Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 318 pp. 20,90 €
Óscar Esquivias
Basta recordar que Alberto Olmos fue finalista del Premio Herralde el mismo año que lo ganó Roberto Bolaño para que su nombre cobre cierto aire legendario. En aquella edición, la de 1998, se distinguió a dos autores muy distintos que, sin embargo, comparten una misma forma de concebir la literatura: los protagonistas de sus narraciones suelen ser personas humildes, a menudo jóvenes escritores. Estos personajes —con una gran vocación por las letras, grandes lectores y feroces críticos— parecen unos derrotados que deambulan por ciudades hostiles; en realidad son supervivientes que, con una mezcla de descreimiento, insolencia y fragilidad, se sobreponen a un ambiente íntimo y social a menudo asfixiante. Las circunstancias biográficas de Olmos y Bolaño les han proporcionado diferentes escenarios (la provincia castellana, Madrid y Tokio en el caso del primero; Chile, México o España en el otro) y distinto material narrativo, pero en ambos se intuye que buena parte de lo que cuentan en sus libros está íntimamente relacionado con lo vivido. Poco importa si es exactamente así: sus obras tienen la seducción de la alta literatura, la de las narraciones que no podrían estar contadas de otra manera porque el escritor ha acertado a darles su cauce perfecto. A las semejanzas entre ambos se debe añadir un estilo expresivo, lleno de recursos, variedad e imaginación, con un humor que (a veces) nace del desprecio por los demás y es puro sarcasmo, y (otras) de la desesperanza, la soledad o la tristeza. En cualquier caso, es literatura palpitante y, si se me permite, literatura incómoda, sucia, que tizna las manos del lector, que no está concebida para entretener los ratos de ocio sino para remover sentimientos íntimos, o eso es lo que me parece a mí (Bolaño y Olmos son autores tan perversos que quizá, sólo por llevarme la contraria, han escrito sus libros pensando en que las chicas guapas los lean plácidamente mientras toman el sol en la playa).
A bordo del naufragio (Anagrama, 1998), la novela finalista del Premio Herralde, fue también el primer libro publicado por Alberto Olmos. Se trata de una larga diatriba íntima —es la propia conciencia del protagonista la que narra— y nos presenta ya alguno de los motivos recurrentes en este autor: riesgo formal —el texto es un único párrafo escrito en segunda persona—, estilo poderoso, inmisericorde indagación de sentimientos, protagonista joven procedente de provincias que trata de sobreponerse a su naufragio vital en una gran ciudad. La siguiente cita podría resumir el espíritu del libro y de buena parte de la narrativa de Olmos: «Engáñales, apréndete la música de la canción, sílbala, tararéala, pero nunca aprendas la letra, diles que tienes mala memoria, cualquier mentira vale; pero no aprendas la letra». La rebeldía de muchos personajes de Olmos es interior, íntima: no son revolucionarios ni hombres de acción, descreen de que la sociedad tenga ningún arreglo. Es más: desprecian la política y casi cualquier ideología o propósito de transformación social.
Así de loco te puedes volver (Caja de Ahorros de Segovia, 1999), su siguiente obra publicada, tiene forma de diario íntimo (entonces todavía no existían los blogs) y su protagonista es, de nuevo, un joven escritor que trata de sobrevivir a la apatía existencial. Es una obra de gran variedad: cada entrada del diario posee un tono y un estilo, y así encontramos desde efusiones líricas a cartas, poemas en prosa, letras de canciones, anotaciones íntimas, desahogos y, en fin, todo lo que puede caber en un texto de estas características, escrito con enorme libertad y frescura, muy divertido, aunque pocos habrán podido leerlo por lo marginal de su edición y distribución.
Hasta la publicación de Trenes hacia Tokio (Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid, Lengua de Trapo, 2007) Alberto Olmos parecía completamente desaparecido del panorama literario. En realidad (y bajo mil seudónimos) mantenía varios blogs (ahora sí) en internet. De uno de ellos (Hikikomori, palabra japonesa que designa a ciertos inadaptados sociales que se autorrecluyen y rompen sus relaciones con el exterior) surgió esta novela, en la que un joven, David, nos narra en primera persona su deriva vital en Japón (se gana la vida enseñando inglés en guarderías de Tokio). De nuevo, aunque David se juzgue un derrotado, en realidad es un superviviente que consigue flotar en la basura existencial que le rodea. Se trata de una novela muy amena, de desolado humorismo, llena de (des)encuentros amorosos, escrita (marca de la casa) con gran expresividad, capacidad de observación y enorme potencia en las imágenes. Personalmente, es una obra que me apasiona, la que más le envidio y la que posee (para mi sensibilidad lectora, con todo lo subjetivo que es afirmar esto) mayor encanto. Sí, he escrito encanto.
