Acantilado, Barcelona, 2009. 247 pp. 20 €
Martí Sales
Las letras, pequeño colectivo inmóvil, contienen todos los mundos imaginables en su interior. Esa es su gran fuerza, la potencia de albergar todo lo posible en un mísero recorte de dos dimensiones. Los árboles, las piedras y las casas tampoco se mueven pero el pasado se agita, turbulento, en su interior. A su vez, cualquier personaje de ficción que se precie sólo parecerá estático si se le reduce a su mínimo bidimensional o si se le pilla en el ojo del huracán de las historias que ha vivido, historias que acabarán sacudiéndole a su paso y le catapultarán hacia el futuro. Historias. Ahí es donde saca el cuaderno y toma nota Sherwood Anderson, ahí es donde encuentra su gran tema, el primordial, el que lo hace un gran escritor. Sherwood Anderson es magnífico porque es un natural born story teller: alguien que cuenta historias como quien va en bicicleta, de forma natural, y en su caso de una manera deliciosa y absolutamente deleitable. Un fotógrafo, un taxonomista o un periodista sólo describen, anclados en el presente y en la superficie de los hechos y las personas (aquel rostro, aquel paisaje, aquel suceso): sacan una foto. Anderson da un paso más allá y juega con toda la vida de sus personajes: descorcha la fotografía y se adentra en sus tercera y cuarta dimensiones. La tercera, la de la profundidad, en un trompe-l’oeil al revés que nos levanta los personajes y nos los pone delante de nuestras narices como si de nuestros conocidos se tratara; y la temporal, la cuarta, la de los porqués, los orígenes y las anécdotas, el yacimiento de historias de donde saca oro a raudales. En este caso, en forma de pequeños cuentos que explican y sostienen este pueblo inventado de la Norteamérica rural de principios del s.XX, Winesburg, Ohio. Y no son historias espectaculares, no: son anodinas, como la mayoría de las vidas (del montón, como asfalto, polvo y nubes). Pero qué bien escogidas, qué bien trazadas, qué bien contadas. Podríamos decir que Anderson abre la puerta —sin saberlo, como todos los pioneros— del gran género norteamericano por excelencia del s.XX, el story-telling, cuyos discípulos más aventajados podrían ser, por ejemplo, Paul Auster, Jim Dodge, Carson McCullers, Kurt Vonnegut, los guionistas de la época dorada de Hollywood como Ben Hecht o los extraordinarios actuales, como David Chase, de The Sopranos. La Norteamérica de las mil historias, de las larguísimas carreteras beatnickeadas, la del tamaño descomunal donde todo el mundo tiene un pasado secreto, donde todos tienen algo que esconder y algo de lo que huir, la Norteamérica que es forastero, forajido y sheriff a la vez. Aquel territorio virgen donde se escribía un nuevo mundo y todos volvían a empezar; aquella colosal pizarra en blanco que algunos se atrevieron a manchar con letra clara y puño firme inaugurando la historia de su narrativa: después de Melville, Sherwood Anderson, y luego todos los demás. Si cuando erais niños os ibais a dormir completamente prendados y con una sonrisa perfecta en el rostro al escuchar alguna historia maravillosa contada por vuestros padres, acercad vuestros ojos a estas páginas porque el efecto va a ser el mismo.
Martí Sales
Las letras, pequeño colectivo inmóvil, contienen todos los mundos imaginables en su interior. Esa es su gran fuerza, la potencia de albergar todo lo posible en un mísero recorte de dos dimensiones. Los árboles, las piedras y las casas tampoco se mueven pero el pasado se agita, turbulento, en su interior. A su vez, cualquier personaje de ficción que se precie sólo parecerá estático si se le reduce a su mínimo bidimensional o si se le pilla en el ojo del huracán de las historias que ha vivido, historias que acabarán sacudiéndole a su paso y le catapultarán hacia el futuro. Historias. Ahí es donde saca el cuaderno y toma nota Sherwood Anderson, ahí es donde encuentra su gran tema, el primordial, el que lo hace un gran escritor. Sherwood Anderson es magnífico porque es un natural born story teller: alguien que cuenta historias como quien va en bicicleta, de forma natural, y en su caso de una manera deliciosa y absolutamente deleitable. Un fotógrafo, un taxonomista o un periodista sólo describen, anclados en el presente y en la superficie de los hechos y las personas (aquel rostro, aquel paisaje, aquel suceso): sacan una foto. Anderson da un paso más allá y juega con toda la vida de sus personajes: descorcha la fotografía y se adentra en sus tercera y cuarta dimensiones. La tercera, la de la profundidad, en un trompe-l’oeil al revés que nos levanta los personajes y nos los pone delante de nuestras narices como si de nuestros conocidos se tratara; y la temporal, la cuarta, la de los porqués, los orígenes y las anécdotas, el yacimiento de historias de donde saca oro a raudales. En este caso, en forma de pequeños cuentos que explican y sostienen este pueblo inventado de la Norteamérica rural de principios del s.XX, Winesburg, Ohio. Y no son historias espectaculares, no: son anodinas, como la mayoría de las vidas (del montón, como asfalto, polvo y nubes). Pero qué bien escogidas, qué bien trazadas, qué bien contadas. Podríamos decir que Anderson abre la puerta —sin saberlo, como todos los pioneros— del gran género norteamericano por excelencia del s.XX, el story-telling, cuyos discípulos más aventajados podrían ser, por ejemplo, Paul Auster, Jim Dodge, Carson McCullers, Kurt Vonnegut, los guionistas de la época dorada de Hollywood como Ben Hecht o los extraordinarios actuales, como David Chase, de The Sopranos. La Norteamérica de las mil historias, de las larguísimas carreteras beatnickeadas, la del tamaño descomunal donde todo el mundo tiene un pasado secreto, donde todos tienen algo que esconder y algo de lo que huir, la Norteamérica que es forastero, forajido y sheriff a la vez. Aquel territorio virgen donde se escribía un nuevo mundo y todos volvían a empezar; aquella colosal pizarra en blanco que algunos se atrevieron a manchar con letra clara y puño firme inaugurando la historia de su narrativa: después de Melville, Sherwood Anderson, y luego todos los demás. Si cuando erais niños os ibais a dormir completamente prendados y con una sonrisa perfecta en el rostro al escuchar alguna historia maravillosa contada por vuestros padres, acercad vuestros ojos a estas páginas porque el efecto va a ser el mismo.
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