Victoria R. Gil
Si los premios Razzie son los anti Óscar del mundo del cine, El trepanador de cerebros lo es de los cuentos tradicionales infantiles. Al menos, de esas narraciones desvirtuadas y políticamente correctas que han llegado hasta nosotros, en las que el lobo es capaz de zamparse a Caperucita y a su abuela sin causarles ni un solo rasguño para poder ser rescatadas en perfecto estado, y donde el leñador se encarga de castigar al infeliz animal, que terminará muriendo en ayunas. Para que luego lo llamen feroz.
La primera novela de Sara Mesa llega tras sus dos libros de relatos La sobriedad del galápago y No es fácil ser verde, y del poemario Este jilguero agenda, y resulta, en todo caso, el reverso tenebroso de los cuentos de hadas. En ella no caben más que brujas y bufones, y el único hechizo que existe pasa por disfrazarse de mamut cuatro horas al día en un parque de atracciones prehistórico.
El surtido de personajes disparatados que vive –o siendo exactos, malvive— en las páginas de este libro lo convierte en una singular parada de los monstruos (Freaks, 1932). Un enano que vende su alma en eBay; un «conductoanalista» argentino fundador de la Sociedad de Científicos Suicidas; dos hermanos gemelos, ladrones y timadores; una polaca con gato «que parece extraída de una novela de Dickens»; un entomólogo albino y deforme; una mocosa que exorciza con ajos «el espíritu maligno de los suecos de Ikea», y un burguesito renegado que aspira a gurú espiritual. Así son algunos de los seres inadaptados que se reúnen en torno al frustrado rodaje de La Nalga, una película de evocación sartreriana cuyo sentido «es la falta de sentido; su explicación radica justamente en su ausencia de explicación; su raíz no arraiga en parte alguna». Quizás como sus propios protagonistas.
Con semejante pandilla, cliente sin duda de la taberna del Pica Lagartos que frecuentaba Max Estrella, Sara Mesa compone una historia coral, tan absurda como desencantada, y más lúcida de lo que querríamos admitir. Porque a pesar de no cargar las tintas en las miserias, muchas y variadas, que padece este grupo de marginados, y de servirse de un humor negro que desemboca las más de las veces en farsa, sabemos que esto no es la distopía tragicómica que desearíamos que fuera. Es la pura realidad, más deforme y grotesca que cualquier fantasía que podamos recrear.
Sara Mesa no pone nombre a su ciudad de viviendas inhóspitas y suburbios degradados, pero el mapa urbano que dibuja está en todas partes, desde el estruendo del tráfico al de las obras, y desde los centros comerciales a los parques temáticos. Es en este paisaje en el que se mueve Silvia, la Cenicienta que nunca llegará a princesa y en torno a la cual gravita un puñado de seres que, como ella, no encaja en ninguna parte. Encontrar su sitio, aunque éste sea un puesto de cobro en el peaje de una autovía, es el único viaje posible en el mundo que les –nos— ha tocado vivir.
Tras la publicación de El trepanador de cerebros, la escritora madrileña afincada en Sevilla ganó en septiembre del año pasado el VI Premio Málaga de Novela con su siguiente obra, Un incendio invisible, un galardón que ha contribuido a apuntalar una de las voces narrativas más originales e interesantes del actual panorama literario de nuestro país.
No hay comentarios:
Publicar un comentario