La Mirada Malva, Madrid, 2009. 234 pp. 17 €
Andrés Neuman
1. El avestruz de Kafka
Susan y Goyo tienen orígenes opuestos y comparten un amor laborioso. Los dos son ingenieros y construyen poco a poco sus vidas, cuyas estructuras se tambalearán de repente.
El libro nos recibe con una sencillez y una humildad que no sólo narran el argumento, sino que se trasladan limpiamente a la escritura. Ciertas imágenes esporádicas, y por cierto brillantes, equilibran el pulcro costumbrismo con el que se nos engaña al principio. Esas imágenes se irán apoderando del relato, o mejor dicho, o nunca mejor dicho, secuestrándolo, hasta llenar la Pampa de pesadillas.
Al principio, sólo al principio, durante una veintena de páginas, se nos ofrece una introspección explícitamente familiar, aunque también implícitamente ideológica, en la educación de Goyo y Susan. En este arranque se insinúan algunos reflejos políticos en los microscópicos detalles domésticos, un poco a la manera del Perec de Las cosas o del Aira de El Tilo. Pero entonces pasa algo. Algo grande y extraño.
En esta primera novela corta, igual que en su escritura, lo apacible es tan sólo la postergación de un golpe, una preparación de lo inquietante. Una noche cualquiera Goyo y Susan se acuestan tomados de la mano, escrutando en el techo la modesta perfección de sus vidas. No sabemos si consiguen dormirse. Y ahí, exactamente, se suspende la historia de ella y recomienza la de él, transformado en Goyo Samsa al abrir los ojos y encontrarse con el vacío pampeano, si se me permite la redundancia.
Esta escena fantástica es sin duda memorable y nos recuerda qué pasó en Argentina el año del corralito, qué podría pasar en cualquier país cualquier año. La potencia onírica del relato de Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973, residente en Madrid, que ya había publicado hace dos años la novela La vida me engañó) da una vuelta de tuerca, o de «ganzúa de payaso», a la tradición apocalíptica. El apocalipsis es una tentación de la literatura argentina, pero también una tentación del capitalismo global.
Después del silencioso cataclismo, el relato progresa con humor surreal. Como una novela negra lisérgica o un El show de Truman gaucho. Digámoslo así: Goyo podría ser el Kafka de todos los Kafkas. Se despierta convertido en otra criatura, no sabe de qué lo acusan y ya no puede entrar en su propia casa. O quizá Goyo sea el Aira de todos los Airas: cautivo en el desierto, nos cuenta cómo se hizo avestruz.
No debemos revelar más, salvo que los lectores se verán asaltados por una laberinto que poblarán sus propios fantasmas personales. En el fondo, todos los lectores somos un poco avestruces. Avestruces que entierran la cabeza en la noche de un libro para poder ver mejor.
2. Anaconda viajando hacia sí misma
La literatura llama a las cosas por su nombre porque les pone un nombre nuevo. Aunque a veces hay cosas innombrables. Como el nombre y la infancia de Anaconda.
¿Y Anaconda quién es? ¿Tiene algo de Quiroga? No. Nada. O sí, pero al final, sólo al final. Mientras tanto, más que a aguardiente, el aliento del relato huele a coca-cola con pajita. Y, más que en la selva, todo empieza en un cine de barrio.
La escritura de esta segunda novela es más directa, más nerviosa, quizá más apresurada. Como la propia adolescencia que retrata. Ese retrato está lleno de humor triste y de crueldades tiernas. También de escatologías. Y, exactamente igual que le sucede a la protagonista, hay escenas para cagarse de risa.
De coprotagonista aparece Gerardo, GG, no Graham Greene. Gerardo el Casanova precoz, que al principio parece la serpiente de la historia, la auténtica anaconda que devora a su presa, y que poco a poco irá mudando la piel hasta convertirse en un mecánico bonachón, desamparado. Al mismo tiempo ella, Anaconda, irá perdiendo pieles para encontrar la suya, la que le corresponde, la que la llevará de ser una gordita acomplejada y temerosa a ser una veterinaria insatisfecha con su destino. ¿Pero cuál es su destino? Su destino es Brasil. Anaconda nació predestinada para ir al Amazonas y por eso, por la misma obviedad de ese destino, le lleva una vida entera decidirse.
La novela nos cuenta un doble relato de iniciación: Gerardo y Anaconda, cada uno a su modo, son trágicamente inexpertos. O sea, «son fantasmas y afantasman lo que ven». La narración de Roz oscila raramente entre el sarcasmo y la candidez, yendo y viniendo de la descreída mirada adulta a la ilusionada perspectiva del que empieza a vivir. Así vivimos con ellos su intenso despertar sexual, que en realidad consiste, como siempre, en darse cuenta de que todavía están dormidos. El erotismo de esas páginas parece una mezcla de un Bryce barrial y un Miller cariñoso.
Entre otras muchas, dos lecciones nos deja este relato. Una: «la muerte tiene eso que nos pone respetuosos». Dos: la vida tiene eso que nos va desmintiendo. Antes de ser cazado (con zeta, no con ese), Gerardo el Casanova se cree capaz de liderar la aventura de Anaconda, de conquistarla a dos manos. Así mismo nos conquista Roz con estas dos novelas de humanos animales.