Y por fin llegamos a El talento de los demás, su libro más ambicioso. En realidad no es una única novela, sino tres breves que se podrían leer desordenadamente, pues cada una posee una técnica y ofrece una perspectiva distinta sobre el personaje principal, Mario Sut. Es una obra ambigua: la realidad ‘objetiva’ parece estar en la segunda parte (que, además, da el título general al libro); en ella Sut permanece mudo y son los personajes que le rodean quienes van dándonos informaciones sobre su relación con él. De un modo muy anglosajón, se recrean mil voces —todas en primera persona— que van trenzando una historia de jóvenes con aspiraciones artísticas que, una vez más, sobreviven en un mundo urbano caracterizado por la precariedad laboral y la insatisfacción emocional. Aquí Olmos luce sus mejores armas: la agilidad narrativa, el humor, la empatía con unas vidas nada fáciles. Las otras dos partes son sendas novelitas que dos personajes escriben sobre el citado Mario Sut. La primera, “El talento de Mario Sut”, es una novela de aprendizaje en primera persona con toques humorísticos: un muchacho, virtuoso del violín, pierde repentinamente su talento para tocar cuando participa en un concurso internacional. Su incapacidad artística coincide con la pérdida de su virginidad: el sexo irrumpe en la vida de Mario y eso destroza su juguete anterior, el violín. Esta parte tiene el encanto de ciertas películas de Woody Allen (con el añadido del vitriolo de Olmos, claro): la insatisfacción vital y sexual, la obsesión sobre el talento, cierto aire humorístico (el lento y disparatado ahogamiento del guarneri), la presencia de la magia (el concurso televisivo de magos es brillantísimo). La tercera parte, “Un final para Mario Sut”, cambia radicalmente de escenarios, técnica y tono: Olmos utiliza la segunda persona y, en un único párrafo, narra un extraño y claustrofóbico concurso del que resultará ganador quien se mantenga despierto más tiempo. La prosa reproduce la sensación —al final, casi delirante— de la vigilia continua. Ese estado alterado de conciencia proporciona a Sut la lucidez necesaria para recapitular sobre acontecimientos de su vida pasada.
En El talento de los demás el autor menciona tanto la palabra talento que quizá deberíamos desconfiar sobre si ese es realmente el asunto que le interesa: más bien creo que el tema medular es la vocación y, sobre todo, el éxito (que, en una sociedad como la que retrata —la nuestra—, es el único criterio que acaba decidiendo la validez y el sentido de nuestros esfuerzos). En cualquier caso, su propósito es ante todo literario: Olmos no defiende tesis ni reparte consignas, se limita a contarnos la historia de unos supervivientes: él mismo, después del largo silencio editorial, ha demostrado serlo. Y a diferencia de Sut, además, tiene talento: su violín sigue sonando.
Óscar Esquivias
Basta recordar que Alberto Olmos fue finalista del Premio Herralde el mismo año que lo ganó Roberto Bolaño para que su nombre cobre cierto aire legendario. En aquella edición, la de 1998, se distinguió a dos autores muy distintos que, sin embargo, comparten una misma forma de concebir la literatura: los protagonistas de sus narraciones suelen ser personas humildes, a menudo jóvenes escritores. Estos personajes —con una gran vocación por las letras, grandes lectores y feroces críticos— parecen unos derrotados que deambulan por ciudades hostiles; en realidad son supervivientes que, con una mezcla de descreimiento, insolencia y fragilidad, se sobreponen a un ambiente íntimo y social a menudo asfixiante. Las circunstancias biográficas de Olmos y Bolaño les han proporcionado diferentes escenarios (la provincia castellana, Madrid y Tokio en el caso del primero; Chile, México o España en el otro) y distinto material narrativo, pero en ambos se intuye que buena parte de lo que cuentan en sus libros está íntimamente relacionado con lo vivido. Poco importa si es exactamente así: sus obras tienen la seducción de la alta literatura, la de las narraciones que no podrían estar contadas de otra manera porque el escritor ha acertado a darles su cauce perfecto. A las semejanzas entre ambos se debe añadir un estilo expresivo, lleno de recursos, variedad e imaginación, con un humor que (a veces) nace del desprecio por los demás y es puro sarcasmo, y (otras) de la desesperanza, la soledad o la tristeza. En cualquier caso, es literatura palpitante y, si se me permite, literatura incómoda, sucia, que tizna las manos del lector, que no está concebida para entretener los ratos de ocio sino para remover sentimientos íntimos, o eso es lo que me parece a mí (Bolaño y Olmos son autores tan perversos que quizá, sólo por llevarme la contraria, han escrito sus libros pensando en que las chicas guapas los lean plácidamente mientras toman el sol en la playa).
A bordo del naufragio (Anagrama, 1998), la novela finalista del Premio Herralde, fue también el primer libro publicado por Alberto Olmos. Se trata de una larga diatriba íntima —es la propia conciencia del protagonista la que narra— y nos presenta ya alguno de los motivos recurrentes en este autor: riesgo formal —el texto es un único párrafo escrito en segunda persona—, estilo poderoso, inmisericorde indagación de sentimientos, protagonista joven procedente de provincias que trata de sobreponerse a su naufragio vital en una gran ciudad. La siguiente cita podría resumir el espíritu del libro y de buena parte de la narrativa de Olmos: «Engáñales, apréndete la música de la canción, sílbala, tararéala, pero nunca aprendas la letra, diles que tienes mala memoria, cualquier mentira vale; pero no aprendas la letra». La rebeldía de muchos personajes de Olmos es interior, íntima: no son revolucionarios ni hombres de acción, descreen de que la sociedad tenga ningún arreglo. Es más: desprecian la política y casi cualquier ideología o propósito de transformación social.
