Ed. Ted Hughes. Traducción y notas de Xoán Abeleira. Bartleby, 2008. 695 pp. 28 €
José Manuel de la Huerga
Sylvia Plath rodeó su intensa vida de poco más de treinta años de todo cuanto amaba: Ted, los niños, una casa en el campo y la poesía. No quería más, no necesitaba más. (Busque el lector fotos sobre ella, no encontrará más que a ella junto a esos motivos recurrentes anteriores, máquina de escribir incluida.) Plath dejó escrito que su segundo poemario publicado, Ariel, comenzaba con la palabra Amor y terminaba con la palabra Primavera. Entre esas dos palabras se puede recoger su vida. Y ella la envolvió con la pasión que se merecía, hasta el punto de terminarla cuando ella lo creyó oportuno. Lo demás son aderezos que todos le hemos ido poniendo: desde su ex-marido, el laureado poeta Ted Hughes, todos y todas sus críticos, sus lectores que parece que son muchos (no sabríamos decir motivados por qué), sus traductores a diversas lenguas, su traductor al español, Xoán Abeleira, hasta este crítico que ahora le dedica unas líneas, tras la apasionante lectura de su obra completa.
La edición que el lector tendrá en sus manos es la que Ted Hughes hizo casi veinte años después del suicidio de la poeta norteamericana. Exactamente diecisiete años después. No sé hasta qué punto se le puede acusar al poeta de oportunista. De acusarle de algo yo lo haría de flojo. La voz de Sylvia le acompañó siempre, desde el fatídico 11 de febrero de 1963. Le acompañaba en hervor, un runrún monocorde y obsesivo que no podría quitarse de encima jamás, contra su carrera personal, llena de éxitos de poeta consagrado por las más altas instancias culturales y sociales. La presente edición es fruto de los gustos del poeta. Eso sí es reseñable y llamativo. En más de una ocasión leemos en sus notas, o en las de Xoán Abeleira, que Hughes desechó versos del original, que quitó alguna estrofa, que cambió el orden de poemas. No tenía derecho. Tampoco a señalar en la introducción que la poesía de Sylvia Plath se articula en tres etapas, la primera hasta 1956, la segunda mientras la pareja vivía junta y la tercera cuando se fue deteriorando hasta la separación y degradación personal de la escritora. Es realmente vanidoso marcar el comienzo de la carrera poética de una poeta la fecha de su flechazo amoroso con el editor. Lo anterior Hughes lo llamó poemas de juventud, que también aparecen traducidos en un apéndice final.
El traductor, Xoán Abeleira, con la buena intención de señalar al lector la adecuada dirección de lectura, esto es, la sola poética, entre demasiados aditivos morbosos y dependencias de diván psicoanalista, justifica la calidad de la escritora en una producción muy exigente en poco tiempo. Se pregunta qué habría sido de poetas como Aleixandre o Gamoneda de haber muerto a edad temprana. No es buen ejemplo. Podríamos hacer una hermosa lista de poetas que lo dieron todo, y cuando decimos todo es lo mejor, lo más grande, en apenas dos o tres años de vida poética. Sólo dos ejemplos que él conocerá muy bien: el clásico Rimbaud y nuestro Claudio Rodríguez. Este último lo dio todo en Don de la ebriedad y sus siguientes tres poemarios, buenos, no fueron más que el anhelo de regresar al punto de partido, luminoso. ¿Acaso se podría decir algo parecido del Gamoneda de Descripción de la mentira?
Los 224 poemas numerados de Sylvia Plath en seis años, de 1956 a 1963, avanzan desde las circunstancias exteriores del escritor que mira el mundo (no olvidemos que acude a las clases de Robert Lowell en su universidad americana) y deja constancia de ello en las anotaciones sobre la naturaleza y su biografía, interrelacionadas, a una poesía que se desnuda, no tanto a la manera juanramoniana sino atendiendo a la respiración contenida de una Emily Dickinson o una Virginia Wolf. De la primera aprendió que la palabra exacta concede el poder al verso. Decir o no decir. Decir poco, decir lo justo. Lea para empezar el lector interesado la descripción de la naturaleza de Cabo Cob (77), encuentre los vestigios biográficos en el paisaje y la abuela (94), y pase luego al proceso de adelgazamiento y visión alucinada de Ariel (194), Lady Lázaro (198), hasta acabar en Místico (219) o el último Límite (224). Quizá así entenderemos mejor esa callada labor de siete inviernos. (Esta frase es plagio de un poemario de Tomás Sánchez Santiago.)