Andrés Neuman
1. El avestruz de Kafka
Susan y Goyo tienen orígenes opuestos y comparten un amor laborioso. Los dos son ingenieros y construyen poco a poco sus vidas, cuyas estructuras se tambalearán de repente.
El libro nos recibe con una sencillez y una humildad que no sólo narran el argumento, sino que se trasladan limpiamente a la escritura. Ciertas imágenes esporádicas, y por cierto brillantes, equilibran el pulcro costumbrismo con el que se nos engaña al principio. Esas imágenes se irán apoderando del relato, o mejor dicho, o nunca mejor dicho, secuestrándolo, hasta llenar la Pampa de pesadillas.
Al principio, sólo al principio, durante una veintena de páginas, se nos ofrece una introspección explícitamente familiar, aunque también implícitamente ideológica, en la educación de Goyo y Susan. En este arranque se insinúan algunos reflejos políticos en los microscópicos detalles domésticos, un poco a la manera del Perec de Las cosas o del Aira de El Tilo. Pero entonces pasa algo. Algo grande y extraño.
En esta primera novela corta, igual que en su escritura, lo apacible es tan sólo la postergación de un golpe, una preparación de lo inquietante. Una noche cualquiera Goyo y Susan se acuestan tomados de la mano, escrutando en el techo la modesta perfección de sus vidas. No sabemos si consiguen dormirse. Y ahí, exactamente, se suspende la historia de ella y recomienza la de él, transformado en Goyo Samsa al abrir los ojos y encontrarse con el vacío pampeano, si se me permite la redundancia.
Esta escena fantástica es sin duda memorable y nos recuerda qué pasó en Argentina el año del corralito, qué podría pasar en cualquier país cualquier año. La potencia onírica del relato de Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973, residente en Madrid, que ya había publicado hace dos años la novela La vida me engañó) da una vuelta de tuerca, o de «ganzúa de payaso», a la tradición apocalíptica. El apocalipsis es una tentación de la literatura argentina, pero también una tentación del capitalismo global.
Después del silencioso cataclismo, el relato progresa con humor surreal. Como una novela negra lisérgica o un El show de Truman gaucho. Digámoslo así: Goyo podría ser el Kafka de todos los Kafkas. Se despierta convertido en otra criatura, no sabe de qué lo acusan y ya no puede entrar en su propia casa. O quizá Goyo sea el Aira de todos los Airas: cautivo en el desierto, nos cuenta cómo se hizo avestruz.
No debemos revelar más, salvo que los lectores se verán asaltados por una laberinto que poblarán sus propios fantasmas personales. En el fondo, todos los lectores somos un poco avestruces. Avestruces que entierran la cabeza en la noche de un libro para poder ver mejor.
2. Anaconda viajando hacia sí misma
La literatura llama a las cosas por su nombre porque les pone un nombre nuevo. Aunque a veces hay cosas innombrables. Como el nombre y la infancia de Anaconda.
¿Y Anaconda quién es? ¿Tiene algo de Quiroga? No. Nada. O sí, pero al final, sólo al final. Mientras tanto, más que a aguardiente, el aliento del relato huele a coca-cola con pajita. Y, más que en la selva, todo empieza en un cine de barrio.
La escritura de esta segunda novela es más directa, más nerviosa, quizá más apresurada. Como la propia adolescencia que retrata. Ese retrato está lleno de humor triste y de crueldades tiernas. También de escatologías. Y, exactamente igual que le sucede a la protagonista, hay escenas para cagarse de risa.
De coprotagonista aparece Gerardo, GG, no Graham Greene. Gerardo el Casanova precoz, que al principio parece la serpiente de la historia, la auténtica anaconda que devora a su presa, y que poco a poco irá mudando la piel hasta convertirse en un mecánico bonachón, desamparado. Al mismo tiempo ella, Anaconda, irá perdiendo pieles para encontrar la suya, la que le corresponde, la que la llevará de ser una gordita acomplejada y temerosa a ser una veterinaria insatisfecha con su destino. ¿Pero cuál es su destino? Su destino es Brasil. Anaconda nació predestinada para ir al Amazonas y por eso, por la misma obviedad de ese destino, le lleva una vida entera decidirse.
La novela nos cuenta un doble relato de iniciación: Gerardo y Anaconda, cada uno a su modo, son trágicamente inexpertos. O sea, «son fantasmas y afantasman lo que ven». La narración de Roz oscila raramente entre el sarcasmo y la candidez, yendo y viniendo de la descreída mirada adulta a la ilusionada perspectiva del que empieza a vivir. Así vivimos con ellos su intenso despertar sexual, que en realidad consiste, como siempre, en darse cuenta de que todavía están dormidos. El erotismo de esas páginas parece una mezcla de un Bryce barrial y un Miller cariñoso.
Entre otras muchas, dos lecciones nos deja este relato. Una: «la muerte tiene eso que nos pone respetuosos». Dos: la vida tiene eso que nos va desmintiendo. Antes de ser cazado (con zeta, no con ese), Gerardo el Casanova se cree capaz de liderar la aventura de Anaconda, de conquistarla a dos manos. Así mismo nos conquista Roz con estas dos novelas de humanos animales.
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