Traduc. Carlos Milla Soler. Tusquets, Barcelona, 2006. 132 págs. 12,50 €
Paul M. Viejo
«Quiero dejar de mentir. Así de simple. […] Era un cadáver en aquella cama. Me vestí, subí al coche y me metí en la tormenta.» Una confesión, un resumen de lo ocurrido. «En fin, yo nunca he tenido buen gusto, y los dos lo sabemos. Pero no voy a mentirte […] el buen gusto es eso que a la gente le queda de la vida cuando ya no puede follar.» Otra confesión, una más de las posibles. «Debería estar orgulloso de mí mismo, de este hijo de puta que soy, y lo estoy, lo estoy». Una tercera confesión, de las muchas que pronunciará el señor Felt después de que descienda en su deportivo por la pendiente del Mount Morgan, para caer, atrapado entre la nieve, directamente a una cama del hospital.
Allí encontramos al protagonista de la última obra traducida en España de Arthur Miller (1915-2005) —escrita en 1991, versión definitiva de 1996—, en la cama de un hospital hallamos a Lyman Felt, un rico y triunfador vendedor de seguros, tras sufrir un accidente. A Lyman y también a las visitas que irán a acompañar al paciente: sus dos mujeres. El descenso del Monte Morgan ‘relata’ la historia de un hombre que ha vivido, al menos, dos vidas paralelas, un bígamo que, en el que tal vez sea su último o penúltimo día, ‘sufre’ el infortunio de que las dos mujeres con las que ha contraído matrimonio vayan a encontrarse en la sala de espera del hospital. Es decir, dos mujeres se encuentran en dicha sala y pronto, con una escalada dramática aligerada de tensión, descubrirán la verdad. O una de las verdades.
Porque me temo que nadie en esta obra, incluido el lector, va saber a ciencia cierta qué es la verdad, o cuánto de cierto tiene lo que se nos está contando, y es que el eterno mentiroso —lieman— que es Lyman Felt procederá a dar explicaciones, como las anunciadas al principio de este texto, para explicar el porqué de la mentira, pero también mentirá para explicar la causa de las verdades ocurridas en el pasado. Con una sutileza pasmosa, bien cargada de ironía, la maestría de Miller nos va dando, en dosis medidas, los acontecimientos que tienen lugar a tiempo presente (en la sala de la clínica), en el pasado (las historias de las dos mujeres de Lyman con respecto al propio Lyman), y los pensamientos del accidentado (entre delirios y sueños, adivinaciones y momentos de lúcida realidad). Cuando el protagonista de este descenso trata de calmar a sus alteradas mujeres (le escuchen o no, porque no siempre hablará en el mismo plano que el resto de personajes) recurre, eso dice, a una sinceridad pasmosa («Sé que me he equivocado y me he vuelto a equivocar», página 105), pero también a una cobarde autodefensa («¡En realidad, si tengo el valor de admitir la estúpida verdad, el único que ha sufrido durante estos nueve últimos años he sido yo!», página93) y a una necesidad de verse acusado y juzgado de manera definitiva («Leah, di algo duro y sincero… como tú sabes hacerlo», página 125). Y es que en esto estriba uno de los grandes logros de la obra al completo del dramaturgo americano y de esta en particular: cuando lo que parece que se nos presenta es una crítica a la doble moral (y vida) de la sociedad del autor, puede tornarse según la lectura en una ardua defensa de la sinceridad y de la asunción de los propios actos. Cuando, por el contrario, es el tributo a un bon-vivant lo que parece ensalzarse, no puede el lector evitar reconocer —¡incluso!— cierta asentimiento con la tradicional culpa y redención del cristianismo (desde luego, la elección de las palabras ‘descenso’ y ‘monte’, entre otras, no es casual), para evitar que nadie pueda predefinir una imagen única de Arthur Miller, un cliché, un prejuicio.