El traductor, Xoán Abeleira, eligió la imagen de portada de la edición en castellano. Me parece excelente. Una espiral que va del fuera a dentro, una obsesión, un bucle que en movimiento anula su principio y su fin. Quien entre quedará hipnotizado.
En cuanto a su traducción tenemos que decir que el trabajo es ímprobo, piedra de toque de toda una vida. Imaginamos que lleva años dedicado a esta labor y que insatisfecho regresará siempre a ella. El inglés es un idioma eufónico y sintético. El castellano no, o no tanto. Las opciones de traducción son siempre elecciones que arriesgan. Abeleira es valiente, nos presenta una edición bilingüe. No oculta nada. Y por si fuera poco, nos invita a enviarle nuestras consideraciones y posibles mejoras. Hay versos certeros en su traducción, pero es prácticamente imposible no traicionar al inglés. En cualquier caso una edición completa de la poesía de una escritora es un trabajo que merece nuestro aplauso.
El halo de morbo que envuelve la obra de Sylvia Plath ( su posible enfermedad mental, sus supuestas dependencias del género masculino, encarnado en las figuras del padre y el marido) probablemente intensifiquen la lectura sólo poética. También la distorisionen. Pero como la Dikinson o como Alfonso Costafreda (una caso similar en versión española de los mismos años 60, que menciona a Plath en sus poemas), la poesía de Sylvia Plath tiene el poder hipnótico suficiente para resistir la mirada interesada de los cotillas advenedizos. Sus versos resistirán el paso del tiempo y dejarán constancia de una aventura hacia el centro de una espiral que al mismo tiempo la devoró y la dotó de una fuerza en la voz inconfundible y personal. Los lectores nos quedaremos siempre en sus límites, asombrados, devotos.
José Manuel de la Huerga
Sylvia Plath rodeó su intensa vida de poco más de treinta años de todo cuanto amaba: Ted, los niños, una casa en el campo y la poesía. No quería más, no necesitaba más. (Busque el lector fotos sobre ella, no encontrará más que a ella junto a esos motivos recurrentes anteriores, máquina de escribir incluida.) Plath dejó escrito que su segundo poemario publicado, Ariel, comenzaba con la palabra Amor y terminaba con la palabra Primavera. Entre esas dos palabras se puede recoger su vida. Y ella la envolvió con la pasión que se merecía, hasta el punto de terminarla cuando ella lo creyó oportuno. Lo demás son aderezos que todos le hemos ido poniendo: desde su ex-marido, el laureado poeta Ted Hughes, todos y todas sus críticos, sus lectores que parece que son muchos (no sabríamos decir motivados por qué), sus traductores a diversas lenguas, su traductor al español, Xoán Abeleira, hasta este crítico que ahora le dedica unas líneas, tras la apasionante lectura de su obra completa.
La edición que el lector tendrá en sus manos es la que Ted Hughes hizo casi veinte años después del suicidio de la poeta norteamericana. Exactamente diecisiete años después. No sé hasta qué punto se le puede acusar al poeta de oportunista. De acusarle de algo yo lo haría de flojo. La voz de Sylvia le acompañó siempre, desde el fatídico 11 de febrero de 1963. Le acompañaba en hervor, un runrún monocorde y obsesivo que no podría quitarse de encima jamás, contra su carrera personal, llena de éxitos de poeta consagrado por las más altas instancias culturales y sociales. La presente edición es fruto de los gustos del poeta. Eso sí es reseñable y llamativo. En más de una ocasión leemos en sus notas, o en las de Xoán Abeleira, que Hughes desechó versos del original, que quitó alguna estrofa, que cambió el orden de poemas. No tenía derecho. Tampoco a señalar en la introducción que la poesía de Sylvia Plath se articula en tres etapas, la primera hasta 1956, la segunda mientras la pareja vivía junta y la tercera cuando se fue deteriorando hasta la separación y degradación personal de la escritora. Es realmente vanidoso marcar el comienzo de la carrera poética de una poeta la fecha de su flechazo amoroso con el editor. Lo anterior Hughes lo llamó poemas de juventud, que también aparecen traducidos en un apéndice final.
