención algunas excentricidades: por ejemplo, los coches de Su Santidad. Dos Baby Austin que tuvieron que ser transportados en piezas a través de las montañas y cuya gasolina su llevaba en bidones, claro. O el proyector cinematógrafo de Su Santidad, el decimotercer dalai lama.
Pero lo que se evidencia entre líneas es esa manera británica de dominación, tan opuesta a las maneras hispánicas de Biblia y espada. Los británicos se colocan al lado de sus súbditos, sin que los súbditos lo noten. Hoy montamos una expedición al Everest, mañana nos visita un magnífico botánico que ampliará los límites del conocimiento floral hasta extremos desconocidos y pasado nos quedamos… una temporada. Si los tibetanos tienen problemas con los vecinos del piso de arriba, es decir, los chinos, aquí estamos nosotros, para lo que gusten. Porque no hube ayuda militar, ni en 1935, ni años después en la invasión de 1950. Sin embargo, «los sentimientos probritánicos iban en aumento en Lhasa, cosa comprensible a la vista de la innegable amenaza china.» ¿No es maravilloso?
Importa, no obstante, destacar el legado antropológico que este matrimonio diplomático dejó a la Universidad de Cambridge. Y sobre todo, el testimonio muy cercano de una mujer que a finales de los ochenta nos cuenta la mejor aventura de su vida, cincuenta años atrás, en el techo del mundo.
José Manuel de la Huerga
«Ahora estoy convencida de que las cosas siempre son como deben ser. Es más, si me ofreciesen de nuevo la posibilidad de revivir aquel breve periodo, la aceptaría sin dudarlo un instante, aunque supiera de antemano cuál sería su final.» Las memorias de una europea que vivió en la cima del mundo los dos años y medio más intensos de su vida no podían acabar de otra forma, con el dolor de la muerte del esposo en sordina. Es testimonio de largo aliento, no en vano las escribe (o rescribe, quién sabe) una apacible viejita de ochenta años en 1987, en Inglaterra: ni más ni menos que cincuenta años después de aquella aventura casi fundacional. Nos cuenta su juventud y matrimonio con el agregado político inglés Frederick Williamson en torno al 1933, en el reino de Sikkim, entre India y Bután, donde el Reino Unido había depositado los anhelos de control geoestratégico, como se dice ahora, de la zona.
Ese estilo, netamente británico, de dejar hacer de reojo y esperar con la mano tendida al protegido, historiadores y quien guste de asistir a la urdimbre de los hilos de las relaciones internacionales de colonias y protectorados heredados del siglo XIX, lo tienen estupendamente expuesto, para su disfrute. Margaret Williamson vivió de primera mano las tensiones entre chinos, tibetanos y británicos. Ahí estaba su esposo para ejercer las sutilezas del control colonial pareciendo una ONG sin ánimo de lucro.
Pero aparte de esto, visto desde luego con los ojos de alguien lejano, en el siglo XXI, las memorias son sustanciosas, ricas en experiencias.
Margaret era la cuarta europea que entraba en el territorio sagrado de los lamas. La descripción de Lhasa, la capital a dieciséis kilómetros de distancia, entre los techos del mundo es emocionante: «Lhasa parecía muy pequeña en la lejanía, pero la luz del sol matutino reflejándose en los tejados dorados del Potala me dejaron sin respiración.» Era la capital del budismo y su monasterio albergaba a más de siete mil monjes. Cuando el dalai les recibió en audiencia Margaret escribe: «Tuve la impresión de encontrarme ante alguien que desconocía el egoísmo. También tenía un carácter muy práctico… Había una atmósfera especial… Era un hombre profundamente espiritual. Me sentía extrañamente exaltada: cada percepción era tan nítida como una campana, y el mundo que me rodeaba me parecía radiante.» Menudo efecto el del este encuentro. Roza la transfiguración y la conversión directa al budismo.
No fue así. Margaret también estaba atenta a los fuertes contrastes en una sociedad muy espiritual pero también muy feudal, marcada por injusticias que saltaban a la vista de los ojos de una joven europea, a pesar de que mirara un poco por encima del hombro: «Las casas estaban sólidamente construidas en piedra y las calles principales eran amplias y limpias. Por desgracia no se podía decir lo mismo de los barrios. Había aguas residuales y basura por todas partes.» Al lector atento le llamarán la atención algunas excentricidades: por ejemplo, los coches de Su Santidad. Dos Baby Austin que tuvieron que ser transportados en piezas a través de las montañas y cuya gasolina su llevaba en bidones, claro. O el proyector cinematógrafo de Su Santidad, el decimotercer dalai lama.
Pero lo que se evidencia entre líneas es esa manera británica de dominación, tan opuesta a las maneras hispánicas de Biblia y espada. Los británicos se colocan al lado de sus súbditos, sin que los súbditos lo noten. Hoy montamos una expedición al Everest, mañana nos visita un magnífico botánico que ampliará los límites del conocimiento floral hasta extremos desconocidos y pasado nos quedamos… una temporada. Si los tibetanos tienen problemas con los vecinos del piso de arriba, es decir, los chinos, aquí estamos nosotros, para lo que gusten. Porque no hube ayuda militar, ni en 1935, ni años después en la invasión de 1950. Sin embargo, «los sentimientos probritánicos iban en aumento en Lhasa, cosa comprensible a la vista de la innegable amenaza china.» ¿No es maravilloso?
Importa, no obstante, destacar el legado antropológico que este matrimonio diplomático dejó a la Universidad de Cambridge. Y sobre todo, el testimonio muy cercano de una mujer que a finales de los ochenta nos cuenta la mejor aventura de su vida, cincuenta años atrás, en el techo del mundo.
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