Pedro M. Domene
La mayor tragedia náutica civil del siglo XX hubiera quedado en una noticia a escala mundial si, en torno al suceso, no se hubiera creado toda una leyenda con el paso de los años. ¿Quién no ha oído hablar del barco más famoso de todos los tiempos? El Titanic fue el mayor de los empeños humanos y el transatlántico más lujoso de su época. Después de la escarizada historia contada por James Cameron, o la no menos curiosa película de Bigas Luna, además de las diferentes secuelas televisivas que se han sucedido durante décadas, resulta difícil no imaginar una tragedia más cinematográfica o novelesca, porque su primera travesía resultó un drama convertido en tragedia, tanto por el número de víctimas como por los nombres e identidades de los pasajeros que viajaban desde distintos puntos de Europa, Cherburgo, Southampton, Queenstown hasta su destino final, Nueva York: los de primera clase, disfrutaron del lujo durante las horas transcurridas, comieron, cenaron o bailaron en sus espléndidos salones, tomaron el sol en sus majestuosas cubiertas o discutieron sobre moda en sus terrazas privadas como si de un gran hotel flotante se tratara, los de segunda, viajaron confortables y cómodos, y además, muchos vivieron para contarlo, pero hubo quienes se hacinaban en los camarotes de tercera, mezclando la curiosa música de la más famosa de las orquestas de todos los tiempos que se oía a lo lejos, con el ruido de las salas de máquinas del mastodonte, mientras avanzaba por las frías aguas del Atlántico norte rumbo a la ciudad de los rascacielos.
Hugh Brewster es un experto conocedor de todo lo relacionado con el Titanic y ya en 1984 colaboró con Robert Ballard para la edición de The Discovery of the Titanic, aunque posteriormente su interés en el tema ha seguido creciendo y ampliándose como puede verse en el libro que acaba de editarse en España, Titanic. El final de unas vidas doradas (2012), un curioso documento sobre la historia más íntima del naufragio, es decir, sobre una sociedad que estaba a punto de desaparecer, la denominada por Walter Lord, “era eduardiana”, con nombres y apellidos de las grandes fortunas europeas y norteamericanas, los Astor y los Guggenheim, algunos artistas y escritores que, de alguna manera, con el relato de Brewster nos acercan al sueño de estar navegando con ellos. Eso pretende el autor con su libro que inicia con un prólogo titulado, “Un grupo excepcional”, desde que se realizara el avistamiento de los restos en 1986, y en una breve secuencia nos describe cómo las luces del submarino Alvin iluminaron la pequeña estatua de una diosa griega que yacía sobre el lodo, rodeada de bandejas de plata, botellas de champán, o vidrieras talladas, y apunta que el explorador Robert Ballard volvió del lugar con kilómetros de película y centenares de fotografías para, definitivamente, desentrañar los misterios del transatlántico perdido después de más de setenta años de su desaparición en el fondo del mar. Según Walter Lord, el autor de La última noche del Titanic (1977, reed. en 2012), sigue siendo un “asunto insumergible” que ha inspirado libros, películas y páginas en Internet, y uno vacila siempre a la hora de ponerse nuevamente en ruta con una nueva aventura sobre el suceso, aunque si bien el protagonista hasta ahora había sido el mágico barco, ahora Brewster nos acerca a sus ricos y no tanto famosos pasajeros, aunque como ha llegado a saberse mucho después, ninguna otra lista congregaba, en aquellos momentos, a tantos nombres de famosos personajes. Lady Duff Gordon, modista británica de fama internacional, calificó el barco como “un pequeño mundo dedicado al placer”; ella misma acudía a N.Y. para ampliar su imperio después de haber triunfado en París, aunque otros millonarios mucho más célebres se congregaron en el mayor evento del momento, John Jacob Astor IV viajaba con su joven esposa, que ya había escandalizado en los ambientes refinados de la sociedad del momento por la diferencia de edad del matrimonio, treinta años, y algo