Ricardo Triviño
El genio de Sfar es incombustible. Su motor creativo no deja de funcionar. Puede bajar la cantidad de revoluciones pero no se queda en dique seco. La originalidad de sus historias es innegable. Recuerdan a la imaginación ilimitada de ese otro genio francés, todavía sin traducir al castellano, llamado Fred y autor del sin par Philémon o La historia del cuervo con bambas.
Con 40 años cumplidos este pasado 2011, el número de álbumes que tienen su firma se eleva hasta los ochenta, sin contar las novelas, las películas (Gainsbourg. Vida de un héroe y El gato del rabino) ni las colaboraciones. Es sencillamente increíble. Y lo es más cuando se lee maravillado Sócrates el semi-perro o El minúsculo mosquetero, series que si bien flaquean ya en el segundo, pues la trama se enreda en exceso, tienen una primera aventura por la que muchos historietistas batallarán toda la vida sin conseguirla.
Todo lo que se diga en estos párrafos puede sonar exagerado, pero la rave lectora de Sfar ha sido intensa, agradable y, sobre todo, agradecida. Todo empezó con la publicación por parte de 451 Editores de Chagall en Rusia. Había tenido una primera aproximación al autor hace tiempo, creo que con la biografía inventada de otro pintor, Pascin: la Java bleue, pero no me sentí atraído. Ahora, sin embargo (o con desmesurado embargo), lo leo fascinado.
Si en Pascin Sfar imitó las acuarelas y los colores del pintor búlgaro, en Chagall mantiene su estilo pero inserta la iconografía del pintor bielorruso. Lo que empieza siendo una aventura ligera y divertida, acaba tornándose oscura. A diferencia de Pascin, cuyo amor carnal acabará obsesionándolo, lo que ofusca a Chagall es un amor platónico. Ambas vidas se ven marcadas por un objeto común e inasible, y ambas son falsas. Como el Marqués de Bradomín, Sfar prefiere la Leyenda a la Historia.
El tema judío, una constante en la obra del historietista galo especialmente bien tratada y analizada en su obra cumbre, El gato del rabino, aparece también en este cómic y no de manera oblicua. Del mismo modo, tanto la convulsa historia de Rusia de principios de siglo XX como las escenas durante su infancia en Vitebsk tienen un papel importante en este cómic cronológicamente borracho pero semánticamente coherente y bello.
Y no hay que olvidar que Sfar es puro juego. Sus historias no se acaban nunca. Siempre hay más por descubrir y disfrutar, como niños. ¿Acaso es también Marc Chagall el ruso que aparece en el quinto volumen de El gato del rabino? Pese a la riqueza de lo que cuenta, Sfar es aún más poderoso en lo que calla, en lo que nos invita a imaginar. Él agita nuestras neuronas, nos despierta.
Chagall en Rusia es una obra lírica con pinceladas surrealistas que tal vez no debiera ser la puerta de entrada a Sfar, pues otros trabajos pueden resultar más accesibles, pero sin duda es un cómic que debe ser leído. Asomarse al mundo de este polifacético artista es subirse a una locomotora que sólo nos traerá paisajes nuevos y maravillosos y de la que, sin duda, ya no querremos bajar.
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