Trad. Basilio Losada. Lengua de Trapo, Madrid, 2009. 336 pp. 19.80 €
José Morella
Caterina Albert, verdadero nombre de Víctor Català, rechazaba los “dogmas de las escuelas literarias”, que le parecían “fórmulas arbitrarias, donde los hombres querrían encerrar la proteica realidad de la vida”, que siempre “se desborda y escapa de los moldes”. Veía las etiquetas académicas como un intento de control y apropiación del sentido del texto. Del mismo modo Mila, la protagonista de Soledad, acaba siendo etiquetada y rechazada por sus vecinos: es dueña de una pasión que la desborda y que apenas puede reprimir. Mila y su marido Matías habían llegado a la montaña para hacerse cargo de la ermita. Matías es un holgazán que acaba mendigando y delinquiendo. La pareja no tiene vida sexual, de lo que se deduce que al marido le falta interés en el sexo o es impotente. Matías me recuerda a una cita de Renard: “Hay hombres que parecen haberse casado solo para impedir a sus esposas casarse con otros”. Una de las bombas que lanzó Caterina Albert fue la idea de matrimonio como cárcel legal, como prisión para el impulso de vida. El hombre se aseguraba con el matrimonio (y se asegura hoy, en muchos lugares del mundo) la separación de dos dominios, el del poder y el del deseo. El matrimonio, en primer lugar, como la célula mínima del Estado patriarcal burocrático y represor que despoja a la mujer del poder (Max Weber llamaba a ese Estado la “jaula de hierro”). Y luego, aparte, el deseo y la sensualidad, que son plantas marginadas en un rincón sombrío de la casa y que no se riegan nunca. A veces se marchitan y a veces se pudren. El olor a podrido, a menudo, hace irrespirable el aire. Mila lucha con todo eso desde la inconsciencia, la ignorancia y la ingenuidad, y la novela narra su aprendizaje, su curso práctico de dolor y de soledad. Mila aprende, y la soledad es el fruto de ese aprendizaje. La soledad será, para ella, el castigo y el premio a la vez. La libertad se sufre.
Este rescate de Lengua de Trapo, como tantos suyos, es fantástico. No comprendo por qué Víctor Català estaba enterrada en los temarios de la escuela secundaria y en las bibliografías de universidad. Es un libro valiente que uno querría ver en el metro frecuentemente, leído de camino al trabajo, o en la pausa para comer. Es tan actual como la crisis económica o la gripe del cerdo. La historia de Mila es la de una Anne Sexton catalana y rural... ¡de 1905! Nos da la otra versión del matrimonio, la versión de la flor marchita, y nos explica cómo ocurre ese marchitarse. A esa cosa, a ese secarse del deseo y a las consecuencias físicas y psicológicas que conlleva, en la novela se le llama “nervios” o “mal de montaña”. Durante la historia de la cultura se ha llamado de muchos modos. Freud lo llamaba histeria o neurosis, y los antiguos melancolía. Las mujeres han sufrido esa cosa sin nombre fijo durante demasiado tiempo. Hoy, que están teórica y legalmente liberadas, la cosa se sigue colando por las rendijas de las casas: vemos casi a diario, en las noticias sobre el maltrato llamado “doméstico”, las consecuencias del recuerdo genético, atávico y ciego, del hombre como poseedor de la mujer. Los “nervios” de Mila nunca acaban de irse del mundo. Que viva el diazepam.