De la misma manera que ocurre con su escritura. Porque Miller, que desde luego es uno de los grandes dramaturgos del siglo que terminó, nadie lo duda, y sus obras uno de los mayores ejemplos de textos para ser puestos en escena, como así ha ocurrido, no entra nunca en el debate del teatro para ser visto/teatro para ser leído. No entra porque zanja la cuestión de manera súbita. Tiene El descenso el Monte Morgan una escritura a la que poco podrá objetar un lector que no tenga intención de acudir a un teatro. Junto a —para quien guste— una escenografía simple pero abierta a múltiples posibilidades, un juego de planos y fondos, de sencillo vestirse y desnudarse de los personajes, dispone el dramaturgo una sugerente prosa que hace transitar las escenas ‘a tiempo real’ con los flash-back del argumento de una forma tan sutil que incluso el lector de novela verá con agrado. No es con la disposición de los elementos físicos de la obra (tan solo una cama, apenas, quizá una mesa) sino con el lenguaje, con lo que Miller nos arrastra a lo largo de la pieza para situarnos («Ella ofrecía una imagen muy digna, leyendo en la ventana… parecía un cuadro de Edward Hopper, como hechizada», página 110) o para hacernos avanzar en la acción. Es con la oculta unión de los parlamentos con lo que Miller nos lleva de una escena a otra (no por un cambio de escenario), obligando al lector a imaginar lo que está sucediendo (y no siendo escrito), colocándolo en un lugar activo dentro de una obra que no se ve, o no sólo, sino que se escucha. Es decir, jugando ese papel del autor poco complaciente, alejado desde luego del estereotipo de escritor de un teatro de entretenimiento.
Es decir, una obra para ser leída, y vista, y escuchada e imaginada. Interpretada y reinterpretada, cuestionada y criticada, porque eso es lo que nos ofrece Miller (y nos ofrecerá, al público español al que aún le faltan una cuantas obras por ver traducidas: Broken Glass, Resurrection Blues…): un texto literario sin más clasificaciones: una obra en prosa que se puede colocar sobre un escenario, un texto teatral con los recursos más sugerentes de una novela, de un relato, de una confesión.
Paul M. Viejo
«Quiero dejar de mentir. Así de simple. […] Era un cadáver en aquella cama. Me vestí, subí al coche y me metí en la tormenta.» Una confesión, un resumen de lo ocurrido. «En fin, yo nunca he tenido buen gusto, y los dos lo sabemos. Pero no voy a mentirte […] el buen gusto es eso que a la gente le queda de la vida cuando ya no puede follar.» Otra confesión, una más de las posibles. «Debería estar orgulloso de mí mismo, de este hijo de puta que soy, y lo estoy, lo estoy». Una tercera confesión, de las muchas que pronunciará el señor Felt después de que descienda en su deportivo por la pendiente del Mount Morgan, para caer, atrapado entre la nieve, directamente a una cama del hospital.
Allí encontramos al protagonista de la última obra traducida en España de Arthur Miller (1915-2005) —escrita en 1991, versión definitiva de 1996—, en la cama de un hospital hallamos a Lyman Felt, un rico y triunfador vendedor de seguros, tras sufrir un accidente. A Lyman y también a las visitas que irán a acompañar al paciente: sus dos mujeres. El descenso del Monte Morgan ‘relata’ la historia de un hombre que ha vivido, al menos, dos vidas paralelas, un bígamo que, en el que tal vez sea su último o penúltimo día, ‘sufre’ el infortunio de que las dos mujeres con las que ha contraído matrimonio vayan a encontrarse en la sala de espera del hospital. Es decir, dos mujeres se encuentran en dicha sala y pronto, con una escalada dramática aligerada de tensión, descubrirán la verdad. O una de las verdades.
