José Morella
Mi abuelo era campesino. La parcela le daba lo justo y sus hijos prefirieron emigrar a zonas turísticas. No fueron los únicos. Miles como ellos se fueron a los hoteles de la costa a echar 14 o 15 horas al día. Ahí exprimieron las energías de su juventud. Conocieron el estrés y el ambiente jerarquizado del trabajo moderno. Los motivos por los que tanta gente eligió lo mismo son complejos, pero podrían resumirse groseramente con la palabra esperanza. El capitalismo hace una cosa muy bien: prometer. Se cae en el espejismo de que no estamos completos y necesitamos algo que se supone que está en algún otro sitio. Pero ¿y si la libertad fuera justamente vivir sin esperar nada? La esperanza hace que colaboremos en la construcción de un mundo basado en el uso de unos recursos finitos como si fueran infinitos. Hasta que el planeta se engripe y nos elimine -ya lo está haciendo- como quien suda una fiebre. El poder se mantiene, no sólo en los sistemas capitalistas, a base de expresar constantemente una promesa que no se actualiza. Este libro que recomendamos hoy versa sobre la naturaleza de dicha promesa.
Tolstói ya sabía que a mucha gente todo esto le parece un rollo de paranoicos, pero eso se la traía al pairo porque era un grande. Su grandeza, como la de otros atrevidos pacifistas, descansa en la capacidad de no tomarse las cosas de un modo personal. Sabía que sus críticos no tenían mala fe. Es simplemente que tenemos miedo a perder lo que hemos invertido en el sistema, por poco que sea. Nuestros privilegios. El miedo es más humano que el comer. Miedo del caos y el desorden. Del -literalmente- desgobierno. La generación de mis padres en la España del tardofranquismo lo apostó todo a una forma de vida absolutamente nueva -dejar el campo, que para Tolstói era sinónimo de salud y cordura- sin tener idea cabal de adónde se estaban arrojando. La apuesta es tan grande que, una vez hecha, cuesta ver con claridad. Más vale hacerse los suecos. No leer libros como este. No escuchar el mensaje siguiente: para que todos seamos más felices hay que tener menos. Esa generación creció con poco, y por eso el mensaje les cuesta. Yo crecí con algo más y también me cuesta. Eso sí, Tolstói entiende por riqueza algo muy distinto a lo que comúnmente se entiende. Para él la prosperidad no va ligada a la acumulación.
Si yo lo abandonara todo y me pusiera a trabajar la tierra tendría que aprender mucho. Pasaría horas al sol o al viento, horas que hoy paso leyendo, escribiendo, trabajando en aulas cerradas y tomando cafés o cervezas en bares. Enormes privilegios. Si lo pienso mucho siento pánico. Hay que reconocer el pánico y atreverse a quedarse un momento en él, porque cuando aparece suele rondar cerca alguna verdad. La verdad y el miedo son primos hermanos. Es más fácil olvidarse, encender un liadito, pillar alguna cosa de la nevera, mirar algo en el youtube.
El estilo del libro es sencillo, casi panfletario. El inicio es brutal e inequívoco. Tolstói habla con unos estibadores de puerto y les pregunta por sus condiciones de vida. Se te cae el alma a los pies. Podemos hacer la vista gorda, pero todo eso existe aún. En los CIE (Centros de Internamiento de Extranjeros) no hay ningún australiano ni ningún suizo. Los chatarreros negros que veo por mi barrio trabajan en condición de esclavos. La esclavitud se ilegalizó hace tiempo, pero ningún policía les prohíbe trabajar. Este libro me parece igual de necesario que cuando fue escrito.
Las causas de la esclavitud, nos dice el autor, son las leyes humanas. La propiedad privada de la tierra, que hoy parece casi natural, no lo es. Nació con la usurpación de los conquistadores. La función primera de la propiedad privada fue apoderarse de lo ajeno. Robar a los indígenas porque sí. Los indígenas americanos no eran pobres ni ricos (esa neurosis es la nuestra). Me impresiona la claridad con la que este libro expone que la ciencia económica sirve para oscurecer. Todo sigue igual. David Suzuki, a quien recomiendo desde aquí, lo explica bastante mejor que yo.
«Los hombres verdaderamente civilizados preferirán siempre viajar a caballo en lugar de servirse de las vías férreas», dice Tolstói. Esto puede sonar cándido, pero parece claro que para que todos tengamos nuestros cachivaches -para poder cambiar de móvil cada dos años, lo que sería el equivalente actual del ferrocarril de Tolstói-, hay gente que lo está pasando mal en lugares inhumanos. Lo civilizado sería pues lo contrario del progreso, o un nuevo progreso que vaya hacia atrás. Ser lindos retrógrados. Regresar como forma de avance. Decrecer. Trabajar en cosas que nos hagan sudar y no acordarnos de nuesteros gadgets. El cómico estadounidense Louise C.K. explica que en la acción de poner delante de nuestros hijos un móvil para grabar una tierna obra de teatro escolar nos estamos perdiendo la realidad directa, que es en HD por naturaleza: la alta resolución nos vive en los ojos y nos la perdemos a pesar de que -C.K. lo tiene claro- a nadie le importa un bledo el vídeo de tu hija cantando a lo Beyoncé. Da igual cuántos “me gusta” se acumulen cuando lo pones en facebook. No te importa ni a ti. De hecho, cuando pasó te lo perdiste.
Tolstói sobre las leyes: «dan a quienes las hicieron, siempre que sean violadas, el derecho de enviar a hombres armados para detener al transgresor, encerrarlo y, llegado el caso, matarlo.» Esta agresión no es natural. No nace de un enfado o de una reacción defensiva. Es violencia fría y organizada. La violencia organizada es clave en el pensamiento de Tolstói. Es a la vez lo que asegura la ejecución de la ley y lo que otorga el poder de legislar. Eso incluye a nuestras democracias. Total: este libro es indigerible para muchísima gente.
La vía es la resistencia no violenta. El sermón de la montaña que Tolstói tanto admiraba. Luther King. Thich Nhat Hanh. El compromiso con la no agresión. El poder es muy astuto: los medios de comunicación pueden pasar durante días imágenes de adolescentes quemando un contáiner de basura y estar años sin siquiera acercarse a las condiciones de los trabajadores que hacen nuestra ropa o empaquetan nuestra comida. Cualquier agresión desde cualquier lado va siempre a favor de la injusticia. Las soluciones han de ser pacíficas y radicales: no pedir nunca que el Estado te garantice la propiedad de nada. No pagar impuestos a ningún gobierno (esto suena a chiste hoy en día; los chascarrillos son bienvenidos). Tolstói no pide, por supuesto, perfección ni santidad. Admite grados. Lo importante es no devolver el golpe. No participar en violencia alguna por acción u omisión. Eso es lo imprescindible, lo mínimo. Luego vendrá el contentarse con perder privilegios y dinero. Aprender a sudar y a ser felices al mismo tiempo. Fácil, ¿no?
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