parecido le ocurrió a Ben Guggenheim que viajaba acompañado de su amante francesa que, junto a su criada, afortunadamente, salvó la vida y luego fue repatriada por la propia familia Guggenheim, y no menos curiosa resulta la anécdota del magnate de la finanzas, J. P. Morgan que salvó la vida porque su amante insistió en permanecer unos días en un balnerario del sur de Francia. También, los camarotes de primera estaban ocupados, según Brewster, por gente que había trabajado muy duro para llegar tan alto: el artista y escritor Frank Mollet que se dirigía a Washington para ayudar en el diseño al Monumento a Lincoln, y su amigo Archie Butt, asesor de la Casa Blanca, volvía para preparar la dura campaña de las presidenciales de aquel otoño, el empresario de los ferrocarriles Charles Hays viajaba de vuelta a Canadá, o la curiosa lista de ocho españoles, todos embarcados en segunda clase, menos el matrimonio Peñasco, Víctor y Josefa, él rico heredero de una de las grandes fortunas españolas que viajaban en primera junto a una doncella, quien sobrevivió junto a su señora al naufragio. Un jesuita irlandés realizó numerosas fotografías hasta que desembarcó en Queenstown, y el propio constructor Thomas Andrews, que en ningún momento llegó a vislumbrar la magnitud del suceso, desapareció en las aguas. Aunque la más famosa de todas las personalidades de entonces fue, sin duda, Molly Brown, cuyo valor y arrojo desencadenó un auténtico liderazgo desde el bote número 6, donde fue evacuada. Su fama como superviviente le llevó a promover los temas por los que siempre había luchado, los derechos de los trabajadores, la igualdad entre hombres y mujeres, y la alfabetización de niños indigentes y abandonados.
El Titanic, señala el autor del libro, representa la época de la rápida industrialización y creación de riqueza, y su hundimiento se interpreta como esa señal de alarma de una sociedad satisfecha de sí misma que se encaminaba inexorablemente a una catástrofe en las trincheras de un frente occidental; léase, sin duda, la Primera Guerra Mundial, y Lord, quien como hemos señalado, sea sin duda el autor que mejor conozca su historia, advirtió en su propio libro que, “tal vez represente la progresión de casi todas las tragedias de nuestras vidas, que empiezan con una cierta incredulidad y que derivan en una inquietud creciente”; en realidad, puesto que el protagonista siempre ha sido hasta hora el propio Titanic y su tragedia, con El final de unas vidas asistimos a la descripción de la existencia de unos hombres y mujeres que compusieron el espléndido retrato de una época y de un tiempo que pareció marcar un fin con su tragedia. Por primera vez, se muestra el interior de tan suntuoso coloso flotante y sobre todo se cuenta, como si de un cuaderno de bitácora se tratara, las intensas horas vividas de muchos de los personajes previo al naufragio y, podemos hacerlo, como un relato novelesco, poblado de curiosos protagonistas, sabiendo en todo momento que aquello fue lo que ocurrió con todo detalle en aquella fría y clara noche de abril de 1912, y además por sus páginas desfilan fogoneros, músicos, camareros, damas y criadas, millonarios, marinos, emigrantes y niños y niñas de corta edad, gente de todas las clases sociales que pasaron a la historia sin ser muy conscientes de ello. Los recuerdos, cien años después, siguen vivos en los familiares de aquellos supervivientes que aun se siguen preguntando como habrían evolucionado los acontecimientos en aquella fatídica noche y si, en otras condiciones, hubieran vuelto a ver a sus seres queridos; pero sobre todo, sobresale el capítulo dedicado a “Vidas después del Titanic”, porque justifica la lectura de este libro y, de alguna manera, celebra la vida posterior de esos poco más de setecientos supervivientes, fascinados mucho tiempo después por su suerte. A cien años de aquella madrugada del 14 al 15 de abril de 1912, la historia del insumergible, según Hugh Brewster, continúa.
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