Amadeo Cobas
Antonio Gala, en una de sus novelas, asegura: «La muerte, cuando llega a su hora, es uno de los nombres de Dios». Hasta aquí, de acuerdo. Pero, ¿qué ocurre cuando se precipita y se lleva a quien no corresponde? La muerte no se equivoca, decir lo contrario es una sandez, lo sé. Lo que ocurre es que duele cuando sobreviene y arranca de cuajo la vida a una persona que estaba llena de vida, de una vida plena de vivencias intensas y de innumerables por vivir. Cuando la muerte cae de improviso se ensaña con familiares y amigos. Y no hay modo de entender nada. Acaso la razón la aporte otro escritor, Ramón Pernas, cuando sentencia que «la muerte es caprichosa e injusta, se cobra un número de piezas y cuando alcanza el cupo se vuelve allí donde imperan las sombras». Aún así, no duele menos.
Félix Romeo nació en Zaragoza en 1968 y falleció en Madrid el 7-10-2011. El fin de semana en que su amada ciudad natal empezaba los festejos anuales para honrar a su patrona. Este viajero infatigable, lector empedernido, conversador sin tasa, apasionado en todo hasta la vehemencia dejó inédita la obra que aquí se reseña, en la que predomina, como era lógico esperar, su más pura esencia, la que le hace sacar punta a lo romo, consiguiendo que el lector se sorprenda con sus frases, relea aquello por lo que acaba de pasar como inadvertidamente, sin reparar en su profundidad, su doblez, su mordacidad o su ingenio: «Cuando está muerta, María Isabel no tiene ninguna intención de hacer o de decir tonterías para causar risa»…
En su novela póstuma, el autor relata un asesinato del que tiene conocimiento al compartir celda con el homicida. No es que le sonsaque información, sino que ésta procede de las crónicas periodísticas, las pesquisas del propio escritor y, sobre todo, sus cábalas. Sus preguntas. Las que se hace a sí mismo buscando reconstruir el escenario del crimen. Y así las refleja en el libro: una reflexión continua, plagando la obra de ideas que se adhieren a las certidumbres para recomponer las piezas del puzzle. Con maestría, sella las grietas de las citas textuales de la sentencia condenatoria del asesino, con recreaciones de las escenas que desembocan en el estrangulador desenlace. Y la palabra. Sobre la palabra repara Romeo: sobre las dichas por otros para que reverberen en las suyas, no elegidas al azar, sino revestidas de lucimiento; no en vano, son las que mejor definen cada situación.
La escritura de Félix Romeo lo mismo se infiltra en las venas que recorre el espinazo despertando sensaciones chisporroteantes. Es «sincopada», como dice Antón Castro; «directa», en definición de Ismael Grasa; «cincelada a base de golpes secos y precisos», como la describe Jonás Trueba. Acaso todo tenga su justificación. Sí, porque Félix tuvo una vida tan intensa que hasta estuvo más de un año preso en la cárcel de Torrero, en Zaragoza. ¿Por qué? Por tener la valentía que nos faltó a más de uno (me acuso) y negarse a cumplir una imposición. Se hizo insumiso. Por su negativa a realizar el servicio militar o la prestación social sustitutoria, acabó encerrado en una celda. Al fin, le robaron lo mismo que a otros pero conservó su dignidad y su libertad de elección. De este suceso extrae el autor miga que contar en sus novelas, por ejemplo en Discothèque, y fundamentalmente en ésta, donde narra los hechos que condujeron a Santiago Dulong a acabar con la vida de su mujer. Ya he dicho que ambos compartieron celda en presidio. Imagino que en los interminables lapsos de ocio fue desentrañándole a «el escritor», como era conocido adentro, las circunstancias que le abocaron a perpetrar esta tragedia.
Y ahora ya no queda otra que cerrar la producción literaria de Félix Romeo. Nos quedamos sin escuchar su próximo consejo por radio sobre una lectura ineludible, o su siguiente reseña (siempre originales y fundamentadas en su ignota sabiduría: un pozo sin fondo). En el tintero de su agilísimo cerebro han quedado miles de historias. Su legado narrativo consiste en Dibujos animados (Mira, 1995), un libro que personalmente me retrotrajo a la infancia, e inmerso en la ensoñación me hizo sonreír muchas veces, Discothèque (Anagrama, 2001), que me sobrecogió con su vértigo, su crudeza cuasi pornográfica en más de una ocasión, Amarillo (Plot, 2008), crónica de un suicidio y de la culpa subsiguiente, que me llevó a querer aún más a mis amigos.
Ojalá hubiera podido contar a Félix entre ellos. Lo conocí, charlé con él algunas veces, y siempre me dejó pasmado con su vastísima cultura libresca. Era inalcanzable.
Aunque prefiero que sean sus amigos quienes den el tono de elegía adecuado, parafraseando el apéndice de 62 páginas que se acompaña con la obra, titulado ¡Viva Félix Romeo!, a modo de homenaje más que merecido. Cierro con un extracto de los sentimientos que despertaba en ellos, desde los más íntimos: «la persona más buena del mundo», «le gustaba cuidar a la gente», «un devoto de la amistad», «creía en el individuo», «amaba la vida»…, pasando por los externos: «magnético, poderoso, impactante. Un volcán», «apasionado», «vitalista», «siempre amable, siempre brillante», «su necesidad de libertad»…, hasta los signos de su admiración: «provocadoramente sabio», «cultura exuberante», «competía en erudición con los expertos», «una catedral de conocimiento», «el mejor»…
Una pérdida insustituible. Descanse en paz.
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