El traductor, Xoán Abeleira, con la buena intención de señalar al lector la adecuada dirección de lectura, esto es, la sola poética, entre demasiados aditivos morbosos y dependencias de diván psicoanalista, justifica la calidad de la escritora en una producción muy exigente en poco tiempo. Se pregunta qué habría sido de poetas como Aleixandre o Gamoneda de haber muerto a edad temprana. No es buen ejemplo. Podríamos hacer una hermosa lista de poetas que lo dieron todo, y cuando decimos todo es lo mejor, lo más grande, en apenas dos o tres años de vida poética. Sólo dos ejemplos que él conocerá muy bien: el clásico Rimbaud y nuestro Claudio Rodríguez. Este último lo dio todo en Don de la ebriedad y sus siguientes tres poemarios, buenos, no fueron más que el anhelo de regresar al punto de partido, luminoso. ¿Acaso se podría decir algo parecido del Gamoneda de Descripción de la mentira?
Los 224 poemas numerados de Sylvia Plath en seis años, de 1956 a 1963, avanzan desde las circunstancias exteriores del escritor que mira el mundo (no olvidemos que acude a las clases de Robert Lowell en su universidad americana) y deja constancia de ello en las anotaciones sobre la naturaleza y su biografía, interrelacionadas, a una poesía que se desnuda, no tanto a la manera juanramoniana sino atendiendo a la respiración contenida de una Emily Dickinson o una Virginia Wolf. De la primera aprendió que la palabra exacta concede el poder al verso. Decir o no decir. Decir poco, decir lo justo. Lea para empezar el lector interesado la descripción de la naturaleza de Cabo Cob (77), encuentre los vestigios biográficos en el paisaje y la abuela (94), y pase luego al proceso de adelgazamiento y visión alucinada de Ariel (194), Lady Lázaro (198), hasta acabar en Místico (219) o el último Límite (224). Quizá así entenderemos mejor esa callada labor de siete inviernos. (Esta frase es plagio de un poemario de Tomás Sánchez Santiago.)
El traductor, Xoán Abeleira, eligió la imagen de portada de la edición en castellano. Me parece excelente. Una espiral que va del fuera a dentro, una obsesión, un bucle que en movimiento anula su principio y su fin. Quien entre quedará hipnotizado.
En cuanto a su traducción tenemos que decir que el trabajo es ímprobo, piedra de toque de toda una vida. Imaginamos que lleva años dedicado a esta labor y que insatisfecho regresará siempre a ella. El inglés es un idioma eufónico y sintético. El castellano no, o no tanto. Las opciones de traducción son siempre elecciones que arriesgan. Abeleira es valiente, nos presenta una edición bilingüe. No oculta nada. Y por si fuera poco, nos invita a enviarle nuestras consideraciones y posibles mejoras. Hay versos certeros en su traducción, pero es prácticamente imposible no traicionar al inglés. En cualquier caso una edición completa de la poesía de una escritora es un trabajo que merece nuestro aplauso.
El halo de morbo que envuelve la obra de Sylvia Plath ( su posible enfermedad mental, sus supuestas dependencias del género masculino, encarnado en las figuras del padre y el marido) probablemente intensifiquen la lectura sólo poética. También la distorisionen. Pero como la Dikinson o como Alfonso Costafreda (una caso similar en versión española de los mismos años 60, que menciona a Plath en sus poemas), la poesía de Sylvia Plath tiene el poder hipnótico suficiente para resistir la mirada interesada de los cotillas advenedizos. Sus versos resistirán el paso del tiempo y dejarán constancia de una aventura hacia el centro de una espiral que al mismo tiempo la devoró y la dotó de una fuerza en la voz inconfundible y personal. Los lectores nos quedaremos siempre en sus límites, asombrados, devotos.
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