Porque me temo que nadie en esta obra, incluido el lector, va saber a ciencia cierta qué es la verdad, o cuánto de cierto tiene lo que se nos está contando, y es que el eterno mentiroso —lieman— que es Lyman Felt procederá a dar explicaciones, como las anunciadas al principio de este texto, para explicar el porqué de la mentira, pero también mentirá para explicar la causa de las verdades ocurridas en el pasado. Con una sutileza pasmosa, bien cargada de ironía, la maestría de Miller nos va dando, en dosis medidas, los acontecimientos que tienen lugar a tiempo presente (en la sala de la clínica), en el pasado (las historias de las dos mujeres de Lyman con respecto al propio Lyman), y los pensamientos del accidentado (entre delirios y sueños, adivinaciones y momentos de lúcida realidad). Cuando el protagonista de este descenso trata de calmar a sus alteradas mujeres (le escuchen o no, porque no siempre hablará en el mismo plano que el resto de personajes) recurre, eso dice, a una sinceridad pasmosa («Sé que me he equivocado y me he vuelto a equivocar», página 105), pero también a una cobarde autodefensa («¡En realidad, si tengo el valor de admitir la estúpida verdad, el único que ha sufrido durante estos nueve últimos años he sido yo!», página93) y a una necesidad de verse acusado y juzgado de manera definitiva («Leah, di algo duro y sincero… como tú sabes hacerlo», página 125). Y es que en esto estriba uno de los grandes logros de la obra al completo del dramaturgo americano y de esta en particular: cuando lo que parece que se nos presenta es una crítica a la doble moral (y vida) de la sociedad del autor, puede tornarse según la lectura en una ardua defensa de la sinceridad y de la asunción de los propios actos. Cuando, por el contrario, es el tributo a un bon-vivant lo que parece ensalzarse, no puede el lector evitar reconocer —¡incluso!— cierta asentimiento con la tradicional culpa y redención del cristianismo (desde luego, la elección de las palabras ‘descenso’ y ‘monte’, entre otras, no es casual), para evitar que nadie pueda predefinir una imagen única de Arthur Miller, un cliché, un prejuicio.
De la misma manera que ocurre con su escritura. Porque Miller, que desde luego es uno de los grandes dramaturgos del siglo que terminó, nadie lo duda, y sus obras uno de los mayores ejemplos de textos para ser puestos en escena, como así ha ocurrido, no entra nunca en el debate del teatro para ser visto/teatro para ser leído. No entra porque zanja la cuestión de manera súbita. Tiene El descenso el Monte Morgan una escritura a la que poco podrá objetar un lector que no tenga intención de acudir a un teatro. Junto a —para quien guste— una escenografía simple pero abierta a múltiples posibilidades, un juego de planos y fondos, de sencillo vestirse y desnudarse de los personajes, dispone el dramaturgo una sugerente prosa que hace transitar las escenas ‘a tiempo real’ con los flash-back del argumento de una forma tan sutil que incluso el lector de novela verá con agrado. No es con la disposición de los elementos físicos de la obra (tan solo una cama, apenas, quizá una mesa) sino con el lenguaje, con lo que Miller nos arrastra a lo largo de la pieza para situarnos («Ella ofrecía una imagen muy digna, leyendo en la ventana… parecía un cuadro de Edward Hopper, como hechizada», página 110) o para hacernos avanzar en la acción. Es con la oculta unión de los parlamentos con lo que Miller nos lleva de una escena a otra (no por un cambio de escenario), obligando al lector a imaginar lo que está sucediendo (y no siendo escrito), colocándolo en un lugar activo dentro de una obra que no se ve, o no sólo, sino que se escucha. Es decir, jugando ese papel del autor poco complaciente, alejado desde luego del estereotipo de escritor de un teatro de entretenimiento.
Es decir, una obra para ser leída, y vista, y escuchada e imaginada. Interpretada y reinterpretada, cuestionada y criticada, porque eso es lo que nos ofrece Miller (y nos ofrecerá, al público español al que aún le faltan una cuantas obras por ver traducidas: Broken Glass, Resurrection Blues…): un texto literario sin más clasificaciones: una obra en prosa que se puede colocar sobre un escenario, un texto teatral con los recursos más sugerentes de una novela, de un relato, de una confesión.
