Trad. Victoria Horrillo Ledesma. La Factoría de Ideas, Madrid, 2009. 320 pp. 19,95 €
Sofía Rhei
La principal característica de Edward Trencom, protagonista de este libro, y Jean-Baptiste Grenouille, memorable personaje central de El perfume, de Süskind, es exactamente la misma: una capacidad olfativa prodigiosa, que va más allá de lo puramente material y es capaz de percibir y localizar sensaciones, impresiones, emociones. Ambos escritores consiguen recrear de la misma forma tridimensional el mundo olfativo del que sus protagonistas se rodean irremediablemente, aunque en el caso de Milton la gama de perfumes sea bastante más limitada, ya que se circunscribe en un gran porcentaje de veces (especialmente al principio) al universo de la leche fermentada, o más exactamente, del queso como expresión suprema del buen gusto, el lujo y las sutilezas del paladar y de la mente humanos.
Sin embargo, hay enormes diferencias tanto en la personalidad de estos dos héroes (poseyendo un talento muy similar, cada uno hace con él algo muy diferente), y, sobre todo, respecto a su papel respecto a los demás personajes que habitan sus respectivos libros. Trencom desea comunicar sus hallazgos al resto de personas, y Grenouille se distancia de ellas, hace aumentar cada día el abismo que les separa de ellas, que no es otra cosa que su propio talento incomunicado; por otra parte, Edward es una víctima y Jean-Baptiste un verdugo. Estos conjuntos de circunstancias hacen que El perfume sólo pueda tener forma de tragedia, y La nariz… casi de comedia. Sin embargo, el sentido del humor de este libro no es en absoluto grotesco o excesivamente sensorial, sino todo lo contrario: acaso se le podrían reprochar una contención y finura excesivas, que encajan absolutamente con ese aire cosmopolita e intelectual (en acepción de los años cuarenta) del que está impregnado.
La novela aprovecha espléndidamente el repaso a las diferentes maneras de morir de los antepasados de Edward (todos a los que había sido concedida esa misma nariz prodigiosa) para narrar escenas clave de la historia, que se traslada a Grecia para tratar de resolver un complejo misterio en el que, por supuesto, el queso juega un papel importante.
«Es como un buen stilton –decía-. A no ser que puedas compararlo con sus predecesores, ¿cómo demonios vas a saber si es bueno?»
A medida que el sorprendido y nada aventurero protagonista va deshilando la historia de sus ancestros, se da cuenta de que esos mismos hilos esconden un peligro muy real y muy presente para él mismo.
Se trata de un libro muy trabajado, macerado en la bodega durante años par darle un peculiar sabor atemporal que muchos lectores agradecerán. Por supuesto, absténgase de hincarle el diente los no aficionados al queso, pues el fuerte aroma de las páginas puede resultar demasiado envolvente. Regalo perfecto para nostálgicos y lectores de cierta edad, poco acostumbrados a sobresaltos.
Sofía Rhei
La principal característica de Edward Trencom, protagonista de este libro, y Jean-Baptiste Grenouille, memorable personaje central de El perfume, de Süskind, es exactamente la misma: una capacidad olfativa prodigiosa, que va más allá de lo puramente material y es capaz de percibir y localizar sensaciones, impresiones, emociones. Ambos escritores consiguen recrear de la misma forma tridimensional el mundo olfativo del que sus protagonistas se rodean irremediablemente, aunque en el caso de Milton la gama de perfumes sea bastante más limitada, ya que se circunscribe en un gran porcentaje de veces (especialmente al principio) al universo de la leche fermentada, o más exactamente, del queso como expresión suprema del buen gusto, el lujo y las sutilezas del paladar y de la mente humanos.
Sin embargo, hay enormes diferencias tanto en la personalidad de estos dos héroes (poseyendo un talento muy similar, cada uno hace con él algo muy diferente), y, sobre todo, respecto a su papel respecto a los demás personajes que habitan sus respectivos libros. Trencom desea comunicar sus hallazgos al resto de personas, y Grenouille se distancia de ellas, hace aumentar cada día el abismo que les separa de ellas, que no es otra cosa que su propio talento incomunicado; por otra parte, Edward es una víctima y Jean-Baptiste un verdugo. Estos conjuntos de circunstancias hacen que El perfume sólo pueda tener forma de tragedia, y La nariz… casi de comedia. Sin embargo, el sentido del humor de este libro no es en absoluto grotesco o excesivamente sensorial, sino todo lo contrario: acaso se le podrían reprochar una contención y finura excesivas, que encajan absolutamente con ese aire cosmopolita e intelectual (en acepción de los años cuarenta) del que está impregnado.
La novela aprovecha espléndidamente el repaso a las diferentes maneras de morir de los antepasados de Edward (todos a los que había sido concedida esa misma nariz prodigiosa) para narrar escenas clave de la historia, que se traslada a Grecia para tratar de resolver un complejo misterio en el que, por supuesto, el queso juega un papel importante.
«Es como un buen stilton –decía-. A no ser que puedas compararlo con sus predecesores, ¿cómo demonios vas a saber si es bueno?»
A medida que el sorprendido y nada aventurero protagonista va deshilando la historia de sus ancestros, se da cuenta de que esos mismos hilos esconden un peligro muy real y muy presente para él mismo.
Se trata de un libro muy trabajado, macerado en la bodega durante años par darle un peculiar sabor atemporal que muchos lectores agradecerán. Por supuesto, absténgase de hincarle el diente los no aficionados al queso, pues el fuerte aroma de las páginas puede resultar demasiado envolvente. Regalo perfecto para nostálgicos y lectores de cierta edad, poco acostumbrados a sobresaltos.
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