Ignacio Sanz
Estamos ante una novela compleja y tenebrista en la que el desarraigo y la represión se solapan, una novela que habla de nosotros, de los españoles, en este caso unos españoles desdibujados porque viven en el viejo Protectorado Español de Marruecos que contaba con dos ciudades importantes como referencia: Tetuán y Tánger. Los que las hemos visitado hemos podido ver en sus calles muchos vestigios que todavía permanecen intactos, sobre todo cines y teatros con nombres contundentes que remiten a lo más granado de nuestra cultura. Y el casino español, donde todavía despachan nuestras cervezas y nuestros vinos. Pobre Cervantes, tan manoseado. Aunque me suena que también Ramón y Cajal andaba por allí.
Olga Merino centra su mirada sobre una de las familias que, procedentes de Elda (Alicante) se asentaron en Tánger como zapateros especializados en calzado ortopédico. Un drama, porque con la disolución del Protectorado, la segunda generación de esas familias, sin ser estrictamente expulsadas, acaban saliendo. El mundo, hasta entonces más o menos feliz, se les desplomó. En aquel momento el lugar de procedencia les quedaba muy lejos pues no dejaba de ser un lugar remoto con el que había perdido las raíces.
Perros que ladran en el sótano, la novela de Olga Merino, se cuenta en dos relatos paralelos, por un lado el pasado en Marruecos, un pasado no exento de nostalgias y conflictos internos y, por otro, la deriva de esa familia en España, y digo deriva por no decir el naufragio, que se prolonga agónicamente hasta nuestros días. En esta segunda parte el relato se centra en las idas y venidas de una compañía de variedades en la que se integra como figura flamenca Anselmo Rodiles, el hijo de aquellos zapateros, cuya vida es un rosario de desdichas que se acentúan por su condición de homosexual. Esta compañía recorre la llamada España profunda en un viaje errático que acaba en Montilla de Palancar (Cuenca), precisamente la noche de la muerte de Franco. Para el lector medianamente informado, le será inevitable establecer puentes de contacto con Viaje a ninguna parte, la novela de los cómicos de Fernán Gómez que luego, con tanto éxito, se llevó al cine.
Mucho desarraigo, algunas traiciones, bastantes calamidades se van tejiendo entre los dos relatos que se cruzan y mantienen la tensión narrativa candente.
Pero, además, el lector no avisado, se va a encontrar con una prosa ágil, rica, llena de ecos populares. Da la sensación de que la autora escribiera con la antena puesta en la barra de los bares del Chamberí o del Lavapiés de hace treinta o cuarenta años. Qué riqueza de matices en el uso popular de la lengua y cómo esos matices engalanan la propia narración.
Ese contraste entre la grisura de la atmósfera que preside ambos relatos y la viveza de los diálogos que lo hacen avanzar, creo que es uno de los aciertos más notables de esta novela compleja y melancólica que hace del desarraigo el centro emocional de unos personajes derrotados que un día acariciaron un sueño finalmente, ay, desvanecido.
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