Soledad tiene muchos de los elementos característicos de la novela gótica: un “lugar gótico” apartado, la ermita, que funciona como lugar de lo que tememos, de las pasiones irracionales. Es como el castillo de Drácula o aquella vieja casa llamada Cumbres Borrascosas. También hay elementos sobrenaturales como las brujas y el ambivalente Sant Ponç; un monstruo, el Ánima, un hombre-bestia que representa el mal sin límite. Y la melancolía, claro: los nervios. Mila es una especie de Jonathan Harker de L'Empordà, el Ánima es el vampiro, y la sociedad rural catalana (y española) de principios del siglo XX es la Transilvania de la soledad. No sé si le habría gustado más esta etiqueta a Caterina Albert que la que le ponían sus contemporáneos, pero supongo que no. De todos modos, lo gótico, en literatura, siempre le ha resultado resbaladizo a los críticos, y en ese sentido creo que le pega a esta novela. Pero en realidad no necesita etiqueta alguna.
Atahualpa Yupanqui creía que la música pertenece al monte, a la tierra, y no a los lugareños que la cantan o la bailan. Gran parte del folclore de todo el mundo parece no tener autor. Parece hecho desde tiempo inmemorial. Incluso Bob Dylan, en sus mejores temas, da esa sensación. Cuanto mejor es un compositor folk, más aguda es la extraña sensación de que él no ha hecho su música. De que algo inevitable ha sido hecho a través de él. Hay una anécdota preciosa: Atahualpa, siendo ya conocido como músico, escuchó a un hombre muy humilde murmurando una canción, y se acercó para oírla mejor. Como el hombre calló de golpe, Atahualpa le pidió que siguiera, ya que a él le había parecido que cantaba muy bien. “No se chancee, señor. Yo canto fiero, pero lo hermoso de mi canto lo pone el cerro”. Eso le contestó el hombre a Atahualpa. Dicho de otro modo: yo no tengo ningún valor. El cerro me usa para cantar su canto. Ese cerro funciona como la montaña de Soledad. La montaña, proteica, se transforma a sí misma a través de los personajes: se canta, se ve bonita o peligrosa, se cuenta sus cuentos usando a la gente como medio para ello. Y también, a través del sufrimiento de Mila, la montaña se abre a sí misma una salida, un sendero nuevo para que puedan escapar de ella, ahora ya con más facilidad, otras personas.
José Morella
Caterina Albert, verdadero nombre de Víctor Català, rechazaba los “dogmas de las escuelas literarias”, que le parecían “fórmulas arbitrarias, donde los hombres querrían encerrar la proteica realidad de la vida”, que siempre “se desborda y escapa de los moldes”. Veía las etiquetas académicas como un intento de control y apropiación del sentido del texto. Del mismo modo Mila, la protagonista de Soledad, acaba siendo etiquetada y rechazada por sus vecinos: es dueña de una pasión que la desborda y que apenas puede reprimir. Mila y su marido Matías habían llegado a la montaña para hacerse cargo de la ermita. Matías es un holgazán que acaba mendigando y delinquiendo. La pareja no tiene vida sexual, de lo que se deduce que al marido le falta interés en el sexo o es impotente. Matías me recuerda a una cita de Renard: “Hay hombres que parecen haberse casado solo para impedir a sus esposas casarse con otros”. Una de las bombas que lanzó Caterina Albert fue la idea de matrimonio como cárcel legal, como prisión para el impulso de vida. El hombre se aseguraba con el matrimonio (y se asegura hoy, en muchos lugares del mundo) la separación de dos dominios, el del poder y el del deseo. El matrimonio, en primer lugar, como la célula mínima del Estado patriarcal burocrático y represor que despoja a la mujer del poder (Max Weber llamaba a ese Estado la “jaula de hierro”). Y luego, aparte, el deseo y la sensualidad, que son plantas marginadas en un rincón sombrío de la casa y que no se riegan nunca. A veces se marchitan y a veces se pudren. El olor a podrido, a menudo, hace irrespirable el aire. Mila lucha con todo eso desde la inconsciencia, la ignorancia y la ingenuidad, y la novela narra su aprendizaje, su curso práctico de dolor y de soledad. Mila aprende, y la soledad es el fruto de ese aprendizaje. La soledad será, para ella, el castigo y el premio a la vez. La libertad se sufre.