Así de loco te puedes volver (Caja de Ahorros de Segovia, 1999), su siguiente obra publicada, tiene forma de diario íntimo (entonces todavía no existían los blogs) y su protagonista es, de nuevo, un joven escritor que trata de sobrevivir a la apatía existencial. Es una obra de gran variedad: cada entrada del diario posee un tono y un estilo, y así encontramos desde efusiones líricas a cartas, poemas en prosa, letras de canciones, anotaciones íntimas, desahogos y, en fin, todo lo que puede caber en un texto de estas características, escrito con enorme libertad y frescura, muy divertido, aunque pocos habrán podido leerlo por lo marginal de su edición y distribución.
Hasta la publicación de Trenes hacia Tokio (Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid, Lengua de Trapo, 2007) Alberto Olmos parecía completamente desaparecido del panorama literario. En realidad (y bajo mil seudónimos) mantenía varios blogs (ahora sí) en internet. De uno de ellos (Hikikomori, palabra japonesa que designa a ciertos inadaptados sociales que se autorrecluyen y rompen sus relaciones con el exterior) surgió esta novela, en la que un joven, David, nos narra en primera persona su deriva vital en Japón (se gana la vida enseñando inglés en guarderías de Tokio). De nuevo, aunque David se juzgue un derrotado, en realidad es un superviviente que consigue flotar en la basura existencial que le rodea. Se trata de una novela muy amena, de desolado humorismo, llena de (des)encuentros amorosos, escrita (marca de la casa) con gran expresividad, capacidad de observación y enorme potencia en las imágenes. Personalmente, es una obra que me apasiona, la que más le envidio y la que posee (para mi sensibilidad lectora, con todo lo subjetivo que es afirmar esto) mayor encanto. Sí, he escrito encanto.
Y por fin llegamos a El talento de los demás, su libro más ambicioso. En realidad no es una única novela, sino tres breves que se podrían leer desordenadamente, pues cada una posee una técnica y ofrece una perspectiva distinta sobre el personaje principal, Mario Sut. Es una obra ambigua: la realidad ‘objetiva’ parece estar en la segunda parte (que, además, da el título general al libro); en ella Sut permanece mudo y son los personajes que le rodean quienes van dándonos informaciones sobre su relación con él. De un modo muy anglosajón, se recrean mil voces —todas en primera persona— que van trenzando una historia de jóvenes con aspiraciones artísticas que, una vez más, sobreviven en un mundo urbano caracterizado por la precariedad laboral y la insatisfacción emocional. Aquí Olmos luce sus mejores armas: la agilidad narrativa, el humor, la empatía con unas vidas nada fáciles. Las otras dos partes son sendas novelitas que dos personajes escriben sobre el citado Mario Sut. La primera, “El talento de Mario Sut”, es una novela de aprendizaje en primera persona con toques humorísticos: un muchacho, virtuoso del violín, pierde repentinamente su talento para tocar cuando participa en un concurso internacional. Su incapacidad artística coincide con la pérdida de su virginidad: el sexo irrumpe en la vida de Mario y eso destroza su juguete anterior, el violín. Esta parte tiene el encanto de ciertas películas de Woody Allen (con el añadido del vitriolo de Olmos, claro): la insatisfacción vital y sexual, la obsesión sobre el talento, cierto aire humorístico (el lento y disparatado ahogamiento del guarneri), la presencia de la magia (el concurso televisivo de magos es brillantísimo). La tercera parte, “Un final para Mario Sut”, cambia radicalmente de escenarios, técnica y tono: Olmos utiliza la segunda persona y, en un único párrafo, narra un extraño y claustrofóbico concurso del que resultará ganador quien se mantenga despierto más tiempo. La prosa reproduce la sensación —al final, casi delirante— de la vigilia continua. Ese estado alterado de conciencia proporciona a Sut la lucidez necesaria para recapitular sobre acontecimientos de su vida pasada.
En El talento de los demás el autor menciona tanto la palabra talento que quizá deberíamos desconfiar sobre si ese es realmente el asunto que le interesa: más bien creo que el tema medular es la vocación y, sobre todo, el éxito (que, en una sociedad como la que retrata —la nuestra—, es el único criterio que acaba decidiendo la validez y el sentido de nuestros esfuerzos). En cualquier caso, su propósito es ante todo literario: Olmos no defiende tesis ni reparte consignas, se limita a contarnos la historia de unos supervivientes: él mismo, después del largo silencio editorial, ha demostrado serlo. Y a diferencia de Sut, además, tiene talento: su violín sigue sonando.
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