11 comentarios:
Muy interesante. Una corección: es Edward Hopper
Si, bueno, vale, muy bien destripada, pero... ¿a ti te gustó no te gustó? ¿A mi me va gustar o no me va a gustar? Yo creía que en una crítica lo esencial era responder a este par de simples preguntas y no desmenuzar un libro para que así, oye, ya no sientas necesidad alguna de leerlo.
EL CRITICÓN (de críticos)
Fiel Criticón,
tu primera pregunta está respondida desde hace tres días: en La Tormenta en un vaso, así hemos declarado en el primer post, sólo vamos a recomendar libros. "A diario, un buen libro", así dice. Me cuesta, normalmente, recomendar un libro que no me guste. Otra cosa es que a alguno de mis compañeros no estén de acuerdo. O los lectores. Es la elección del que reseña, eso siempre. Y para dialogarlo, estos comentarios.
La segunda es complicada. Necesitaría algún dato más. De entrada, uno fácil: ¿Te gusta leer teatro? Por que si no...
Siento si te he destripado algo (¿si?), aun así hay mucho más en el Monte Morgan que su argumento. En general, en todos los libros.
De todas formas, como sé que nos vas a seguir leyendo al menos un tiempo, y como todavía quedan 46 personas por reseñar libro, seguro, seguro que alguno te gusta cómo lo hace... e incluso te gusta el libro que reseña.
Gracias por leernos.
Paul
PD: Francisco, por supuesto, la errata es mía. Miller llama a Hopper por su nombre. Gracias por la anotación.
Pues también tienes razón en casi todo, Paul. O sea, en que voy a seguir siendo asiduo y en que, por tanto, dejará de haber críticas que me inciten a leer el correspondiente libro. Porque, ahora que lo pienso, un libro al día está bien para recomendar, ¡pero va a ser mucho para leer!
Te agradezco que no te haya molestado mi post, un tanto borde. Y vete tu a saber si mañana mismo, de toparme el libro de Miller a mano, no lo compro para ver si estoy de acuerdo contigo o no.
EL CRITICÓN (que se la envaina)
Corregido el dato, chicos. Tambien es fallo mio, en parte.
Paul, grande:
Gracias por "destriparme" esta obra. La verdad que la desconocía, y por lo que escribes y por lo que escribe el bueno de Miller, parece que tiene muy buena pinta. La buscaré.
Por cierto, muy buena iniciativa.
Espero que sigas con los americanos y con el teatro. Un abrazo.
Nos veremos pronto,
Antonio Rojano.
Reseña brillante. Sí el objetivo de este blog es despertar el interés del lector por la obra esta vez lo habeís logrado. Curioso ese paralelismo que encuentras entre la trayectoria del protagonista y la redención asignada al cristianismo. También es acertado destacar el, a veces necesario, uso de las mentiras para explicar las mayores verdades. Sí hay tanto como describes en tu crítica, e incluso defiendes que hay cosas más alla del argumento, me atrevo a proyectar en mi mente un escenario imaginario. Gracias!!!
Críticas y reseñas muy útiles. Es una web en extremo interesante. Les felicito.
Tuve que leer dos veces este libro, separadas por un par de años, antes que me gustara.
Con esta iniciativa puede ocurrir como con algunos blogs: que los comentarios la enriquezcan aún más.
Miwok: Tu breve comentario complementa la "crítica" del libro y me dice mucho "más".
Así da gusto.
Gracias Paul, por muchas cosas, y ahora por este comentario tan interesante que me ha descubierto una obra del viejo Miller que desconocía y lo que es más importante me ha animado a leerla, para ver cómo ha envejecido en esta obra el viajante de su obra emblemática.
Espero que nos conozcamos pronto.
Un abrazo.
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