Este rescate de Lengua de Trapo, como tantos suyos, es fantástico. No comprendo por qué Víctor Català estaba enterrada en los temarios de la escuela secundaria y en las bibliografías de universidad. Es un libro valiente que uno querría ver en el metro frecuentemente, leído de camino al trabajo, o en la pausa para comer. Es tan actual como la crisis económica o la gripe del cerdo. La historia de Mila es la de una Anne Sexton catalana y rural... ¡de 1905! Nos da la otra versión del matrimonio, la versión de la flor marchita, y nos explica cómo ocurre ese marchitarse. A esa cosa, a ese secarse del deseo y a las consecuencias físicas y psicológicas que conlleva, en la novela se le llama “nervios” o “mal de montaña”. Durante la historia de la cultura se ha llamado de muchos modos. Freud lo llamaba histeria o neurosis, y los antiguos melancolía. Las mujeres han sufrido esa cosa sin nombre fijo durante demasiado tiempo. Hoy, que están teórica y legalmente liberadas, la cosa se sigue colando por las rendijas de las casas: vemos casi a diario, en las noticias sobre el maltrato llamado “doméstico”, las consecuencias del recuerdo genético, atávico y ciego, del hombre como poseedor de la mujer. Los “nervios” de Mila nunca acaban de irse del mundo. Que viva el diazepam.
Soledad tiene muchos de los elementos característicos de la novela gótica: un “lugar gótico” apartado, la ermita, que funciona como lugar de lo que tememos, de las pasiones irracionales. Es como el castillo de Drácula o aquella vieja casa llamada Cumbres Borrascosas. También hay elementos sobrenaturales como las brujas y el ambivalente Sant Ponç; un monstruo, el Ánima, un hombre-bestia que representa el mal sin límite. Y la melancolía, claro: los nervios. Mila es una especie de Jonathan Harker de L'Empordà, el Ánima es el vampiro, y la sociedad rural catalana (y española) de principios del siglo XX es la Transilvania de la soledad. No sé si le habría gustado más esta etiqueta a Caterina Albert que la que le ponían sus contemporáneos, pero supongo que no. De todos modos, lo gótico, en literatura, siempre le ha resultado resbaladizo a los críticos, y en ese sentido creo que le pega a esta novela. Pero en realidad no necesita etiqueta alguna.
Atahualpa Yupanqui creía que la música pertenece al monte, a la tierra, y no a los lugareños que la cantan o la bailan. Gran parte del folclore de todo el mundo parece no tener autor. Parece hecho desde tiempo inmemorial. Incluso Bob Dylan, en sus mejores temas, da esa sensación. Cuanto mejor es un compositor folk, más aguda es la extraña sensación de que él no ha hecho su música. De que algo inevitable ha sido hecho a través de él. Hay una anécdota preciosa: Atahualpa, siendo ya conocido como músico, escuchó a un hombre muy humilde murmurando una canción, y se acercó para oírla mejor. Como el hombre calló de golpe, Atahualpa le pidió que siguiera, ya que a él le había parecido que cantaba muy bien. “No se chancee, señor. Yo canto fiero, pero lo hermoso de mi canto lo pone el cerro”. Eso le contestó el hombre a Atahualpa. Dicho de otro modo: yo no tengo ningún valor. El cerro me usa para cantar su canto. Ese cerro funciona como la montaña de Soledad. La montaña, proteica, se transforma a sí misma a través de los personajes: se canta, se ve bonita o peligrosa, se cuenta sus cuentos usando a la gente como medio para ello. Y también, a través del sufrimiento de Mila, la montaña se abre a sí misma una salida, un sendero nuevo para que puedan escapar de ella, ahora ya con más facilidad, otras personas.
1 comentario:
Es uno de mis libros pendientes y que tuve el inmenso placer de conocer a Catherina a través de mi profesora cuando hacía 5 de catalán,lo dicho,pendiente...
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