Anagrama, Barcelona, 2017. 408 pp. 20,90 €
Ignacio Sanz
Y ahora, ¿qué? Todo un fin de semana encerrado con una novela de 400 páginas. Encerrado y feliz, levitando a veces, como si viajara plácidamente en un globo. Un paseo hasta el río el sábado, apenas una hora; y una partida de frontenis el domingo. El resto del tiempo atrapado en la peripecia vital de Dani Mosca, un tipo de hace canciones, el narrador de esta novela que te arrastra página tras página hasta dejarte sin aliento.
Ya me había ocurrido con Cuatro amigos y luego con Blitz. Tierra de Campos tenía para mí, de entrada, un sugerente título. Y más desde que leí Viajes de la cigüeña, un precioso libro de Gustavo Martín Garzo lleno de emociones ligado a esta comarca vastísima, prácticamente sin relieve, que se extiende por cuatro provincias, claro exponente de la España vacía y olvidada. Luego, metido en la lectura, descubrimos que la Tierra de Campos está presente en toda la novela dado que hacia allí se dirige el coche de la funeraria que conduce Jairo, un ecuatoriano, con Dani a su lado. Pero no deja de ser un recurso cinematográfico, una especie de flash back que con el que se va hilvanando la novela que nos llevará finalmente al desenlace en Garrafal de Campos, un desenlace que recuerda los guiones que Rafael Azcona escribió para Berlanga, muy cercanos al disparate coral.
Pero no, la novela, en realidad nos cuenta en primera persona la vida de un chico de barrio, en concreto del barrio madrileño de Estrecho, un chico que hasta los 15 años no conoce La Plaza de España, que lo más lejos que ha llegado es a la calle de los Artistas cerca de la glorieta de Cuatro Caminos, donde está la pensión de la tía de Gus, su compañero de colegio religioso y con el que, junto a Animal, otro compañero, formarán un grupo musical llamado Los Moscas. Si Gus es sofisticado y atrevido, Animal responde a las expectativas primarias de su nombre. Y, sin embargo, en medio de tales contrastes, el lector descubre el refinamiento intuitivo de Dani que, en los vaivenes de la adolescencia, va conformando su sensibilidad hasta que termina por ser un amante refinado y después un padre responsable y virtuoso con algún parecido incluso a su propio padre, del que tanto ha abominado, con el que ha tenido desencuentros continuos y cuyos restos, un año después de su muerte, siguiendo su mandato, está llevando a enterrar a su pueblo.
Hay pasajes de un humor descacharrante, así como escenas grotescas que recuerdan al eterno esperpento español, pero en general el libro está recorrido por una vena vitalista y hasta lírica en ciertos momentos, en medio del torrente imparable de un estilo arrollador que arrastra al lector hasta ese final berlanguiano en Garrafal de Campos.
Además de Gus y Animal, los componente esenciales del grupo, hay dos personajes femeninos muy poderosos y atractivos. Oliva por un lado y Kei, la chelista japonesa que conoce en Tokio, donde acaba una gira por varios países en la que Dani, al lado de Animal, actúa como telonero de Joan Manuel Serrat. Kei, tras una peripecia teñida de cierta melancolía, acabará siendo la madre de sus dos hijos. Pero las cuatrocientas páginas dan mucho de sí, en realidad son una fiesta, un viaje lleno de contrastes en el que el ánimo del lector nunca desfallece.
En fin, preciosa novela, un magma, una fiesta narrativa, un torrente de escenas que van del esperpento costumbrista hasta ciertos momentos de lirismo y sutileza. Todo se entreteje, como trasunto de la propia vida dejando en el lector cierto poso de melancolía no solo por lo que ha vivido al lado de estos personajes con los que ha pasado dos días de plenitud. Lo malo es esa sensación de desahucio cuando acaba la fiesta; entonces el lector ya desalojado, se pregunta: y ahora, ¿qué?
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