Paralelo Sur Ediciones, Barcelona, 2008. 196 pp. 10 €
Rubén Castillo Gallego
Hace una semana me invitaron a participar en el mes de octubre en una mesa redonda cuyo tema era “El estado actual de la literatura española”. Como es lógico, me negué lo más cortésmente que pude. ¿Quién soy yo (quién es nadie) para pontificar sobre un tema tan genérico, tan amplio, tan proteico? Ahora, tras leer el volumen de relatos Estancos del Chiado, de Fernando Clemot, se me antoja que podría haber iniciado mi charla con la frase: «Yo soy de Murcia, y en Murcia llueve muy poco». Y podría haber seguido luego con aquella letra de Raimon: «En mi país la lluvia no sabe llover». Obviamente, esto hay que explicarlo... Quiero decir que, a pesar de la tremenda cantidad de agua que nos cae a diario en las mesas de novedades de las librerías, no podemos congratularnos de que gocemos de una tremenda calidad de agua. Son Legión, como el demonio de la Biblia, los autores que expelen, perpetran o esclafan un buen número de páginas, para disgusto de ecologistas y solaz de programadores televisivos. Por eso, cuando se tiene la suerte de abrir un volumen como Estancos del Chiado, uno se da cuenta, por contraste, de lo que es la buena literatura: prosa de orfebrería, argumento bien pautado, ritmo musical y léxico de un enamorado de su idioma. El barcelonés Fernando Clemot ha ido destilando, cuento a cuento, una galaxia de brillos poderosos, donde ha sabido introducir a personajes célebres, libremente adaptados a su obra (El príncipe del Vómero); donde ha jugado con paisajes portugueses, llenos de saudade y luces de niebla (Estancos del Chiado); donde ha deslizado recuerdos quizá autobiográficos (El verano del cortapichas); donde reconstruye, pieza a pieza, un horror que desmenuzó el pasado y condiciona la actualidad del doctor Serravalle (Levante); o donde nos presenta la lánguida imagen de un antiguo donjuán, al que los años han vapuleado con saña inesperada (Terrazas de otoño). No resulta extraño que, con la prodigiosa habilidad que Fernando Clemot demuestra en estas páginas, los premios más notables se le hayan rendido sin contemplaciones: Kutxa, Barcarola, Villa de Benasque... Estancos del Chiado, que publica con acierto y con elegancia Paralelo Sur Ediciones, es uno de los volúmenes más hermosamente literarios que he tenido la oportunidad de leer en los últimos tiempos.
Rubén Castillo Gallego
Hace una semana me invitaron a participar en el mes de octubre en una mesa redonda cuyo tema era “El estado actual de la literatura española”. Como es lógico, me negué lo más cortésmente que pude. ¿Quién soy yo (quién es nadie) para pontificar sobre un tema tan genérico, tan amplio, tan proteico? Ahora, tras leer el volumen de relatos Estancos del Chiado, de Fernando Clemot, se me antoja que podría haber iniciado mi charla con la frase: «Yo soy de Murcia, y en Murcia llueve muy poco». Y podría haber seguido luego con aquella letra de Raimon: «En mi país la lluvia no sabe llover». Obviamente, esto hay que explicarlo... Quiero decir que, a pesar de la tremenda cantidad de agua que nos cae a diario en las mesas de novedades de las librerías, no podemos congratularnos de que gocemos de una tremenda calidad de agua. Son Legión, como el demonio de la Biblia, los autores que expelen, perpetran o esclafan un buen número de páginas, para disgusto de ecologistas y solaz de programadores televisivos. Por eso, cuando se tiene la suerte de abrir un volumen como Estancos del Chiado, uno se da cuenta, por contraste, de lo que es la buena literatura: prosa de orfebrería, argumento bien pautado, ritmo musical y léxico de un enamorado de su idioma. El barcelonés Fernando Clemot ha ido destilando, cuento a cuento, una galaxia de brillos poderosos, donde ha sabido introducir a personajes célebres, libremente adaptados a su obra (El príncipe del Vómero); donde ha jugado con paisajes portugueses, llenos de saudade y luces de niebla (Estancos del Chiado); donde ha deslizado recuerdos quizá autobiográficos (El verano del cortapichas); donde reconstruye, pieza a pieza, un horror que desmenuzó el pasado y condiciona la actualidad del doctor Serravalle (Levante); o donde nos presenta la lánguida imagen de un antiguo donjuán, al que los años han vapuleado con saña inesperada (Terrazas de otoño). No resulta extraño que, con la prodigiosa habilidad que Fernando Clemot demuestra en estas páginas, los premios más notables se le hayan rendido sin contemplaciones: Kutxa, Barcarola, Villa de Benasque... Estancos del Chiado, que publica con acierto y con elegancia Paralelo Sur Ediciones, es uno de los volúmenes más hermosamente literarios que he tenido la oportunidad de leer en los últimos tiempos.
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